Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO SEXTO

LA REFORMA Y EL NUEVO ESTADO

SUMARIO

La Reforma y los movimientos sociales populares de la Edad Media.- Escisión de la Iglesia e intereses de los príncipes.- Posición de Lutero ante el Estado.- El protestantismo como fase del absolutismo.- Religión y razón de Estado.- Credulidad verbal y esclavización interior.- La sublevación campesina.- Wycliffe y la Reforma en Inglaterra.- El movimiento de los husitas.- Calixtinos y taboristas.- La guerra como fuente del despotismo.- Chelchicky, adversario de la Iglesia y del Estado.- El calvinismo.- La doctrina de la predestinación.- El régimen del terror en Ginebra.- Protestantismo y ciencia.




En el movimiento de la Reforma de los países nórdicos, que se distingue por su contenido religioso del Renacimiento de los países llamados latinos con su innegable sello pagano, hay que distinguir cuidadosamente dos tendencias: la revolución popular de los campesinos y de las clases bajas en las ciudades y el llamado protestantismo, que tanto en Bohemia e Inglaterra como en Alemania y en los países escandinavos trabajó sencillamente por la separación de la Iglesia y del Estado, aspirando en primer lugar a poner todo el poder en manos de este último. El recuerdo de la revolución popular, sofocada en sangre por el protestantismo naciente y sus representantes principescos y religiosos, fue después, como de costumbre, difamado y menospreciado en todas formas por los vencedores; y como en la historiografia usual el triunfo o el fracaso de una causa han jugado siempre un papel decisivo, no pudo menos de ocurrir que, ulteriormente, en la Reforma no se viese otra cosa que el movimiento del protestantismo.

Las aspiraciones revolucionarias de las masas no sólo se dirigían contra el papismo romano, sino en mucha mayor medida contra la desigualdad social y contra los privilegios de los ricos y de los poderosos. Los jefes del movimiento popular conceptuaron esas diferencias como una afrenta a la doctrina cristiana pura, que se apoyaba en la igualdad de todos los seres humanos. Incluso cuando la Iglesia alcanzó el punto culminante de su poderío, las tradiciones de las comunidades anteriores a ella, con su vida en común y el espíritu de fraternidad que las animaba, no se habían apagado en el pueblo. Continuaron viviendo en los gnósticos, en los maniqueos de los primeros siglos y en las sectas heréticas de la Edad Media, cuyo número era asombrosamente grande. También el origen de los conventos se puede atribuir a esas aspiraciones. De su espíritu ha nacido el quiliasmo o milenarismo, creencia en un próximo reino milenario de la paz, de la libertad y de la propiedad colectiva, que encontró eco también en las doctrinas de Joaquín de Floris y de Almarico de Bena.

Esas tradiciones estaban vivas entre los bogomilos de Bulgaria, Bosnia y Servia, y en los cátaros de los países latinos. Inflamaron el valor de la fe en los waldenses y en las sectas heréticas del Languedoc, e inspiraron con su luz interior a los humillados y a los hermanos de los apóstoles del norte de Italia. Las encontramos en los beguinos y beghardos de Flandes, en los baptistas de Holanda y de Suiza, en los bollhardos de Inglaterra. Vivieron en los movimientos revolucionarios de Bohemia y en las conspiraciones de los campesinos alemanes, que se agruparon en el Bundschuh y en el Armen Konrad para romper el yugo de la servidumbre. Y fue el espíritu de las mismas tradiciones el que movió a los exaltados de Zwickau, y el que dió un impulso tan vigoroso a la acción revolucionaria de Thomas Münzer.

Contra algunos de esos movimientos organizó la Iglesia, con ayuda de los soberanos temporales, grandes cruzadas, así por ejemplo, contra los bogomilos y albigenses; por esas cruzadas países enteros han sido cubiertos durante decenios de sangre y fuego, y muchos millares de personas han sido sacrificadas. Pero esas sangrientas persecuciones sólo contribuyeron a que se extendieran aquellos movimientos también a otros países. Millares de fugitivos recorrieron los países y llevaron sus doctrinas a nuevos ambientes. La investigación histórica ha demostrado perfectamente que entre la mayor parte de las sectas heréticas de la Edad Media existieron relaciones internacionales. Tales relaciones se pueden señalar entre los bogomilos y ciertas sectas en Rusia y norte de Italia, entre los valdenses y los sectarios de Alemania y Bohemia, entre los baptistas de Holanda, Inglaterra, Alemania y Suiza.

Todas las sublevaciones campesinas del norte de Italia, de Francia, de Inglaterra, de Alemania y de Bohemia, desde el siglo XIII al XVI, fueron engendradas por aquellas aspiraciones y nos ofrecen hoy un cuadro bastante claro sobre el sentir y el pensar de los grandes estratos populares de aquella época. No se podría hablar justamente de un movimiento unitario, pero si de una gran serie de movimientos, que precedieron a la Reforma propiamente dicha y le sirvieron de introducción. El conocido verso burlesco de los lollhardos ingleses: Cuando Adán araba y Eva tejía, ¿dónde estaba el noble?, habría podido servir de lema a la mayoría de esos movimientos.

