Índice de La política de Aristóteles Capítulo siguiente Capítulo anterior Biblioteca Virtual Antorcha

Capítulo III

Relación de las Constituciones con los elementos sociales

Lo que hace que sean múltiples las formas de las Constituciones es, precisamente, la multiplicidad de los elementos que constituyen siempre al Estado. En primer lugar, todo Estado se compone de familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hombres necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo entre los ricos que entre los pobres, hay unos que tienen armas y otros que no las tienen. En el pueblo encontramos labradores, mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superiores hay muchos grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos extensas. El sostenimiento de los caballos, por ejemplo, es un gasto que, en general, sólo los ricos pueden soportar. Así es que en los antiguos tiempos todos los Estados cuya fuerza militar estaba constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La caballería era entonces la única arma que se conocía para atacar a los pueblos vecinos, como lo atestigua la historia de Eretria Calcis, de Magnesia, situada a orillas del Meandro, y de muchas otras ciudades de Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es preciso unir las que proceden del nacimiento, de la virtud y de tantas otras circunstancias que hemos indicado al tratar de la aristocracia y al enumerar los elementos indispensables de todo Estado. Pues bien, estos elementos pueden tomar parte en el poder, sea en su totalidad, sea en mayor o menor número. De aquí se sigue evidentemente que las especies de Constituciones deben ser por necesidad tan diversas como estos mismos elementos lo son entre sí, y según sus especies diferentes. La Constitución no es otra cosa que la repartición regular del poder, que se divide siempre entre los asociados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud de cierto principio de igualdad común; es decir, que se puede dar una parte a los ricos y otra a los pobres, o dar a todos derechos comunes, de manera que las Constituciones serán necesariamente tan numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes del Estado, en razón de su superioridad respectiva y de sus diferencias.

Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas partes, a la manera que se reconocen dos clases de vientos, los del norte y los del mediodía, de los cuales son los demás como derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía, porque se supone que la aristocracia no es más que una forma de la oligarquía con la cual se confunde, así como lo que se llama República no es más que una forma de la democracia a manera que el viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del viento del mediodía. Algunos autores han llevado la comparación más lejos. En la armonía, dicen, no se reconocen más que dos modos fundamentales, el dórico y el frigio; y, según este sistema, todas las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de estos dos modos.

Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que comúnmente se adoptan prefiriendo la que nosotros hemos dado como más verdadera y exacta. Según nosotros, no hay más que dos Constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada, de la cual todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos los modos se derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las Constituciones se derivan de la Constitución modelo; y son oligárquicas si el poder está concentrado y es más despótico; democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y son más suaves.

Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente la democracia en la soberanía del número; porque en las mismas oligarquías, y puede decirse que en todas partes, la mayoría es siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste tampoco en la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil trescientos ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan de todo poder político a los otros trescientos, que aunque pobres, son tan libres como los otros e iguales en todo, excepto en la riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es democrático? Y en igual forma, si los pobres, estando en minoría, son superiores políticamente a los ricos, aunque estos últimos sean más numerosos, tampoco se podrá decir que ésta sea una oligarquía, si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno. Ciertamente, es más exacto decir que hay democracia allí donde la soberanía reside en todos los hombres libres, y oligarquía, donde pertenece exclusivamente a los ricos. Que los pobres estén en mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias secundarias; pero la mayoría es libre, y es la minoría la que es rica. Si el poder se repartiera según la estatura y la hermosura, como se dice que se hace en Etiopía, resultaría una oligarquía, porque la hermosura y la elevada estatura son condiciones muy poco comunes. No sería error menos grave el fundar únicamente los derechos políticos sobre bases tan deleznables. Como la democracia y la oligarquía encierran muchas clases de elementos, es preciso proceder con cautela en este punto. No hay democracia allí donde cierto número de hombres libres que están en minoría mandan sobre una multitud que no goza de libertad. Citaré a Apolonia, situada en el golfo jónico, y a Tera. En estas dos ciudades pertenecía el poder a algunos ciudadanos de nacimiento ilustre, que eran los fundadores de las colonias, con exclusión de la inmensa mayoría. Tampoco hay democracia cuando la soberanía reside en los ricos, ni aun suponiendo que al mismo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace tiempo en Colofón, donde antes de la guerra de Lidia los más de los ciudadanos poseían fortunas considerables. No hay verdadera democracia sino allí donde los hombres libres, pero pobres, forman la mayoría y son soberanos. No hay oligarquía más que donde los ricos y los nobles, siendo pocos en número, ejercen la soberanía.

