Índice de Escritos de Ignacio RamírezEl trabajoBiblioteca Virtual Antorcha

Los deudores y los acreedores

Deuda es una obligación; deudor es un hombre obligado; crédito es creencia, fe; acreedor es uno que tiene un título fidedigno para probar que otra persona le está obligada. La materia de la obligación no es el hombre, sino un valor mercantil. Para que la autoridad judicial intervenga, no basta el contrato; se necesita, además, un título legítimo. La donación, la venta y aun el préstamo sencillo, son pactos pocas veces litigiosos; pero los préstamos con prenda, hipoteca o fianza, acompañados de la usura y el pago a plazos, ofrecen tanta facilidad para el abuso, que la filosofía y la legislación consideran como uno de los primeros problemas sociales esa clase de compromisos. La cuestión del pauperismo y de los jornaleros, se traduce, en parte, por la protección que los deudores y acreedores pobres demandan contra los deudores y acreedores poderosos. Las víctimas no piden sino una nivelación efectiva en los derechos.

La propiedad o el poder de enajenar por cambio, es una fuente de ilustración y de riqueza; acaba con las adquisiciones de la guerra, pero esa fuente se corrompe por la invención de los acreedores y de los deudores privilegiados; rapacidad pacífica, cuya historia es el martirologio de los propietarios desvalidos. Patentes quedan los secretos de esa tiranía por el examen de dos épocas desiguales y diversas: el reinado secular de los intereses agrícolas y la preponderancia reciente de la industria.

Ley invariable es de la conquista la repartición del terreno entre los soldados y los sacerdotes; los hacendados entonces forman la nobleza; la propiedad rural y el ejercicio de la autoridad, de ese modo, afectan un mismo origen y se hacen socialmente inseparables. Los dueños de las tierras son los dueños también de los cultivadores; sólo hay señores y esclavos.

Pero la naturaleza quiere que dos elementos produzcan siempre una tercera entidad con vida propia; algunos nobles se arruinan; otros tienen hijos con sus esclavas; no faltan extranjeros que se acerquen; y por absoluta que se haya proclamado la división en castas, tarde o temprano se forma y crece una clase media que, complicando las instituciones primitivas, acaba por asimilárselas en su exclusivo provecho.

Existe una especie de contrato que caracteriza la lucha entre esas clases desiguales: se llama mutuo, y consiste en la reciprocidad con que se enajenan dos valores, uno de ellos inmediatamente y el otro a plazo. Es una venta condicional; sus dificultades no están en su esencia sino en su forma.

Es gravosa al acreedor cuando éste entrega su trabajo y el deudor lo tasa y lo paga cómo y cuando quiere: éste es el caso de los jornaleros y de los empleados.

Y es gravoso para el deudor, cuando éste tiene que pagar con su trabajo o cuando tiene que comprometer sus bienes domésticos con el objeto de asegurar su subsistencia o de fomentar cualquiera industria poco productiva. El acreedor entonces inventa la prenda y la usura.

En resumen, sea como acreedor, sea como deudor, el pobre no dispone sino aparentemente de su propiedad, teniendo sus bienes a disposición del poderoso; para salvar la vida, sacrifica la honra, la independencia, el porvenir, sus opiniones y sus más íntimos afectos. Hay más dignidad en un esclavo insolente, que en un jornalero del campo, que en un obrero asalariado por un industrial, que en un soldado que reciba palos, que en un empleado agachándose para recoger un prorrateo.

Tales son las consecuencias necesarias del mutuo entre las clases desiguales; los resultados no son diversos en la historia. En la época agrícola, cultiva el propietario sus terrenos por medio de los esclavos; no es la suerte de éstos la más envidiable. Completa el propietario sus trabajadores por medio de asalariados; a éstos les impone precio y les disminuye este precio haciéndolos sus deudores con el diabólico sistema de adelantos. Pone el contrato bajo la protección de su propia magistratura, y condena la servidumbre a rodos los deudores insolventes.

