Chantal López y Omar Cortés
(Compiladores)

TRES MOMENTOS

Primera edición cibernética, febrero del 2011

Captura, diseño y selección, Chantal López y Omar Cortés

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INDICE


Presentación de Chantal López y Omar Cortés.

El individualismo stirneriano en el movimiento anarquico de Luigi Fabbri.

Los anarquistas de Sebastian Faure.
¿Quienes somos?
Lo que queremos.
Comienzo.
Primera consecuencia.
Segunda consecuencia.
Tercera consecuencia.
Cuarta consecuencia.
Nuestra revolución.
¡Bienestar y libertad!

Eróstrato de Jean Paul Sarte.


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PRESENTACIÓN


En el tortuoso, laberíntico e intrincado camino que los anarquistas han debido recorrer y recorren en su proceso de desarrollo, ha habido momentos culminantes que, de una u otra manera los han impactado con dureza.

El presente escrito pretende exponer tres de esos momentos que por supuesto consideramos claves en el desarrollo del anarquismo.

El primero, abordado en el ensayo de Luigi Fabbri (1877-1935) escrito a finales de la primera década del siglo XX, en el cual vehementemente señala la presencia de un, para él, movimiento desviacionista cuyas consecuencias prevée nefastas para el ulterior desarrollo del movimiento anarquista no sólo en Italia, de donde es originario, sino en el mundo entero. Fabbri llama a luchar, ideológicamente, contra ese desviacionismo. Quizá a algunos parézcales exagerada su tan apasionada reacción e incluso puede ser que haya quienes vean, además, que el asunto no era para tanto, que la influencia stirneriana no mellaba seriamente al movimiento anarquista en sí. Sin embargo Fabbri, en el ensayo que aquí incluimos, El individualismo stirneriano en el movimiento anárquico, y que publicamos en 1973 en una colección intitulada Diario de campaña, es categórico condenando enérgicamente la labor de zapa realizada en el seno del anarquismo por los seguidores de Stirner, Nietszche, Ibsen, Tucker y demás personajes afines a la teoría del único, ya que ésta traería inevitablemente consecuencias negativas para el desarrollo del anarquismo en el mundo entero.

Para él, la manifestación de ese movimiento desviacionista era notorísima en el llamado ilegalismo ácrata, esto es, el conjunto de acciones personales violentas que se manifestaban en atentados de diversa índole, por los cuales se pretendía propagar la idea del soberanismo individualista, como motor rector de la conducta anarquista.

La época en que esa concepción del soberanismo individualista adquiriría resonancia mayúscula a raíz de los atentados contra la vida de varios jefes de Estado, se ubica en las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. Ello constituyó, en nuestra opinión, la lógica y entendible, aunque no justificable, reacción de las corrientes radicales libertarias ante el trágico desenlace de la Comuna de París. Esa desesperación, ese sentirse perdido, ese no saber qué hacer, conllevó a algunos anarquistas a manifestarse por medio de momentáneos exabruptos. No puede entenderse de otra manera la virulencia del discurso de un Kropotkin arengando a compañeras y compañeros, en su intervención en el Congreso de Londres, con aquella frase que a muchos ha de haber marcado, de que tanto el voto, el puñal, el revólver, al igual que la dinamita eran herramientas aceptables para los anarquistas en su lucha contra las fuerzas dominantes.

Así, a finales del siglo XIX fue cuando divulgose la imagen del anarquista como un individuo que prácticamente se comía crudos a los niños. Un ser violento, vengativo, ruín, que no tiene más oficio ni beneficio que el andar metido en complots, lanzando bombas o asesinando personas, en fin un ser malévolo.

Por supuesto que tal imagen no podía favorecer un real interés hacia esa corriente político-social de aquel entonces pero, y de aquí la importancia de ese momento, muchísima mayor sería su negativa influencia en el anarquismo del mañana, esto es, del hoy que ahora vivimos, y en ello ni duda cabía que Luigi Fabbri tenía sobrada razón.

Esa negativa imagen de inmediato produciría el rechazo de la población. Fabbri fue quizá uno de los pocos anarquistas que puso la atención debida a este asunto, y para muestra baste señalar su notable ensayo Influencias burguesas sobre el anarquismo (1).

Con todo y que en aquel momento los anarquistas italianos mostraban al mundo que no era poca su presencia entre la población laboral italiana, bien puede afirmarse que Fabbri perdió la batalla; que su denodada lucha ideológica en contra del desviacionismo representado en la concepción del ilegalismo y el soberanismo individualista, no tuvo los alcances por él deseados, y que ese virus desviacionista no tardaría en infectar al movimiento ácrata en su conjunto, adentrándose en las diversas corrientes y tendencias que le conformaban y adquiriendo plena residencia, cuando, quizá alentado por la desesperación de la militancia, comienzan sus tesis a ser parcialmente aceptadas e incluso divulgadas por corrientes del anarquismo que, en teoría, deberían rechazarlas, pero que en la práctica, por X o Z razones, eran poco a poco aceptadas.

En conclusión podemos señalar que aunque Fabbri haya perdido su batalla, la experiencia que su combate ideológico dejó, puede muy bien ser recogida, cuando las circunstancias lo ameriten, para servir de base en reflexiones y análisis.

Otro momento es el que enfrentaría Sébastien Faure (1858-1942) en su ensayo Los anarquistas, escrito en 1925. Lo publicamos hace casi treinta y ocho años en la colección Diario de campaña, y ahora recurrimos a este trabajo para ejemplificar el desesperado intento de quien fuera el principal animador de la Enciclopedia anarquista, y uno de los más destacados partidarios de la corriente del sintesismo anarquista, elaborada por Volin, ante el peligro que en su opinión representaba la corriente plataformista divulgada por Makhno y Archinoff a través del documento, expedido en 1925, intitulado Plataforma organizativa de los Comunistas Libertarios.

Percatándose Faure de que la idea del anarquista como un individuo violento y vengativo se esparcía entre la población, y ante la falta de claridad de las personas alejadas del mundo de la política, pretende realizar una labor de divulgación sobre el anarquismo.

Por desgracia para Faure, tocóle tiempos verdaderamente difíciles para que su empresa pudiese verse coronada por el éxito. El anarquismo, principalmente el europeo, enfrentaba serias contingencias provocadas tanto por el ascenso del comunismo marxista al haberse anotado un home run con el entronamiento de la tendencia bolchevique en Rusia, como por la desesperada respuesta que los anarquistas rusos, exiliados precisamente en Francia, realizaban con su propuesta plataformista para intentar salvar lo salvable del anarquismo en cuanto opción real de cara a los movimientos revolucionarios, y como frente a la tendencia de los plataformistas encabezada por Makhno y Archinoff no tardó mucho en emerger la respuesta del sintesismo ácrata propuesta por Volin, el anarquismo galo vióse inmerso en una tremebunda polémica, en una lucha ideológica interna que impactó prácticamente todos los rincones del quehacer libertario, quedando relegada, a consecuencia de las circunstancias, la labor de divulgación de Faure.

Así, sus alegatos pasarían desapercibidos ante el griterio de los plataformistas y de los sintesistas. Ello, sin duda, fue lamentable porque si lo que buscaba Faure era proporcionar claridad al anarquismo, el momento no era el propicio para hacerlo, porque los anarquistas debatíanse entre la desesperación, la impotencia y la confusión que la victoria en Rusia de la corriente comunista de tendencia marxista y por ende la derrota de la corriente anarquista, había generado. Los gritos y sombrerazos, las mentadas y las rechiflas, los dimes y los diretes, tal era lo que constituía la cacofonía por la que atravesaba el movimiento libertario en Francia, y ante esa realidad la meritoria labor de Faure sería desoída.

Ahora bien, si en aquel entonces, mediados de la segunda década del siglo XX, el intento de Sébastien Faure naufragó en un agitadísimo mar de pasiones, ello no quiere decir que en otros momentos no pueda retomarse esa experiencia para reflexionar y analizar posibilidades.

Finalmente, Jean Paul Sartre (1905-1980), el filósofo francés, principal exponente de una de las corrientes del pensamiento existencialista, escribe, a finales de la tercera década del siglo XX, una novela corta que intitula Eróstrato, y en la cual el personaje central se sueña, se ve, se imagina como un anarquista atentando contra el Zar, representando con ello el triunfo de la imagen del anarquista, como un individuo violento y vengativo, tejida desde finales del siglo XIX, y para cuyo diseño tuvo su importancia el enaltecimiento que no pocos literatos hicieron divulgando esos actos heróicos esas, para ellos, majestuosas manifestaciones artísticas contenidas en tales atentados.

Tenemos entonces que el afamado Sartre hacíase eco, consciente o inconscientemente, de esa imagen distorcionada, caricaturezca e infantiloide del anarquista. Y por supuesto, la influencia de su novela abarcaría muchísimas más personas que los intentos de Fabbri y de Faure para clarificar conceptos y tendencias.

Estos tres momentos no se encuentran muy alejados en el tiempo, pertenecen, a una época determinada y tienen un hilo conductor que los une, que los cohesiona. En pocas palabras, vienen siendo tres experiencias de las cuales existe la posibilidad de extraer conocimientos que puedan ser de utilidad en reflexiones y análisis ante coyunturas similares.

Febrero del 2011
Chantal López y Omar Cortés


Notas

(1) Véase Fabbri, Luigi, Influencias burguesas sobre el anarquismo, Biblioteca Virtual Antorcha, México, Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés, Primera edición cibernética, abril del 2003.

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EL INDIVIDUALISMO STIRNERIANO EN EL MOVIMIENTO ANÁRQUICO

Una prueba de la seriedad y de la fuerza de una doctrina, es el hecho de que surjan junto a ella o se desprendan de su tronco otras doctrinas más o menos duraderas, que tengan en común con ella el reconocimiento de una verdad o bien un punto de partida del que una y otra sacan conclusiones y deducciones diversas.

Las doctrinas que conciernen a las multitudes, especialmente, y que tienen un fin social, político o religioso, suscitan siempre herejes, los cuales tanto pueden ser reformadores y perfeccionadores de la doctrina madre, como corruptores. Sucede casi siempre que en el primer caso la herejía vence a la doctrina y la sustituye convirtiéndose a su vez en doctrina, en tanto que, en el segundo caso, o la nueva causa se atrofia y se deseca pronto, o lleva una vida mísera al lado del tronco de donde deriva, el cual sigue creciendo y viviendo independientemente.

Algo semejante ha ocurrido con la doctrina anarquista, que hoy cuenta con no pocas derivaciones y ramificaciones de sus teorías, las cuales se unen a ella en cuanto a lo que constituye su característica necesaria en toda doctrina anárquica: la negociación del principio de autoridad y de toda coacción violenta del hombre sobre el hombre. Observando la diversa interpretación que cada teoría hace de este principio negativo, se advierte que en todas la autoridad es más o menos negada, y que varía el método de combate de cada una, como varían las otras ideas que cada una adiciona a la idea madre. Pero esta idea continúa siendo el punto de partida común, ya sea para las argumentaciones teóricas, ora para la acción práctica que cada uno hace que se origine de su teoría particular.

Históricamente, la anarquía -y así es como es aceptada por la mayoría de los anarquistas, aunque sea ideológicamente- es una doctrina socialista.

El socialismo, después del periodo embrionario de su formación, que comprende todo el ciclo de los socialistas aprioristas y utopistas -Babeuf, Fourier, Saint Simón, Owen- se hace positivista, encuentra su camino a través de las tentativas de Proudhon, asume forma y lenguaje científico con Marx, hasta que, con las revoluciones políticas de la mitad del siglo XIX y de después de la Comuna de París, llega a su madurez, y se divide en las dos tendencias que contenía en sí desde el principio: la autoritaria y la libertaria.

El socialismo anárquico se personifica en cierto modo en Fourier, como el socialismo autoritario en Saint Simón. Las dos tendencias no se manifestaron, sin embargo, mientras que el socialismo no hubo adquirido un cierto grado de expansión y en tanto que éste no había tenido su necesaria elaboración. La cuestión económica tenía unidas antes a ambas tendencias e impedía que se manifestaran por la necesidad imperiosa y absorbente de afirmar con unanimidad de intentos lo que ciertamente fue la conquista social más importante del siglo XIX: el principio de la socialización de la propiedad; es decir, la afirmación del derecho proletario frente a la burguesía.

