Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo primero de la segunda parte del LIBRO PRIMEROCapítulo tercero de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo segundo

Los partidos en los Estados Unidos

Es necesario hacer una gran división entre los partidos - Partidos que son entre si como naciones rivales - Partidos propiamente dichos - Diferencia entre los grandes y los pequeños partidos - En qué tiempo nacen - Sus diversos caracteres - Norteamérica ha tenido grandes partidos - No los tiene ya - Federalistas - Republicanos - Derrota de los federalistas - Dificultad de crear partidos en los Estados Unidos - Lo que se hace para lograrlo - Carácter aristocrático o democrático que se descubre en todos los partidos - Lucha del general Jackson contra los bancos.



Debo establecer ante todo una gran división entre los partidos.

Hay países tan vastos, que las diferentes poblaciones que los habitan, aUnque reunidas bajo la misma soberanía, tienen intereses contradictorios, de donde nace una oposición permanente entre ellas. Las diversas fracciones de un mismo pueblo no forman entonces, propiamente hablando, partidos, sino naciones distintas; y si la guerra civil surge, hay un conflicto entre pueblos rivales más bien que una lucha de facciones.

Pero cuando los ciudadanos discrepan entre sí sobre puntos que interesan igualmente a todos los sectores del país, tales, por ejemplo, como los principios generales del gobierno, entonces se ven nacer los que llamaré partidos verdaderamente.

Los partidos son un mal inherente a los gobiernos libres; pero no tienen en todos los tiempos el mismo carácter y los mismos instintos.

Hay épocas en las que las naciones se sienten atormentadas de males tan grandes, que la idea de un cambio total en su constitución política se presenta ante su pensamiento. Hay otras en las que el malestar es más profundo todavía, llegando a verse comprometido el estado social mismo. Es el tiempo de las grandes revoluciones y de los grandes partidos.

Entre esas épocas de desórdenes y de miseria, se encuentran otras en las que las sociedades hallan reposo y la raza humana parece recuperar su aliento. Pero eso, a decir verdad, no es más que una apariencia. El tiempo no suspende su marcha ni para los pueblos ni para los hombres; unos y otros avanzan cada día hacia un porvenir que ignoran; y cuando los creemos estacionarios, es que sus movimientos se nos escapan. Con seres que caminan y que parecen inmóviles a los que corren también.

Como quiera que sea, sobrevienen épocas en que los cambios que se operan en la constitución política y en el estado social de los pueblos son tan lentos e insensibles, que los hombres piensan haber llegado a un estado final. El espíritu humano se cree entonces firmemente asentado sobre ciertas bases y no extiende sus miradas más allá de ciertos horizontes.

Ése es el tiempo de las intrigas y de los pequeños partidos.

Lo que yo llamo los grandes partidos políticos son aquellos que se encuentran ligados a los principios más que a sus consecuencias; a las generalidades y no a los casos particulares; a las ideas y no a los hombres. Esos partidos tienen, en general, rasgos más nobles, pasiones más generosas, convicciones más reales y una actuación más franca y atrevida que los otros. El interés particular, que desempeña siempre el más grande papel en las pasiones políticas, se oculta aquí más hábilmente bajo el velo del interés publico, llegando algunas veces a esconderse a las miradas de los mismos que lo animan y hacen obrar.

Los pequeños partidos, al contrario, en general no tienen fe política. Como no se sienten elevados y sostenidos por grandes ideales, su carácter está impregnado de un egoísmo que se manifiesta ostensiblemente en cada uno de sus actos. Se exaltan e irritan sin motivo. Su lenguaje es violento, pero su andar es tímido e incierto. Los medios que emplean son miserables como la meta misma que se proponen. De ahí viene que cuando un momento de calma sucede a una revolución violenta, los grandes hombres parecen desaparecer de repente y las almas replegarse en sí mismas.