El verdadero movimiento popular del período de la Reforma no buscaba ninguna clase de acuerdo con los príncipes y nobles, pues sus jefes vieron en ellos, con seguro instinto, a los enemigos irreconciliables del pueblo; no sólo no querían cooperar con ellos, sino que querían proceder contra ellos. Como la mayoría de los grandes reformadores, Wycliffe, Huss, Lutero y otros, extrajeron su savia del movimiento popular, el protestantismo naciente estuvo originariamente muy ligado al pueblo. Pero las cosas cambiaron pronto cuando las divergencias sociales entre las dos tendencias se manifestaron cada vez más agudamente y se vió que nada resultaría para el pueblo del simple lema ¡Fuera Roma!

La separación de la Iglesia romana podía aparecer deseable para los príncipes de los países nórdicos, mientras esa separación no tuviese consecuencias ulteriores y quedasen intactos sus privilegios económicos y políticos. La ruptura con Roma no sólo tenía que ser beneficiosa para su propia autoridad; impedía también la exportación regular del país de grandes sumas de dinero, que tendrían mejor aplicación en casa, y les daba además la posibilidad de echar mano a los bienes de la Iglesia y de hacer ingresar en las propias cajas sus abundantes recursos. Fue ese cálculo el que hizo tomar partido por la Reforma a los príncipes y nobles de los países nórdicos. La pequeña disputa de los teólogos apenas les interesaba; pero la separación de Roma les aseguraba de antemano ventajas palpables que no eran de menospreciar. ¡Valía la pena seguir la voz de la conciencia y favorecer a los nuevos profetas! Por lo demás, los portavoces teológicos de la Reforma no tenían grandes exigencias ante el celo protestante de los nobles del país; en cambio, se esforzaban tanto más por hacer ver a los poderosos las ventajas terrenales de la causa. Huss les habló ya en el lenguaje que mejor comprendían:

¡Oh, fieles reyes, príncipes, señores y caballeros! Despertad del sueño peligroso en que os han adormecido los sacerdotes, y extirpad de vuestros dominios la herejía simonista ... No permitáis que sea extraído (dinero) de vuestros paises en vuestro propio daño (1).

Los jefes espirituales del protestantismo se dirigieron desde el comienzo a las castas dominadoras de sus países, cuyo auxilio les pareció ineludible para asegurar la victoria a su causa. Pero como tuvieron buen cuidado también de no distanciarse del pueblo esclavizado, se esforzaron, aunque en vano, por reconciliar el movimiento popular con los objetivos egoístas de los príncipes y de la nobleza. Esos intentos no podían tener ningún éxito, por el hecho mismo de que las contradicciones sociales habían prosperado demasiado como para que se hubieran podido superar con un par de dudosas concesiones. Cuanto más sumisos se presentaron los reformadores ante los amos, tanto más tuvieron que alejarse del movimiento revolucionario del pueblo y malquistarse con éste. Tal fue principalmente el caso de Lutero, que, de todos, era el que menos sentimiento social poseía y era tan mezquino en su visión espiritual que se imaginó realmente poder terminar el gran movimiento mediante la fundación de una nueva Iglesia.

Como Huss, también Lutero apelaba a Pablo para demostrar que los príncipes no están bajo la tutela de la Iglesia, sino que están llamados a imperar sobre sacerdotes y obispos. En su llamado A la nobleza cristiana de la nación germánica intentó probar que, de acuerdo con las enseñanzas de las escrituras, no puede haber de ningún modo una clase sacerdotal, sino sólo una función sacerdotal, a la cual están llamados todos los que disponen de la capacidad necesaria y de la confianza de su comunidad. Pero de ahí concluyó que la Iglesia no tenía ningún derecho a ejercer un poder temporal y a aparecer como tuteladora del Estado. Según la concepción de Lutero todo el poder debía encarnarse en el Estado, a quien Dios mismo había destinado para proteger el orden público. En realidad se agota en esa interpretación toda la significación política del protestantismo.

El protestantismo tenía la seguridad de libertar a los hombres de la tutela de la Iglesia romana; pero sólo para entregarlos al Estado. A eso y sólo a eso se reduce la misión protestante de Martín Lutero, que se llamaba a sí mismo el siervo de Dios, y, sin embargo, no ha sido nunca otra cosa que el siervo del Estado y de sus oficiantes. Unicamente su servidumbre arraigada le dió fuerza para traicionar, en favor de los príncipes alemanes, la causa del pueblo y para echar junto con ellos la piedra angular de una nueva Iglesia que se había entregado, en acuerdo tácito, con cuerpo y alma al Estado y proclamaba la voluntad de los príncipes y de los nobles como un mandato divino. Lutero ensambló la religión con la política estatal, encerró el espíritu viviente en la prisión de la palabra y se convirtió en heraldo de aquella sabiduría literal que interpretaba la revelación de Cristo en el sentido de la razón de Estado y hacía desfilar a los hombres como esclavos de galeras, hacia las puertas del paraíso, para indemnizarles, con una prometida vida eterna, por la esclavitud que han sufrido en esta tierra.