La Asociación Internacional de Trabajadores hizo esta declaración de guerra en 1864; fue su intérprete el Manifiesto comunista de Marx y Engels. La Comuna de París, en 1871, fue la vulgarización heróica -sublime propaganda por el hecho- de la idea socialista.

Después de 1871, en el seno de la Internacional, que ya había conquistado para el socialismo el derecho de ciudadanía entre las ciencias económicas y sociales, en los Congresos memorables, que fueron verdaderamente laboratorios de ideas, el problema de la libertad se hizo sentir más fuertemente, y se produjo la división, ya que se había hecho imposible la permanencia en el mismo hogar de las dos tendencias ya adultas y opuestas. Miguel Bakunin y Carlos Marx, dos colosos, sintetizaban la contienda de ideas y de métodos entre el socialismo autoritario y el socialismo libertario o anárquico.

Desde entonces los dos socialismos caminaron separados, cada cual por su camino, ayudándose a veces como aliados, combatiéndose rudamente con más frecuencia, pretendiendo cada uno para sí la posesión de la verdad y el secreto de la Revolución Social.

No es el caso examinar aquí cuál de los dos tenía mayor razón.

La primera manifestación de la anarquía, por consiguiente, fue socialista. El mismo Proudhon que, puede decirse, tenía un pie en el movimiento utópico y otro en el que hoy suele llamarse científico, no separó nunca su concepto anárquico de la organización social del concepto socialista de la negación de la propiedad individual.

¡La propiedad es un robo! Esta es la verdad, dicha en tono de paradoja, lanzada ya durante la tormenta de la revolución francesa por Brissot, fue Proudhon quien la volvió a afirmar por cuenta propia, y quien la hizo popular.

Miguel Bakunin, que no tiene las incoherencias de Proudhon, y que fue el primero en presentar la teoría anarquista como un conjunto orgánico, fue anto todo socialista. A él se debe, y a sus amigos, la vulgarización del socialismo en la Europa meridional. Aunque de una manera más radical que Marx, predicó la socialización de la propiedad, hecho al que daba la mayor importancia. En sus opúsculos, libros y artículos, se habla señaladamente de socialismo, de propiedad colectiva; y raramente se encuentra en ellos la palabra anarquía. Socialista en economía, hasta ser en cierto modo marxista, estaba en desacuerdo con los marxistas respecto a la forma de organización política de la futura sociedad colectivista y, mientras tanto, también en la organización de las fuerzas socialistas en lucha, y en los métodos.

Por mucho tiempo en la Europa latina, hasta tanto que no apareció el Partido Social Democrático, los anarquistas que se mostraban tales en la predicación de propaganda, se llamaban sencillamente socialistas. Carlos Cafiero, anarquista, fue el primero en vulgarizar en Italia El Capital de Marx. Un folleto de Enrique Malatesta, Entre campesinos, el mejor folleto de propaganda anarquista que se ha escrito sin ningún género de duda, salió la primera vez con el subtítulo: propaganda socialista. Y ese folleto no es sino una crítica de la organización individualista de la propiedad, crítica tan socialista, que Camilo Pampolini hizo una edición, purgada de las frases demasiado anárquicas y revolucionarias, para uso de la propaganda social-demócrata.

Toda la sociología anárquica, hasta hace poco, estuvo impregnada de marxismo, de sus errores tanto como de sus verdades, y acaso no haya habido marxistas más coherentes con la doctrina del maestro, que los anarquistas, los cuales deben algunos conceptos disolventes -abandonados hoy por la mayoría- precisamente a las ideas revolucionarias de Marx.

La idea de la libertad individual, de la autonomía de los individuos, de los grupos, de las asociaciones y de las comunas en la federación internacional de los pueblos, no se ha separado nunca en la doctrina de los anarquistas militantes del principio de la solidaridad, del apoyo mutuo, de la cooperación -como, de modo bien claro, lo dicen las mismas palabras grupos, asociaciones, federaciones, etc.- y ha conservado siempre el significado eminentemente socialista que le atribuía Bakunin, cuando en oposición a la centralización de los poderes, querida por Marx, hablaba de federación.

Bakunin fue, en efecto -con la debidas diferencias-, para el socialismo, lo que en Italia fue Carlo Catbanco para el republicanismo. Como los unitarios no pueden negar que fuese republicano Catbanco, asi los socialistas no pueden negar -y tampoco pueden negarlo los individualistas- que fuese socialista el anarquista Bakunin.

El anarquismo de Bakunin ha sufrido cierta evolución con el tiempo. Elaborado mejor, ha ido haciéndose cada vez más racional y científico. Pero no ha perdido nunca su carácter socialista. Antes bien, por decirlo así, se ha perfeccionado haciéndose aun más socialista, al convertirse de colectivista en comunista. En los últimos congresos de la Internacional fue cuando Pedro Kropotkin, Carlo Cafiero, Eliseo Reclús y otros, hablaron del comunismo anarquista, y cuando el anarquismo fue aceptado con este nuevo nombre. Los mismos social-demócratas admiten que el comunismo es una forma más avanzada de socialismo que el colectivismo. ¿No era Carlos Marx comunista?

Yo creo que los anarquistas han sido demasiado, demasiado dogmáticos en el sostenimiento del comunismo. A mi juicio, lo primero en que se debía pensar es en que lo más importante de todo, sin duda, consiste en asegurar la libertad, al proletariado, de constituir a su modo la propiedad al día siguiente de la revolución, después de haberla arrancado del monopolio capitalista. Yo soy comunista, pero pienso que no se debe ser demasiado exclusivista en esta teoría acerca de la manera de organizar la sociedad; sobre el modo de socializarla. Lo importante es poderla socializar -y esto es socialismo- y socializarla a nuestro modo -y esto es la anarquía.

Por esta razón muchos anarquistas prefieren llamarse, actualmente, siendo comunistas, socialistas-anarquistas.

Hasta 1890, no había ningún anarquista que concibiese la anarquía diversamente de una especial estructura de organización socialista. La libertad de un ciudadano comienza donde concluye la libertad de otro ciudadano, afirmaba Kropotkin en el proceso de Lyon, en 1882. Y el sabelasiano haz lo que quieras, era entendido siempre en el sentido más altruista, en el sentido de la libertad propia completada por la libertad ajena, del bienestar ajeno necesario para el bienestar propio, en una palabra, en el sentido de la solidaridad.

Solamente después de 1891 se manifestó en el modo anárquico el individualismo, infiltrándose en él de una manera que casi podría llamarse clandestina, pero sin lograr conquistar, por de pronto, nada más que algunas individualidades aisladas y no consiguiendo, en modo alguno, ser aceptado, ni por la ciencia sociológica, ni por la inteligencia ya clara de las masas.

Max Stirner fue desenterrado de las bibliotecas polvorientas; este filósofo paradójico volvió a leerse con cierta avidez y obtuvo los honores de ser elogiado por los más grandes ingenios; especialmente parte de los artistas y literatos encontraron interpretada por él la rebelión contra los dogmas viejos y contra la tiranía de la moderna sociedad de gansos y de serpientes, en donde sus aspiraciones encuentran multitudes de obstáculos. Pero todo esto, en lugar de suscitar en ellos el deseo humano de trasformar dicha sociedad, suscitó el deseo individualista, egoista, de olvidarse de ella o despreciarla desde lo alto de sus fantasías literarias o artísticas.

¡Quién sabe si en tal deseo no apunta inconscientemente otro de dominación y de privilegio; una tendencia a substituir a la tiranía del Estado con la tiranía de los intelectuales!

La preocupación máxima del yo, que no va acompañada del sentimiento de solidaridad, hace que los anarquistas socialistas desconfiemos de ciertos intelectualismos; nosotros que somos la masa y que no queremos sobre nosotros ninguna tiranía.

Justificada o no esta desconfianza, comprobamos de todos modos esto: que hasta ayer el individualismo stirneriano era desconocido de los anarquistas. Con esto se ve, desde luego, que queda descartada la paternidad de Max Stirner sobre el movimiento anarquista contemporáneo, paternidad afirmada, pero no demostrada, por Jorge Plechanov, por Ettore Zoccoli y por otros.

Examinemos ahora cuál es, en nuestros días, la influencia de Max Stirner en el seno del anarquismo, influencia que se ha elaborado posteriormente, y veamos así de modo más claro la equivocación -de buena o mala fe, no importa- en que han incurrido los que no ven en la anarquía sino el triunfo del individualismo, la exageración, para decirlo como Felipe Turatti, del individualismo burgués.

Y veamos también qué lazos tiene la teoría stirneriana con la que informa el movimiento anarquista. Porque en muchas partes una teoría parece ligarse con la otra, cuando, en realidad, son por extremo contradictorias. Y veamos, asimismo, en fin, por qué y cómo son contradictorias.

Los anarquistas, en el completo significado de la palabra, es decir, todos cuantos combaten la triple manifestación de la autoridad coercitiva, representada en la personalidad del sacerdote, del patrón y del gobernante, llegan muchas veces a estar de común acuerdo con otros hombres que, sin aprobar el concepto negativo del anarquismo, ven en este aspecto de él un arma excelente para su defensa, defensa que puede convertirse muy fácilmente en ofensa contra aquella manifestación de la autoridad que, en determinado momento, más les ofende.

Así, en Francia, cuando el asunto Dreyfus, los anticlericales hallaron en los anarquistas una ayuda formidable, que decidió la victoria en la lucha contra los clericales, como así mismo la de los antimilitaristas contra el militarismo. En la obra de la organización obrera y de resistencia contra el capitalismo, los anarquistas van con mucha frecuencia unidos con los socialistas; son ejemplos de ello los casos en que se trata de luchar contra la arbitrariedad gubernativa o de obtener mayor suma de libertades políticas. En ambos casos estan los anarquistas en la necesidad de asociarse, no sólo con los socialistas, sino también con los republicanos.

La rebelión de los anarquistas, la rebelión que pretende demoler los fundamentos de las instituciones sociales, en las que está actualmente basada la sociedad; ataca lógicamente también, en el campo intelectual, artístico y moral, sin respeto alguno, aquellos sagrados principios que a medida que fueron formándose fueron elaborando como una corteza defensora alrededor de las instituciones burguesas y autoritarias.

En esta lucha, señaladamente de orden moral, en la parte demoledora y no en la constructiva, los anarquistas tienen por aliados a los inividualistas afirmaríamos (Digo individualistas stirnerianos pero incluyo también a otros del mismo matiz que se llaman discíplulos de Nietzsche y de otras escuelas parecidas), aliados que son, podemos decirlo, formidables, de puño de acero, a cuyo ardor ideológico se deben, quizá, las denominaciones que les hacen aparecer como verdaderos y auténticos anarquistas, especialmente a los ojos de quien ve a los anarquistas más bien como nihilistas, como destructores -violentos o no- sin parar mientes en su idealismo, en su aspecto reconstructor.

El stirneriano no se preocupa de la reconstrucción. Se siente obrero, abrumado por un cúmulo de instituciones exóticas, por una avalancha de prejuicios, de hábitos y conveniencias, de las que quiere liberarse proclamando el derecho que tiene el individuo a no ser sacrificado por la comunidad, que es lo que actualmente constituye el medio en que se desarrolla la acción general. Quiere tener derecho a la explicación del propio pensamiento, de sus facultades, y a gozar de la vida con toda la fuerza conservada en su cerebro y en sus músculos.

Por esta razón, con crítica audaz, combate todas las instituciones que contrarían cualquiera de sus derechos. Hasta aquí estamos de acuerdo, ya que también nosotros, los anarquistas, reivindicamos para el individuo los mismos derechos y, por consecuencia, combatimos iguales instituciones.

Sin embargo, el individualista se empeña en no salir de la consideración de su yo, diciendo:

Nadie se resigne, y cuando todos hagan lo que yo, todos serán libres.

Quiere libertarse a sí mismo, pero no se preocupa de los otros, sino en cuanto estos limitan o pueden limitar su derecho. Debido a este motivo, las tres cuartas partes del problema social escapan a su penetración, sucediendo que, de premisas así limitadas, pueden derivarse consecuencias ampliamente absurdas y contradictorias, las más revolucionarias a veces, ciertamente, pero también otras las más conservadoras, y éstas, con mucha más frecuencia.

