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Capítulo VIII

Elementos políticos de la ciudad

Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si todas estas funciones deben pertenecer sin distinción a todos los ciudadanos. Tres cosas son en este caso posibles: o que todos los ciudadanos sean a la vez e indistintamente labradores, artesanos, jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función tenga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan necesariamente a algunos individuos en particular y otras a la generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían suponer diversas combinaciones, admitir o no a todos los ciudadanos en todos los empleos, y conferir ciertas funciones como privilegio. Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En las democracias todos los derechos son comunes, y lo contrario sucede en las oligarquías.

El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que garantiza al cuerpo social el mayor grado de felicidad. Ahora bien, la felicidad, según hemos dicho, es inseparable de la virtud; y así, en esta República perfecta, en la que la virtud de los ciudadanos será una verdad en toda la extensión de la palabra y no relativamente a un sistema dado, aquéllos se abstendrán cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de toda especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la virtud. Tampoco se dedicarán a la agricultura, pues se necesita tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para ocuparse de la cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera sobre los negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos que deben, al parecer, constituir esencialmente la ciudad. Las dos funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en manos separadas o reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta pregunta es clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta cierto punto reunidas; separadas, porque piden edades diferentes y necesitan la una prudencia, la otra vigor; reunidas, porque es imposible que gentes que tienen la fuerza en su mano y que pueden usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los ciudadanos armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno. No hay más remedio que confiar todas esas funciones a las mismas manos, pero atendiendo a las diversas épocas de la vida, como la misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la juventud, y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las atribuciones conforme a este principio, tan útil como equitativo, como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito.

Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que componen estas dos clases, porque el desahogo en la vida está reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo son esencialmente. En cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud, lo cual es una consecuencia evidente de nuestros principios. La felicidad reside exclusivamente en la virtud, y para que pueda decirse que una ciudad es dichosa es preciso tener en cuenta no a algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción. Y así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y los labradores serán necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos.

En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los pontífices, cuya posición en el Estado está bien señalada. Un labrador, un obrero, no pueden alcanzar nunca el desempeño de las funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos partes, la una guerrera, la otra deliberante, y es conveniente a la vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a los ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe encomendarse el cuidado del sacerdocio.

Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del Estado, las partes que realmente componen la ciudad. Ésta no puede, por un lado, carecer de labradores, de artesanos y de mercenarios de todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes divisiones del Estado se distinguen también entre sí, la una por la perpetuidad y la otra por el carácter alternativo de las funciones.

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