El hombre medioeval no había conocido el Estado en su sentido propio. Le era extraña la noción de un poder central que forzaba toda actuación de la vida social en ciertas formas y conducía y ataba a los hombres, desde la cuna a la tumba, al carro de una suprema autoridad. En su vida jugaba el papel más importante la costumbre y el acuerdo natural con sus semejantes. Su concepción del derecho se basaba en la costumbre transmitida por las tradiciones. Su sentimiento religioso reconocía la imperfección de todas las leyes humanas; por eso estaba tanto más inclinado a procurarse a sí mismo consejo en todas las cosas y a organizar las relaciones entre él y sus semejantes de manera que correspondiesen a sus necesidades momentáneas y a los viejos hábitos del acuerdo mutuo. Y cuando el naciente Estado comenzó a desconocer esos derechos, elevó el hombre su causa a la categoría de causa divina y combatió contra la injusticia que se le había hecho. Este es el verdadero sentido de los grandes movimientos populares en el período de la Reforma, que aspiraban a dar un contenido social a la libertad de un cristianismo evangélico, como la llamaba Lutero.

Tan sólo cuando el movimiento del pueblo fue anegado por los príncipes y la nobleza en un mar de sangre, mientras Lutero, el querido hombre de Dios, bendecía a los verdugos de los campesinos alemanes, levantó el protestantismo victorioso la cabeza y dió al Estado y al orden legal de cosas la consagración religiosa, que hubo de comprarse con la matanza horrorosa de 130.000 hombres. Así se operó la reconciliación de la religión con el derecho, como Hegel se complació en definirla después. La nueva teología fue a parar a la escuela de los juristas, la letra muerta de la ley derrotó a la conciencia o le inventó un fácil sustituto. El trono se convirtió en altar, donde fue sacrificado el hombre a los nuevos ídolos. El derecho positivo se convierte en una revelación divina, el Estado mismo en representante de Dios sobre la tierra.

También en los otros países persiguió el protestantismo los mismos objetivos; en todas partes traicionó al movimiento del pueblo e hizo de la Reforma una cosa de los príncipes y de las capas privilegiadas de la sociedad. El movimiento que desencadenó Wycliffe en Inglaterra, y que repercutió también en otros países, particularmente en Bohemia, tenía primeramente un carácter sobre todo político. Wycliffe combatía al Papa porque éste se había puesto del lado de Francia, enemiga mortal de Inglaterra, y exigía del gobierno inglés que el rey se reconociera también en lo sucesivo como feudatario de la silla sagrada y entregase a ésta tributos, como lo había hecho Juan I frente a Inocencio III. Pero aquellos tiempos habían pasado. Después que Felipe el Hermoso resistió la excomunión de Bonifacio VIII, y su sucesor fue forzado a establecer su residencia en Avignon, la soberanía ilimitada del papado sufrió una derrota de la que no se repuso más. Por eso el Parlamento inglés pudo atreverse tranquilamente a rechazar las exigencias de] Papa basándose en que ningún rey ha sido autorizado a enajenar al Papa la independencia del país.

Wycliffe defendió primeramente la completa independencia de la dominación temporal de la Iglesia, y procedió tan sólo a una crítica de los dogmas eclesiásticos, después de haberse convencido de que el problema no tenía solución sin una ruptura abierta con el papismo. Pero cuando después estalló en Inglaterra la rebelión campesina y los núcleos rebeldes del Wat Tyler y John Ball pusieron al rey y al gobierno en el mayor peligro, aprovecharon los adversarios de Wycliffe la ocasión para decretar contra él una acusación pública; Wycliffe declaró que no aprobaba el procedimiento de los campesinos rebeldes, pero lo hizo con una suavidad y una comprensión de los sufrimientos de los pobres que impresionan en su favor cuando se comparan con la saña con que Lutero había aguijoneado a los príncipes y a los nobles, en su famoso escrito Contra los campesinos ladrones y criminales, a la extirpación sin piedad de los campesinos.

Cuando después Enrique VIII rompió con la Iglesia papal y confiscó sus bienes, se convirtió él mismo en cabeza de la nueva Iglesia del Estado, que estaba completamente bajo la soberanía del poder temporal. El hecho de que el mismo Enrique VIII haya escrito antes una virulenta epístola contra Lutero para defender poco después la aspiración nacional contra el papado, es sólo una prueba de que también en Inglaterra las ventajas terrenales poseían una fuerza de atracción mayor para la corona que la pura palabra de Dios de la nueva doctrina.