Emilio Henry, en nombre de la soberanía del individuo, y para afirmar su derecho contra la opresión burguesa, echa una bomba en el café -aunque verdaderamente bajo la corteza del individualista, un alma sentía intensamente la solidaridad-. Pero también en nombre de la soberanía individual podía Nerón incendiar Roma para dar a su yo la satisfacción de gozar desde lo alto de una torre el espectáculo inhumano de una ciudad ardiendo; semejanza ésta algo excesiva, aunque no falta literato de la expresada tendencia individualista que ha tratado de hacer simpático a Nerón por aquel capricho.

El anarquista es individualista en cuanto se preocupa de la libertad individual propia y de la ajena, viendo en esta última una garantía y una ayuda para la suya.

En mi opinión, olvidar esto es lo que aleja de la lógica a los stirnerianos, que vanamente piensan en la liberación propia, sin preocuparse de la de toda la humanidad. La humanidad, que para ellos es una abstracción nociva, es, sin embargo, el ambiente en que deben vivir y al que no pueden substraerse, supuesto que uno no puede ser libre en un pueblo de esclavos, so pena de ser un tirano.

Tampoco pueden hacer abstracción de la colectividad que les rodea porque, para demoler las formidables instituciones que cohiben la conciencia y las acciones humanas, no bastan los libros de filosofía ni la intensa rebelión individual, sino que se necesita el esfuerzo organizado y simultáneo de la multitud, guiada por un acuerdo común.

Los socialistas-anarquistas conciben la revolución social como una guerra contra las instituciones autoritarias y burguesas, de una multitud -aunque esta multitud sea una minoría en comparación de los vacilantes, los ignorantes y los pasivos- compuesta de individualidades pensantes, ligadas voluntariamente por el estrecho y cordial vínculo de la solidaridad, único vínculo libertario.

Los individualistas stirnerianos, no todos, debe decirse, combaten el principio de solidaridad. Pero todos están de acuerdo en aplazarlo indefinidamente, lo cual significa aplazar las cuestiones sociales en todos sus aspectos políticos y especialmente económicos.

Desconocen también uno de los aspectos más importantes de la vida humana, sin el cual no hay humanidad posible, ni siquiera existencia individual. Desconocen que solidaridad e individualismo son dos fuerzas de evolución que, para la sociedad, son lo que las fuerzas centrífuga y centrípeta para el Cosmos. Un stirneriano viene a ser como un aficionado a la física que en sus investigaciones atendiese únicamente a la fuerza centrípeta. Del mismo modo, un socialista de Estado, resulta ser como otro aficionado igual, pero que atendiera solamente a la fuerza centrífuga.

Contrariamente a ambos, el socialista-anarquista no prescinde de ninguna de las dos fuerzas; busca el equilibrio entre ellas y lo encuentra -o al menos cree encontrarlo- en la anarquía: un estado de cosas en que la libertad individual está completada por la libertad de todos, de modo que el aislamiento es el mayor obstáculo a la libertad.

El hombre aislado es el más fuerte, dice Ibsen; -este dicho paradójico se ha repetido tantas veces que hoy parecerá paradoja decir lo que yo sostengo: que el hombre aislado es más débil que el asociado. Digo asociado; no se interprete disciplinado.

El hombre aislado es el más débil y el menos libre; porque si es verdad que la necesidad desenvolverá en él las cualidades superiores a los que forman el término medio, éstas resultaran siempre impotentes para vencer las dificultades y los obstáculos del ambiente, aunque sean naturales, los cuales serán vencidos fácilmente por los hombres normalmente asociados.

Un hombre que viviese solo, aunque fuese fuerte como un orangután e inteligente como Dante, sería siempre menos libre que un niño viviendo en medio de la sociedad, supuesto que la libertad consiste, substancialmente, en la posibilidad de hacer lo que se quiere y se necesita.

Alguien dirá que estoy tratando cuestiones demasiado sabidas, supuesto que cuando niños nos enseñaron la fábula del hacecillo, que se rompe facilmente solo y se hace fuerte unido a los otros.

Es verdad. Pero la especulación filosófica, desbocada por los campos yermos de la abstracción y de la paradoja, se ha acostumbrado a desnaturalizar y a despreciar las verdades más elementales. No es malo, pues, salir al paso de esa desnaturalización tanto más cuanto esto se hace a cada paso más necesario para impedir que se propague y se infiltre entre muchos que acostumbran a practicar aquellas verdades elementales en su lucha cotidiana por el derecho.

Sin embargo, la paradoja stirneriana, si lo es cuando se saca la consecuencia del aislamiento individual, deja de serlo cuando se la considera como el triunfo del más fuerte en la sociedad; un triunfo obtenido más allá del bien y del mal, como diría un partidario de Nietzsche, o, en lengua vulgar, más allá de todas las consideraciones morales y de justicia: el individuo que satisface su propio yo sin preocuparse de los demás, y aunque sea en perjuicio de los demás.

Esto no es una paradoja, es la lucha por la vida, como la entienden los antiguos darwinistas; es el combate con los dientes y con las uñas entre hombre y hombre, entre hermano y hermano; es la aplicación práctica de aquella ley, introducida hoy en la vida social. Antes, vencía el despotismo político; ahora, son los déspotas economistas los que triunfan; entonces y ahora, el individuo más fuerte venció y vence.

Ciertamente, son más antipáticos los vencedores actuales que los de la antigüedad, porque el elemento, la fuerza que los conduce y les hace desear la victoria, no es ya la ilusión religiosa que hacía caballeros errantes y que realizaba las cruzadas, no es ya brillante y caballeresco prejuicio de nobleza; la lucha actual es por una sola cosa estúpida y brutal sin sombra de aspiración ni de ideal: el dinero; el dinero, que lo ensucia todo, que se impone a todo, que hace inteligente al idiota que lo posee, fuerte al más vil; que mata toda inspiración imponiéndose o imponiendo la mediocridad, mezclándose hasta en las actividades en que menos voz debiera tener: en la artística y en la literaria.

Entre artistas y literatos es donde se encuentra mayor número de individualistas, y están en su perfectísimo derecho cuando contraponen el propio yo genial, la propia superioridad individual a toda la sociedad moderna, encenegada en el fango de la vulgaridad, a una mayoría que, debido a la imbécil organización social, no puede ascender su capacidad comprensiva hasta ciertos conceptos artísticos, hasta ciertos refinamientos literarios. La rebelión íntima y consciente, en nombre de la propia individualidad intelectual, es un coeficiente revolucionario imperecedero. La crítica corrosiva contra las instituciones que hay en los trabajos de Paul Adam, en las novelas de Mirbeau, en los opúsculos, cada uno de ellos una obra maestra, de León Tolstoi -un individualista a pesar suyo y de su monomanía mística-, son, sin ningún género de duda, para la sociedad moderna, lo que las comedias satíricas de Beaumarchais eran en 1789: preludio de la Revolución; el crujido del edificio social próximo a la ruina.

Y para que no se cometa el error gravísimo de confundir a la mayoría de la sociedad con el pueblo propiamente dicho, y que caiga sobre éste el desprecio que sólo aquella merece -las insolencias a la plebe de la Laus Vitae, de D´Annunzio, pueden probar esto-, ¿que anarquista no pondría gustoso su nombre al pie de las páginas de estos individualistas?

Pero el individualismo puro, uno de los agentes de progreso en arte y en literatura, no puede trasportarse a la sociología. El individualismo en economía trae por resultado el privilegio de la propiedad, los intereses que concurren con ella, el capitalismo, en una palabra, el homo homini lupus de Hobbes.

Los individualistas anárquicos de la escuela de Max Stirner, aquellos que de la doctrina stirneriana han querido deducir consecuencias en materia económica, como John Henry Mackay y Benjamín Turcker -el primero ha expuesto sus ideas en un libro muy conocido: Los anarquistas y el segundo hizo la propaganda desde su revista Liberty, que se publicaba en inglés, en Nueva York-, son verdaderos economistas burgueses, son libertarios que darían la mano a los italianos Maffeo Pantaleoni, a Wifredo Pareto y a los jóvenes monárquicos conservadores y liberales, etc., como Giovanni Borelli.

J. Mackay, al cual Zoccoli, en el prólogo de L´Único, de Stirner, no quiere, por respeto a los lectores, honrar con un excesivo acto de cortesía- probablemente Zoccoli ignora también, como ignora todo el anarquismo de que habla y alardea, que Mackay, en Alemania e Inglaterra, es reconocido como uno de los más estimables poetas; -Mackay, repito, es el más autorizado intérprete de su maestro. El fue el primero que procuró hacer y dirigió la segunda edición de las obras de Stirner, el que recogió sus escritos menos importantes y el que escribió su biografía; pero fue también el primero que cometió el error de ver en el L´Único una especie de Biblia del anarquismo.

El individualismo stirneriano conduce en economía a la propiedad individual, al privilegio del capital, a la negación, en una palabra, por medio de la potencia del dinero -que los stirnerianos anarquistas no quieren abolir, de aquella lbertad que reivindican en política, en moral y en filosofía. Mackay, por su parte, no oculta un momento sus propias ideas libertarias, pero niega las consecuencias lógicas que de ella se derivan; sostiene que, en anarquía, la libre concurrencia de los intereses facilitará la selección natural y que la propiedad es necesaria a la libertad.

Si se lleva la teoría stirneriana al campo de la realidad, a la vida que se vive, fuera de la especulación abstracta, se observa inmediatamente qué débil y lejano es el punto de conjunción del individualismo con el anarquismo propiamente dicho.

Sin embargo, puede haber entre ellos alguna relación, por mínima que sea, cosa naturalísima, puesto que todas las teorías, incluso las más contradictorias, tienen por un lado o por otro un punto de contacto.

He venido hablando hasta aquí de las diversas especies de individualistas, y me he olvidado de hacer una advertencia al lector que, acaso, ha podido confundirse con tanto fárrago de nombres, subdivisiones y teorías.

Hay entre los comunistas anarquistas una fracción que es, en economía, completamente individualista, la cual, durante mucho tiempo, ha querido llamarse así para diferenciarse, no en la teoría, sino más bien en la práctica de la lucha, de los propios compañeros, comunistas anarquistas también, en lo tocante a los problemas de la organización en partido de la asociación obrera, de la acción individual y colectiva y de otras muchas cuestiones. Siendo para ellos su finalidad completamente individualista stirneriana, combaten desde luego la idea de una organización anarquista en el seno de la sociedad actual, y, en contradicción con los demás, piensan que debe ser nocivo para la causa revolucionaria constituir un partido, favorecer el asociacionismo obrero y unirse en un acuerdo preestablecido para la lucha contra las instituciones. A mi entender, no les acompaña la lógica, están equivocados pensando así, pues a pesar de los diversos sueños ideológicos y del nombre contradictorio, así son siempre los anarquistas socialistas, teóricamente no muy desemejantes de todos los socialistas anarquistas que constituyen el conjunto y la totalidad del movimiento libertario internacional. Los socialistas anarquistas que deseen denominarse así podrán, acaso, disentir -no todos disentimos verdaderamente- del concepto de violencia o de represalia contra la sociedad burguesa, cosa admirablemente expuesta en una ejemplar autodefensa ante el jurado -calificado de joya literaria por Mirbeau, Leiret y otros- por Emilio Henry, antes de salir para el cadalso. Pero tampoco podemos negar -por un vano amor a la tranquilidad frente a la reacción o a los prejuicios dominantes- la afinidad ideológica que les liga por otra parte con los partidarios de aquel concepto.

Es preciso, pues, no confundir a estos, no verdaderos individualistas, que entran de lleno en la gran categoría de comunistas anarquistas, con los individualistas stirnerianos, de los cuales hablamos ahora.

Cerrado el paréntesis, aprovecho la ocasión para afirmar nuevamente que el individualismo stirneriano, tanto en los medios prácticos como en la teoría, es completamente revolucionario en el sentido histórico y práctico de la palabra (1). Los individualistas stirnerianos -recuérdese siempre que hablo de los individualistas que se llaman a sí mismos anarquistas y que son militantes, no de los deportistas, literatos, y mucho menos de los superhombres a lo D´Annunzio (2)-, que son precisamente contrarios a cualquier idea de violencia, ya individual ya colectiva. Estos confían en el triunfo de las propias ideas por la selección natural, por la propaganda pacífica, por la resistencia pasiva contra la sociedad autoritaria y por medio de la propaganda del hecho consciente en la acción, en la vida y en cuanto es posible, según las propias ideas, contra los prejuicios dominantes. León Tolstoi, con su barniz místico, es en este sentido el intérprete de su programa de lucha, si verdaderamente puede llamarse programa de lucha.

