Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo X (Segunda parte)Capítulo XI (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO UNDÉCIMO

DE LOS FUNDAMENTOS Y LIMITES DEL PRINCIPIO DEL LAISSER-FAIRE O NO INTERVENCIÓN

Primera parte

1. Llegamos ahora a la última parte de nuestra empresa: el estudio, en la medida en que cae dentro de este tratado (esto es, en tanto en cuanto es una cuestión de principio y no de detalle), de los límites de las atribuciones del gobierno; la cuestión de a qué materias puede o debe extenderse la intervención gubernamental en los asuntos de la sociedad, además de aquellas que forzosamente le incumben. Ningún asunto ha sido objeto de más vivas discusiones en la época actual; no obstante, la controversia ha girado más bien en torno a ciertos puntos escogidos y sólo se ha tocado ligeramente el resto del problema. En realidad, aquellos que se han ocupado de un aspecto determinado de la intervención gubernamental, tales como la educación oficial (espiritual o secular), la regulación de las horas de trabajo, el cuidado público de los pobres, etc., se han extendido a menudo en argumentos de carácter general de una amplitud muy superior a la aplicación general especial que de ellos se hacía y han mostrado una inclinación muy marcada en contra de que se toque a esas cosas o en favor de ingerirse decididamente en ellas, pero rara vez han declarado, o a lo que parece han decidido, hasta qué punto llevarían uno u otro principio. Los que defienden la intervención se han contentado con afirmar el derecho y el deber del gobierno a intervenir, siempre que su intervención sea útil, y cuando aquellos que forman la escuela que se ha llamado del laisser-faire han intentado limitar con alguna exactitud las atribuciones del gobierno, las han reducido, por lo general, a la protección de las personas y los bienes contra la violencia y el fraude, definición con la cual no pueden estar de acuerdo ni ellos ni nadie, ya que excluye, como se ha mostrado en un capítulo anterior, algunos de los deberes más indispensables y más unánimemente reconocidos del gobierno.

Sin que me proponga suplir por entero esta deficiencia de una teoría general sobre un asunto que, a mi modo de ver, no admite ninguna solución universal, intentaré aportar alguna ayuda para la solución de esta clase de problemas a medida que se presenten, examinando desde el punto de vista más general en que, puede considerarse el asunto cuáles son las ventajas y cuáles los males o los inconvenientes de la intervención del gobierno.

Hemos de empezar por distinguir entre dos clases de intervención gubernamental que, aunque puedan referirse a la misma materia, difieren mucho en su naturaleza y en sus efectos, y cuya justificación precisa motivos de muy distinto grado de urgencia. La intervención puede extenderse hasta el control de la libertad de acción de los individuos. El gobierno puede prohibir a todas las personas que hagan determinadas cosas, o que las hagan sin su autorización, o puede ordenarles que hagan ciertas cosas, o darles a elegir entre hacerlas de determinada manera o abstenerse de hacerlas. Esta es la intervención autoritaria del gobierno. Existe otra clase de intervención que no es autoritaria: cuando un gobierno, en lugar de expedir una orden y obligar a cumplirla por medio de castigos, adopta un procedimiento a que tan pocas veces recurren los gobiernos, y del que podría hacerse un uso tan importante: el de aconsejar y publicar información, o cuando el gobierno, dejando a los individuos en libertad de usar sus propios medios en la persecución de cualquier objetivo de interés general, no interviene en sus asuntos, pero no confía tampoco el objetivo a su cuidado exclusivo, y establece, paralelamente a sus diposiciones, un medio de acción propio para la misma finalidad. Así, una cosa es mantener una iglesia oficial y otra no tolerar otras religiones, u otras personas que no profesen ninguna religión. Una cosa es establecer escuelas o colegios y otra exigir que no actúe como instructor de la juventud ninguna persona que no tenga una licencia del gobierno. Puede existir un banco nacional o una fábrica del gobierno sin que ello justifique un monopolio contra los bancos o las fábricas privadas. Puede existir un servicio de correos sin penalidades por el transporte de cartas por otros medios. Puede existir un cuerpo de ingenieros oficiales para fines civiles, mientras que todo el que desee pueda adoptar la profesión de ingeniero civil. Puede haber hospitales públicos sin que se ponga ninguna restricción al ejercicio de la medicina o de la cirugia.

