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LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo cuarto

Consecuencias de los tres capítulos anteriores

Cuando los hombres se sienten naturalmente conmovidos por los males de los demás y establecen entre ellos cada día más frecuentes y agradables relaciones, sin que ningún enojo los divida, fácilmente se concibe que, en caso de necesidad, se prestarán una mutua ayuda. Cuando un norteamericano reclama el auxilio de sus semejantes, es muy raro que éstos se lo rehusen, y aun he observado muchas veces que se lo concedían espontáneamente con un gran celo.

Si acontece algún accidente imprevisto en la vía pública, se dirigen por todas partes hacia el que ha sido víctima; si sobreviene de repente una gran desgracia a una familia, mil desconocidos tratan de reparar generosamente esa pérdida y un gran número de pequeños donativos llegan a socorrer su miseria.

En las naciones más civilizadas del globo, se ve frecuentemente que un infeliz se halla tan aislado en medio de la multitud, como el salvaje de los bosques; esto no sucede casi en los Estados Unidos. Los norteamericanos, que son siempre fríos en sus maneras y muchas veces groseros, jamás parecen insensibles, y si no se apresuran a ofrecer sus servicios, al menos no los rehusan.

No se opone esto de ninguna manera a lo que antes dije sobre el individualismo, y veo, al contrario, que todo se halla más bien conforme. La igualdad de condiciones, que hace sentir a los hombres su independencia, les muestra también su debilidad; si son libres, se hallan expuestos a mil accidentes y la experiencia les enseña que, aunque no tengan una necesidad continua del auxilio ajeno, llega casi siempre un momento en que no pueden pasar sin él.

En Europa vemos todos los días que los hombres de una misma profesión se ayudan gustosos; están expuestos a las mismas desgracias y esto basta para que procuren defenderse mutuamente, por insensatos y egoístas que sean. Así, pues, cuando alguno está en peligro y los demás pueden librarlo por medio de un pequeño sacrificio o por un repentino esfuerzo, lo hacen inmediatamente; no es que se interesen profuridamente por su suerte y si por casualidad los esfuerzos que hacen para socorrerlo resultan inútiles, lo olvidan al punto y vuelven a ocuparse de sí mismos; pero se ha formado entre ellos una especie de convenio tácito y casi voluntario, por el cual cada uno debe prestar a los otros un apoyo momentáneo, que a su vez podrá reclamar para sí mismo.

Extendiendo a todo un pueblo lo que digo solamente de una clase, será bien fácil comprender mi pensamiento.

Existe, efectivamente, entre todos los ciudadanos de una democracia, un convencionalismo análogo a aquel del que hablo; todos se encuentran sujetos a la misma debilidad y a los mismos peligros, y tanto su interés como sus simpatías les imponen el deber de prestarse una asistencia mutua en caso de necesidad.

Mientras más semejantes se hacen las condiciones, más muestran los hombres esta disposición a obligarse recíprocamente.

En las democracias, si no se hacen grandes favores, al menos se prestan constantemente buenos servicios. Es raro que un hombre se muestre consagrado al servicio de otro, pero todos son serviciales entre sí.

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