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3. La ocupación de las fábricas

En las nuevas condiciones del capitalismo surgió una nueva forma de lucha para lograr mejores condiciones de trabajo: la ocupación de las fábricas, llamada generalmente huelga de brazos caídos, pues los trabajadores abandonan la tarea pero no se retiran de la fábrica. Esa actitud no es un invento te6rico, sino que surgió en forma espontánea de las necesidades prácticas; la teoría no puede sino explicar a posteriori sus causas y consecuencias. En la gran crisis mundial de 1930 el desempleo fue tan universal y duradero que surgió una especie de antagonismo de clase entre el privilegiado número de gente con empleo y las masas desocupadas. Se hizo imposible cualquier huelga regular contra las reducciones de salarios, porque después que los huelguistas abandonaban los talleres éstos eran invadidos de inmediato por las masas de desocupados. Así, el rechazo a trabajar en peores condiciones debía combinarse, necesariamente, con la permanencia en el lugar de trabajo mediante la ocupación de la fábrica.

Sin embargo, al haber surgido en estas circunstancias especiales, la huelga de brazos caídos muestra algunas características que vale la pena considerar más atentamente como expresión de una forma más desarrollada de lucha. Manifiesta la formación de una unidad más sólida. En la antigua forma de huelga la comunidad trabajadora del personal se disolvía cuando éste abandonaba la fábrica. Los obreros dispersados por las calles y en sus hogares y entre otras personas, estaban separados en individuos aislados. Para discutir y decidir como un cuerpo tenían entonces que reunirse en salones de asamblea, en las calles y en las plazas. Por más que a menudo la policía y las autoridades trataran de obstaculizar, o incluso de prohibir esas reuniones, los operarios defendían con firmeza su derecho a realizarlas, a causa de la conciencia que tenían de que estaban luchando con medios legítimos para fines legítimos. La legalidad de la práctica sindical era en general reconocida por la opinión pública.

Sin embargo, cuando esta legalidad no se reconoce, cuando el creciente poder del gran capital sobre las autoridades estatales discute el uso de salones y plazas para realizar asambleas, los trabajadores, si desean luchar, tienen que afirmar sus derechos tomándoselos. En los Estados Unidos todas las grandes huelgas fueron acompañadas en general por una continua lucha con la policía por el uso de las calles y lugares cerrados para las reuniones. La huelga de brazos caídos libera a los trabajadores de esta necesidad, pues se toman el derecho de reunirse en el lugar adecuado, es decir, en el taller. Al mismo tiempo la huelga se hace realmente eficaz debido a la imposibilidad en que se encuentran los rompehuelgas de tomar los lugares de aquéllos.

Por supuesto, esto trae consigo una nueva y difícil lucha. Los capitalistas, como dueños de la fábrica, consideran que la ocupación por los huelguistas es una violación de su derecho de propiedad, y basados en este argumento jurídico llaman a la policía para expulsar a los trabajadores. En verdad, desde el punto de vista estrictamente jurídico la ocupación de una fábrica está en conflicto con la ley formal. Exactamente como la huelga está en conflicto con la ley formal. Y de hecho el empleador apeló regularmente a esta ley formal como arma de lucha estigmatizando a los huelguistas por violar las cláusulas del contrato, lo cual le da derecho a designar nuevos obreros en lugar de los rebeldes. Pero contra esta lógica jurídica han persistido y se han desarrollado las huelgas como forma de lucha, porque eran necesarias.

La ley formal no representa, en verdad, la realidad intima del capitalismo, sino sólo sus formas exteriores, a las que se atiene la clase media y la opinión jurídica. El capitalismo no es en realidad un mundo de individuos iguales que celebran contratos, sino un mundo de clases en lucha. Cuando el poder de los trabajadores era demasiado pequeño prevalecía la opinión de la clase media basada en la ley formal, y los huelguistas eran desalojados por haber roto sus contratos y reemplazados por otros. En cambio, cuando la lucha sindical hubo conquistado su lugar, se afirmó una concepción jurídica nueva y más verdadera: una huelga no es una interrupción ni una cesación, sino una suspensión temporaria del contrato de trabajo, para resolver una disputa acerca de condiciones de trabajo. Los legisladores pueden no aceptar teóricamente este punto de vista, pero la sociedad lo acepta prácticamente.

De la misma manera, la ocupación de las fábricas se afirmó como método de lucha cuando fue necesario y en los casos en que los trabajadores fueron capaces de tomar esa actitud. Los capitalistas y los legisladores podían seguir charlando acerca de la violación de los derechos de propiedad. Para los trabajadores, sin embargo, era una acción que no atacaba los derechos de propiedad, sino que suspendía temporariamente sus efectos. La ocupación de una fábrica no equivale a su expropiación. Es sólo una suspensión momentánea de la disposición de la propiedad por parte del capitalista. Después de resuelto el conflicto, éste es dueño y propietario indiscutido como antes.

Sin embargo, al mismo tiempo, la ocupación es algo más. En ella, como en un relámpago que brilla en el horizonte, surge un atisbo del desarrollo futuro. Mediante la ocupación de las fábricas los trabajadores demuestran, involuntariamente, que su lucha ha entrado en una nueva fase. Cuando toman esa actitud aparece clara su firme y recíproca unión como organización de fábrica, en una unidad natural que no se disuelve en individuos aislados. Los trabajadores cobran conciencia de su íntima vinculación con la fábrica. Para ellos no es el edificio de otro donde sólo van a trabajar a las órdenes de éste y para él, hasta que los echa. Para ellos la fábrica con sus máquinas es un aparato productivo que ellos manejan, un órgano que sólo forma parte viviente de la sociedad gracias a su trabajo. No es nada que les sea extraño; se sienten como en su casa, mucho más que los propietarios jurídicos, que los accionistas, que ni siquiera saben dónde queda la fábrica. En el taller los obreros cobran conciencia del contenido de su vida, de su trabajo productivo, de su comunidad laboral como una colectividad que se convierte en un organismo vivo, en un elemento de la totalidad de la sociedad. Con la ocupación de las fábricas surge un vago sentimiento de que los obreros deberían ser dueños totales de la producción, que deberían expulsar a los ajenos indignos, a los capitalistas que dan las órdenes, que abusan de ella derrochando las riquezas de la humanidad y devastando la tierra. Y en la encarnizada lucha que será necesaria, los talleres desempeñarán nuevamente un rol principal como unidades de organización, de acción común y quizá como apoyos y baluartes, ejes de fuerza y objetivos de lucha. Comparada con la vinculación natural de los trabajadores con los talleres, el mando del capital aparece como una dominación artificial y externa, aún poderosa pero con los pies en el aire, mientras que el creciente dominio de los trabajadores está firmemente enraizado en la tierra. Así, en la ocupación de las fábricas el futuro proyecta su luz en la progresiva conciencia de que las fábricas pertenecen a los trabajadores, de que junto con ellos constituyen una armoniosa unidad, y de que la lucha por la libertad se librará en las fábricas y por medio de ellas.

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