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LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo segundo

El individualismo en los países democráticos

He hecho ver de qué manera en los tiempos de igualdad busca cada hombre en sí mismo sus creencias; veamos ahora cómo es que, en los mismos siglos, dirige todos sus sentimientos hacia él solo.

Individualismo es una expresión reciente que ha creado una idea nueva: nuestros padres no conocían sino el egoísmo.

El egoísmo es el amor apasionado y exagerado de sí mismo, que conduce al hombre a no referir nada sino a él solo y a preferirse a todo.

El individualismo es un sentimiento pacífico y reflexivo que predispone a cada ciudadano a separarse de la masa de sus semejantes, a retirarse a un paraje aislado, con su familia y sus amigos; de suerte que después de haberse creado así una pequeña sociedad a su modo, abandona con gusto la grande.

El egoísmo nace de un ciego instinto; el individualismo procede de un juicio erróneo, más bien que de un sentimiento depravado, y tiene su origen tanto en los defectos del espíritu como en los vicios del corazón.

El egoísmo deseca el germen de todas las virtudes; el individualismo no agota, desde luego, sino la fuente de las virtudes públicas; mas, a la larga, ataca y destruye todas las otras y va, en fin, a absorberse en el egoísmo.

El egoísmo es un vicio que existe desde que hay mundo, y pertenece indistintaniente a cualquier forma de sociedad.

El individualismo es de origen democrático, y amenaza desarrollarse a medida que las condiciones se igualan.

En los pueblos aristocráticos las familias permanecen durante siglos en el mismo estado y frecuentemente en el mismo lugar. Esto hace, por decirlo así, que todas las generaciones sean contemporáneas; Un hombre conoce casi siempre a sus abuelos y los respeta, y cree ya divisar a sus propios nietos, y los ama. Se impone gustoso deberes hacia los unós y los otros, y muchas veces sacrifica sus goces personales en favor de seres que han dejado de existir o que no existen todavía.

Las instituciones aristocráticas ligan, además, estrechamente a cada hombre con muchos de sus conciudadanos.

Siendo las clases muy distintas e inmóviles en el seno de una aristocracia, cada una viene a ser para el que forma parte de ella como una especie de pequeña patria, más visible y más amada que la grande.

Como en las sociedades aristocráticas todos los ciudadanos tienen su puesto fijo, unos más elevados que otros, resulta que cada uno divisa siempre sobre él a un hombre cuya protección le es necesaria y más abajo a otro de quien puede reclamar asistencia.

Los hombres que viven en los siglos aristocráticos se hallan casi siempre ligados a alguna cosa situada fuera de ellos, y están frecuentemente dispuestos a olvidarse de sí mismos. Es verdad que en otros siglos de aristocracia la noción general del semejante es oscura y apenas se piensa en consagrarse a ella por la causa de la humanidad; pero muchas veces uno se sacrifica en beneficio de otros hombres. En los siglos democráticos sucede al contrario: como los deberes de cada individuo hacia la especie son más evidentes, la devoción hacia un hombre viene a ser más rara y el vínculo de los afectos humanos se extiende y afloja.

En los pueblos democráticos, nuevas familias surgen sin cesar de la nada, otras caen en ella a cada instante, y todas las que existen cambian de faz: el hilo de los tiempos se rompe a cada paso y la huella de las generaciones desaparece. Se olvida fácilmente a los que nos han precedido y no se tiene idea de los que seguirán. Los que están más inmediatos son los únicos que interesan.

Cuando cada clase se acerca y se confunde con las otras, sus miembros se hacen indiferentes y como extraños entre sí.

La aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena que llegaba desde el aldeano hasta el rey. La democracia la rompe y pone cada eslabón aparte.

A medida que las condiciones se igualan, se encuentra un mayor número de individuos que, no siendo bastante ricos ni poderosos para ejercer una gran influencia en la suerte de sus semejantes, han adquirido, sin embargo, o han conservado, bastantes luces y bienes para satisfacerse a ellos mismos. No deben nada a nadie; no esperan, por decirlo así, nada de nadie; se habitúan a considerarse siempre aisladamente y se figuran que su destino está en sus manos.

Así, la democracia no solamente hace olvidar a cada hombre a sus abuelos; además, le oculta sus descendientes y lo separa de sus contemporáneos. Lo conduce sin cesar hacia sí mismo y amenaza con encerrarlo en la soledad de su propio corazón.

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