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Capítulo IX

Antigüedad de ciertas instituciones políticas

No es, por lo demás, un descubrimiento de nuestro tiempo, y ni siquiera reciente en la filosofía política, esta división necesaria de los individuos en clases distintas, los guerreros de una parte, y los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto y en Creta, instituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de Sesostris, y en el segundo, por las de Minos. El establecimiento de las comidas en común no es menos antiguo, pues respecto a Creta se remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más remota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a un cierto Ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que los enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos, y que el nombre de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de Europa, comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre sí una medida jornada. Se añade que Ítalo hizo agricultores a los enotrios, que antes eran nómadas, y que entre otras instituciones les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay cantones que conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de Ítalo. Esta costumbre existía entre los ópicos, habitantes de las orillas de la Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de ausonios; y también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado Sirteis, en las costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo demás, es sabido que los caonios eran también de origen enotrio.

Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La división de los ciudadanos por clases viene de Egipto, pues el reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. Debe creerse, por lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear estas instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor decir, una infinidad de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha sugerido precisamente los medios de satisfacer las primeras exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los perfeccionamientos y la abundancia han debido, según todas las apariencias, desenvolverse en la misma proporción; y es, por tanto, una consecuencia muy lógica el creer esta ley aplicable igualmente a las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y el Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa antigüedad, y en todos los tiempos ha tenido leyes y una organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros predecesores en todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en novedades, sino en los puntos en que nos han dejado vacíos que llenar.

Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que llevan las armas y tienen derechos políticos, y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión del territorio, que los labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos aquí de la división de las propiedades y del número y especie de labradores. Hemos rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por algunos autores; pero hemos declarado que la benevolencia de unos ciudadanos para con los otros debía hacer común el uso de aquéllas, para que todos tuvieran, al menos, segura su subsistencia. Se mira generalmente el establecimiento de las comidas en común como perfectamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde diremos por qué adoptamos nosotros también este principio; pero es preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un puesto en aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir con la parte fijada por la ley, puedan, además, atender a todas las demás necesidades de su familia. Los gastos del culto divino son también una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en dos porciones, una para el público, otra para los particulares, y subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se subdividirá para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de las comidas públicas. En cuanto a la segunda, se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas en la frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado en la defensa de las dos localidades. Esta repartición, equitativa en sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su unión más íntima contra los enemigos comunes de los Estados vecinos. Donde no está establecida esta repartición, a los unos inquieta muy poco la guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una vergonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la frontera de toda deliberación sobre las agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos que obligan a dividir el territorio en la forma que hemos dicho. En cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir, deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma nación, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos condiciones serán excelentes para el trabajo, y no pensarán en rebelarse. Después es conveniente mezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cualidades que aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al propietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos el trato que debe darse a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como recompensa de sus trabajos.

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