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Capítulo IV

División de los gobiernos y de las Constituciones

Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿Hay una o muchas Constituciones políticas? Si existen muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su número y sus diferencias? La Constitución es la que determina con relación al Estado la organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno; el gobierno es, pues, la Constitución misma. Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice que las Constituciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones podemos hacer respecto de todas las demás.

Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al Estado, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la autoridad del señor, que el hombre es por naturaleza sociable, con lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es, sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. Ved, en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de los hombres por el simple amor de la vida; la naturaleza parece haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables.

Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos géneros de poder de que queremos hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de discusión de nuestras obras exotéricas. Bien que el interés del señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente la voz de la naturaleza la que le asigna a aquéllos el puesto que ambos deben ocupar, el poder del señor tiene, sin embargo, por objeto directo la utilidad del dueño mismo, y por fin accidental la ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, sobre la mujer, sobre la familia entera, poder que hemos llamado doméstico, tiene por objeto el interés de los administrados, o, si se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los administrados puede, según sucede en muchas artes, como en la medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en ventaja del que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega el caso de que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos, que son todos semejantes, constituye la base de aquéllos, todos tienen el derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder y la administración de los intereses generales inspiran a todos los hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la continuidad en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codiciosos en retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.

Luego, evidentemente, todas las Constituciones hechas en vista del interés general son puras porque practican rigurosamente la justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una corrupción de las buenas Constituciones; ellas se aproximan al poder del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que una asociación de hombres libres.

Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar el número y la naturaleza de las Constituciones. Nos ocuparemos primero de las Constituciones puras; y una vez fijadas éstas, será fácil reconocer las Constituciones corruptas.

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