2. Es evidente, incluso a primera vista, que la forma autoritaria de intervención del gobierno tiene un campo de acción legítimo mucho más limitado que la otra. En todo caso su justificación precisa una necesidad mucho más fuerte, mientras que existen extensos sectores de la vida humana de los cuales se ha de excluir imperiosamente y sin reserva de ninguna clase. Cualquiera que sea la teoría que adoptemos sobre el fundamento de la unión social, y sean cualesquiera las instituciones bajo las cuales vivamos, hay alrededor de cada ser humano considerado individualmente un circulo en el que no debe permitirse que penetre ningún gobierno, sea de una persona, de unas cuantas o de muchas; hay una parte de la vida de toda persona que ha llegado a la edad de la discreción, en la que la individualidad de esa persona debe reinar sin control de ninguna clase, ya sea de otro individuo o de la colectividad. Nadie que profese el más pequeño respeto por la libertad o la dignidad humana pondrá en duda que hay o debe haber en la existencia de todo ser humano un espacio que debe ser sagrado para toda intrusión autoritaria; la cuestión está en fijar dónde ha de ponerse el límite de ese espacio, cuán grande debe ser el sector de la vida humana que debe incluir este territorio reservado. Entiendo que debe incluir toda aquella parte que afecta sólo a la vida del individuo, ya sea interior, ya exterior, y que no afecta a los intereses de los demás o sólo los afecta a través de la influencia moral del ejemplo. Por lo que respecta al dominio de la íntima conciencia, a los pensamientos y los sentimientos y toda aquella parte de la conducta exterior que es sólo personal y no entraña consecuencias para los demáS, sostengo que a todos debe estar permitido, y para los más cultivados y reflexivos debe ser con frecuencia un deber, afirmar y divulgar, con toda la fuerza de que son capaces, su opinión sobre lo que es bueno o malo, admirable o despreciable, pero sin obligar a los demás a aceptar esa opinión, tanto si la fuerza que se emplea es la de la coacción extralegal como si se ejerce por medio de la ley.

Incluso en aquellas partes de la conducta que afectan a los intereses de los demás, incumbe a los defensores de las prohibiciones legales justificar su pretensión. El simple daño imaginario o supuesto a los demás no justificará la intervención de la ley en la libertad individual. Impedir que uno haga lo que está inclinado a hacer, o que obre de acuerdo con su propio juicio acerca de lo que es conveniente, no sólo es siempre fastidioso, sino que tiende siempre, pro tanto, a impedir el desarrollo de una parte de las facultades físicas o mentales, ya sean sensitivas, ya activas, y a menos de que la conciencia del individuo se adapte espontáneamente a la restricción legal, participa en mayor o menor grado de la degradación de la esclavitud. Sólo la absoluta necesidad y de ningún modo la simple utilidad, puede justificar una regulación prohibitoria, a menos que pueda hacerse recomendable de por sí a la conciencia general, a menos que personas de ordinario bien intercionadas crean o pueda inducírselas a creer que lo que se prohibe es algo que ellas no deben querer hacer.

No es lo mismo cuando las intervenciones gubernamentales no restringen la libertad de acción del individuo. Cuando un gobierno provee los medios para alcanzar un fin determinado, dejando a los individuos en libertad de usar otros si los juzgan preferibles, no se infringe la libertad, no hay restricciones fastidiosas o degradantes. Falta entonces una de las principales objeciones a la intervención del gobierno. No obstante, en casi todas las formas de gobierno existe algo que es obligatorio: el aprovisionamiento de medios pecuniarios. Estos se derivan de los impuestos o, si existen bajo la forma de dotación derivada de la propiedad pública, son a pesar de todo causa de tantos impuestos obligatorios como la venta o el rendimiento obtenido anualmente de esa propiedad permitiría evitar (1). Y la objeción que necesariamente va unida a toda contribución obligatoria, se agrava casi siempre por las costosas precauciones y onerosas restricciones que son indispensables para evitar que nadie evada el pago de un impuesto obligatorio.