En Bohemia, donde la situación general era muy tirante, se agudizó más todavía por las divergencias nacionales entre checos y alemanes; también la Reforma tuvo allí precisamente una extraordinaria violencia. El verdadero movimiento husita apareció propiamente después de morir en la hoguera Johann Huss y Jerónimo de Praga. Lo que Huss había predicado antes fueron, en resumidas cuentas, las ideas de Wycliffe, que el reformador checo tradujo a sus conciudadanos en el propio idioma. Como Wycliffe, también Huss se manifestó en pro de la emancipación del poder temporal de toda tutela política de la Iglesia. La Iglesia debía ocuparse exclusivamente de la salvación de las almas humanas y abstenerse de toda función temporal de dominio. De los dos tiburones, como Peter Chelchicky había llamado a la Iglesia y al Estado, quería Huss conceder al Estado todos los derechos sobre asuntos terrenales. La Iglesia debía ser pobre, renunciar a todo bien terrestre, y los sacerdotes debían estar sometidos a la jurisdicción tempora1 lo mismo que cualquier otro súbdito. Además la función sacerdotal debía estar abierta también a los legos, siempre que por sus cualidades morales estuviesen capacitados para ella. Atacó Huss igualmente la corrupción moral que se había manifestado entre el clero y se levantó con particular severidad contra el comercio de bulas, que se hacía en aquel tiempo en Bohemia de un modo descaradamente intenso. Además de esas demandas puramente políticas, que son las que aquí nos interesan y las que, como es de suponer, tuvieron fácil eco en la nobleza, hizo Huss una serie de objeciones puramente teológicas contra las confesiones al oído, los monjes limosneros, las doctrinas de la purificación por el fuego y otras más. Pero lo que le procuró mayor adhesión en la población checa fue la teoría según la cual los diezmos no eran un deber, y ante todo su actitud estrictamente nacionalista frente a los alemanes, considerados por los checos como ruinosos para el país.

Los calixtinos o utraquistas (2) del movimiento husita, a los que pertenecían principalmente la nobleza y la burguesía enriquecida de Praga, se habrían dado gustosos por satisfechos con la realización de aquellas demandas y de algunas escasas reformas sociales; pues les interesaban sobre todo los ricos bienes eclesiásticos y además la tranquilidad y el orden en el país. Pero el verdadero movimiento popular, cuyos partidarios se reclutaban principalmente entre los campesinos y la población más pobre de las ciudades, quería más y exigía la liberación de los campesinos del yugo de la servidumbre que pesaba aplastadoramente sobre la tierra llana. Ya Carlos IV había tenido que prohíbir a la nobleza pinchar los ojos o cortar manos y pies a sus siervos por la más leve transgresión. El movimiento de los llamados taboritas reunió, ante todo, a los elementos democráticos del pueblo, hasta los comunistas y milenaristas, y estuvo animado de un ardiente espíritu de lucha (3).

Era inevitable que, entre esas dos tendencias principales del movimiento husita, tarde o temprano se llegase a una situación violenta, postergada sólo por los acontecimientos políticos generales. Cuando el emperador alemán Segismundo, después de la muerte repentina de su hermano Wenzel, siguió a éste como titular de la corona bohemia, todo el país fue invadido por una poderosa excitación, pues a causa de la perfidia del rey tuvo que subir Huss a la hoguera; desde entonces fue considerado Segismundo en Bohemia como un enemigo jurado de todas las aspiraciones reformadoras. Poco después de subir al trono, en marzo de 1420, exhortó el Papa Martín V a toda la cristiandad, en una bula especial, a una cruzada contra la herejía bohemia, y un ejército de 150.000 hombres de todos los rincones de Europa se puso en movimiento contra los husitas. La rebelión en el país se convirtió en llama devastadora. Calixtinos y taboristas, amenazados directamente por el mismo peligro, abandonaron por el momento sus divergencias internas y se agruparon rápidamente para la defensa común. Bajo la dirección del anciano Ziska, un guerrero experimentado, fue sangrientamente batido el primer ejército de los cruzados. Pero no por eso había terminado la lucha, pues el emperador y el Papa continuaron sus ataques contra la herejía bohemia; así se desarrolló una de las guerras más sanguinarias, conducida por ambos sectores con espantosa crueldad. Después de haber expulsado los husitas al enemigo del propio país, llevaron la guerra a los Estados vecinos, devastaron ciudades y aldeas y se convirtieron por su valentía irresistible en el terror de sus enemigos.

