Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo primero de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo tercero de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo segundo

Cómo la democracia hace las relaciones habituales de los norteamericanos más sencillas y fáciles

La democracia no liga fuertemente a los hombres entre sí, pero hace más fáciles sus relaciones habituales.

Supongamos que se encuentran casualmente dos ingleses en los antípodas, rodeados de extranjeros, cuya lengua y costumbres apenas conocen. Estos dos hombres se consideran al principio con gran curiosidad y con una especie de inquietud secreta; luego se separan, o si se acercan, tienen cuidado de no hablarse sino con una actitud forzada y distraída y decirse cosas poco importantes.

Sin embargo, entre ellos no existe ninguna enemistad; nunca se han visto y recíprocamente se tienen por muy honrados. ¿Por qué, pues, ponen tanto cuidado en no encontrarse? Es necesario volver a Inglaterra para comprenderlo.

Cuando el nacimiento sólo, independientemente de la riqueza, es el que clasifica a los hombres, cada uno sabe con precisión el punto que ocupa en la escala social: no trata de subir más, ni teme tampoco descender. En una sociedad organizada de esta suerte, los hombres de diferentes clases se comunican poco entre sí; pero, cuando la casualidad los pone en contacto, se abordan voluntariamente, sin esperar ni temer confundirse. Sus relaciones no están basadas en la igualdad, mas no por esto son forzadas.

Pero no es así cuando a la aristocracia de nacimiento sucede la del dinero.

Los privilegios concedidos a algunos son todavía muy grandes, pero la posibilidad de adquirirlos existe para todos; de donde se sigue que los que los poseen están siempre preocupados por el temor de perderlos o de verlos repartir; y los que no los gozan aún, quieren a toda costa poseerlos o si no pueden conseguirlos, aparentar que los tienen, lo que no es del todo imposible. Como el valor social de los hombres no se halla fijado de un modo ostensible y permanente por la sangre, y varía hasta lo infinito según la riqueza, las clases existen siempre, pero no se puede distinguir claramente a primera vista a los que las ocupan.

Pronto se establece una guerra sorda entre todos los ciudadanos; los unos se esfuerzan por medio de mil artificios para penetrar realmente o en apariencia entre sus superiores; los otros, combaten sin descanso por rechazar a esos usurpadores de sus derechos, o más bien el mismo hombre hace ambas cosas y, mientras trata de introducirse en la esfera superior, lucha sin interrupción contra el esfuerzo que realiza el inferior.

Tal es en nuestros días el estado de Inglaterra, y creo que a él se debe referir principalmente lo que precede. Siendo todavía muy grande el orgullo aristocrático entre los ingleses, y dudosos los límites de su aristocracia, cada uno teme excederse en su familiaridad; y, no pudiendo juzgar al primer golpe de vista la situación social de los que encuentra, evita con prudencia entrar en contacto con ellos. Como aun haciendo ligeros servicios se teme contraer una amistad poco adecuada, se precaven de los buenos oficios y se sustraen con tanto cuidado al reconocimiento indiscreto de un desconocido, como a su odio.

Hay muchas personas que atribuyen a causas meramente físicas esta insociabilidad singular y ese humor reservado y taciturno de los ingleses. Convengo en que la sangre influye algo en ellos; pero creo que el estado social influye mucho más, y el ejemplo de los norteamericanos nos lo prueba.

En Norteamérica, donde los privilegios de nacimiento nunca han existido y donde la riqueza no da ningún derecho particular al que la posee, los que no se conocen se reúnen en los mismos lugares y no encuentran ventaja ni riesgo en comunicarse libremente sus pensamientos. Se ven por casualidad y no se buscan ni se evitan: su acceso es, pues, natural, abierto y franco; se conoce que no esperan ni temen casi nada los unos de los otros, y que no se esfuerzan en mostrar ni en ocultar el lugar que ocupan; y aunque su exterior sea frío y serio, jamás es forzado ni altanero, y cuando no se dirigen la palabra, es porque no tienen humor de hablar y no porque tengan interés en callar.

Dos norteamericanos en un país extranjero se hacen inmediatamente amigos, sólo porque son norteamericanos. No hay preocupación que los aleje, y el ser de un mismo país los atrae. Pero no basta que dos ingleses sean de la misma sangre para comunicarse entre sí: es preciso que ocupen el mismo puesto social.

Los norteamericanos notan tanto como nosotros ese humor insociable de los ingleses y no los admira menos que a nosotros. Sin embargo, los norteamericanos tienen de los ingleses su origen, su religión, su idioma y en parte, sus costumbres, y no difieren sino en el estado social. Está, pues, permitido decir que la reserva de los ingleses procede de la constitución del país, más bien que de la de los ciudadanos.

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