Estas consideraciones bastan para probar que las Constituciones pueden ser numerosas y diversas, y por qué lo son. A esto debe añadirse que hay muchas especies en las Constituciones de que hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo nacen? Es lo que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que antes hemos expuesto.

Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte, sino de muchas; pues bien, cuando en historia natural se quieren conocer todas las especies del reino animal, se comienza por determinar los órganos indispensables de todo animal; por ejemplo, algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que reciben y digieren los alimentos, como la boca y el estómago, y, además, el aparato locomotor de cada especie. Suponiendo que no haya más órganos que éstos, pero que fuesen semejantes entre sí, esto es que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el aparato de la locomoción no se pareciesen, el número de las combinaciones de los mismos que se dieran en la realidad daría lugar a otras tantas especies distintas de animales; porque es imposible que una misma especie tenga un mismo órgano, boca u oído, de muchas y diferentes clases. Todas las combinaciones posibles de estos órganos bastarán para constituir especies nuevas de animales, y estas especies serán, precisamente, tan múltiples cuanto puedan serlo las combinaciones de los órganos indispensables.

Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos aquí; porque el Estado, como he dicho muchas veces, se compone, no de un solo elemento, sino de elementos muy numerosos.

De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las subsistencias para la sociedad; de otro, los artesanos forman otra clase dedicada a todas las artes sin las cuales la ciudad no podría existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de adorno y de las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de los comerciantes, en otros términos, la de los que venden y compran en los grandes mercados y establecimientos; una cuarta clase se compone de mercenarios, una quinta de guerreros, clase tan indispensable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse de las invasiones y evitar el caer en la esclavitud; porque ¿es posible suponer que un Estado, verdaderamente digno de este nombre, pueda nunca ser considerado como esclavo por naturaleza? El Estado se basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no. En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera ingeniosa, pero insuficiente. Sócrates da en ella por sentado que el Estado se compone de cuatro clases completamente indispensables: tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encontrando después esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por último, el negociante y el mercader, y con esto cree que ha llenado todos los vacíos de su plan primitivo. Así que a sus ojos todo Estado se forma solamente para satisfacer las necesidades materiales, y no en primer término para un fin moral, el cual, según Platón, no es más indispensable que los zapateros y labradores. Sócrates ni aun quiere la clase de guerreros, sino para el momento en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se encuentre en contacto y en guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas cuatro clases o más de asociados que enumera Platón, es absolutamente preciso que haya un individuo que administre justicia y regule los derechos de cada uno; y si se admite que en el ser animado el alma es la parte esencial con preferencia al cuerpo, ¿no deberá reconocerse también que sobre estos elementos necesarios para la satisfacción de las necesidades inevitables de la existencia se encuentra también en el Estado la clase de guerreros y la de los árbitros de la justicia social? ¿Y no debe añadirse a estas dos la clase que decide los intereses generales del Estado, atribución especial de la inteligencia política? Que todas estas funciones estén aisladas y repartidas entre ciertos individuos o que se ejerzan todas por las mismas manos, poco importa a nuestro razonamiento, porque muchas veces la función del guerrero y la del labrador se encuentran reunidas; pero si es preciso admitir como elementos del Estado a los unos y a los otros, no es, en verdad, el elemento guerrero el menos necesario. A éstas añado yo una séptima clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos, que es la de los ricos; después, una octava, la de los administradores de Estado, de aquellos que se consagran al desempeño de las magistraturas, puesto que el Estado no puede existir sin magistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean capaces de mandar a los demás y que se consagren a este servicio público, sea por toda la vida, sea temporal y alternativamente. Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de hablar, que decide los negocios generales y juzga en las contiendas particulares.

Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa organización de todos estos elementos, lo será igualmente que haya entre todos los hombres llamados al poder cierto número de ellos que estén dotados de virtud.

Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin inconveniente acumularse y que un mismo individuo puede ser a la vez guerrero, labrador, artesano, juez y senador. Además, todos los hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces de desempeñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se pueden acumular son la pobreza y la riqueza, y por esto los ricos y los pobres son las dos porciones más distintas del Estado. Por otra parte, como ordinariamente los pobres están en mayoría y los ricos en minoría, se les considera como dos elementos políticos completamente opuestos. Consecuencia de esto es que el predominio de los unos o de los otros constituye la diferencia entre las Constituciones, que por tanto quedan, al parecer, reducidas solamente a dos: la democracia y la oligarquía.

Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de Constituciones, y hemos expresado la causa; y ahora vamos a probar que hay también muchas especies de democracias y de oligarquías.

Índice de La política de Aristóteles Capítulo siguiente Capítulo anterior Biblioteca Virtual Antorcha