3. Una segunda objeción de carácter general a la intervención del gobierno es que toda extensión de las funciones que incumben al mismo aumenta su fuerza en forma autoritaria, y aún más en la forma indirecta de su influencia. Se ha sabido reconocer, al menos en Inglaterra, la importancia de esta objeción, por lo que respecta a la libertad política; pero en los últimos tiempos son muchos los que se han inclinado a creer que la limitación de las facultades del gobierno sólo es esencial cuando éste está mal constituído: cuando no representa al pueblo, sino que es el órgano de una clase o de una coalición de clases, y que a un gobierno cuyo origen es suficientemente popular se le puede investir de cualquier poder sobre la nación, ya que sus poderes serían los de la nación sobre sí misma. Esto podrá ser cierto si la nación, en tales casos, no significa en la práctica una simple mayoría de la nación, y si las minorías sólo pudieran ser opresoras, pero no oprimidas. La experiencia enseña, sin embargo, que los depositarios del poder que son meros delegados del pueblo, esto es, de una mayoría, están tan dispuestos (cuando creen que pueden contar con el apoyo popular) como cualesquiera órganos de la oligarquía a arrogarse poderes arbitrarios y a mermar indebidamente las libertades de la vida privada. El público, como colectividad, se halla siempre dispuesto a imponer no solo sus opiniones, por lo general egoístas, sobre sus propios intereses, sino sus opiniones abstractas e incluso sus gustos, como leyes obligatorias para los individuos. Y la civilización actual tiene una tendencia tan marcada a convertir la influencia de las personas que actúan sobre las masas en la única fuerza importante de la sociedad, que nunca fue mayor que ahora la necesidad de rodear la independencia individual de pensamiento, palabra y conducta de las más poderosas defensas, con objeto de mantener la originalidad de espíritu y la individualidad del carácter, que son las únicas fuentes de todo progreso real y de casi todas las cualidades que hacen que la especie humana sea muy superior a cualquier rebaño de animales. De aquí que no sea menos importante en un gobierno democrático que en cualquiera otra forma de gobierno el que se mire con recelo toda tendencia de las autoridades públicas a extender su intervención y a arrogarse un poder de cualquier clase del que pueda prescindirse. Tal vez sea esto aún más importante en una democracia que en ninguna otra forma de gobierno, porque allí donde la opinión pública es soberana, el individuo oprimido por el gobierno no encuentra, como en casi todas las otras formas de gobierno, un poder rival al cual puede pedir socorro o, al menos, simpatía.

4. Una tercera objeción general a la intervención del gobierno se apoya en el principio de la división del trabajo. Toda función adicional que tome sobre sí el gobierno es una nueva ocupación que se impone a un organismo ya sobrecargado de deberes. Una consecuencia natural es que la mayor parte de las cosas se hacen mal, muchas no llegan a hacerse porque el gobierno no puede hacerlas sin demoras que son fatales para la finalidad perseguida, las funciones más penosas y menos ostentosas se aplazan o se descuidan y siempre se tiene a mano una excusa para explicar el descuido, mientras que los jefes administrativos se hallan siempre tan ocupados con los detalles oficiales, por muy superficial que sea su dirección, que no tienen tiempo para dedicarlo a los grandes intereses del Estado y para preparar extensas medidas de mejoramiento social.

