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Capítulo X

Continuación de la teoría del reinado

Nosotros realmente sólo debemos considerar dos formas de reinado: la quinta, de que acabamos de hablar, y el reinado de Lacedemonia. Los otros están comprendidos entre estos dos extremos, y son, o más limitados en su poder que la monarquía absoluta, o más extensos que el reinado de Esparta. Nos circunscribimos a los dos puntos siguientes: primero si es útil o funesto al Estado tener un general perpetuo, ya sea hereditario o electivo; segundo, si es útil o funesto al Estado tener un dueño absoluto.

La cuestión de un generalato de este género es asunto propio de leyes reglamentarias más bien que de la Constitución, puesto que todas las Constituciones podrían admitirlo igualmente. Y así no me detendré en el reinado de Esparta.

En cuanto a la otra clase de reinado, forma una especie de Constitución aparte, y voy a ocuparme de él especialmente y tratar todas las cuestiones a que puede dar lugar.

El primer punto que en esta indagación importa saber es si es preferible poner el poder en manos de un individuo virtuoso o encomendarlo a buenas leyes. Los partidarios del reinado, que lo consideran tan beneficioso, sostendrán, sin duda alguna, que la ley, al disponer sólo de una manera general, no puede prever todos los casos accidentales, y que es irracional querer someter una ciencia, cualquiera que ella sea, al imperio de una letra muerta, como aquella ley de Egipto que no permite a los médicos obrar antes del cuarto día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo hacen cuando este término no ha pasado aún. Luego, evidentemente, la letra y la ley no pueden por estas mismas razones constituir jamás un buen gobierno. Pero esta forma de resoluciones generales es una necesidad para todos los que gobiernan, y su uso es, en verdad, más acertado en una naturaleza exenta de pasiones que en la que está esencialmente sometida a ellas. La ley es impasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada. Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para resolver en casos particulares. Entonces se admite, evidentemente, que al mismo tiempo que él es legislador, hay también leyes que cesan de ser soberanas en los puntos que callan, pero que lo son en los puntos de que hablan. En todos los casos en que la ley no puede decidir o no puede hacerlo equitativamente, ¿debe someterse el punto a la autoridad de un individuo superior a todos los demás, o a la de la mayoría? De hecho, hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las asambleas públicas, y todos sus decretos recaen sobre casos particulares. Cada uno de sus miembros, considerado aparte, es inferior, quizá, si se le compara con el individuo de que acabo de hablar; pero el Estado se compone precisamente de esta mayoría, y una comida en que cada cual lleva su parte es siempre más completa que la que pudiera dar por sí solo uno de los convidados. Por esta razón, la multitud, en la mayor parte de los casos, juzga mejor que un individuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran cantidad es siempre menos corruptible, como se ve, por ejemplo, en una masa de agua, y la mayoría, por la misma razón, es mucho menos fácil de corromper que la minoría. Cuando el individuo está dominado por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se falsea, pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda la mayoría se enfureciese o se engañase. Supóngase, por otra parte, una multitud de hombres libres, que no se separan de la ley sino en aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no sea cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la mayoría de ella se compone de hombres virtuosos, como individuos y como ciudadanos; y pregunto entonces: ¿un solo hombre será más incorruptible que esta mayoría numerosa, pero proba? ¿No está la ventaja, evidentemente, de parte de la mayoría? Pero se dice: la mayoría puede amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Mas se olvida que hemos supuesto en todos los miembros de la mayoría tanta virtud como en este individuo único. Por consiguiente, si se llama aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos, y reinado al de uno sólo, la aristocracia será ciertamente para estos Estados muy preferible al reinado, ya sea absoluto su poder, ya no lo sea, con tal que se componga de individuos que sean tan virtuosos los unos como los otros. Si nuestros antepasados se sometieron a los reyes, sería, quizá, porque entonces era muy difícil encontrar hombres eminentes, sobre todo en Estados tan pequeños como los de aquel tiempo; o acaso no admitieron a los reyes sino por puro reconocimiento, gratitud que hace honor a nuestros padres. Pero cuando el Estado tuvo muchos ciudadanos de un mérito igualmente distinguido, no pudo tolerarse ya el reinado; se buscó una forma de gobierno en que la autoridad pudiese ser común, y se estableció la República. La corrupción produjo dilapidaciones públicas, y dio lugar, muy probablemente, como resultado de la indebida estimación dada al dinero, a las oligarquías. Éstas se convirtieron muy luego en tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en demagogias. La vergonzosa codicia de los gobernantes, que tendía sin cesar a limitar su número, dio tanta fuerza a las masas, que pudieron bien pronto sacudir la opresión y hacerse cargo del poder ellas mismas. Más tarde, el crecimiento de los Estados no permitió adoptar otra forma de gobierno que la democracia.

Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia del reinado: ¿cuál debe ser la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que quizá también ellos habrán de reinar? Ciertamente, si han de ser tales como muchos que se han visto, semejante sucesión hereditaria será bien funesta. Pero el rey, se dirá, será árbitro de no transmitir el reinado a su raza. En este caso, graves peligros tiene esta confianza, porque la posición es muy resbaladiza, y semejante desinterés exigiría un heroísmo de que no es capaz el corazón humano. También preguntaremos si, para ejercer su poder, el rey que pretende dominar debe tener a su disposición una fuerza armada, capaz de contrarrestar y someter a los rebeldes; o, en otro caso, cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que reine con arreglo a las leyes, y que no las sustituya nunca con su arbitrio personal, aun así será preciso que disponga de cierta fuerza para proteger las mismas leyes. Es cierto que, tratándose de un rey tan perfectamente ajustado a la ley, la cuestión se resuelve bien pronto: debe tener, en verdad, una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de suerte que sea el rey más poderoso que cada ciudadano en particular o que cierto número de ciudadanos reunidos; y también de manera que sea él más débil que todos juntos. En esta proporción nuestros mayores arreglaban las guardias que concedían, al poner el Estado en manos de un jefe que llamaban esimeneta o tirano. Partiendo de esta base también, cuando Dionisio pidió guardias, un siracusano aconsejó en la asamblea del pueblo que se le concedieran.

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