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Capítulo VIII

Examen de la Constitución de Cartago

Cartago goza, al parecer, todavía de una buena Constitución, más completa que la de otros Estados en muchos puntos y semejante en ciertos conceptos a la de Lacedemonia. Estos tres gobiernos de Creta, de Esparta y de Cartago tienen grandes relaciones entre sí, y son muy superiores a todos los conocidos. Los cartagineses, en particular, poseen instituciones excelentes, y lo que prueba el gran mérito de su Constitución es que, a pesar de la parte de poder que concede al pueblo, nunca ha habido en Cartago cambios de gobierno, y, lo que es más extraño, jamás ha conocido ni las revueltas ni la tiranía.

Citaré algunas de las analogías que hay entre Esparta y Cartago. Las comidas en común de las sociedades políticas se parecen a las fidicias lacedemonias: los Ciento Cuatro reemplazan a los éforos, aunque la magistratura cartaginesa es preferible, en cuanto sus miembros, en lugar de salir de las clases oscuras, se toman de entre los hombres más virtuosos. Los reyes y el senado se parecen mucho en las dos Constituciones, pero Cartago, que es más prudente y no toma sus reyes de una familia única, tampoco los toma de todas indistintamente, y remite a la elección y no a la edad el que sea el mérito el que ocupe el poder. Los reyes, que poseen una inmensa autoridad, son muy peligros cuando son medianías, y en este concepto en Lacedemonia han causado mucho mal.

Las desviaciones de los principios señalados y criticados tantas veces son comunes a todos los gobiernos que hasta ahora hemos examinado. La Constitución cartaginesa, como todas aquellas cuya base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan pronto del lado de la demagogia como del de la oligarquía: por ejemplo, el reinado y el senado, cuando su dictamen es unánime, pueden decidir ciertos negocios y sustraer otros al conocimiento del pueblo, que sólo tiene derecho a decidir en caso de disentimiento. Pero cuando este caso llega, puede no sólo hacer que los magistrados expongan sus razones, sino también fallar como soberano, y cada ciudadano puede tomar la palabra sobre el objeto puesto a discusión; prerrogativa que no hay que buscar en otras Constituciones. Por otra parte, dar a las Pentarquías, encargadas de una multitud de asuntos importantes, la facultad de constituirse por sí mismas; permitirles nombrar la primera de todas las magistraturas, la de los Ciento; concederles un ejercicio más amplio que el de todas las demás funciones, puesto que los pentarcas, después de dejar el cargo o siendo simples candidatos, son siempre igualmente poderosos; todas estas son instituciones oligárquicas. De otro lado es una institución aristocrática el desempeño de funciones gratuitas, sin que en la designación haya intervenido la suerte; y la misma tendencia advierto en algunas otras, como la de los jueces, que fallan toda especie de causas, sin tener, como en Lacedemonia, atribuciones especiales.

Si el gobierno de Cartago degenera principalmente de aristocrático en oligárquico, es preciso buscar la causa en una opinión allí generalmente recibida. Creen que las funciones públicas deben confiarse no sólo a los hombres distinguidos, sino también a la riqueza, y que un ciudadano pobre no puede abandonar sus negocios y regir con probidad los del Estado. Por consiguiente, si escoger en vista de la riqueza es un principio oligárquico, y escoger según el mérito es un principio aristocrático, el gobierno de Cartago constituye una tercera combinación, puesto que tiene en cuenta a la vez estas dos condiciones, sobre todo en la elección de los magistrados supremos, de los reyes y de los generales. Esta alteración del principio aristocrático es una falta cuyo origen se remonta hasta el mismo legislador. Uno de sus primeros cuidados debe ser desde el principio asegurar una vida desahogada a los ciudadanos más distinguidos, y hacer de manera que la pobreza no pueda venir en daño de la consideración que se les debe, ya como magistrados, ya como simples particulares. Pero es preciso reconocer que si la fortuna merece que se la tome en cuenta a causa del tiempo desocupado que procura, no es menos peligroso hacer venales las funciones más elevadas, como las de rey y de general. Una ley de esta clase honra más al dinero que al mérito, e infiltra en el corazón de toda la República el amor al oro. La opinión de los primeros hombres del Estado constituye una regla para todos los demás ciudadanos, siempre dispuestos a seguirlos. Ahora bien, dondequiera que no es estimado el mérito sobre todo lo demás, no puede existir Constitución aristocrática verdaderamente sólida. Es muy natural que los que han comprado sus cargos se habitúen a indemnizarse cuando a fuerza de dinero han alcanzado el poder. Lo absurdo es suponer que un pobre, pero que es hombre de bien, puede querer enriquecerse, y que un hombre depravado, que ha pagado caramente su empleo, no lo quiera. Las funciones públicas deben confiarse a los más capaces, y el legislador, si se ha desentendido de asegurar una fortuna a los ciudadanos distinguidos, podría, por lo menos, garantizar un pasar decente a los magistrados.

También puede censurarse la acumulación de varios empleos en una misma persona, lo cual pasa en Cartago por un gran honor, porque un hombre no puede dar cumplimiento a la vez más que a un solo cometido. Es un deber del legislador establecer la división de empleos y no exigir de un mismo individuo que sea músico y haga zapatos. Cuando el Estado es algo extenso, es más conforme al principio republicano y democrático hacer posible al mayor número de ciudadanos al acceso a las magistraturas; porque entonces se obtiene, como hemos dicho, la doble ventaja de que los negocios administrativos en común se despachan mejor y más pronto. Puede verse la verdad de esto en las operaciones de la guerra y en las de la marina, donde cada hombre tiene, por decirlo así, un empleo especial, ya le toque desde el obedecer o mandar. Cartago se salva de los peligros de su gobierno oligárquico enriqueciendo continuamente a una parte del pueblo, que envía a las colonias. Es un medio de depurar y mantener el Estado; pero resulta entonces que sólo debe su tranquilidad al azar, siendo así que al legislador es a quien toca afianzarla. Así que, en caso de un revés, si la masa del pueblo llega a sublevarse contra la autoridad, las leyes no ofrecerán ni un solo recurso para dar al Estado la paz interior.

Termino aquí el examen de las constituciones justamente renombradas de Esparta, Creta y Cartago.

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