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Capítulo XIV

De la educación de los hijos en la ciudad perfecta

Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas.

Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.

Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de animales, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces hembras y de formas raquíticas. La especie humana está necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto también resulta otro peligro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy pronto sin tomar en cuenta el fruto que debían dar. La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.

Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos resultados de su propia experiencia, creen que la época más favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del Mediodía.

No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocuparnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta.

Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay que educar, convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.

Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá cesar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad irremediable. Se debe cesar de engendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por consideraciones no menos graves.

En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad que merece.

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