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LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo sexto

El poder judicial en los Estados Unidos y su acción sobre la sociedad política

Los angloamericanos han consentido en el poder judicial todos los caracteres que lo distinguen en los otros pueblos - Sin embargo, hicieron de él un gran poder político - Cómo - En qué el sistema judicial de los angloamericanos difiere de todos los demás - Por qué los jueces americanos tienen el derecho de declarar inconstitucionales las leyes - Cómo los jueces norteamericanos utilizan ese derecho - Precauciones tomadas por el legislador para impedir el abuso de tal derecho.



He creído necesario consagrar un capitulo aparte al poder judicial. Su importancia politica es tan grande que me ha parecido que sería tanto como disminuirla a los ojos de los lectores hablar de ella brevemente.

Ha habido confederaciones fuera de Norteamérica; se han visto Repúblicas en otros lugares además de las del Nuevo Mundo; el sistema representativo es adoptado en varios Estados de Europa; pero no creo que haSta el presente ninguna nación del mundo haya constituido el poder judicial de la misma manera que los norteamericanos.

Lo que un extranjero comprende con más dificultad, en los Estados Unidos, es la organización judicial. No hay, por decirlo asi, acontecimiento politico en el cual no se intente invocar la autoridad del juez. Se afirma por eso que en los Estados Unidos el juez es uno de los primeros poderes politicos. Cuando se pone en seguida a examinar la constitución de los tribunales, sólo descubre en ellos, al primer vistazo, atribuciones y costumbres judiciales. A sus ojos, el magistrado no parece meterse nunca en los negocios públicos sino por casualidad; pero esa misma casualidad se renueva todos los días.

Cuando el Parlamento de París hacia reparos y rehusaba registrar un edicto; cuando hada citar ante su barra a un funcionario prevaricador, se veía al descubierto la acción politica del poder judicial. Pero nada parecido se ve en los Estados Unidos.

Los norteamericanos han conservado en el poder judicial todas las características que, por costumbre, se le reconocen. Lo encerraron, exactamente, en el circulo que le es privativo.

La primera característica del poder judicial, entre todos los pueblos, es la de servir de árbitro. Para que tenga lugar la actuación de los tribunales, es indispensable que haya litigio. Para que haya juez es necesaria la existencia de un proceso. En tanto que una ley no dé lugar a una demanda, el poder judicial no tiene ocasión de ocuparse de ella. Existe, aunque no se la vea. Cuando un juez, en un proceso, se opone a una ley relativa al mismo, amplía la esfera de sus atribuciones; pero sin éxito, porque le fue necesario juzgar a la ley misma para llegar a juzgar el proceso. Cuando se pronuncia sobre una ley sin partir de un litigio, se sale completamente de su círculo para invadir el del poder legislativo.

La segunda característica del poder judicial es la de pronunciarse sobre casos particulares y no sobre principios generales. Cuando un juez decide una cuestión particular, destruye un principio general por la certidumbre que tiene sobre él. Siendo cada una de las consecuencias de dichos principios abordadas de la misma forma, el principio se hace estéril y permanece en su circulo natural de acción. Pero si el juez ataca directamente el principio general y lo destruye sin tener en cuenta un caso particular, sale de la esfera en la que todos los pueblos están de acuerdo en mantenerlo. Se transforma en algo más importante todavía y más útil quizá que un magistrado, pero cesa de representar al poder judicial.

La tercera característica del poder judicial es la de no poder actuar más que cuando se acude a él o, según la expresión legal, cuando se le somete una causa. Esta característica no se encuentra tan generalmente como las otras dos. Yo creo, sin embargo, que a pesar de las excepciones, se la puede considerar como esencial. Por naturaleza, el poder judicial carece de acción; es necesario ponerlo en movimiento para que actúe. Se le denuncia un delito, y él castiga al culpable; se le pide reparar una injusticia, y la repara; se le somete un acto, y lo interpreta; pero no puede ir por sí mismo a perseguir a los criminales, a buscar la injusticia y a examinar los hechos. El poder judicial quebrantaría su naturaleza pasiva, si tomara la iniciativa y se estableciera como censor de las leyes.

Los norteamericanos han conservado en el poder judicial esas tres características distintivas. El juez norteamericano no puede pronunciar sentencia sino cuando hay litigio. No se ocupa sino de un caso particular; y, para actuar, debe esperar siempre a que se le someta la causa.