¿Qué cosa puede haber de común entre estos individualistas y los socialistas anarquistas revolucionarios, que tienen, bien contrariamente, fijo su pensamiento e una palingenesia social, en una revolución social -no la seudo-científica de Ferri-, sin la cual creen imposible la resolución del problema del pan y de la libertad?

Lo repito. En la crítica de la sociedad actual, muchas de las páginas de estos individualistas pueden ser nuestras, como pueden serlo del mismo modo las dedicadas a la crítica de las religiones, de Moleschoff, de Büchner, de Ferrari, las que critica la propiedad individual, de Marx, las que hacen la crítica del Estado, de Spencer y de otros muchos escritores audaces e independientes, como asimismo las que hacen la crítica de los prejuicios morales modernos, de toda una falange de pensadores, empezando por Nietszche, que pide, sencillamente, la demolición de tales prejuicios.

Pero el sólo deseo de demoler no basta pare reunir dos escuelas diferentes, pues lo que forma los cimientos de un edificio ideológco es el principio, el móvil de la demolición, el fin a que la misma demolición tiende, o sea, el concepto de la reconstrucción de después, para el futuro.

Los anarquistas italianos viven por ejemplo, voluntariamente, bajo el gobierno italiano, como viven, igualmente de modo voluntario, bajo este mismo gobierno, los clericales que desean volver Roma al Papa. ¿Puede decirse por esto que haya afinidad entre unos y otros?

La idea anarquista es ya una teoría constituída, adulta, completa. Tiene principios éticos deducidos de los hechos y de la realidad observada en cualquier parte; tiene una crítica de todas las instituciones sociales de que se sirve, y tiene, finalmente, en grandes líneas, un fin en economía, en política y en moral.

Es una idea colectiva, puesto que en ella han trabajado muchos hombres, estoy por decir que las mismas multitudes, y no es el producto del cerebro genial de un hombre solo. Bakunin, Reclús, Malatesta, Kropotkin, Grave, etc., etc., han dicho mucho, pero ninguno de ellos lo ha dicho todo.

La idea anarquista procede de obras diversas y múltiples de sus pensadores, de la acción multiforme de sus militantes, del movimiento libertario y revolucionario internacional, ya con preponderancia teórica, ya práctica, ora en algunos ambientes intelectuales, ora en otros de índole obrera, suscitando sublimes heroísmos unas veces, suscitando otros terribles y enormes errores -errare humanum est-, ya moviendo una colectividad o impulsando a un individuo, con color y acento diversos, pero siempre, todo eso, originado de la línea general, con la misma característica en economía, en política y en moral.

El libro de los anarquistas no se ha escrito aún, y acaso no se escriba verdaderamente nunca, precisamente por lo vasto y complejo de la idea, la cual se muestra con mil formas y matices y gradaciones. Pero si tal libro estuviese escrito ya, L´Unico, de Stirner, no lo es, no podrá serlo jamás.

La teoría stirneriana es, en el fondo, reaccionaria; se ve en ella la rebelión, pero más la rebelión contra el pueblo que contra el tirano; más la rebelión contra los derechos de las multitudes que contra el privilegio de uno solo; y si parece combatir el privilegio, no es para abolirlo, sino más bien para verificar una substitución con otros privilegios y otros privilegiados. Esta es, al menos en último análisis, la consecuencia lógica a que se llega por la premisa individualista, quiéranlo o no los que tal premisa establecen (3).

La anarquía es, en cambio, la negación de toda cracia -archia- para todo, ya desde el punto de vista de muchos como de uno solo, del individuo como del pueblo. Es la abolición de la autoridad en todas sus manifestaciones coactivas y violentas, del gobierno sobre el súbdito, del amo sobre el criado, del sacerdote sobre el creyente y, más abstractamente, de la ley escrita sobre los asociados, cuya ley no es querida ni aprobada por éstos.

Pero abolir la autoridad, en el sentido de coacción de la voluntad y de un sin fin de acciones, no significa abolir la sociedad, la cooperación, la solidaridad, el amor; abolir la vida, en una palabra.

Por otra parte, los anarquistas no se limitan a negar cada uno la autoridad de que se consideran víctimas ellos mismos. Queremos todos juntamente garantizarnos unos y tros el ejercicio de la mayor libertad posible, y esto, con un pacto recíproco de mutuo auxilio, sin leyes y sin soldados, contra las eventuales prepotencias de un individuo, o de varios, pocos o muchos. Pero eso es para mañana; para hoy, valernos de los mismos medios en la lucha contra las oligarquías, imperantes a causa de la supina ignorancia de los más de los hombres.

La filosofía de la historia, la ciencia, el estudio de las instituciones sociales, han demostrado dónde se encuentra el mal, y combatimos por eso la autoridad en sus más variadas formas. Combatimos la institución de la propiedad individual y del monopolio capitalista, porque eso es una autoridad -la más nociva, más que toda la superioridad de los hombres, a mi entender-; combatimos las instituciones gubernamentales, sean absolutas o democráticas; combatimos las religiones, los prejuicios morales, etc., etc., pero téngase en cuenta que demoler no basta, que es preciso vivir en este mundo tanto de pan como de filosofía, y que no es posible la vida de cada hombre aislado en un mundo aparte. Porque esto no es posible, los anarquistas han pensado en el modo de vivir en sociedad, si bien después de eliminar toda cracia, todas las propotencias autoritarias.

Estudiando detenidamente, se observa que vive una sociedad, no porque tenga una autoridad, sino a pesar de ella, si es una sociedad verdadera -la societas leal, entre iguales-, no existiendo aún una sociedad así porque la libertad y la igualdad sólo existen de nombre, pero de ningún modo de hecho. Por esto no combatimos, como la combaten los individualistas, a la sociedad, sino que procuramos el equilibrio entre ésta y el individuo.

Sociedad verdadera no existirá mientras el individuo, en el seno de ella, no sea autónomo, y la autonomía del individuo sólo será posible cuando esté coordinada según el principio vital, sin el cual el mundo humano se extinguiría, y al cual ninguna prepotencia autoritaria ha podido jamás, durante los tiempos pasados, sofocar. Este principio vital es el principio de solidaridad, ley natural, como la de la gravitación universal, a la que ni un sólo átomo puede abstraerse. De ser posible que se abstrajera, el universo se sumergería en el caos legendario.



Notas

(1) Paul Ghio me ha enviado estos días, desde París su libro, editado por Colín, sobre El anarquismo en los Estados Unidos, en el que, hablando del anarquismo individualista stirneriano de B. Tucker y resumiendo difusamente la teoría, confirma mi juicio sobre él como contrario al concepto revolucionario de los anarquistas comunistas y favorable al mantenimiento de la propiedad individual.

(2) Yo he admitido el individualismo como posible en el campo intelectual, pero ahora no puedo por menos que establecer las debidas reservas. ¿Qué individualista stirneriano podrá abstenerse de la cooperación, en su obra, de tantos otros intelectuales? ¿Quién de ellos puede afirmar que la idea más peregrina les sea propia y no esté determinada por el trabajo intelectual de toda una serie de predecesores? Así, retrospectivamente lo afirmará la sociedad, sin embargo. Max Stirner mismo no ha hecho más que sacar las consecuencias, en forma paradójica, de las premisas sentadas por otros pensadores anteriores, lo que constituye en él la forma original del pensamiento.

(3) Ocupándose, para refutarlo, de este trabajo mío, Juan Diotavelli, en La Patria, confirmó esta idea mía sobre el significado reaccionario que los stirnerianos, muchos de ellos por lo menos, dan a la palabra anarquía.

Para mí -escribio-- es más legítimamente anarquista un buen burgués, que anhela para sí una ley de privilegio y disfruta del sudor ajeno, que un socialista libertario que quiere abolir los guardias y hasta cierto punto (del todo y no hasta cierto punto) el Código, pero que piensa dividir el pan con sus hermanos.


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LOS ANARQUISTAS

¿Quiénes somos?

Se conoce poco a los anarquistas; se les conoce mal.

Hace algunos días, yendo en tranvía, escuché la conversación de tres personas que; ¡ay!, hablaban con el acento de la convicción:

Esos individuos son bandidos; son capaces de todo; no tienen escrúpulos ni piedad, pretenden servir a un soberbio ideal. ¡Mienten! En realidad sólo sirven a sus bajos instintos y a sus violentas pasiones.

Y quien hablaba así era un obrero; y los otros dos, que aprobaban, eran también trabajadores.

Es el signo de todos los portadores de antorcha, ser abominablemente calumniados y perseguidos; es el signo de todas las doctrinas que atacan a los prejuicios y las instituciones, a trueque de ser desfiguradas, ridiculizadas y combatidas empleando las armas más pérfidas.

Pero es deber de los anunciadores de la nueva verdad, destruir la calumnia y oponer la verdad a la mentira.

Anto todo, ¿quiénes somos?

Se tiene de los anarquistas, como individuos, una idea muy falsa.

Unos nos consideran como inofensivos utopistas, agradables soñadores; nos tratan de espíritus quiméricos, de imaginación extravagante, como si dijeran semilocos. Estos dígnanse considerarnos como enfermos que las circunstancias pueden convertir en peligrosos, pero no como malhechores sistemáticos y conscientes.

Otros nos juzgan de muy diferente manera: piensan que los anarquistas son brutos, ignorantes, plenos de odio, violentos y dementes, contra los cuales no se podría precaver demasiado ni ejercer una opresión bastante implacable.

Unos y otros están equivocados.

Si somos anarquistas, es a la manera de nuestros predecesores que osaron proyectar en la pantalla del porvenir imágenes en contradicción con su época. Somos, en efecto, los descendientes y los continuadores de esos hombres que, dotados de percepción y sensibilidad más viva que sus contemporáneos, presintieron la aurora, aunque estaban sumergidos en las tinieblas. Somos los herederos de esos hombres que, viviendo en una época de ignorancia, de miseria, de opresión, de fealdad, de hipocresía, de iniquidad y de odio, entrevieron una sociedad de saber, de bienestar, de libertad, de belleza, de sinceridad, de justicia y de fraternidad; y que con todas sus energías laboraron para la edificación de esa sociedad maravillosa.

Si los privilegiados, los ahitos y toda la pandilla de mercenarios y de esclavos interesados en la conservación y defensa del régimen del cual son o creen ser los aprovechadores, dejan desdeñosamente caer el epiteto despectivo de utopistas, soñadores, espíritus extravagantes, sobre los animosos artesanos y los clarividentes constructores de un porvenir mejor, allá ellos. Están en la lógica de las cosas.

Hay que reconocer, por otra parte, que sin estos soñadores, cuya herencia hacemos fructificar, sin estos constructores quiméricos y esas imaginaciones enfermizas -en todas las épocas se ha calificado así a los innovadores y sus discípulos- estaríamos todavía en las edades ha tiempo desaparecidas; de las cuales sentimos pena al pensar que hayan existido, ¡tan ignorante, salvaje y miserable era el hombre en ellas!

¿Utopistas, porque deseamos que la evolución, siguiendo su curso, nos aleje cada vez más de la esclavitud moderna: el salariado, y haga del productor de todas las riquezas un ser libre, dichoso y fraternal?

¿Soñadores, porque preveemos y anunciamos la desaparición del Estado, cuya función es explotar el trabajo, avasallar el pensamiento, ahogar el espíritu de revuelta, paralizar el progreso, quebrantar las iniciativas, poner un dique a los impulsos hacia lo mejor, de perseguir a los sinceros, engordar a los intrigantes, robar a los contribuyentes, mantener a los parásitos, favorecer la mentira y la intriga, estimular las funestas rivalidades y, cuando siente su poder amenazado, lanzar sobre los campos de carnicería todo lo que el pueblo posee de más sano, más vigoroso, más hermoso?

¿Espíritus quiméricos, imaginaciones extravagantes, semilocos, porque, comprobando las transformaciones lentas demasiado lentas para nuestro deseo, pero innegables, que impulsan las sociedades humanas hacia nuevas estructuras, edificadas sobre bases renovadas, consagramos a nuestras energías renovadas, a debilitar, para finalmente destruir la estructura de la sociedad capitalista y autoritaria?

Ponemos en guardia a los espíritus informados y atentos de nuestra época, de acusar seriamente de desequilibrados a los hombres que proyectan y preparan tales transformaciones sociales.