Doce años duró esa matanza, hasta que los husitas pusieron en fuga, en la batalla de Taus, al último ejército de los caballeros cruzados. El resultado de las negociaciones de paz, que terminaron en el concilio de Basilea, fue el concordato de Praga, que hizo a los husitas amplias concesiones en cuestiones de fe, pero que ante todo declaró la renuncia de la Iglesia a los bienes de que se había adueñado la nobleza checa. Así tuvo fin la guerra con el enemigo exterior, pero sólo para dejar lugar a la guerra civil en el interior. En las breves pausas que había permitido de cuando en cuando a los husitas la guerra contra el Papa yel emperador, las divergencias entre calixtinos y taboritas se encendieron de nuevo y llevaron repetidamente a sangrientos conflictos, con los cuales fueron bastante cercenados los derechos de la nobleza por sus opositores victoriosos. Por eso habían entablado los calixtinos repetidas veces negociaciones con el Papa y el emperador; y como debía ocurrir lógicamente, después del convenio de paz, en cuya realización habían participado, fueron socorridos en sus luchas contra los taboritas, con las mejores fuerzas, por sus anteriores enemigos. En mayo de 1434 se produjo entre ambos bandos una batalla sangrienta en Lipan, en la que murieron 13.000 taboritas, quedando su ejército totalmente aniquilado.

Así fue definitivamente batido también el movimiento del pueblo, y comenzó un duro período para la población pobre en la aldea y la ciudad. Ya entonces se evidenció que un movimiento popular revolucionario, cuando por culpa extraña o propia, es envuelto en una larga guerra, tiene que llegar por las circunstancias mismas al abandono de sus aspiraciones originarias, porque las exigencias militares absorben todas las fuerzas sociales y destruyen toda actuación creadora en el desenvolvimiento de nuevas instituciones. No sólo porque la guerra en general obra devastadoramente en la naturaleza humana, apelando continuamente a sus instintos más brutales y más crueles, sino porque la disciplina militar que exige, sofoca también todo impulso liberatorio en el pueblo y fomenta sistemáticamente aquella mentalidad de obediencia ciega que ha sido siempre el germen de toda reacción.

Eso lo hubieron de experimentar también los taboritas. Si sus adversarios, los profesores de la Universidad de Praga, les reprocharon que aspiraban a un estado de cosas donde ningún rey o soberano, y ningún súbdito, exista en la tierra, en donde cesen todos los tributos, y en donde nadie obligue a otros a hacer algo y todos vivan como hermanos y hermanos iguales, se iba a comprobar muy pronto que la guerra los distanció cada vez más de esos objetivos. No sólo porque sus jefes militares reprimían con violencia sanguinaria todas las corrientes libertarias en el movimiento, sino porque el espíritu nacionalista que los animaba, y que aumentó en el curso de aquellos días espantosos hasta el extremo, tuvo que apartarlos más y más de todas las consideraciones puramente humanas, sin las cuales no puede florecer nunca un verdadero movimiento revolucionario. Si uno se ha habituado al pensamiento de que todos los problemas de la vida social se pueden resolver por las armas, hay que llegar lógicamente al despotismo, aun cuando se dé a éste otro nombre y se oculte su verdadero carácter bajo algún otro lema engañoso. Así ocurrió en Tabor. El yugo de la servidumbre pesaba cada vez más sobre sus ciudadanos y aplastó el espíritu de que habían estado una vez animados. Así describe precisamente Peter Chelchicky, un temprano precursor de Tolstoi y uno de los pocos hombres interiormente libres de aquella época, que rechazaba tanto la Iglesia como el Estado, las terribles circunstancias en que había sumido al país la guerra sin fin, con estas conmovedoras palabras:

... posee uno en alguna parte una cueva de bandidos y comete violencias, robos y asesinatos, y sigue siendo siempre un servidor de Dios y no lleva en vano la espada. Y ciertamente es verdad que no la lleva en vano, sino más bien para toda injusticia, violencia, robo y opresión de los pobres esclavizados. Y así todas esas especies de señores han escindido al pueblo y han lanzado una parte contra la otra y cada cual azuza a sus gentes como si fuesen rebaños en la lucha contra los demás. Por toda esa suerte de amos han sido llevados ya todos los campesinos al asesinato, de tal manera que yendo armados, están prestos siempre para la lucha. Así se impregna todo amor fraternal con avidez de sangre, a fin de que mediante esa tensión surja fácil la lucha y se mate abundantemente a otros (4).

Un carácter particularísimo tuvo la Reforma en Suecia, donde el protestantismo fue impuesto de arriba abajo al pueblo por la joven dinastía que había fundado Gustavo Wasa, y en razón de consideraciones puramente políticas. Pues no fue en modo alguno el celo sagrado de la nueva doctrina de Dios lo que movió a Gustavo I a la ruptura con Roma; fueron más bien sus prosaicas razones políticas de dominio, unidas a perspectivas económicas muy evidentes, las que le incitaron a proceder como procedió. Debido a algunos gruesos errores del régimen papal fue aliviado considerablemente en su tarea.