Los grandes partidos trastornan a la sociedad; los pequeños la agitan; unOs la desgarran y los otros la depravan; los primeros la salvan a veces al quebrantarla, los segundos la perturban siempre sin provecho.

Norteamérica ha tenido grandes partidos que hoy día no existen ya: con ello ha ganado en felicidad, pero no en moralidad.

Cuando la guerra de independencia hubo terminado y se trataba de establecer las bases del nuevo gobierno, la nación se encontró dividida entre dos opiniones. Esas opiniones eran tan antiguas como el mundo, y se las encuentra bajo diferentes formas y revestidas de nombres diversos en todas las sociedades libres. Una quisiera restringir el poder popular, la otra extenderlo indefinidamente.

La lucha entre esas dos opiniones no alcanzó nunca entre los norteamericanos el carácter de violencia: que la ha caracterizado a menudo en otras partes. En los Estados Unidos, los dos partidos estaban de acuerdo sobre los puntos más esenciales. Ninguno de los dos, para vencer, tenía que destruir un orden antiguo, ni que desquiciar todo un estado social. Ninguno de ellos, por consiguiente, encadenaba a un gran número de existencias individuales al triunfo de sUs principios. Pero ambos defendían intereses inmateriales de primer orden, tales como el amor a la igualdad y a la independencia. Eso era suficiente para suscitar violentas pasiones.

El partido que quería restringir el poder popular intentó sobre todo aplicar sus doctrinas a la constitución de la Unión, lo que le valió el nombre de federal.

El otro, que pretendía ser el amante exclusivo de la libertad, tomó el titulo de republicano.

Norteamérica es la tierra de la democracia. Los federalistas estuvieron, pues, siempre en minoría; pero contaban en sus filas con casi todos los grandes hombres que la guerra de independencia hizo surgir, y su poder moral era muy extenso. Las circunstancias le fueron, por lo demás, desfavorables. La ruina de la primera confederación hizo temer al pueblo caer en la anarquía, y los federalistas se aprovecharon de esta disposición de ánimo pasajera. Durante diez o doce años, dirigieron los negocios públicos y pudieron aplicar, aunque no todos sus principios, sí algunos de ellos, porque la corriente opuesta se hacía cada vez más violenta impidiéndoles luchar contra ella.

En 1801, los republicanos se apoderaron al fin del gobierno. Thomas Jefferson fue nombrado Presidente. Aportó a su causa el apoyo de un nombre célebre, un gran talento y su inmensa popularidad.

Los federalistas no se habían mantenido nunca más que por medios artificiales y con ayuda de recursos momentáneos. La virtud y los talentos de sus jefes, así como la fortuna de las circunstancias, eran los que los habían empujado al poder. Cuando los republicanos lo ocuparon a su vez, el partido contrario se vio como envuelto por una inundación súbita. Una inmensa mayoría se declaró contra él, y se encontró de pronto en tan pequeño número, que no tardó en desesperar de sí mismo. Desde ese momento, el partido republicano o democrático ha marchado de conquista en conquista y se apoderó de la sociedad entera.

Los federalistas, sintiéndose vencidos sin ulterior recurso y viéndose aislados en medio de la nación, se dividieron: unos se unieron a los vencedores y los otros arriaron su bandera y cambiaron de nombre. Hace ya muchos años que dejaron de existir enteramente como partido.

El paso de los federalistas por el poder es, en mi opinión, uno de los acontecimientos más afortunados que acompañaron al nacimiento de la gran Unión norteamericana. Los federalistas luchaban contra la corriente irresistible de su siglo y de su país. Cualquiera que fuese la bondad o el vicio de sus teorías, tenían el inconveniente de ser inaplicables por entero a la sociedad que pretendían regir. Lo que sucedió bajo jefferson habría acontecido tarde o temprano. Pero su gobierno dejó por lo menos a la nueva República tiempo para asentarse, y le permitió en seguida soportar sin inconveniente el desarrollo rápido de las doctrinas que habían combatido. Gran número de sus principios acabó por introducirse en el programa de sus adversarios; y la constitución federal, que subsiste todavía en nuestro tiempo, es un monumento durable de su patriotismo y de su cordura.

