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SABER VIVIR, SABER MORIR (1)

Nicolás sacco

Milford, Mass., es una pequeña ciudad de New England. La mitad de la ciudad es nueva y se halla situada en una colina circundada aquí y allí por vastas praderas y bosques; es de una limpieza escrupulosa.

La otra mitad de la ciudad está a los pies de una larga cadena de montañas.

Allí, en ese pantano insalubre, en viejas casas derrumbadas habita el pueblo más laborioso y más duro a las fatigas.

En uno de esos edificios de dos pisos y doce habitaciones, que antes eran ocupados por dos familias solamente, hoy, divididas, viven cuatro familias.

Dos jóvenes en un corazón y una vida habitan allí desde hace varios meses.

Tras de la casa hay un acre de terreno. Cada una de las familias cultiva su pedacito de jardín.

Delante, un pequeño prado que se ve todavía aquí y allí matizado de hierba que sobrevivió al paso continuo de los hombres; más allá, dos árboles seculares y un río que corre siempre bajo la dulce y viva mirada de la naturaleza.

A la izquierda de la casa, hacia el sur, hay una linda casita de una señora inglesa, rodeada por un prado espacioso, lleno de céspedes y de flores, con cuatro largos cordones de tulipanes.

Más alla, una iglesia, ligada a un palacete lujoso, ocupado por un sacerdote que por el día predicaba y explotaba al pobre pueblo cansado de trabajar, con la falsa promesa de un paraíso celeste, y por la noche gozaba en la orgía y en el delito.

Doscientos pasos más lejos está la fábrica donde yo trabajaba desde hacía varios años, y donde, con mis esfuerzos ayer como siempre construía el nido del sueño más ardiente de la vida.

Era un hermoso día de verano y los rayos del sol calentaban y besaban la frente de los corazones nobles. En Milford, Mass., dos mil y más trabajadores proclamaban la huelga por una mejora en el salario. En los primeros días de lucha todos están animados de un entusiasmo y de un valor espartano; se desarman los cuatro cosacos y rufianes de los patrones; se mandan a casa a los rompehuelgas y se grita ¡viva la huelga! ¡queremos pan y trabajo!

Ante la fábrica hay una fuerte legión de huelguistas, y las escaramuzas siguen diariamente aquí y allí.

En la fábrica no se trabaja, el rompehuelga no se ve ya y entre los huelguistas corre la voz de que el patrón pide una comisión para llegar a un arreglo, mientras que el número de los cosacos va en aumento; pero los huelguistas no les temen y tienen fe en su victoria.

Después de algunas semanas de huelga llegan dos malos pastores, los organizan, les dan un carnet y recomiendan que estén en calma y sean pacientes y tengan fe en ellos y en la victoria ... bluff ...

El lunes siguiente los huelguistas encuentran los piquetes de exploración, compañías de cosacos que alientan y acompañan a los rompehuelgas hasta la fábrica, y se decía que por la noche debían llegar trescientos y más cosacos de la metr6poli. Los huelguistas defendían su pan y pedían a los crumiros que desertaran del trabajo. Pero los cosacos eran violentos y provocaban y maltrataban ferozmente a los huelguistas. La lucha se enciende y caen doce huelguistas gravemente heridos bajo el plomo asesino; otros veinte más fueron arrestados.

El pueblo está amedrentado por la ferocidad de los soldados, que aprovechan la ocasión de un poco de desorden y de desaliento que circula entre las filas de los huelguistas por la primera pérdida sufrida.

Un mes ha pasado. El magistrado condena a los arrestados de un año a 18 meses de prisión; el sacerdote predica y defiende su boliche y se descarga todos los días contra los huelguistas llamándoles vagabundos perturbadores de la paz pública. Por otra parte, el comercio que ayer engordaba a costa de los robustos brazos de los trabajadores, les cierra las puertas ahora.

El desaliento progresa; alguno deserta de las filas; las patrullas no se hacen ya regularmente; la fábrica continúa llenándose de crumiros, pero el obrero tiene paciencia todavía y la solidaridad llega de todas partes. Pero eso no basta: el hambre persiste y se hace cada vez más espantosa. Esos huelguistas olvidan al comerciante enriquecido que hoy les condena al hambre, al sacerdote que les es hostil, al polizonte que les maltrata, al magistrado que les condena y al patrón que los echa a la calle y se burla en el afecto de sus propias compañeras.

Pasan otros meses; la miseria se siente en todas partes: los niños tienen hambre y las pobres madres cansadas del largo ayuno acuden a los lugares de reunión llorando y rogando a sus compañeros que vuelvan a la fábrica. ¡Pobres madres!

Las voces de protesta se elevan aquí y allí en la sala imprecando contra el patrón que los desangra; otros maldicen y algunos incitan al asalto contra los depósitos de víveres. Así desesperados y apremiados por la miseria, los huelguistas deciden volver a la lucha con más tenacidad. Pero esta vez los cosacos no tienen ya valor para afrontar los grupos hambrientos de los huelguistas decididos a vencer o morir; pero los esperan al paso en acecho y atrincherados para luego hacer fuego villanamente sobre los grupos de huelguistas que avanzan hacia ellos con las manos limpias.

A cincuenta pasos de mí, Emilio Bachiocchi cae bajo un tiro de fusil del cosaco asesino, sin tener tiempo de enviar el último beso a su compañera y a sus hijos. ¡Asesinos!, grité yo, pero no tuve tiempo de repetirlo porque se sucedió una fuga general, y yo me fuí con los otros.