Poco después de llegar al gobierno se había dirigido el rey al Papa en una carta muy humilde y le había rogado que nombrase nuevos obispos para Suecia, que se esmeren en favor de los derechos de la Iglesia, sin perjudicar los de la Corona. Especialmente deseaba Gustavo que confírmase el Papa al primado nombrado por la Corona, Johannis Magni, como arzobispo de Upsala, cuyo antecesor, Gustavus Trolle, fue anatematizado por el Riksdag como traidor al país por haber llamado al rey de Dinamarca, Cristián II, para derribar al regente Sten Sture. Gustavo hahía prometido al Papa comportarse como fiel hijo de la Iglesia, y creía que el Vaticano accedería a sus deseos. Pero el Papa, mal aconsejado por sus elementos de confianza, creyó que el gobierno de Gustavo no duraría mucho tiempo y exigió con inflexible severidad la reposición de Gustavus Trolle. Así se arrojaron los dados. El rey no pudo aceptar esa exigencia, aun cuando hubiera sido su intención evitar la ruptura abierta con Roma. Es verdad que la gran mayoría del pueblo sueco era católica y no quería saber nada de Lutero; pero menos todavía querían tolerar una nueva dominación de los daneses los libres campesinos suecos. La sangrienta tiranía del déspota Cristián II les había dado bastante motivo para pensar de ese modo. Por eso pudo atreverse el rey a la ruptura con el papismo, que había deseado seguramente en su fuero interno. Pero a pesar de que Suecia se había separado del Vaticano, el culto siguió siendo el mismo, aunque desde entonces el rey favoreció a los predicadores del protestantismo.

Lo que pretendía principalmente Gustavo era anexar a la Corona, bajo un pretexto cualquiera, los bienes de la Iglesia, que en Suecia era muy rica. Después de algunos ensayos cautos en esa dirección, que incitaron a la resistencia de sus propios obispos, dejó al fin caer la máscara de la imparcialidad y se declaró enemigo abierto de la Iglesia romana, para llevar a cabo sus planes políticos. Así suprimió en 1526 todas las imprentas católicas en el país y se incautó de los dos terceras partes de los ingresos eclesiásticos para liquidar de esa manera las deudas del Estado. Realmente no se habría atrevido a semejante decisión apoyado sólo en su propio poder; fue forzado a ceder una parte considerable de los bienes de la Iglesia a la nobleza, para agenciarse su amistad, pues los campesinos revelaban manifiesta hostilidad ante la llamada reforma eclesiástica, y condenaban, en particular, el robo de la propiedad de la Iglesia.

Esa actitud hostil de la población campesina colocó a la joven dinastía repentinamente en una situación muy peligrosa. Los campesinos suecos, que no habían conocido nunca, durante la Edad Media, la servidumbre, disponían de una fuerte influencia en el país. Fueron ellos los que eligieron a Gustavo Wasa como rey para contrarrestar las maquinaciones secretas del partido danés. Pero cuando el rey pretendió imponer al país una nueva creencia y recargó además a los campesinos con pesados tributos, se produjeron violentos encuentros entre la Corona y la población campesina. Desde 1526 a 1543 tuvo que combatir Gustavo no menos que contra seis rebeliones de campesinos, que si bien no tuvieron éxito, lograron evidentemente que el rey tuviera que frenar sus aspiraciones absolutistas de poder, cada vez más manifiestas.

Gustavo Wasa supo muy bien que su dinastía estaba ligada al protestantismo en vida o muerte. Por la expoliación de los bienes de la Iglesia y la ejecución pública de dos obispos católicos refractarios en Estocolmo, había roto todos los puentes tras sí y hubo de continuar su marcha adelante, por el mismo camino en que se había lanzado. Por ese motivo incitó en su testamento expresamente a sus sucesores a permanecer fieles a la nueva fe, porque sólo así podía ser conservada la dinastía.

Lo poco que apreciaba el pueblo al luteranismo se deduce del hecho que los campesinos amenazaban repetidamente marchar sobre Estocolmo para aniquilar esa Sodoma espiritual, como llamaban a la capital a causa de sus aspiraciones protestantes. Entre el rey y los dignatarios eclesiásticos se llegó después a violentos altercados acerca de nuevas confiscaciones de ingresos de la Iglesia, hasta que Gustavo suprimió poco a poco todos los derechos de la administración eclesiástica y sometió a ésta por entero al Estado. Precisamente la resistencia que encontró Gustavo Wasa con sus planes en el pueblo, obligóle a él y a sus sucesores a apoyarse cada vez más en la nobleza. Pero los nobles no prestaron su apoyo a la Corona gratuitamente, y así la realeza oprimió cada vez más a los campesinos en la servidumbre ante la nobleza, para tenerla satisfecha.

El protestantismo en Suecia, pues, fue desde el comienzo un asunto puramente dinástico impuesto sistemáticamente al pueblo. La opinión que sostiene que Gustavo Wasa se inclinó al protestantismo por convicción íntima, es tan superficial como la afirmación de que su futuro sucesor Gustavo Adolfo invadió Alemania, contrariado y contra la propia voluntad, para ayudar a sus perseguidos compañeros de fe. Por ese objetivo ni el rey de la nieve, como le llamaban sus enemigos, ni su inteligente canciller Oxenstierna, habrían movido un dedo. Lo que buscaba era la dominación ilimitada sobre el Mar del Norte, y con ese fin podía serle muy grata no importa qué piadosa mentira.