Insensatos, por el contrario, y no a medias, sino totalmente, quienes se imaginan vallar la ruta a las generaciones contemporáneas que avanzan hacia la revolución social, como el río se dirige hacia el océano; puede ser que, con la ayuda de poderosos diques y hábiles desvíos, estos dementes moderen más o menos el curso del río, pero es fatal que éste, tarde o temprano, se precipite en el mar.

¡No! Los anarquistas no son utopistas, ni soñadores, ni locos, y lo prueba el hecho de que en todas partes los gobiernos los acosan y arrojan en la prisión, con el fin de impedir que la palabra de la verdad vaya libremente al oido de los desheredados; pues si la enseñanza libertaria expresase la demencia o la quimera, les sería muy fácil poner de manifiesto la sinrazón y absurdo de los gobiernos.

Algunos pretenden que los anarquistas son brutos ignorantes.

Es cierto que no todos los libertarios poseen la vasta cultura ni la superior inteligencia de los Proudhon, de los Warren, de los Bakunin, de los Reclús, de los Kropotkin, de los Nettlau ...

Es exacto que muchos anarquistas, heridos por el pecado original de los tiempos modernos, debieron, desde la edad de doce años abandonar la escuela y trabajar para vivir; pero el sólo hecho de haberse elevado hasta la concepción anarquista denota una viva comprensión y manifiesta un esfuerzo intelectual del que sería incapaz un bruto.

El anarquista lee, estudia, medita, se instruye cada día.

Experimenta la necesidad de ensanchar sin cesar el círculo de sus conocimientos, de enriquecer constantemente su documentación. Se interesa por las cosas serias; se apasiona por la belleza que le atrae, por la ciencia que le seduce, por la filosofía de la cual está sediento. Su esfuerzo hacia una cultura más profunda y más vasta no se detiene. Cree que nunca sabe bastante. Cuanto más aprende, más se complace en educarse.

Por instinto se da cuenta que, si quiere alumbrar a los otros, es menester, ante todo, hacer provisión de luz.

Todo anarquista es un propagandista; sufriría si callara las convicciones que le animan, y su mayor alegría consiste en ejercer a su alrededor, en cualquier circunstancia, el apostolado de sus ideas. Estima que ha perdido su día si nada aprendió o enseñó, y lleva tan alto el amor a su ideal, que observa, compara, reflexiona, estudia siempre, ya para acercarse a este ideal y ser digno de él, ya para ponerse en condiciones de exponerlo y hacerlo amar.

Y este hombre ¿sería un bruto grosero?

Y un individuo de tal naturaleza, ¿sería de una crasa ignorancia?

¡Mentira! ¡Calumnia!

Es opinión extendida que los anarquistas son rencorosos, violentos.

Sí y no.

Los anarquistas tienen odios; éstos son vivaces, múltiples; pero sus odios son la consecuencia lógica, necesaria, fatal de sus amores. Odian la servidumbre, porque aman la independencia; detestan el trabajo explotado, porque aman el trabajo libre; combaten violentamente la mentira, porque defienden ardientemente la verdad, execran la iniquidad, porque tienen el culto de la justicia; odian la guerra, porque luchan apasionadamente por la paz.

Podríamos prolongar esta remuneracióny mostrar que todos los odios que llena el corazón de los anarquistas tiene por causa el inquebrantable apego a sus convicciones, que estos odios son legítimos y fecundos, virtuosos y sagrados.

No somos rencorosos por naturaleza. Somos, por el contrario de corazón afectuoso y sensible, de temperamento accesible a la amistad, al amor, a la solidaridad, a todo aquello que acerque a los individuos.

No podría ser de otro modo, ya que lo más caro de nuestros sueños y nuestro fin, es suprimir entre los hombres todo lo que se levanta para originar luchas de los unos contra los otros: propiedad, gobierno, iglesia, militarismo, policia, magistratura.

Nuestro corazón sangra y nuestra conciencia se rebela ante el contraste de la miseria y la opulencia. Nuestros nervios vibran y nuestro cerebro se subleva a la sola evocación de las torturas que sufren los hombres y las mujeres que en todos los países, y por millones, agonizan en las prisiones y los ergástulos. Nuestra sensibilidad se estremece y todo nuestro ser llénase de indignación y de piedad al pensar en las masacres, salvajadas, atrocidades que con la sangre de los combatientes, empapan los campos de batalla.

Los rencorosos son los ricos, que cierran los ojos al cuadro de la indigencia que les rodea, que, a sangre fría, ordenan la carnicería; son los excecrables aprovechadores que amasan fortunas con sangre y lodo; son los perros de policía, que hunden sus colmillos en la carne de los pobres; son los magistrados, que sin pestañear condenan, en nombre de la ley y de la sociedad, a los infortunados, sabiendo que son víctimas de ésta ley y de ésta sociedad.

En cuanto a la acusación de violencia, con la cual se pretende aplastarnos, basta para hacer justicia, abrir los ojos y comprobar que en el mundo actual, así como en los siglos pasados, la violencia gobierna, domina, tritura y asesina.

La violencia es la regla, es hipócritamente organizada y sistematizada. Se afirma todos los días bajo todas las formas y apariencias: recaudador, propietario, patrón, gendarme, carcelero, verdugo, oficial militar, todos profesionales -bajo múltiples formas- de la violencia, de la fuerza, de la brutalidad.

Los anarquistas quieren establecer la armonía libre, la ayuda fraternal, el acuerdo armonioso. Pero saben -por razonamiento, por la historia, por la experiencia- que solo podrán edificar su voluntad de bienestar y de libertad para todos sobre las ruinas de las instituciones de violencia establecidas. Tienen conciencia de que sólo una revolución violenta (1) se hará dueña de la resistencia de los amos y sus mercenarios. La violencia se transforma así, para los anarquistas, en una fatalidad; la sufren, pero la consideran sólo como una reacción hecha necesaria por el estado permanente de legítima defensa, en la que en todo momento se encuentran los desheredados.

Lo que queremos

Antes de seguir adelante, advierto e informo a los que se enteren de esta exposición, que el anarquismo no es una de esas doctrinas que emparedan el pensamiento y excomulgan brutalmente a cualquiera que no se someta a ellas en todo y para todo.

El anarquista es, por temperamento y por definición, refractario a todo reclutamiento que trace al espíritu límites y restrinja la vida.

No hay, no puede haber ni credo ni catecismo libertario.

Lo que existe y se puede denominar la doctrina anarquista, es un conjunto de principios generales, de concepciones fundamentales y de aplicaciones prácticas sobre las cuales se ha establecido el acuerdo entre individuos que piensan como enemigos de la autoridad y luchan, aislados o colectivamente, contra todas las disciplinas y trabas políticas, económicas, intelectuales y morales que derivan de ella.

Puede haber, pues, y en efecto hay muchas variedades de anarquistas; pero todas tienen un rasgo común que las une, al mismo tiempo que las separa de todas las otras variedades humanas.

Este punto común, es la negación del principio de autoridad en la organización social y el odio a todas las trabas que tienen origen en las instituciones basadas sobre este principio.

Entonces, pues, cualquiera que niegue la autoridad y la combata, es anarquista. Se conoce poco la concepción libertaria. Es menester precisar y desarrollar un poco lo que precede.

Comienzo

En las sociedades contemporáneas, llamadas equivocadamente civilizadas, la autoridad reviste tres formas principales que engendran tres grupos de obligaciones:

1.- La forma política: el Estado.
2.- La forma económica: la propiedad.
3.- La forma moral: la religión.

La primera, el Estado, dispone soberanamente de las personas; la segunda, la propiedad, reina despóticamente sobre los objetos y la tierra; la religión, pesa sobre las conciencias y tiraniza las voluntades.

El Estado toma al hombre en la cuna, lo matricula en los registros del estado civil, lo aprisiona en la familia si la tiene, lo entrega a la asistencia pública si es abandonado por los suyos, lo atrapa en la red de las leyes, reglamentos, defensas y obligaciones, lo convierte en un sujeto, un contribuyente, un soldado, a veces, en un preso o en un forzado; en fin, en casos de guerra, en un asesino o en un asesinado.

La propiedad reina sobre los objetos; subsuelo, suelo, medios de producción, de trasporte, de cambio, todo los valores de destino común se han, paulatinamente, convertido, por la rapiña, la conquista, el latrocinio, el dolo, la astucia o la explotación, en la cosa de una minoría. Es la autoridad sobre las cosas; es, para el propietario, el derecho de usar y abusar -jus utendi et abutendi-, y para el no propietario, la obligación, si quiere vivir, de trabajar por cuenta y provecho de quien le ha robado todo: el propietario -la propiedad es un robo, ha dicho Proudhon. La ley, establecida por los expoliadores y apoyada sobre un mecanismo de violencia extremadamente poderosa consagra y conserva la riqueza de los unos y la indigencia de los otros. La autoridad sobre los objetos -la propiedad- es hasta tal punto criminal e intangible, donde es impulsada hasta los límites extremos de su desarrollo, que los ricos pueden a su gusto e impunemente reventar de indigestión, mientras que, faltos de trabajo, los pobres mueren de hambre -la riqueza de los unos está amasada con la miseria de los otros, dice el economista liberal J.B. Say.

La religión -tomo este término en su sentido más extendido y lo aplico a todo lo que es dogma- es la tercera forma de autoridad. Pesa sobre el espíritu y la voluntad; entenebrece el pensamiento, desconcierta el juicio, arruina la razón, avasalla la conciencia. Toda la parte intelectual y moral es esclava de ella. El dogma -religioso o laico- resuelve desde lo alto, decreta brutalmente, aprueba o condena, ordena o prohibe sin apelación: ¡Dios lo quiere! ¡La patria lo quiere! ¡El derecho lo proscribe! Prolongándose en el dominio temporal, la religión enseña o impone una moral en perfecto acuerdo con la moral codificada, guardiana y protectora de la propiedad y del Estado; haciéndose así su cómplice y convirtiéndose en lo que en ciertos medios, impregnados de supertición, de chauvinismo, de legalismos y de autoridad, se denomina con buena voluntad: la gendarmería suplementaria.

No pretendo, de ninguna manera, agotar aquí la enumeración de todas las formas de autoridad y de la obligación; señalo las esenciales, y para que se encaren con facilidad, las clasifico. Esto es todo.

Negadores y adversarios implacables del principio de autoridad que, en el plano social, representa un puñado de privilegiados de todo el poder y pone al servicio de este puñado la ley y la fuerza, los anarquistas libran un combate encarnizado contra todas las instituciones que proceden de este principio, e invocan a participar en esta necesaria batalla a la masa prodigiosamente numerosa, a la que estas instituciones aplastan, proporcionan hambre, envilecen y matan.

Queremos anonadar al Estado, suprimir la propiedad y eliminar la vida de impostura religiosa, a fin de que, desembarazados de las cadenas cuyo peso aplastante paraliza su marcha, todos los hombres puedan por fin -sin Dios ni amo y en la independencia de sus movimientos- dirigirse, con paso acelerado y seguro, hacia los destinos del bienestar y de la libertad que convertirían al infierno terrestre en una estadía de felicidad.

Tenemos la inquebrantable certeza que cuando el Estado, que nutre todas las ambiciones y rivalidades, cuando la propiedad, que fomenta la concupiscencia y el odio, cuando la religión que mantiene la ignorancia y suscita la hipocresía, se derrumben, los vicios que estas tres autoridades fusionadas lanzan en el corazón de los hombres desaparecerán a su turno.

Muerto el perro, se acabó la rabia.

Entonces nadie querrá mandar, puesto que, por una parte, nadie consentirá en obedecer, y por otra, toda veleidad de opresión habrá sido quebrantada; nadie podrá enriquecerse a expensas de otro, puesto que la fortuna particular habrá sido abolida; sacerdotes mentirosos y moralistas tartufos, perderán todo ascendiente, puesto que la naturaleza y la verdad habrán recobrado sus derechos.

Tal es, a grandes rasgos, la doctrina libertaria, he aquí lo que quieren los anarquistas.

La tesis anarquista impone, en la práctica, algunas consecuencias que es preciso señalar.

Una rápida exposición de estos corolarios, bastará para situar a los anarquistas frente a todas las tesis y también para precisar los riesgos por los cuales nos diferenciamos de todas las otras escuelas filosófico-sociales.