Pero esos inconvenientes, aunque graves y verdaderos, resultan mucho más de la mala organización de los gobiernos que de la extensión y la variedad de los deberes que tienen a su cargo. El gobierno no es el nombre que se da a un funcionario o grupo de funcionarios: dentro del órgano administrativo la división del trabajo puede llevarse hasta cualquier límite. El mal en cuestión se siente con mayor intensidad bajo algunos de los gobiernos del continente, en donde seis u ocho hombres que viven en la capital y se designan con el nombre de ministros quieren que la totalidad de los asuntos públicos del país pase, o se suponga que pasa, por las manos de cada uno de ellos. Pero el inconveniente se reduciría en gran proporción en un país en que se distribuyeran en debida forma las funciones entre los funcionarios del gobierno central y los locales, y en el que el organismo central estuviera dividido en un número suficiente de departamentos. Cuando el parlamento creyó conveniente investir al gobierno de una autoridad de inspección y de control sobre los ferrocarriles no los agregó al departamento del ministro del interior, sino que creó un consejo de ferrocarriles. Cuando decidió tener una autoridad directora central para la administración del socorro a los pobres, estableció la comisión para la ley de beneficencia. En pocos países desempeñan los funcionarios públicos mayor número de funciones que en algunos Estados de la Unión Americana, sobre todo los de Nueva Inglaterra, pero la división del trabajo en los asuntos oficiales es extrema, ya que la mayor parte de los funcionarios públicos no tienen ni aun que responder ante ningún superior jerárquico, sino que realizan sus funciones en completa libertad, bajo el doble freno de la elección por sus conciudadanos y su responsabilidad civil y penal ante los tribunales.

No cabe duda de que para el buen gobierno es indispensable que los jefes de la administración, ya sean permanentes o accidentales, tengan un conocimiento general y de conjunto de todos los intereses confiados a la responsabilidad del poder central. Pero con una hábil organización interna de la maquinaria administrativa, dejando a los subordinados y, en la medida de lo posible, a los subordinados locales, no sólo la ejecución, sino hasta cierto punto el control de los detalles, haciéndolos responsables de los resultados de sus actos más que de los actos mismos, excepto cuando éstos son de la competencia de los tribunales, asegurándose bien de la honestidad y la capacidad de las personas nombradas para desempeñar las funciones, abriendo a todos la promoción desde los grados inferiores de la escala administrativa a los superiores, dejando en cada etapa al funcionario una mayor iniciativa en la adopción de medidas, de tal manera que en los grados más elevados la deliberación pueda concentrarse sobre los grandes intereses colectivos del país en cada departamento; si se hiciera todo esto, es probable que el gobierno no estuviera sobrecargado por ningún asunto, que en otros respectos fuera de su incumbencia, si bien siempre existiría el peligro de que se sobrecargara con asuntos de los cuales no debería ocuparse.

5. Pero si bien una mejor organización de los gobiernos haría que fuera menos censurable la simple multiplicación de sus deberes, continuaría siendo cierto que en todas las comunidades más adelantadas todo aquello en que intervienen los gobiernos se hace peor de como se haría si lo realizaran o lo hicieran realizar las personas más interesadas en su buen resultado, abandonadas a sí mismas. Las razones para que así sea las expresa con bastante exactitud el dicho popular según el cual, cada uno entiende mejor sus propios asuntos y sus propios intereses y cuida de ellos mejor que lo hace o puede esperarse que lo haga el gobierno. Esta máxima puede aplicarse sin temor a errar a la mayor parte de los asuntos de la vida, y siempre que sea exacta debemos condenar toda ingerencia del gobierno que choque con ella. Así, por ejemplo, la inferioridad de la acción gubernamental en cualesquiera de las actividades de la industria o del comercio se comprueba por el hecho de que casi nunca puede resistir la competencia de los particulares dondequiera que éstos poseen el grado necesario de iniciativa y pueden disponer de medios adecuados. Todas las facilidades de información de que goza el gobierno, todos los medios de que dispone para remunerar y, por consiguiente, para tener a su servicio las personas de más talento, no compensan ni con mucho la enorme desventaja de un menor interés en el resultado.