El juez norteamericano se parece efectivamente a los magistrados de las otras naciones. Sin embargo, está revestido de un inmenso poder político.

¿De dónde viene esto? ¿Se mueve él en el mismo círculo y se sirve de los mismos medios que los demás jueces? ¿Por qué posee, pues, un poder que estos últimos no tienen?

La causa está en este solo hecho: los norteamericanos han reconocido a los jueces el derecho de fundamentar sus decisiones sobre la Constitución más bien que sobre las leyes. En otros términos, les han permitido no aplicar las leyes que les parezcan anticonstitucionales.

Sé que un derecho semejante ha sido algunas veces solicitado por los tribunales de otros países; pero no se les ha concedido nunca. En los Estados Unidos de América, es reconocido por todos los poderes; no se halla partido ni hombre alguno que se lo dispute.

La explicación debe encontrarse en el principio mismo de las constituciones norteamericanas.

En Francia, la constitución es una obra inmutable o reputada como tal. Ningún poder puede cambiarle nada: tal es la teoría admitida (L).

En Inglaterra, se reconoce al Parlamento el derecho de modificar la constitución. En Inglaterra la constitqción puede, pues, cambiar sin cesar o, más bien, no existe. El Parlamento, al mismo tiempo que es un cuerpo legislativo, es un cuerpo constituyente (M).

En la América del Norte, las teorías políticas son más sencillas y más racionales.

Su constitución no es considerada inmutable como en Francia; ni puede ser modificada por los poderes ordinarios de la nación, como en Inglaterra. Forma un cuerpo aparte que, representandb la voluntad de todo el pueblo, obliga lo mismo a los legisladores que a los simples ciudadanos; pero que puede ser cambiado por la voluntad del pueblo, según la forma establecida y en los casos previstos.

En Norteamérica, la constitución puede variar; pero, en tanto exista, es el origen de todos los poderes. La fuerza predominante radica en ella misma.

Es fácil de ver en qué forma influyen estas diferencias sobre la posición y sobre los derechos del cuerpo judicial en los tres países citados.

Si, en Francia, los tribunales pudieran desobedecer las leyes, fundándose en que las consideran anticonstitucionales, el poder constituyente estaría realmente en sus manos, puesto que sólo ellos gozan del derecho de interpretar la constitución cuyos términos nadie puede cambiar. Se colocarían en el lugar de la nación, dominando a la sociedad, tanto al menos como la debilidad inherente al poder judicial les permitiese hacerlo.

Sé que no concediendo a los jueces el derecho de declarar anticonstitucionales las leyes, damos indirectamente al cuerpo legislatiyo el poder de cambiar la constitución, puesto que no encuentra ya barreras legales que lo detengan. Pero vale más todavía otorgar el poder de cambiar la constitución del pueblo a hombres que representan aunque sea imperfectamente esa voluntad popular, que a otros que no representan más que a ellos mismos.

Sería mucho menos razonable aún dar a los jueces ingleses el derecho de oponerse a la voluntad del cuerpo legislativo, puesto que el Parlamento, que hace la ley, hace igualmente la constitución y, por consiguiente, no puede en ningún caso tildar de anticonstitucional una ley cuando emana de los tres poderes.

Ninguno de estos dos razonamientos es aplicable a Norteamérica.

En los Estados Unidos, la constitución está sobre los legisladores como lo está sobre los simples ciudadanos. Es la primera de las leyes y no puede ser modificada por una ley, es, pues, justo que los tribunales obedezcan a la constitución, preferentemente a todas las leyes. Esto deriva de la esencia misma del poder judicial: escoger entre las disposiciones legales aquellas que lo atan más estrechamente es, en cierto modo, el derecho natural del magistrado.

En Francia, la constitución es igualmente la primera de las leyes, y los jueces tienen igual derecho para tomarla como base de sus decisiones; pero, al ejercitar ese derecho, podrían pasar sobre otro más sagrado aún que el suyo: el de la sociedad, en cuyo nombre obran. Aquí la razón ordinaria debe ceder ante la razón de Estado.

En Norteamérica, donde la nación puede siempre reducir a los magistrados a la obediencia, al cambiar su constitución, semejante peligro no es de temer. Sobre este punto, la política y la lógica están de acuerdo, y tanto el pueblo como el juez conservan igualmente sus privilegios.