Primera consecuencia

El que niega y combate la autoridad moral: la religión, sin negar y combatir las otras dos, no es un verdadero anarquista, y si se permite decirlo, un anarquista integral, puesto que, siendo enemigo de la autoridad moral y de las obligaciones que ella implica, queda partidario de la autoridad política: el Estado, y de la autoridad económica: la propiedad.

Igual pasa, y con el mismo motivo, con aquel que niega y combate la propiedad, admitiendo y sosteniendo la legitimidad y la beneficencia del Estado y la religión.

Y ocurre también lo mismo con aquel que niega y combate el Estado, admitiendo y sosteniendo la religión y la propiedad.

El anarquista integral hace frente con la misma convicción y ataca con igual ardor todas las formas y manifestaciones de la autoridad y se yergue con igual vigor contra todas las obligaciones que comportan ésta o aquellas.

Pues de hecho y de derecho, el anarquismo es antirreligioso, anticapitalista -el capitalismo es la fase históricamente contemporánea de la propiedad- y antiestatista. Afrenta el triple combate contra la autoridad. No ahorra sus golpes ni al Estado, ni a la propiedad, ni a la religión. Quiere suprimir a las tres juntas.

Segunda consecuencia

Los anarquistas no creen en la eficacia de un simple cambio en el personal que ejerce la autoridad. Consideran que los gobernantes y los poseedores, los sacerdotes y los moralistas son hombres como los demás, que no son por naturaleza ni peores ni mejores que el común de los mortales, y que si encarcelan, si matan, si viven del trabajo ajeno, si mienten, si enseñan una moral falsa y convencional, es porque están funcionalmente en la necesidad de oprimir, de explotar y de mentir.

En la tragedia que se representa, es el fin del gobierno, cualquiera que sea, hacer la guerra, recaudar los impuestos, golpear a los infractores de la ley y masacrar a los que se rebelan; es el fin del capitalismo, cualquiera que sea, explotar el trabajo y vivir como parásito; es el fin del sacerdote y del profesor de moral, cualesquiera que sean, ahogar el pensamiento, obscurecer la conciencia y encadenar la voluntad.

He aquí por qué combatimos a los titiriteros, cualesquieran que sean, de los partidos; porque su único esfuerzo tiende a persuadir a las masas, cuyos sufragios mendigan, de que todo marcha de mal en peor porque ellos no gobiernan y que todo marcharía bien si ellos gobernaran.

Tercera consecuencia

Se deduce de lo dicho que, siempre lógicos, somos los adversarios de la autoridad que se ejerce con la misma razón y en el mismo grado que de la autoridad que se sufre.

No querer obedecer, pero querer mandar, no es ser anarquista. No permitir la explotación de su trabajo, pero consentir explotar el ajeno, no es ser anarquista.

El libertario rehusa dar órdenes, así como recibirlas. Experimenta por la condición de jefe tanta repugnancia como por la de subalterno. No da su consentimiento para constreñir o explotar a los otros ni para ser él mismo explotado u obligado. Igualmente declaramos que, en último análisis, concedamos a los que se resignan a la sumisión, circunstancias atenuantes que rehusamos formalmente a quienes consienten en mandar; pues lo primeros se encuentrn en la necesidad -es para ellos, en ciertos casos, cuestión de vida o muerte- de renunciar a la rebeldía, mientras que nadie es obligado a mandar, a ejercer función de jefe o de amo.

Aquí se pone de manifiesto la profunda oposición, la distancia infranqueable que separa a las agrupaciones anarquistas de todos los partidos políticos que se dicen revolucionarios o pasan por tales. Pues, del primero al último, del más blanco al más rojo, todos los partidos políticos luchan por desplazar del poder al partido que lo ejerce y convertirse en amos, en su lugar.

Cuarta consecuencia

No queremos solamente abolir todas las formas de autoridad; queremos destruirlas todas simultáneamente, y proclamamos que esto es indispensable.

¿Por qué?

Porque todas las formas de autoridad se parecen; están indisolublemente ligadas las unas a las otras. Son cómplices y solidarias. Dejar subsistir una sola es favorecer la resurrección de todas. ¡Maldición a las generaciones que no tengan el valor de ir hasta la total extirpación del germen morboso, del foco de infección!

La guerra está declarada entre los dos principios que se disputan el imperio del mundo: autoridad o libertad.

El democratismo sueña con una conciliación imposible; la experiencia ha demostrado el absurdo de una asociación entre estos dos principios que se excluyen.

Es menester elegir.

Ünicamene los anarquistas se pronuncian en favor de la libertad.

Tienen en contra al mundo entero.

¡No importa! vencerán. Diremos pronto por qué y cómo.

Nuestra revolución

Leed esta declaración en cuatro líneas, que se publica todos los días en la cabecera de un diario anarquista:

Los anarquistas quieren instaurar un medio social que asegure a cada individuo el máximo de bienestar y de libertad adecuada a cada época.

Impregnad bien vuestro cerebro con esta declaración; pensad sucesivamente y sin apresuraros cada término; seguid el encadenamiento riguroso del pensamiento expresado y comprenderéis todo el programa libertario.

Hace ya treinta años que escribí estas líneas en mi ensayo de filosofia libertaria El dolor universal. No tengo que cambiar ninguna palabra.

¡Bienestar y libertad!

Tal ha sido, antaño, la divisa de los anarquistas; tal es la de los libertarios de ogaño, y se puede atrevidamente decir que será la de los anarquistas del futuro.

Bienestar y libertad aseguradas lo más ampliamente posible a cada individuo, he aquí el fin constante hacia el cual han tendido y tenderán, con toda su voluntad, los anarquistas de todos los tiempos.

Una vez abierto ante cada individuo, es decir, ante todos los seres humanos sin ninguna excepción, el camino que conduce a un bienestar sin cesar creciente, y a una libertad siempre más completa, el avance se producirá, la marcha hacia adelante seguirá en curso tan rápidamente y tan lejos -sin detenerse jamás- como el progreso infinito.

Pero es indispensable, ante todo, que la ruta sea abierta, y para ello es necesario destrozar los obstáculos que la obstruyen.

Hemos visto ya que estos obstáculos son: Estado, propiedad y religión.

Este triple obstáculo sólo puede ser aplastado por el esfuerzo leal y victorioso de las masas oprimidas, explotadas y engañadas.

Esa es la obra revolucionaria, más aun: es la revolución misma.

Esta verdad la han comprendido los adeptos del sindicalismo antipolítico, del sindicalismo que, rechazando la tutela y la subordinación a todos los partidos políticos, confían en sí mismos, en sus efectivos, en su organización y en su propia acción todas las fuerzas que haya menester para libertar el trabajo y realizar sus fines de emancipación integral.

Lo han comprendido de esta manera todos los que trabajan sinceramente y de todo corazón por la revolución social.

Se abusa de este mágico vocablo:¡Revolución! Se le deshonra de tal forma, que si los anarquistas no estuviesen para conservarle su pura, elevada, clara y exacta significación, terminaría por ser despojado de su sentido positivo, como la palabra República o el vocablo democracia.

El advenimiento al poder del partido socialista nada tiene de común con la revolución, cuyo objeto es y cuyo resultado debe ser la desaparición de las clases antagónicas por medio de la expropiación de los capitalistas y la instauración en común de todas las riquezas y de todos los medios de producción.

La conquista del poder por el partido comunista, la toma de posesión del estado por los campesinos y los obreros y la organización de la dictadura denominada del proletariado, sólo son la máscara y la negación de la revolución social en vez de su verdadera faz y afirmación.

Nadie, ciertamente, puede impedir a los partidos socialistas y comunistas pretender ser revolucionarios; pero es evidente que no lo son.

La exactitud de esta aserción ha sido la demostrada teóricamene muchas veces, y en el terreno práctico, los hechos lo han atestiguado tan recia y francamente que es obvio presentar otra vez la prueba.

En verdad sólo son revolucionarios verdaderos, positivos, los anarquistas, puesto que únicamente ellos no se proponen modificar más o menos profundamente el estado de cosas actual y, sobre todo, el Estado y la propiedad, sino que están resueltos a suprimir totalmente el Estado y a abolir definitivamente el derecho de propiedad.

Salta a la vista entre nuestra revolución, que tiende a no dejar subsistir ninguna de las instituciones presentes de tiranía, de represión, de explotación, de mentira y de odio, y la revolución preconizada por partidos socialista y comunista, pseudorevolución que se limita a enmendar más o menos estas instituciones y transformarlas en apariencia y en superficie más que en realidad y en profundidad, hay todo un mundo de diferencias, de oposiciones.

Nos queda señalar nuestros métodos revolucionarios y establecer su valor.

Tal como nosotros la concebimos, la revolución social abraza e implica, necesariamente, tres períodos que se suceden metódicamente y se encadenan cronológicamente:

Primer período: Antes de la revolución.
Segundo período: Durante la revolución.
Tercer período: Después de la revolución.

Es como un drama fabuloso cuya acción comienza en el primer acto, alcanza en el segundo su punto culminante y decisivo, y en el tercero el desenlace.

En materia de revolución, se atribuye a los anarquistas -¡es menester, si el provecho es verdadero, que seamos ricos para que se nos atribuyan tantas cosas!- yo no sé que concepción romántica, anticuada y absurda.

He encontrado gentes por centenas -y ¡quién sabe cuántas encontraré todavía!- que me han dirigido esta asombrosa pregunta:

Si la revolución estallase inesperadamente, ¿qué haríais?

¡Y es menester ver con qué satisfacción me era espetada esta dificil pregunta!

Y bien, yo no respondo a una pregunta tan absurda. Sí, absurda es esta pregunta, cuando ella se dirige a los anarquistas. ¡Ah! yo concibo que se la dirijan a los socialistas o a los comunistas. Para ellos basta que se apoderen del poder, que en él se instalen, que en él permanezcan, y la revolución es un hecho realizado; sólo hay que establecer la dictadura para defender y estabilizar el flamante Estado.

Al día siguiente aparecen, como en el pasado, gobernantes y gobernados; dictadores en ejercicio y almas de esclavos; desde arriba hasta abajo, pululan los largamente retribuídos y los malamente pagados; funcionarios en multitud, burócratas en cantidad, una muchedumbre de interesados que cuanto menos producen más zumban y se agitan; otra vez aparece el Estado con sus leyes, sus tribunales y sus prisiones, con sus jueces, sus gendarmes, sus diplomáticos, sus políticos y sus soldados.

En realidad, nada ha cambiado, excepto la etiqueta y el color: testigos, Rusia, donde el Zar se llama Lenin y los ministros, comisarios del pueblo; donde los espías y los soldados son rojos, donde los agiotistas hacen su agosto, donde algunos gastan más de lo preciso, mientras que la mayor parte se ciñe la cintura.

No hay que dudar que una revolución (?) de este calibre puede estallar inesperadamente, por un simple golpe de fuerza diestramente preparado y felizmente ejecutado.

Pero que se nos diga que hay de común entre este cambio de etiqueta y la revolución social. Sobre la etiqueta que lleva el frasco leo claramente:

Estado de los obreros y campesinos; dictadura proletaria; gobierno de los soviets

Veo claramente áún que la etiqueta y el frasco son de color rojo; pero el líquido en él contenido es siempre el brevaje de servidumbre, de miseria y de mentira.

Nuestra revolución trastocará de abajo ariiba toda la estructura política, económica y moral, y sobre este derrumbe instaurará un medio social que asegure a cada individuo el máximo de bienestar y de libertad.

Tal resultado -imbécil quien así no lo concibe- presupone un periodo preparatorio cuya duración nadie puede fijar, pero del cual es razonable prever que abarcará cierto tiempo.

Cuando el atolladero político, la incoherencia económica y los abusos escandalosos de las clases dirigentes hayan llegado al colmo de la indignación popular; cuando la educación de los trabajadores haya llevado su comprensión al punto que les permita percatarse de la incapacidad de la clase burguesa y de la capacidad de la clase obrera; cuando el proletariado haya reforzado su organización, multiplicado y fortificado sus agrupaciones de combate; cuando, en fin, se haya preparado para la acción por una serie de luchas: huelgas, motines, agitaciones de toda naturaleza que alcancen, en ciertos casos, hasta la insurrección; entonces bastará la gota de agua que hace desbordar la copa para que la revolución estalle.