¡Pobre Emilio! ¡Cuán bueno y laborioso era, afectuoso con los suyos y los compañeros de trabajo. Lo conocí y lo ví años antes trabajando ante una boca de lava ardiente que tostaba la carne; hoy cae allí, solo y olvidado, bajo el plomo asesino de su amo enriquecido.

El número de las víctimas sin vengar del primero de mayo crecía espantosamente cada vez más, y yo sentía en el alma una tristeza infinita y en la tristeza -¡ayl- busqué la mecha.

Una hora o más después fue recogido y llevado a casa y un día o dos después se celebró su funeral. El pueblo se estremecía de ira y maldecía al patrón y al esbirro, y durante más de dos días en la calle no se vio figura alguna de cosaco.

La tumba de Emilio Bachiocchi fue cubierta de flores y de rosas fragantes, y todos juraban vengar al compañero caído.

Después del entierro todos se dirigen a la casa de la víctima y uno tras otro, todos estrechan la mano y tienen palabras de consuelo para la señora Bachiocchi. Entre la confusión busqué a los niños y los besé uno a uno en la frente, por mí y por su buen padre caído.

El domingo siguiente fui a visitar de nuevo con un grupo de amigos y de compañeros, a la señora Bachiocchi y apenas me vieron los niños, me reconocieron y yo les acaricié con más afecto.

Con frecuencia mi pobre y buena madre me hablaba en mi adolescencia de una María dolorosa, pero yo no había visto nunca otra María dolorosa que la señora Bachiocchi, vestida de negro, con las lágrimas que le surcaban copiosamente las mejillas lívidas por el dolor y rodeada de sus hijos que le preguntaban insistentemente: mamá, mamá, ¿cuándo vuelve papá? ¡Pobres niños!

Antes de imos, la viuda me estrechó la mano, diciéndome: ¡Gracias, amigo!, yo no le conozco, pero sé que es usted bueno como mi pobre Emilio.

- ¡Oh, no diga esto, por favor! Yo no le he hecho nada. Emilio cayó como supo vivir siempre.

Desde entonces no he vuelto a tener valor para poner los pies en aqúella casa sagrada.

Apenas había salido, un compañero vino a mi encuentro y me dijo: ¿No sabes nada, Sacco? Hoy el cura de la parroquia cercana, en su sermón, ha profanado el cadáver de nuestro pobre Emilio.

¡Canalla! ¡Inquisidor! El día de las reivindicaciones, lo pagará.

La huelga duró aún varias semanas. El patrón supo que los ánimos estaban excitados y concedió a los huelguistas una insignificante mejora. La huelga se declaró terminada y los huelguistas volvieron al trabajo encorvados y humillados.

Han pasado años, pero la reacción se volvió cada vez más agresiva; los arrestos se vuelven más frecuentes, se persigue y se deporta sin piedad a los mejores hijos del pueblo. Las víctimas caen y se siguen una tras otra, y el mayo fúlgido y fecundo nos trae siempre nuevas víctimas sin vengar.

El penúltimo primero de mayo de mi arresto se preveía una gran manifestación de protesta -no en el sentido del verdadero primero de mayo de reivindicación de los mártires caídos- sino más que otra cosa como una Pascua del trabajo. Pero sin embargo, la policía irrumpía en todas partes en las filas de los ciudadanos pacíficos, sembrando el terror entre los niños, las esposas y las madres; los arrestos se sucedían en masa. Por su parte, los señores magistrados suministraban inexorablemente años de presidio a diestra y siniestra. Una de las ciudades más afectadas fue Roxbury, Mass.

De ahí, de todo ese cúmulo de persecuciones, de dolor y de miseria, nació en mí la chispa de la venganza por todos los oprimidos caídos.

Por eso a las puertas de las sacristías, de los magistrados y hasta en el olimpo del imperio, la dinamita explotaba como manifestación de protesta y de reivindicación de los mártires de Chicago y por todas las víctimas aun no vengadas.

Después caí, y conmigo cayeron otras víctimas inocentes.

Cuando me hallé tras los barrotes de esta tumba, sólo sentí por los niños, por los amigos y camaradas menos afortunados, y por no poder volver a ver y acariciar la cabecita rubia de aquel pobre niño macilento y haraposo, a quien yo encontraba y ayudaba a recoger el carbón a lo largo de la vía férrea para calentar y cocer el alimento para su pobre madre enferma ...

Respecto de mí, sentía el orgullo de mi fe, de haber amado ayer como hoy, y de haber dado y comido siempre el pan de mi trabajo.

Y ahora, heme aquí al borde de la tumba, sí pero con el mismo orgullo y con la misma fe de ayer; todo ha quedado en mí y vosotros, compañeros, sois la única esperanza de salvación, llevando la certidumbre de que si caemos no permaneceremos invengados y de que los inquisidores que nos han condenado a muerte no continuarán caminando libremente como hoy.

A vosotros, amigos y compañeros, y a tí, fúlgido mayo, el último beso fraternal de reconocimiento de aquel que ha sabido vivir como sabrá morir.

Siempre vuestro.

1° de Mayo de 1927.

Nicolás Sacco



Notas

(1) Publicado en el semanario L´Aduanata dei Reffratari de Newark, N.Y., el primero de mayo de 1927.

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