Mientras esto pasa en los campos, algunos comerciantes, principalmente los extranjeros, se apoderan en las ciudades de todos los que subsisten con recursos precarios; inventan una servidumbre urbana. Los privilegiados rurales se alarman y resisten la invasión de esa concurrencia; los prestamistas mercantiles proporcionan fondos a los agricultores; éstos se dejan seducir, y dos clases de buitres se reparten el cadáver de la clase media. La miseria pública inspira, contra ese sistema, las más enérgicas protestas a la poesía, a la filosofía, a los legisladores y aun a los mismos sacerdotes, comerciantes y agricultores que han conservado algunos sentimientos humanos a pesar de su codicia.

Aparecen entonces los utopistas; los amigos del pueblo proponen ya el comunismo, ya la repartición de tierras, ya la proscripción del lujo y ya la limosna obligatoria. Aristóteles dice que el dinero no pare dinero. El fundador del cristianismo permite el mutuo, pero sin usura. Algunos sacerdotes ofrecen, en su templo, un asilo a los deudores; otros señalan un jubileo para la extinción de las deudas. El autor del Corán declara que Dios ha permitido las ventas, pero ha prohibido la usura. Se pone un límite a los réditos y, sobre todo, se hacen revoluciones. El mal, lejos de disiparse, de disminuir siquiera, crece de un modo espantoso.

Se hace irremediable cuando sus mismos enemigos tratan de justificarlo; se inventa el lucro cesante y el daño emergente. ¿Cómo la usura logra sobreponerse al clamor social? De un modo muy sencillo; todos los poderosos se hacen usureros; se extermina a los díscolos y se alucina al pueblo con efímeras concesiones. Esa monstruosa alianza caracteriza la Edad Media en Europa. El Papa convirtió en usureros a muchos italianos y les dio la misión de desbancar por todas partes a los judíos. Éstos, incapacitados por la ley para adquirir bienes raíces, escondían sus ahorros o los prestaban a rédito. Hubo un siglo en que los usureros israelitas y los papales corrieron la misma suerte; juntos se veían proscritos y juntos se veían tolerados; cuando no se les perseguía, formaban una de las clases privilegiadas. A su vez los monarcas y los señores feudales, eclesiásticos o laicos, robaban a sus súbditos, no les pagaban e introducían en el mercado un papel sin valor y hasta la moneda falsa, declarando estas operaciones como uno de sus recursos y el más incontestable de sus derechos. Los teólogos y los filósofos se encargaron de conciliar los más escandalosos contraprincipios. Si todo era miseria, corrupción, ignorancia, crimen, en cambio el trono y el altar se habían salvado, y por eso suspiramos al dirigir nuestras miradas hacia esos días felices. ¡Algo nos queda todavía de los agiotistas, del altar y del trono!

Una verdad resalta de tOdas estas consideraciones: los principales inconvenientes del mutuo antiguo provienen del privilegio que disfrutan las clases poderosas, ya para los cobros, ya para los pagos. Parece que ahora sucede lo mismo, aunque con las variaciones importantes, admirables, de un elemento enteramente nuevo y que todo lo invade.

La industria, en los pueblos antiguos, conservó casi siempre el carácter de una ocupación doméstica. Florecieron, es verdad, la arquitectura, la escultura, la pintura; pero sus productos no se exportaban; servían cuando más de botín a los conquistadores. Los vinos y las harinas eran el complemento de los trabajos agrícolas. En torno de cada hogar se fabricaban las armas y los vestidos. El comercio, después de la guerra, se encargaba de proporcionar los objetos de lujo. Donde no estaba el agricultor, estaba el comerciante o el militar para surtir el mercado.

Aun los mismos negocios mercantiles no florecieron fácilmente en poblaciones que, por su inmediación al mar y por su prodigiosa civilización, parecían estar comprometidas a no atenerse a los recursos de su mezquina agricultura. Temístocles, extendiendo la ciudad de Minerva hasta convertirla en puerto, emancipó a los atenienses de la aristocracia antigua; dirigiendo la tribuna hacia el mar, dio a entender, según Plutarco, que del señorío marítimo procedía el poderío del pueblo. ¡Por eso observa Aristóteles que se siente más el aire de la democracia en el Pireo que en la ciudad, cuna de tantos republicanos!