El primer acto del grandioso drama exige, pues:

A) Una ruptura cada vez más evidente en el equilibrio político, económico y moral del régimen capitalista.
B) Una propaganda activa y perseverante, que estimule la educación revolucionaria de los trabajadores.
C) Una organización sólida, poderosa, capaz de reunir, en el momento propicio, por la gravedad de las circunstancias, todas las fuerzas de rebelión constituídas por numerosas y enérgicas agrupaciones.
D) Un proletariado inducido a la acción por una serie de desórdenes, agitaciones, de huelgas, de motines, de insurrecciones.

Estando reunidas estas condiciones, se puede tener la certeza de que una revolución no se detendrá a medio camino estallando bajo la influencia de uno de estos acontecimientos que levantan, conducen y apasionan a las masas populares y la precipitan, instintivamente, con avasallador empuje contra el régimen que quieren derribar.

El movimiento en el cual los anarquistas se lanzarían los primeros, con la rapidez, el impulso, la resolución y la valentía que no se les puede negar, y del cual continuarían siendo los animadores, irán hasta el fin, es decir, hasta la victoria.

Esta faz más o menos larga del drama revolucionario constituirá el segundo acto: el punto culminante y decisivo.

Sólo finalizará cuando el soplo puro y regenerador de la revolución libertaria haya arrebatado todas las instituciones del despotismo, del robo, de la decadencia intelectual y de la podredumbre moral que se hallan en la base de todo régimen social basado en el principio de autoridad.

Esta revolución llevará en sus flancos todos los gérmenes de desarrollo del nuevo mundo que dará a luz, entre el enloquecimiento angustioso de los poderosos y la alegría y el entusiasmo de los parias.

Los anarquistas velarán para que no se produzca un aborto; sabrán sacar provecho de las rudas enseñanzas que implican los movimientos revolucionarios registrados por la historia. Permanecerán tanto tiempo como sea menester en estado de permanente insurrección contra las tentativas de restauración autoritaria política, económica o moral.

No confiarán a ningún poder la salvaguardia de las conquistas revolucionarias. Para defender estas conquistas contra cualquier dictadura, llamarán a la multitud de esclavos libertada -¡por fin!-, y de acuerdo con los productores, únicos creadores de todas las riquezas, echarán las bases de una organización social en la cual todos los individuos conocerán los encantos de la paz, las dulzuras del bienestar y los incomparables beneficios de la libertad.



Notas

(1) El que necesariamente haya de ser violenta nuestra revolución, no todos los anarquistas estamos de acuerdo: disentimos principalmente quienes esperamos bastante de la cultura de los humanos. Pero confiamos que el porvenir -el momento en que sea preciso determinarnos por uno u otro procedimiento- nos pondrá de acuerdo a todos los anarquistas razonables. En lo que no discrepamos ningún anarquista verdadero -pues anarquismo es antítesis de violencia-, es en recurrir a ésta sólo en los casos en que represente para nosotros el único medio de defensa contra las violencias de los demás; dependiendo de nuestro grado de cultura el saber conducirnos por causes humanitarios y no aconsejándola jamás como un medio para conquistar adeptos a nuestras ideas.


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ERÓSTRATO

A los hombres hay que mirarlos dede arriba. Yo apagaba la luz y me asomaba a la ventana; ni siquiera sospechaban que se les pudiera observar desde arriba. Cuidan mucho la fachada, algunas veces, incluso, la espalda, pero todos sus efectos están calculados para espectadores de no más de un metro setenta.

¿Quién ha reflexionado alguna vez en la forma de hongo de un sombrero visto desde un sexto piso? No se cuidan de defender sus hombros y sus cráneos con colores vivos y con géneros chillones, no saben combatir ese gran enemigo de lo humano: la perspectiva de arriba a abajo.

Yo me asomaba y me echaba a reir; ¿dónde estaba, pues, ese famoso estar de pie del que se sienten tan orgullosos?, se aplastan contra la acera y dos largas piernas semi-rampantes salen abajo de sus hombros.

Es en el balcón de un sexto piso donde debería haber pasado toda mi vida.

Es necesario apuntalar las superioridades morales con símbolos materiales, sin lo cual se desplomarían. Pero, precisamente, ¿cuál es mi superioridad sobre los hombres? Una superioridad de posición; ninguna otra; me he colocado por encima de la humanidad que está en mí y la contemplo. He aquí porque me gustaban las torres de Notre Dame, las plataformas de la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur, mi sexto piso de la Calle Delambre. Son excelentes símbolos.

Algunas veces era necesario volver a bajar a las calles. Para ir a la oficina, por ejemplo. Yo me ahogaba. Cuando uno está al mismo nivel de los hombres es mucho más dificil considerarlos como hormigas: tocan.

Una vez ví a un tipo muerto en la calle. Había caido de narices. Le volvieron, sangraba. Ví sus ojos abirtos, su aire opaco y toda esa sangre. Me dije:

No es nada, no es más impresionante que la pintura fresca. Le han pintado la nariz de rojo, eso es todo.

Pero sentí una sucia dulsura que me invadía desde las piernas hasta la nuca; me desvanecí. Me llevaron a una farmacia, me golpearon en la espalda y me hicieron beber alcohol. Los hubiera matado.

Yo sabía que eran mis enemigos, pero ellos no lo sabían. Se amaban entre sí, se ponían hombro con hombro, y a mí me hubieran dado una mano por aquí o por allá, porque me creían su semejante.

Pero si hubieran podido adivinar la más ínfima parte de la verdad, me hubieran golpeado.

Por lo demás, más tarde lo hicieron. Cuando me detuvieron y supieron quién era en realidad, me torturaron, me golpearon durante dos horas, en la comisaría me dieron de bofetadas y de trompadas, me retorcieron los brazos, me arrancaron el pantalón y luego, para terminar, arrojaron mis anteojos al suelo, y mientras los buscaba a tientas y materialmente en cuatro patas, me dieron, riéndose, algunos puntapiés en el culo.

Previ siempre que terminarían por golpearme: no soy fuerte y no puedo defenderme. Los había que me acechaban desde hacía mucho tiempo: los grandes. Me atropellaban en la calle, para reirse, para ver lo que hacía. Yo no decía nada. Hacía como si nada hubiera notado. Y no obstante, ellos me vejaron. Yo les tenía miedo, era un presentimiento. Pero ustedes se imaginarán que tenía razones más serias para odiarlos.

Desde este punto de vista todo fue mucho mejor a partir del día en que me compré un revolver. Uno se siente fuerte cuando lleva asiduamente una de esas cosas que pueden estallar y hacer ruido. Lo sacaba el domingo, lo ponía sencillamente en el bolsillo de mi pantalón y luego iba a pasearme -en general por los bulevares.

Sentía que tiraba de mi pantalón como un cangrejo, lo sentía completamente frío contra mi muslo. Pero se calentaba poco a poco, al contacto de mi cuerpo.

Yo andaba con cierta rigidez, tenía el aspecto de un tipo que está engallado, pero al que su verga frena a cada paso.

Deslizaba la mano en el bolsillo y tocaba el objeto. De cuando en cuando entraba en un mingitorio -aún allí adentro ponía mucha atención porque a menudo hay vecinos- sacaba mi revólver, lo sopesaba, miraba su culata de cuadros negros y su gatillo negro que parece un párpado semicerrado. Los otros, los que veían desde afuera mis píes separados y la parte de abajo de mis pantalones, creían que orinaba. Pero nunca orino en los mingitorios.

Una tarde se me ocurrió la idea de tirar a los hombres. Era un sábado por la noche, había salido en busca de Lea, una rubia que callejea ante un hotel de la calle Montparnasse. Nunca he tenido comercio íntimo con una mujer: me hubiera sentido robado. Uno se les sube encima, por supuesto, pero ellas nos devoran el bajo vientre con sus grandes bocas peludas y, por lo que he oido decir, son las que salen ganando -y con mucho- en este cambio. Yo no le pido nada a nadie, pero tampoco quiero dar nada. A lo más hubiera necesitado una mujer fría y piadosa que me soportara con disgusto.

El primer sábado de cada mes yo subia con Lea a una habitación del Hotel Duquesne. Se desvestía y yo la miraba sin tocarla. A veces, eso salía sólo en mi pantalón, otras veces tenía tiempo de volver a casa para terminar allí.

Esa noche no la encontré en su sitio de costumbre. Esperé un momento y como no la ví venir supuse que estaría enferma. Era principio de enero y hacía mucho frío. Quede desolado: soy un imaginativo y me había representado vivamente el placer que esperaba obtener de esa velada.

Había en la calle Odesa una morena que yo había visto a menudo, un poco madura, pero firme y regordeta; yo no detesto las mujeres maduras; cuando están desvestidas parecen más desnudas que las otras. Pero ella no estaba al corriente de lo que me convenía y me intimidaba un poco exponerle aquello de cabo a rabo. Y además, yo desconfío de las recién conocidas; esas mujeres pueden muy bien ocultar un granuja detrás de la puerta, y después el individuo aparece de pronto y le quita a uno el dinero. Puede uno considerarse afortunado si no le da unos puñetazos. Sin embargo, esa noche sentía no sé que audacia; decidí pasar por casa para tomar mi revolver y tentar la aventura.

Cuando un cuarto de hora más tarde abordé a la mujer, el arma estaba en mi bolsillo y ya no temía nada. Al mirarla de cerca, ví que tenía más bien un aspecto miserable. Se parecía a mi vecina de enfrente, la mujer del ayudante, y quedé muy satisfecho de esto, porque hacía mucho tiempo que tenía deseos de verla encuerada. Se desvestía con la ventana abierta cuando no estaba el ayudante, y a menudo yo me quedaba detrás de la cortina para sorprenderla. Pero se arreglaba en el fondo de la pieza.

En el Hotel Estela no quedaba más que una habitación libre en el cuarto piso. Subimos. La mujer era bastante pesada y se detenía en cada escalón para respirar. Yo subía con facilidad; tengo un cuerpo seco, pese a mi vientre, y son necesarios más de cuatro pisos para hacerme perder el aliento.

En el descansillo del cuarto piso se detuvo y se puso la mano derecha sobre el corazón respirando con fuerza. En la mano izquierda tenía la llave de la habitación.

- Es alto-, dijo tratando de sonreirme.

Le tomé la llave sin contestarle, y abrí la puerta. Tenía el revólver en la mano izquierda, apuntado derecho ante mí, a través del bolsillo y no lo dejé hasta después de haber girado la perilla de la puerta. La pieza estaba vacía. Sobre el lavabo había puesto una pequeña pastilla de jabón verde, para lavarse después de eso. Sonreí: conmigo no son necesarios ni los lavabos ni las pastillitas de jabón. La mujer seguía resoplando detrás de mí; eso me excitaba. Me volví, me tendió los labios, la rechacé.

- ¡Desvístete! -le dije.

Había un sillón de tapicería; me senté confortablemente. Es en estos casos cuando lamento no fumar. La mujer se quitó el vestido y luego se detuvo arrojándome una mirada de desconfianza.

- ¿Cómo te llamas? -le dije echándome hacia atrás.

- Renée.

- Pues bueno, Renée, date prisa, estoy esperando.

- ¿No te desvistes?

- ¡Bah, bah! -le dije-, no te ocupes de mí.

Dejó caer los calzones a sus pies, después los recogió y los colocó cuidadosamente sobre su traje junto con el corpiño.

- ¿Así que eres un viciocillo, querido, un perezosito? -me preguntó-, ¿quieres que sea tu mujercita la que haga todo el trabajo?

Al mismo tiempo dió un paso hacia mí, y apoyándose con las manos sobre los brazos de mi sillón, trató pesadamente de arrodillarse ante mis piernas. Pero la levanté con rudeza:

- ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! -le dije.

Me miró con sorpresa.

- Pero, ¿qué quieres que te haga?

- Nada, caminar, pasearte, no te pido más.

Se puso a andar de un lado a otro, con aire torpe. Nada molesta más a las mujeres que andar cuando están desnudas. No tiene costumbre de apoyar los talones en el suelo. La mujerzuela encorvaba la espalda y dejaba colgar los brazos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria: estaba allí tranquilamente sentado en un sillón, cubierto hasta el cuello; había conservado hasta los guantes puestos y esa señora madura se había desnudado totalmente bajo mis órdenes y daba vuelta a mi alrededor.

Volvió la cabeza y para salvar las apariencias me sonrió coquetamente:

- ¿Me encuentras linda? ¿Deleito tus miradas?