Así, pues, en nuestros días, no se perciben en los Estados Unidos grandes partidos políticos. Se ven algunos partidos que amenazan el porvenir de la Unión; pero no existe ninguno que parezca atacar la forma actual del gobierno, ni la marcha general de la sociedad. Los partidos que amenazan a la Unión descansan, no sobre principios, sino sobre intereses materiales. Esos intereses constituyen, en las diferentes provincias de tan vasto imperio, naciones rivales más bien que partidos. Así fue como se vio últimamente al Norte sostener el sistema de prohibiciones comerciales, y al Sur tomar las armas en favor de la libertad de comercio, por la única razón de que el Norte es manufacturero y el Sur cultivador y el sistema restrictivo obra en provecho de uno y en detrimento de otro.

A falta de grandes partidos, los Estados Unidos tienen plétora de partidos pequeños, y la opinión pública se fracciona hasta el infinito en cuestiones de detalle. No podría imaginarse los esfuerzos que se realizan para crear los partidos y no es cosa fácil ésta en nuestro tiempo. En los Estados Unidos no hay odios religiosos, porque la religión es universalmente respetada y ninguna secta es dominante; no hay odio de clases, porque el pueblo lo es todo y nadie osa luchar contra él; en fin, no hay miserias públicas que explotar, porque el estado material del país ofrece tan inmenso campo a la industria, que basta dejar al hombre por sí mismo para verlo realizar prodigios. Sin embargo, es necesario que la opinión pueda lograr la creación de panidos, porque es difícil derribar al que tiene el poder por la sola razón de que se desea ocupar su lugar. Toda la habilidad de los hombres políticos consiste en formar partidos. Un hombre político, en los Estados Unidos, busca ante todo discernir su interés y ver cuáles son los intereses análogos que pueden agruparse en torno al suyo. Se ocupa en seguida de descubrir si no existe, por casualidad, en el mundo, una doctrina o un principio que pudiera ser colocado a la cabeza de la nueva asociación, para darle el derecho de manifestarse y de circular libremente. Es algo como el privilegio del rey que nuestros padres imprimían antaño en la primera hoja de sus obras, y que incorporaban al libro aunque no formara parte de él.

Hecho esto, se introduce al nuevo poder en el mundo político.

Para un extranjero, casi todas las querellas domésticas de los norteamericanos parecen, a primera vista, incomprensibles o pueriles, y no sabe uno si debe tener compasión de un pueblo que se ocupa seriamente de tales miserias, o envidiarle la dicha de poder ocuparse de ellas.

Pero, cuando se llegan a estudiar con cuidado los instintos secretos que en Norteamérica gobiernan las facciones, se descubre fácilmente que la mayor parte de ellas están más o menos ligadas a uno o a otro de los dos grandes partidos que dividen a los hombres desde que hay sociedades libres: a medida que se penetra más profundamente en el pensamiento íntimo de esos partidos, se da uno cuenta de que unos tratan de reducir el uso del poder público, y los otros de extenderlo.

No digo que los partidos norteamericanos tengan siempre como mira ostensible, ni siquiera como meta oculta, hacer prevalecer la aristocracia o la democracia en el país; digo que las pasiones aristocráticas o democráticas se descubren fácilmente en el fondo de todos los partidos y que, aunque se escondan a la mirada, forman como su punto sensible y su alma.

Citaré un ejemplo reciente: el Presidente ataca a la banca de los Estados Unidos; el país se amotina y se divide; las clases ilustradas se afilian en general al lado de la banca y el pueblo en favor del Presidente. ¿Pensáis que el pueblo ha sabido discernir las razones de su opinión, en medio de los vericuetos de una cuestión tan difícil donde los hombres expertos vacilan? De ninguna manera. Pero la banca es una organización que tiene una existencia independiente y el pueblo, que destruye o eleva todos los poderes, no puede nada contra ella y esto le sorprende. En medio del movimiento universal de la sociedad, ese punto inmóvil irrita sus miradas y quiere ver si podrá ponerlo en conmoción como a todo lo restante.