Supuesta esa organización social, no debe sorprendernos que todas las iras democráticas se dirigiesen en primer lugar contra los agricultores ricos; y en seguida contra los comerciantes usureros; se atacaba el mal donde existía.

La industria moderna ha planteado nuevos problemas y ha resuelto muchos de los antiguos; Las ciencias experimentales han dotado a la industria con tantos procedimientos químicos, con tantas aplicaciones de la física, con máquinas tan complicadas y con materiales tan variados, que hoy se ve por la primera vez en el mundo el espectáculo de que el dueño de una fábrica sea más rico y poderoso que muchos príncipes de otro tiempo; hoy puede ser más productivo transformar hilachas en papel, que lo fue la conquista de Sicilia y aun la de Troya. Catón, prestando el ciento por ciento, hacía circular menos su dinero entre los patanes romanos, que los amigos de don Benito descontando las quincenas a los empleados. La industria, creciendo, levanta al mismo tiempo a la agricultura y al comercio.

Pero esa industria gigantesca devora grandes capitales y pulveriza a su paso las industrias domésticas, los talleres pequeños. Entre tanto, la usura agrícola ha disminuido; la usura mercantil ha aumentado; pero modificándose en gran parte por los negocios provechosísimos de los bancos libres, y domina terrible la nueva usura industrial: he aquí cómo los principales ataques contra los antiguos hacendados y usureros comunes, se han concentrado ahora contra los dueños de establecimientos industriales. Si a los mexicanos nos preocupan todavía los excesos de los hacendados y de las casas de empeño, es porque en nuestro atraso, no conocemos todavía los bienes ni los males de la grande industria.

Mientras nos colocamos a la altUra de otras naciones, no olvidemos que el principal remedio contra los deudores y acreedores privilegiados, no es la privación de su negocio, sino sencillamente la de su privilegio. Se disminuirían en dos terceras partes los abusos si la autoridad judicial, y sólo ella, los reprime en caso de litigio.

Contra las casas de empeño, arrancarles la venta de las prendas.

Contra los hacendados y los industriales, prohibir el pago en trabajo forzado, y derogar en tiempo de paz las penas severas por falta de pura disciplina.

Contra el gobierno, cuando no paga, el derecho de embargarlo y ejecutarlo sumariamente.

Contra todos los abusos expuestos, el derecho de asociación, para que los desvalidos se comprometan a poner un precio a su trabajo y a proporcionarse mutuos socorros.

El gobierno, en sus contratos, no tiene más derechos ni menos que cualquiera ciudadano; el abuso que hace de la fuerza para burlarse de los débiles, no solamente recae sobre éstos, sino que corrompe y empobrece a toda la nación. Todas las épocas de miseria han sido provocadas por la mala fe que los gobernantes han empleado en sus compromisos. Papel moneda, moneda adulterada, suspensión de pagos, gastos arbitrarios, producen los mismos resultados en Francia que en Constantinopla, en España que en México: pues diez, veinte millones, circulando de un modo irregular; dos mil, cinco mil acreedores al erario pendientes de un capricho, son elementos poderosos de desorden mercantil y de corrupción en las costumbres. Un gobierno bandido prefiere a los bandidos que le sirven. Por eso es difícil que entre los partidarios de don Benito se encuentre una persona honrada y desinteresada; si alguna pretende que sirve gratis a tan mala causa, los demás juaristas pueden decirle lo que aquel bizantino que sorprendió a su mujer en adulterio, siendo ella muy fea. Fulminó, según Plutarco, con estas palabras al culpable: ¡Desgraciado! ¿Qué horrible necesidad te ha arrastrado a cometer ese crimen? Yo siquiera recibí una dote para mi consuelo.

Ignacio Ramírez

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