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Capítulo III

Continuación de lo relativo a la organización del poder en la democracia

No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno democrático la única ni la mayor dificultad la de instituir o crear el gobierno; lo es mucho mayor el saber hacerlo duradero. Un gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la prosperidad y de la ruina de los Estados se pueden deducir de este examen garantías de estabilidad política, descartando con cuidado todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o tácitas que encierren todos los principios en que descansa la duración de los Estados. Es preciso, además, guardarse bien de tomar por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en el gobierno el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor duración posible. Hoy los demagogos, para complacer al pueblo, hacen que los tribunales acuerden confiscaciones enormes. Cuando se tiene amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los condenados por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público, sino que se consagren a los dioses. Este es el medio de corregir a los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la Constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los mismos soberanos del Estado.

Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en los Estados muy populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas públicas sin pagar a los que a ellas concurren. Además, las clases altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas propias; porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan tribunales corruptos. Pues bien, todas estas son causas de perdición en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene rentas es preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose para administrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia será mejor administrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las mismas, porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al sostenimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos, ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a las colonias a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, asimismo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder a los pobres el uso común de las propiedades, se ha granjeado este gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho que fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a la suerte, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener los cargos públicos, y de la elección para que éstos sean bien desempeñados. También se puede obtener el mismo resultado haciendo que los miembros de una misma magistratura sean designados los unos por la suerte y los otros por la elección.

Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el planteamiento de la democracia.

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