Hay que tener presente, además, que aun si el gobierno superara en inteligencia y en conocimientos a cualquier habitante de la nación, tiene que estar en situación de inferioridad con respecto a todos los participantes tomados en conjunto. No puede poseer de por sí ni alistar a su servicio más que una parte de los talentos y las capacidades que contiene el país aplicables a un fin determinado. Es evidente que ha de haber muchas personas igualmente calificadas para el trabajo que aquellas a quienes emplea el gobierno, aun suponiendo que éste les seleccione sin tener en cuenta más que su idoneidad. Ahora bien, es evidente que, en la mayor parte de los casos, es a aquéllas personas a las que se encomienda la dirección de las empresas particulares, porque son las más capacitadas para hacerla mejor o más barato. En la medida en que así ocurre, es evidente que el gobierno, al excluir o incluso al sustituir la gestión individual, o bien sustituye un medio de acción mejor por otro peor o por lo menos sustituye, con su manera de realizar el trabajo, a todas las distintas maneras de realizarlo que emplearían muchas personas todas igualmente calificadas y que tienden al mismo fin, y esta variedad es mucho más propicia al progreso y al adelanto que la uniformidad que entraña un solo sistema.

6. He reservado para el último lugar una de las razones más fuertes contra la extensión de la ingerencia del gobierno. Aun en el caso de que el gobierno pudiera rodearse en cada departamento de todas las capacidades intelectuales más eminentes y de los talentos más activos de la nación, no por ello sería menos de desear que se dejara la dirección de una gran parte de los asuntos de la sociedad en manos de las personas más directamente interesadas en ellos. Los asuntos de la vida son una parte esencial de la educación práctica de un pueblo, sin la cual los libros y la instrucción escolar, aunque muy necesarios y convenientes, no bastan a capacitarle para el mando y para adaptar los medios a los fines. La instrucción es sólo una de las cosas necesarias para el adelanto espiritual; otra, casi tan indispensable, es el ejercicio vigoroso de las energías activas: el trabajo, la iniciativa, el discernimiento, el dominio de sí mismo, y son las dificultades de la vida las que estimulan el desarrollo de estas cualidades. No debe confundirse esta doctrina con el optimismo complaciente que presenta los infortunios de la vida como algo deseable, porque son los que hacen que aparezcan las cualidades precisas para sobreponerse a ellos. Sólo porque existen esas dificultades es por lo que tienen algún valor las cualidades precisas para combatirlas. Como seres prácticos tenemos el deber de libertar la vida humana de tantas de esas dificultades como sea posible y no mantener una reserva de ellas de la misma manera que los cazadores protegen la caza para después ejercitarse en perseguirla. Pero puesto que la necesidad de los talentos activos y del discernimiento práctico en los asuntos de la vida sólo puede disminuirse, y en ningún caso, ni aun en el supuesto más favorable, puede prescindirse de ella, es importante 'que se cultiven esas cualidades no simplemente en una minoría selecta, sino en todos, y que la cultura así adquirida sea más variada y completa que la que la mayor parte de las personas pueden obtener en el estrecho campo de sus simples intereses individuales. Un pueblo que carece del hábito de la acción espontánea por los intereses colectivos, que tiene la costumbre de mirar hacia su gobierno para que le ordene lo que tiene que hacer en todas aquellas materias de interés común, que espera que se lo den todo hecho, excepto aquello que puede ser objeto de simple hábito o rutina, un pueblo así tiene sus facultades a medio desarrollar; su educación es defectuosa en una de sus ramas más importantes.