Dondequiera que el protestantismo adquirió alguna influencia, se manifestó fiel servidor del absolutismo naciente y concedió al Estado todos los derechos que había rehusado a la Iglesia romana. El calvinismo que en Francia, en Holanda, en Inglaterra, combatió al absolutismo, no constituye excepción a esa regla, pues en su esencia más íntima era todavía menos liberal que las otras tendencias protestantes. Si se levantó en esos países contra el absolutismo, lo hizo por razones que explican las condiciones especiales de la sociedad en ellos. Pero en su raíz era despótico hasta lo insoportable; intervenía más hondamente en el destino individual del hombre de lo que jamás había intentado hacer la Iglesia romana. Ninguna doctrina tenía tan profunda y consistente influencia en la vida personal del individuo; la conversión interior era uno de los postulados más importantes de la fe de Calvino, y se convirtió tanto, que nada quedó de sentido humano.

Calvino fue una de las más terribles personalidades en la historia, un Torquemada protestante, devoto de estrecha visión, que quería madurar a los hombres para el reino de Dios con el fuego y la tortura. Astuto y redomado, desprovisto de todo profundo sentimiento, oficiaba como un verdadero inquisidor sobre los supuestos pecados de sus semejantes, e implantó en Ginebra un verdadero régimen de terror. Ningún Papa poseía mayor poderío. El orden eclesiástico regulaba la vida de los ciudadanos desde el nacimiento a la muerte, haciéndoles sentir a cada paso que estaban cargados con la maldición del pecado original, que a la luz siniestra de la doctrina de la predestinación de Calvino había adquirido un carácter especialmente tenebroso. Toda pura alegría de la vida les era rehusada. El país entero debía parecerse a una celda de expiación, en la que sólo encontrasen refugio la conciencia interior de la culpa y la contrición. Ni siquiera en las bodas se permitía la música y el baile. En los espectáculos públicos sólo podían ser representadas piezas de contenido religioso. Una insoportable censura hacía que ningún escrito profano fuese impreso, especialmente novelas. Un ejército de espías invadió el pequeño país y no respetó ni el hogar ni la familia. Hasta las paredes tenían oídos; todo creyente era incitado a la delación y se sentía obligado a ser traidor. También en ese aspecto lleva la credulidad jurídica religiosa o política siempre a los mismos resultados.

Las prescripciones penales de Calvino eran una monstruosidad. La menor duda sobre los dogmas de la nueva Iglesia, si llegaba a oídos de los esbirros, era castigada con la muerte. A menudo sólo bastaba una sospecha para pronunciar una sentencia de muerte, especialmente cuando el inculpado, por una u otra razón, era malquisto por los poderosos. Una cantidad de contravenciones que antes se enmendaban con ligeras penas de prisión, fueron castigadas por el verdugo bajo el dominio del calvinismo. Hogueras, patíbulos y tormentos estuvieron siempre en funcones, en la Roma protestante, como a menudo fue llamada Ginebra. Las crónicas de aquel tiempo informan de espantosos horrores; entre ellos, la ejecución de un niño que había muerto a su madre, y el caso del verdugo ginebrino Jean Grandjat, obligado a cortar a su madre primero la mano derecha y luego a quemarla viva, por la presunción de haber esparcido la peste en el país, pertenecen a los más repulsivos. El más conocido es la ejecución del médico español Miguel Servet, que en 1553 fue quemado a fuego lento porque había dudado del dogma de la Santa Trinidad y de la doctrina de la predestinación de Calvino. La manera cobarde y emboscada como Calvino llevó a cabo la ejecución del desgraciado sabio, arroja una luz siniestra sobre el carácter de aquel hombre terrible, cuyo cruel fanatismo aparece tan funesto porque era espantosamente frío y tenía sus raíces fuera de todo sentimiento humano (5).

Pero como, a pesar de todo, la naturaleza humana no se deja extirpar del mundo, continuó ardiendo como brasa oculta, secretamente, y produjo aquella plañidera santidad aparente y aquella hipocresía repulsiva que son el rasgo característico del protestantismo en general y particularmente del puritanismo calvinista. La investigación histórica ha establecido también que, bajo la dominación del calvinismo, la corrupción moral y la podredumbre política prosperaron frondosamente y tuvieron una magnitud que no habían tenido nunca antes.

Se ha atribuído a menudo a Calvino, como mérito, que llevó a la administración política principios democráticos; es que se olvida que Ginebra no era un gran Estado monárquico, sino una pequeña República, y el reformador, por esa causa, tuvo que aceptar ciertas tradiciones democráticas. Pero sobre todo no hay que perder de vista que en un período tan fanático, en que los hombres habían perdido todo equilibrio interior, y en el que estaba ausente toda acción reflexiva, precisamente la democracia formal de Calvino debía servir para fortificar su poder, pues podla presentarla como voluntad del pueblo. En realidad, el oropel democrático de la política de Calvino no era más que una fachada engañosa que no debe extraviar el juicio sobre el carácter teacrático de su estatismo.