Cuando se invoca ante los tribunales de los Estados Unidos una ley que el juez estime contraria a la constitución, puede rehusarse a aplicarla. Ése es el único poder privativo del magistrado norteamericano y una gran influencia política dimana de él.

Hay, en efecto, muy pocas leyes que por su naturaleza escapen durante largo tiempo al análisis judicial, porque hay muy pocas que dejen de herir un interés individual, que los litigantes puedan y deban invocar ante los tribunales.

Ahora bien, desde el día en que el juez rehuse aplicar una ley en un proceso, ésta pierde al instante una parte de su fuerza moral. Aquellos a quienes ha lesionado quedan advertidos de que existe un medio de sustraerse a la obligación de obedecerla y los procesos se multiplican, mientras ella cae en la impotencia. Sucede entonces una de estas dos cosas: o el pueblo cambia su constitución o la legislatura anula esa ley.

Los norteamericanos han confiado a sus tribunales un inmenso poder político; pero, al obligarlos a no atacar las leyes sino por medios judiciales, han disminuido mucho los peligros de ese poder.

Si el juez hubiera podido atacar las leyes de una manera teórica y general, si hubiera podido tomar la iniciativa y censurar al legislador, hubiera entrado brillantemente en la escena política convertido en campeón o adversario de un partido, suscitando todas las pasiones que dividen el país a tomar parte en la lucha. Pero cuando el juez ataca una ley en un debate oscuro y sobre una aplicación particular, oculta en parte a las miradas del público la importancia del ataque. Su fallo sólo tiene por objeto lesionar un interés individual, pero la ley no se siente herida más que por casualidad.

Por otra parte, la ley así censurada está destruida: su fuerza moral ha disminuido, pero su efecto material no se suspende. Sólo poco a poco, y bajo los golpes repetidos de la jurisprudencia, llega a sucumbir al fin.

Además, se comprende sin dificultad que, al conceder a un interés particular el derecho a provocar la censura de las leyes y al ligar íntimamente el proceso hecho a la ley con el proceso hecho a un hombre, se asegura que la legislación no sea atacada. En este sistema, no se Ve expuesta a las agresiones diarias de los partidos. Al señalar las faltas del legislador, se obedece a una necesidad real: se parte de un hecho positivo y apreciable, puesto que debe servir de base a un proceso.

No sé si esta manera de obrar de los tribunales norteamericanos, al mismo tiempo que es la más favorable al orden público, no es también la más favorable a la libertad.

Si el juez no pudiera atacar a los legisladores sino de frente, hay épocas en que temería hacerlo y hay otras en que el espíritu de partido lo impulsaría a intentarlo cada día. Así sucedería que las leyes podrían ser atacadas cuando el poder de donde emanan fuera débil, sometiéndose a ellas sin murmurar cuando fuera fuerte; es decir, que a menudo se atacaría a las leyes cnando fuera más útil respetarlas, respetándolas cuando fuera fácil oprimir en su nombre.

Pero el juez norteamericano es llevado a pesar suyo al terreno de la política. No juzga a la ley sino que tiene que juzgar un proceso, y no puede abstenerse de juzgarlo. La cúestión política que debe resolver está ligada al interés de los litigantes y no puede rehusar el fallo sin cometer una notoria injusticia. Al cumplir los estrechos deberes impuestos a la profesión del magistrado, es como él representa el papel del ciudadano. Es cierto que, de esta manera, la censura judicial ejercitada por los tribunales sobre la legislación no puede extenderse sin distinción a todas las leyes, porque hay algunas que nunca dan lugar a este género de disputa claramente formulada que se llama proceso. Y cuando tal disputa es posible, se puede aún concebir que no se encuentre nadie que acuda por ella ante los tribunales.

Los norteamericanos han sentido a menudo este inconveniente, pero han dejado el remedio incompleto, por temor a darle en todos los casos una eficacia peligrosa.

Estrechado en sus limites, el poder concedido a los tribunales norteamericanos de pronunciar fallos sobre la anticonstitucionalidad de las leyes, forma aún una de las más poderosas barreras que se hayan levantado nunca contra la tirania de las asambleas politicas.




Otros poderes concedidos a los jueces norteamericanos

En los Estados Unidos todos los ciudadanos tienen el derecho de acusar a los funcionarios públicos ante los tribunales ordinarios - Cómo usan ese derecho - Artículos 75 de la constitución francesa del año VIII - Los norteamericanos y los ingleses no pueden comprender el sentido de este artículo.