- ¡No te ocupes de ello! -le dije.

- Dime -preguntó con súbita indignación- ¿tienes intención de hacerme caminar así mucho tiempo?

- ¡Siéntate! -le ordené.

Se sentó sobre la cama y nos miramos en silencio. Tenía la carne de gallina. Se oía el tic-tac de un despertador al otro lado de la pared. De pronto le dije:

- ¡Abre las piernas!

Dudó un cuarto de segundo, luego obedeció. Miré y olí entre sus piernas. Luego me puse a reir tan fuerte que se llenaron los ojos de lágrimas. Le dije sencillamente:

- ¿Te das cuenta?

Y me volví a reir.

Me miró con estupor, después enrojeció violentamente y cerró las piernas.

- ¡Cochino! -dijo entre dientes.

Pero yo reía más fuerte; entonces se levantó de un salto y tomó su corpiño de la silla.

- ¡Eh! ¡Alto! -le dije- esto no ha terminado. Te daré en seguida cincuenta francos, pero quiero algo por mi dinero.

Ella tomó nerviosamente sus calzones.

- No entiendo. ¿Comprendes? No sé lo que quieres. Y si me has hecho subir para burlarte de mi.

Entonces saqué mi revólver y se lo mostré. Me miró con aire serio y dejó caer sus calzones sin decir nada.

- ¡Camina! -le ordene- ¡Paséate!

Se paseó durante cinco minutos, luego le dí mi bastón y la obligué a hacer ejercicio. Cuando sentí mi calzoncillo humedo me levanté y le tendí un billete de cincuenta francos. Lo tomó.

- Hasta luego -agregué-, no te he fatigado mucho por ese precio.

Me fui. La dejé totalmente desnuda en medio de la habitación, con su corpiño en una mano, y el billete de cincuenta francos en la otra. No lamentaba mi dinero, la había aturdido y eso que no se asombra facilmente a una ramera. Pensé bajando la escalera:

Eso es lo que quería, asombrarlos a todos.

Estaba felíz como un niño. Me llevé el jabón verde y cuando volví a casa lo froté largo tiempo bajo el agua caliente, hasta que no fue más que una delgada película entre mis dedos, parecida a un bombón muy chupado de menta.

Pero por la noche desperté sobresaltado y volví a ver su rostro, los ojos que pusó cuando le mostré el arma y su gordo vientre que saltaba a cada uno de sus pasos.

- ¿Qué estúpido fui? -me dije. Y sentí un amargo remordimiento. ¡Hubiera disparado en aquél momento! ¡Debí agujerear ese gordo vientre dejándolo como una espumadera!

Esa noche y las tres que siguieron, soñé con seis agujeritos rojos agrupados en círculo alrededor de un ombligo.

Desde entonces no volví a salir sin mi revólver. Miraba la espalda de la gente y me imaginaba, según caminaban, el modo como caerían si les disparara. Los domingos tomé la costumbre de ir a apostarme delante del Chátelet, a la salida de los conciertos clásicos.

A eso de las seis escuchaba un timbre y las obreras venían a sujetar las puertas vidrieras con los ganchos. Así empezaba la cosa: la multitud salía lentamente; la gente marchaba con paso flotante, los ojos llenos todavía de ensueño, el corazón todavía lleno de bellos sentimientos. Había muchos que miraban a su alrededor con aire asombrado; la calle debía parecerles totalmente azul. Entonces sonreían con misterio: pasaban de un mundo a otro, y era en ese otro donde yo les esperaba. Había deslizado mi mano derecha en el bolsillo y apretaba con todas mis fuerzas la culata del arma. Al cabo de un momento me veía disparándoles el arma. Los derribaba como a muñecos en un juego de feria, caían unos sobre otros y los sobrevivientes, presas de pánico, refluían en el teatro rompiendo los vidrios de las puertas. Era un juego muy enervante; mis manos temblaban; por último me veía obligado en ir a beber un cognac en Dreber para reconfortarme.

A las mujeres no las hubiera matado. Les hubiera tirado a los riñones o quizá a las pantorrillas para hacerlas bailar.

Todavía no tenía nada decidido. Pero se me ocurrió hacer todo como si mi decisión estuviera tomada. Comencé por arreglar los detalles accesorios. Fuí a ejercitarme en un polígono de la feria de Denfert-Rochereau. Mis cartones no eran muy buenos, pero los hombres ofrecen blancos más grandes, sobre todo cuando se tira a quemarropa. En seguida me ocupé de mi publicidad. Elegí un día en que todos mis colegas estaban reunidos en la oficina. Un lunes por la mañana. Por sistema era muy amable con ellos, aunque tenía horror de estrecharles la mano. Se quitaban los guantes para decir buenos días, tenían una obcena manera de desnudar la mano, de bajar el guante y deslizarlo lentamente a lo largo de los dedos, descubriendo la desnudez gruesa y arrugada de la palma. Yo conservaba siempre mis guantes puestos.

El lunes por la mañana no se hace gran cosa. La dactilógrafa del servicio comercial vino a traernos los recibos. Lemercier bromeó con ella amablemente y cuando salió, todos detallaron sus encantos con enervante competencia. Luego hablaron de Lindbergh. Les gustaba mucho Lindbergh. Yo es dije:

- A mi me gustan los héroes negros.

- ¿Los africanos? -preguntó Massé.

- No, negros, como se dice Magia Negra. Lindbergh es un héroe blanco. No me interesa.

- Vaya a ver si es facil atravesar el Atléntico -dijo agriamente Bouxin.

Les expuse mi concepto de héroe negro.

- Un anarquista -resumió Lemercier.

- No -dije suavemente-, los anarquistas quieren a su manera a los hombres.

- Sería entonces un trastornado.

Pero Massé, que tenía algunas lecturas, intervino en ese momento:

- Conozco su tipo -me dijo- se llama Eróstrato. Quiso ser célebre y no encontró mejor medio que quemar el Templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo.

- ¿Y cómo se llamaba el arquitecto de ese templo?

- No me acuerdo -confesó-, hasta creo que nunca se ha sabido su nombre.

- ¿De veras? ¿Y usted recuerda el nombre de Eróstrato? Ya ve que éste no había calculado tan mal.

La conversación terminó con estas palabras, pero quedé tranquilo; la recordarían en su momento. En cuanto a mí, que hasta entonces no había oido jamás hablar de Eróstrato, me envalentoné con su historia. hacia más de dos mil años que habia muerto y su recuerdo brillaba todavía como un diamante negro. Comencé a creer que mi destino sería corto y trágico. Aquello me dió miedo al principio y después me acostumbré. Si se mira desde cierto punto de vista es atroz; pero desde otro, otorga al instante que pasa una belleza y una fuerza considerables.

Cuando bajaba a la calle sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo; yo era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de las bombas. También yo, un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.

En esa época me ocurrió tener muchas noches el mismo sueño. Yo era un anarquista, me había colocado al paso del Zar y llevaba conmigo una máquina infernal. A la hora precisa pasaba el cortejo estallaba la bomba y saltábamos en el aire, yo, el Zar y tres oficiales adornados de oro, bajo los ojos de la multitud.

Permanecí entonces semanas enteras sin aparecer por la oficina. Me paseaba por las calles, entre mis futuras víctimas, o bien, me encerraba en mi habitación y hacía planes.

Me despidieron a comienzos de octubre. Ocupé entonces mis ocios en redactar la siguiente carta que copié en ciento dos ejemplares:

Señor:

Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así?

Le gusta también la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar.

A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un acento púdico pero entusiasta.

La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es una buena acción.

Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mi me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mia si prefiero asistir a la comida de las focas?

El hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mi me da nauseas; no sé por qué: así he nacido.

Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían en mi como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear.

Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos.

Adios, señor; tal vez será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el Bulevard Edgard Quinet. usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.

Paul Hilbert.

Coloqué las ciento dos cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis libretas de sellos de correo.

Durante los quince días que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos de artista y de asesino.

Pero esperaba cambiar mucho más profundamente todavía después de la matanza.

Ví las fotos de esas dos lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Ví las fotos del antes y después. Antes sus rostros se baanceaban como discretas flores encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad. Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas, semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio, pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el recuerdo de su crimen común.

Si basta, me decía, un delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crímen enteramente concebido y realizado por mí!

Se apoderaría de mí, transtornaría mi fealdad demasiado humana ...; un crímen, eso corta en dos la vida del que lo comete.

Ha de haber momentos en que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el túnel, ese mineral chispeante.

No pedía más que una hora para gozar del mio, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría todo!

Decidí ejecutarlo en la calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus muertos. Correría, atravesaría rápidamente el Bulevard Edgar Quinet y volvería rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores estarían todavía en el Bulevard Edgard Quinet, perderían mi rastro y necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar mi revólver y me dispararía en la boca.

Yo vivía más cómodamente; me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no abría, esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.

El 27 de octubre a las seis de la tarde me quedaban diecisite francos con cincuenta centavos. Tomé mi revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien; tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde compré los lápices y no reconocía nada.

Me decía: ¿Cuál es esta calle?

El Bulevard Montparnasse estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para deslizarme entre ellos. Me ví de pronto en el corazón de esa multitud horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero ... pero ... con alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta.

Juzgué más discreto dejar para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.

Me quedé tres días en mi habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz.

El lunes alguien llamó a la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No ví más que un pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no supe quién era.

Por la noche tuve visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una cúpula. No tenia sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un castillo que yo había hecho construir sobre las Causes noires a veinte leguas de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer, la había acribillado a balazos.

Estas imágenes me turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmovil en la oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.

Llegó el día. No sentía ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol. Entonces pensé:

En una habitación cerrada, en la oscuridad. El está agazapado. Hace tres días que él no come ni duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle y él matará.

Me daba miedo. A las seis de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí. Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de una camisería, y cuando ví mi cara pensé:

Sucederá esta tarde.

Me aposté en la parte alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:

- Habían puesto tapices en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.

- ¿Están tronados? -preguntó la otra.

- No es necesario estar tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.

- ¡Cinco luises! -dijo la morena, deslumbrada.

Agregó al pasar a mi lado:

- Y además me imagino que debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.

Se alejaron. Tenía frío, pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento ví llegar a tres hombres; los dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la lengua. Desvié la mirada.

A las siete y cinco dos grupos que se seguían de cerca, desembocaron del Bulevard Edgard Quinet. Eran un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz monótona:

- Es latoso, también, este mocoso.

El corazón me latía tan fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.

- ¡Perdón! -dijo el hombre al empujarme.

Me acordé que había cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente. Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del Bulevard.

Me apoyé contra la pared. Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía:

¿Por qué es necesario matar a toda esta gente que ya está muerta?

Y tenía ganas de reir. Un perro vino a olfatearme los pies.

Cuando el hombre gordo me pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver a una alcantarilla.

De pronto el individuo se paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.

- Es para ... preguntarle.

Parecía no escuchar, miraba mis manos. Acabé trabajosamente:

- ¿Puede decirme dónde está la calle de Gaité?

Su cara era gorda y sus labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:

- Querría.

En ese momento supe que iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo.

- ¡Cochino! -le dije-, ¡maldito cochino!

Huí, le oí toser. Oí también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó:

- ¿Qué ocurre? ¿Hay una pelea?

Luego de pronto gritaron:

- ¡Al asesino! ¡Al asesino!

No pensé que esos gritos me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el Bulevard Edgar Quinet, la bajé hacia el Bulevard Montparnasse. Cuando me dí cuenta era demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían hacia mi. Me acuerdo de la cara de un mujer muy maquillada que llevaba un sombrero verde con una pluma.

Y escuchaba a mis espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar:

- ¡Al asesino! ¡Deténganlo!

Una mano se posó en mi espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud. Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.

Transcurrió un momento. Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio, como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los ojos y ví un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado enbarrado a la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo, deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.

- ¿Qué es lo que esperan? -me pregunté. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían.

Pero no se apresuraban, me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los cochinos tenían miedo!

Al cabo de un momento escuché una voz:

- Vamos abra, no le haremos daño.

Hubo un silencio y en seguida la misma voz:

- Usted sabe bien que no puede escapar.

No contesté, seguía jadeando. Para animarme a dispararme me decía:

- Si me detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo.

Hubiera querido saber si el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido ... y las otras dos balas tal vez no habían herido a nadie ...

Preparaban algo, ¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en el silencio.

Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.


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