Los restos del partido aristocrático en los Estados Unidos

Oposición secreta de los ricos a la democracia - Se retira a la vida privada - Gusto que muestran en el interior de sus moradas por los placeres exclusivos y por el lujo - Su simplicidad en el exterior - Su condescendencia afectada por el pueblo.




Sucede algunas veces, en un pueblo dividido por las opiniones, que, llegando a romperse el equilibrio entre los partidos, uno de ellos adquiere preponderancia inusitada. Rompe todos los obstáculos, abate a su adversario y explota a la sociedad entera en su provecho. Entonces los vencidos, sin esperanzas de éxito, se esconden o se callan. Sobrevienen una inmovilidad y un silencio universales. La nación parece reunida en un mismo pensamiento. El partido vencedor se levanta y dice: He devuelto la paz al país y se me deben dar las gracias.

Pero, bajo esta unanimidad aparente, se ocultan aún divisiones profundas y una oposición real.

Eso fue lo que aconteció en Norteamérica cuando el partido democrático hubo obtenido la preponderancia, se le vio apoderarsede la dirección exclusiva de los negocios. Desde entonces, no ha dejado de modelar las costumbres y las leyes según sus deseos.

En nuestros días, puede decirse que en los Estados Unidos las clases ricas de la sociedad están casi enteramente al margen de los asuntos políticos, y que la riqueza, lejos de ser en ellas un derecho, es más bien una causa desfavorable y un obstáculo para llegar al poder.

Los ricos prefieren abandonar la liza que sostener una lucha a veces desigual contra los más pobres de sus conciudadanos. No pudiendo tomar en la vida pública un rango análogo al que ocupan en la vida privada, abandonan la primera para concentrarse en la segunda. Forman, en medio del Estado, como una sociedad particular que tiene sus gustos y sus goces aparte.

El rico se somete a este estado de cosas como a un mal irremediable, llegando a evitar con gran cuidado de mostrar que lo hiere. Se le oye, pues, elogiar en público la suavidad del gobierno republicano y las ventajas de las formas democráticas. Porque, después del hecho de odiar a sus enemigos, ¿qué hay, más natural en los hombres que adularlos?

¿Veis a este opulento ciudadano? ¿No se diría que es un judío de la Edad Media que teme dejar sospechar sus riquezas? Su apariencia es sencilla y su andar modesto. Entre las cuatro paredes de su casa se adora el lujo; pero no deja penetrar en ese santuario sino a algunos huéspedes escogidos que llama insolentemente sus iguales. No se encontrará en Europa noble alguno que se muestre más exclusivo que él en sus placeres, ni más ansioso de las menores ventajas que una posición privilegiada le asegura. Pero helo aquí que sale de su casa para ir a trabajar a un reducto polvoriento que ocupa en el centro de la ciudad y de los negocios, donde todos son libres para abordarle. En medio del camino, su zapatero acierta a pasar, y se detienen: ambos se ponen entonces a hablar. ¿Qué pueden decirse? Esos dos ciudadanos se ocupan de los asuntos del Estado, y no se separarán sin haberse estrechado la mano.

En el fondo de este entusiasmo convencional y en medio de estas formas obsequiosas, respecto al poder dominante, es fácil percibir en los ricos un gran desprecio por las instituciones democráticas de su país. El pueblo es un poder que ellos temen y menosprecian a la vez. Si el mal gobierno de la democracia acarreara un día una crisis política; si la monarquía se presentara alguna vez en los Estados Unidos como una cosa practicable, se descubriría bien pronto la verdad de lo que afirmo.

Las dos grandes armas que emplean los partidos para lograr sus fines son los periódicos y las asociaciones.

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