No sé si tengo necesidad de decir que en un pueblo libre como el norteamericano, todos los ciudadanos tienen el derecho de acusar a los funcionarios públicos ante los jueces ordiñarios y que todos los jueces tienen el derecho de condenar a los funcionarios públicos.

No es conceder un privilegio particular a los tribunales el permitirles castigar a los agentes del poder ejecutivo, cuando violan la ley. Vedárselo, en cambio, sería privarles de un derecho natural.

No me ha parecido que, en los Estados Unidos, al hacer a todos los funcionarios responsables ante los tribunales, se hubieran debilitado los resortes del gobierno.

Me ha parecido, al contrario, que los norteamericanos, al obrar asi, habían aumentado el respeto que se debe a los gobernantes' y que éstos tienen así más posibilidades de rehuir la critica.

No he observado, tampoco, que en los Estados Unidos se susciten muchos procesos politicos, y me lo explico fácilmente. Un proceso es, siempre, cualquiera que sea su naturaleza, una empresa dificil y costosa. Es fácil acusar a un hombre público en los periódicos, pero sólo por graves motivos se deciden a citarlo ante la justicia. Para perseguir judicialmente a un funcionario, es necesario tener un justo motivo de queja; y los funcionarios no suministran con facilidad tal motivo, cuando temen ser perseguidos.

Esto no estriba en la forma republicana que han adoptado los norteamericanos, pues la misma experiencia puede hacerse todos los días en Inglaterra.

Esos dos pueblos no han creído haber asegurado su independencia, permitiendo enjuiciar a los principales agentes del poder. Consideraron más bien que, con pequeños procesos puestos al alcance de todos los ciudadanos, se lograba garantizar la libertad mejor que con grandes procedimientos judiciales a los que nunca se recurre o se emplean demasiado tarde.

Desde la Edad Media, en que era muy difícil atrapar a los criminales, cuando los tribunales capturaban algunos infligían a esos desdichados horribles suplicios, lo que por cierto no disminuía el número de culpables. Se ha descubierto después que, al hacer la justicia más segura a la vez que más blanda, se convertía al mismo tiempo en más eficaz.

Los norteamericanos y los ingleses piensan que es necesario tratar la arbitrariedad y la tiranía como el robo: facilitando la persecución y dulcificando la pena.

En el año VIII de la República francesa, apareció una constitución cuyo articulo 75 estaba concebido así: Los agentes del gobierno, distintos de los ministros, no pueden ser perseguidos por hechos relativos a sus funciones, sino en virtud de una decisión del Consejo de Estado. En ese caso, la causa tiene lugar ante los tribunales ordinarios.

La constitución del año VIII pasó, pero no este artículo que permaneció vivo después de ella, invocándose cada día, ante las justas reclamaciones de los ciudadanos.

He intentado hacer comprender el sentido de ese artículo 75 a algunos norteamericanos e ingleses, y me ha sido siempre muy difícil lograrlo.

Lo que ellos notaban, desde luego, era que el Consejo de Estado, en Francia, era un gran tribunal fijado en el centro del reino: había una especie de tiranía al enviar preliminarmente delante de él a todos los quejosos.

Pero, cuando yo trataba de hacerles comprender que el Consejo de Estado no era un cuerpo judicial en el sentido ordinario de la palabra, sino un cuerpo administrativo cuyos miembros dependían del rey, de tal suerte que el rey, después de haber soberanamente mandado a uno de sus servidores llamado prefecto, cometer una iniquidad, podía mandar soberanamente a otro de sus servidores, llamado consejero de Estado, impedir que no se hiciese castigar al primero: cuando yo les mostraba al ciudadano lesionado en su derecho por orden del príncipe, reducido a pedir al príncipe mismo la autorización de obtener justicia. ellos se abstenían de creer semejantes enormidades y me acusaban de superchería o de ignorancia.

Sucedía con frecuencia, en la antigua monarquía, que el parlamento decretaba la captura del funcionario que se hacía culpable de un delito. Algunas veces la autoridad real, al intervenir, hacía anular el procedimiento. El despotismo se mostraba entonces al descubierto y, al obedecer, no se sometían sino a la fuerza.