No sólo se difunde a través de toda la comunidad el cultivo de las facultades activas ejercitándolas, lo que ya de por sí es una de las adquisiciones más valiosas; se hace no menos, sino más necesario cuando se conserva en los jefes y en los funcionarios del Estado un alto grado de esa cultura tan indispensable. No puede darse una combinación de circunstancias más peligrosa para la felicidad humana que aquella en que se mantienen a un alto nivel la inteligencia y el talento de la clase gobernante, pero se desalienta y se obstaculiza fuera de ella. Un sistema así personifica de una manera más cabal que ningún otro la idea del despotismo, añadiendo el arma de la superioridad intelectual a las que ya tienen los que disfrutan del poder legal. Se aproxima, tanto como lo permite la diferencia orgánica entre los seres humanos y los demás animales, al gobierno de las ovejas por su pastor, sin que exista nada equivalente al interés del pastor por la prosperidad de su rebaño. La única garantía contra la esclavitud política es el freno que puede mantener sobre los gobernantes la difusión entre los gobernados de la inteligencia, la actividad y el espíritu público. La experiencia prueba la gran dificultad de mantener de manera permanente esas cualidades a un nivel bastante elevado, dificultad que aumenta a medida que el adelanto de la civilización y la seguridad hacen desaparecer uno tras otro los trabajos, las dificultades y los peligros contra los cuales los individuos no tenían antes otro recurso que su propia fuerza, su habilidad y su valor. Es, por consiguiente, de suprema importancia que todas las clases de la comunidad, hasta la más baja, tengan mucho que hacer por si mismas; qU6 se exija de su virtud y de su inteligencia tanto como éstas puedan dar de sí; que, en tanto sea posible, el gobierno no sólo deje a sus propias facultades el manejo de todo lo que les concierne a ellas solas, sino que les permita o más bien les estimule a cuidar del mayor número posible de sus intereses comunes por medio de la cooperación voluntaria; ya que esta discusión y dirección de los intereses colectivos es la gran escuela de ese espíritu público y el origen de ese conocimiento de los asuntos públicos, que se considera siempre como el carácter distintivo del pueblo de los países libres.

Una constitución democrática que no se apoye sobre instituciones democráticas en sus detalles, sino que se limite al gobierno central, no sólo no es libertad política, sino que con frecuencia crea un espíritu que es precisamente el opuesto, llevando hasta las capas más bajas de la sociedad el deseo y la ambición de dominio político. En algunos países lo que el pueblo desea es no ser tiranizado, pero en otros es que cada cual tenga iguales probabilidades de llegar a tiranizar. Por desgracia este último estado de los deseos es tan natural a la humanidad como el primero, y en muchas de las situaciones de la misma humanidad civilizada es donde hay más ejemplos. Los deseos del pueblo tenderán a rechazar la opresión, más bien que a oprimir, en proporción a como esté acostumbrado a dirigir sus asuntos mediante su intervención activa, en lugar de dejarlos al gobierno; mientras que las instituciones populares no inculcan en el pueblo el deseo de libertad, sino un apetito insaciable de honores y poder, en la medida en que toda la iniciativa y la dirección reside en el gobierno y que los individuos sienten y actúan bajo su constante. tutela, apartando la inteligencia y la actividad del país de los asuntos que más le importan para dedicarlos a la mezquina competencia por los provechos egoístas y las pequeñas vanidades de los cargos oficiales.

7. Las que anteceden son las principales razones, de carácter general, que abogan por la restricción a los límites más estrechos de la intervención de la autoridad pública en los asuntos de la comunidad, y pocos serán los que discutan que son más que suficientes para apoyar en cada caso que se presente no a los que defienden la intervención gubernamental, sino a los que se resisten a ella. En resumen, la práctica general debe ser laisser-faire; toda desviación de este principio, a menos que se precise por algún gran bien, es un mal seguro.

Los tiempos venideros tendrán dificultad en creer hasta qué punto los gobiernos han infringido esta máxima, aun en los casos en que su aplicación estaba más indicada. Por la descripción que hace M. Dunoyer (2) de las restricciones que se imponían a las operaciones de las manufacturas bajo el gobierno francés por la ingerencia oficial, podemos formarnos una idea de ello.