El protestantismo no fue, en modo alguno, la bandera de la independencia espiritual o la religión de la libertad de conciencia, como se le llamó frecuentemente. Era, en asuntos de fe, tan intolerante y tan inclinado a la persecución brutal de los que pensaban de otro modo como el catolicismo. Sólo había contribuido a traspasar el principio de autoridad del dominio religioso al político y despertó de ese modo el césaro-papismo, en una nueva forma, a nueva vida; era en muchas cosas más sectario y espiritualmente más limitado que la vieja Iglesia, cuya rica experiencia, conocimiento del hombre y cultura espiritual faltaban por completo a sus principales representantes. Si su mania persecutoria causó menos víctimas que la intolerancia de la Iglesia papal, fue sólo porque su campo de acción se limitó a un dominio mucho más reducido y no puede por eso compararse con la otra.

La ciencia naciente encontraba tanta hostilidad en el protestantismo como en la Iglesia católica. Su antagonismo contra la investigación científica se dejó sentir a menudo con más vigor aún, pues la credulidad en la letra desfiguró toda perspectiva más libre. La traducción de la Biblia en los diversos idiomas nacionales llevó a un resultado singularísimo. Los grandes cimentadores de la doctrina protestante no consideraban la Biblia como libro o como una colección de libros pensados y escritos por hombres, sino como la palabra revelada de Dios. Por eso fue para ellos infalible la Santa escritura. Interpretaban todos los acontecimientos según el contenido de la Biblia y condenaban todo conocimiento que no coincidiera con el texto de las Escrituras. Así, para los adeptos de la nueva Iglesia, la letra lo fue todo, el espíritu nada. Encerraron la razón en la celda de un inerte fetichismo de la letra y fueron inaccesibles a todo pensamiento científico. No en vano había llamado Lutero a la razón la prostituta del diablo. Su juicio sobre Copérnico es un ejemplo típico de pensamiento protestante. Calificó al gran sabio de loco y liquidó su nueva visión del mundo diciendo que en la Biblia está escrito que Josué ha ordenado al Sol, y no a la Tierra, que se detuviera.

Por lo demás, esa credulidad religiosa es la precursora inmediata de aquella creencia política en los milagros que jura sobre la letra de la ley, y que fue tan fatal lógicamente como la ciega creencia en la palabra escrita de Dios.

Esa dependencia espiritual, que responde a la esencia del protestantismo, fue también la que movió a los humanistas, que habían visto con agrado la Reforma al principio, en los países nórdicos, a apartarse de ella, después de comprobar el celo persecutorio sectario y la esclavitud espiritual que se habían atrincherado en ese movimiento. No fue indecisión ni medrosidad exagerada lo que influyó en su actitud; fueron la incultura espiritual, la chatura del sentimiento las que distanciaron a los representantes del humanismo de las aspiraciones de los protestantes; ante todo, su limitación nacional, que rompió el lazo cultural y moral que había unido hasta entonces a los pueblos de Europa.

Pero además estaban, frente a frente, dos modalidades especiales de pensamiento, que no podían tener entre sí ningún punto interior de contacto. Cuando Erasmo de Rotterdam exigió a la opinión que le mencionase los hombres que en el luteranismo habían hecho progresos de importancia en la ciencia, esa pregunta tenía que quedar eternamente incontestada por la mayor parte de sus adversarios protestantes, pues sólo esperaban encontrar el camino único de todo conocimiento en la palabra escrita de la Biblia y no en la ciencia. Por eso iluminó tanto más la pregunta de Erasmo la magnitud de la distancia que existía entre las dos tendencias.


Notas

(1) Carl Vogt: Peter Chelchiky. Ein Prophet au der Wende der Zeiten, pág. 48. Zurich-Leipzig, 1926.

(2) Calixtinos, del latín calix, cáliz; utraquistas, del latín sub utraque specie, porque tomaban la comunión en dos formas y no sólo se hacían alcanzar por los sacerdotes el pan, sino también el vino; por eso el cáliz fue también el signo de los husltas. Propiamente esa costumbre no procede de Huss, sino de Jakob von Mies, llamado también Jakobellus.

(3) Taboritas, porque habían dado el nombre bíblico de Tabor a un lugar, en las proximidades de Praga, sobre una colina. Tabor siguió siendo, hasta la decadencia de los taboritas, el centro espiritual del movimiento, y sus habitantes vivían en una especie de comunidad de bienes que se podría calificar como comunismo de guerra.

(4) Peter Chelchicky: Das Netz des Glaubens, pág. 145, traducido del viejo checo por el doctor Carl Vogl; Dachau-Munich, 1925.

(5) El historiador ginebrino J. B. Galiffe ha recogido en sus dos escritos Quelques pages d'histoire exacte y Nouvelles pages, una gran cantidad de material de viejas crónicas, informes de procesos, etc., que descubren un cuadro horroroso de las condiciones ginebrinas de entonces.

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