Hemos, pues, retrocedido mucho desde el punto a donde habían llegado nuestros padres. Nosotros dejamos hacer, al socaire de la justicia, y consagramos en nombre de la ley lo que la violencia sola imponía en su época.




Notas

(L) Esta inmutabilidad de la constitución en Francia es una consecuencia forzada de nuestras leyes.

Y para hablar desde luego de la más importante de todas las leyes, la que regula el orden de sucesión al trono, ¿qué hay más inmutable en su principio que un orden político fundado sobre el orden natural de sucesión de padre a hijo. En 1814, Luis XVIII había hecho reconocer esta perpetuidad de la ley de sucesión política en favor de su familia; los que reglamentaron las consecuencias de la revolución de 1830 siguieron su ejemplo; imitaron en esto al canciller Meaupon que, al instituir el nuevo Parlamento sobre las ruinas del antiguo, tuvo cuidado de declarar en la misma ordenanza que los nuevos magistrados serian inamovibles, así como lo habían sido sus predecesores.

Las leyes de 1830, así como las de 1814, no indican ningún medio de cambiar la constitución. Ahora bien, es evidente que los medios ordinarios de la legislación no podrían ser sufícientes para ello.

¿De quién posee el rey sus poderes? de la constitución. ¿De quién los pares? de la constitución. ¿Cómo, pues, el rey, los pares y los diputados, al reunirse, podrían cambiar alguna cosa a una ley en virtud de la cual solamente gobiernan? Fuera de la constitución no son nada. ¿En qué terreno se colocarían, pues, para cambiar la constitución? Una de dos: o sus esfuerzos son impotentes contra la Carta Magna, que continúa existiendo a despecho de ellos y continúan reinando en su nombre; o logran cambiar dicha Carta, y entonces, desaparecida la ley por la cual existían, ya no son nada ellos mismos. Al destruir la Carta, se destruyeron a su vez.

Esto es mucho más visible aún en las leyes de 1830 que en las de 1814. En 1814, el poder regio se colocaba en cierto modo fuera y por encima de la constitución; pero en 1830, ese poder es, según su confesión, creado por ella y no es nada absolutamente sin ella.

Así, pues, una parte de nuestra constitución es inmutable, porque ha sido incorporada al destino de una familia; y el conjunto de la constitución es igualmente inmutable, porque no se conocen medios legales para cambiarla.

Todo esto no es aplicable a Inglaterra. No teniendo Inglaterra constitución escrita. ¿quién puede decir que se cambie su constitución?

(M) Los autores más estimados que han escrito sobre la constitución inglesa establecen como a porfía esta omnipotencia del parlamento:

Delolme dice, cap. X, pág. 77: It is a fundamental principle with the English lawyers, that parliament can do everything; except making a woman a man or a man a woman.

Blakstone se expresa más categóricamente, aunque no más enérgicamente que Delolme. Véase en qué términos:

El poder y la jurisdicción del parlamento son tan extensos y tan absolutos, según sir Edward Coke (4 Hist. 36), ya sobre las personas, ya sobre los negocios, que ningunos límites pueden serIe señalados ... Se puede decir en verdad, añade, de esa corte: Si antiquitatem spectes, est vetustissima; si dignitatem, est honoratissima; si jurisdictionem, est capacissima. Su autoridad, soberana y sin control, puede hacer confirmar, extender, restringir, abrogar, revocar, renovar e interpretar las leyes sobre las materias de todas las denominaciones eclesiásticas, temporales, civiles, militares, marítimas y penales. Al parlamento es al que la constitución de este reino ha confiado este poder despótico y absoluto que, en todo gobierno, debe residir en alguna parte. Los agravios, los remedios que aportar y las determinaciones fuera del curso ordinario de las leyes, todo queda al alcance de ese tribunal extraordinario. Puede regular o cambiar la sucesión al trono, como lo hizo bajo los reinados de Enrique VIII y de Guillermo III; puede alterar la religión nacional establecida, como lo hizo en diversas circunstancias bajo los reinados de Enrique VIII y de sus hijos; puede cambiar y crear de nuevo la constitución del reino y de los parlamentos mismos, como lo hizo por el acta de unión de Inglaterra y Escocia, y por diversos estatutos para las elecciones trienales y septenales. En una palabra, puede hacer todo lo que no es naturalmente imposible. Por consiguiente, sin escrúpulos, se ha llamado su poder con una expresión tal vez demasiado atrevida: la omnipotencia del Parlamento.
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