El Estado ejercía sobre la industria fabril la jurisdicción más arbitraria e ilimitada. Disponía sin escrúpulo de los recursos de los fabricantes, decidía a quién debía permitirse trabajar, qué cosas se debía permitir hacer, qué materiales debían emplearse, qué procedimientos se habían de seguir, qué formas debía darse a los productos. No bastaba hacer las cosas bien, incluso mejor; había que hacerlas de acuerdo con las reglas. Todo el mundo sabe que el reglamento de 1670 prescribía la confiscación y exhibición en picota, con los nombres de los fabricantes. de los artículos que no se ajustaban a las reglas, y que, de repetirse el delito por segunda vez, indicaba que los fabricantes serían atados a la picota. No había que atender al gusto de los consumidores, sino a las ordenanzas de la ley. Legiones de inspectores, empleados, contadores, jurados y guardias, estaban encargados de su ejecución. Se rompían máquinas, se quemaban productos cuando no se ajustaban a las reglas; se castigaban los perfeccionamientos; se imponían multas a los inventores. Las reglas eran distintas para los géneros destinados al consumo nacional y para los destinados a la exportación. Un artesano no podía elegir el lugar para establecerse, ni trabajar todas las estaciones, ni trabajar para todos los clientes. Existe un decreto del 30 de marzo de 1700 que limita a dieciocho ciudades el número de lugares en que pueden tejerse medias. Un decreto del 18 de junio de 1723 ordena a los fabricantes de Rouen suspender sus trabajos desde el primero de julio al 15 de septiembre, para facilitar la recolección. Luis XIV, cuando pretendió construir la columnata del Louvre, prohibió a todos los particulares emplear trabajadores sin su permiso, so pena de una multa de 10,000 libras, y prohibió a los obreros trabajar para los particulares, bajo pena de encarcelamiento la primera vez, y la segunda, de galeras.

Que esos reglamentos no eran letra muerta y que la ingerencia oficiosa y vejatoria se prolongó hasta la Revolución francesa, lo comprueba el testimonio del ministro girondino Roland (3). He visto -dice- ochenta, noventa, cien piezas de tejido de algodón o de lana mutiladas y destruídas por completo. He presenciado escenas similares cada semana durante muchos años. He visto confiscar géneros manufacturados; imponer fuertes multas a los fabricantes; se quemaron algunas piezas de telas en las plazas públicas y a las horas de mercado; otras se fijaron en la picota con el nombre del fabricante inscrito, amenazándole con llevarlo a ella en caso de una segunda ofensa. Todo esto se hizo ante mis ojos, en Rouen, de conformidad con los reglamentos existentes u órdenes ministeriales. ¿Cuál era el crimen que merecía un castigo tan cruel? Algunos defectos en los materiales empleados o en la contextura del tejido o incluso en algunos de los hilos de la tela. He visto con frecuencia a una banda de satélites visitar a fabricantes y poner en desorden sus establecimientos, aterrorizar a sus familias, cortar las piezas puestas en los bastidores, arrancar la tela de los telares y llevársela como una prueba de las infracciones; los fabricantes eran citados, juzgados y condenados; sus géneros, confiscados; en cada juicio público se exponían copias del juicio y de la confiscación; fortuna, reputación, crédito, todo estaba perdido y destruído. ¿Y por qué? Porque habían hecho de lana una clase de tejido llamado felpa, como el que los ingleses acostumbraban fabricar e incluso vender en Francia, mientras que los reglamentos franceses establecían que esa clase de tejido debía hacerse con pelo de cabra. He visto tratar a otros fabricantes de la misma manera, porque habían hecho camelote de un ancho especial usado en Inglaterra y Alemania, del que había una gran demanda en España, Portugal y otros países y en algunas regiones de Francia, mientras que los reglamentos franceses ordenaban otros anchos para el camelote.

Pasaron ya los tiempos en que puedan intentarse aplicaciones como esas del principio del gobierno paternal ni aun en los países menos ilustrados de Europa. En casos como los citados son válidas todas las objeciones de carácter general a la intervención del gobierno, y algunas de ellas en su más alto grado. Pero tenemos que ocuparnos ahora de la segunda parte de nuestra labor y dedicar nuestra atención a los casos en que faltan por completo algunas de esas objeciones de carácter general, mientras que aquellas de las que no es nunca posible desembarazarse por completo se hallan dominadas por motivos opuestos más importantes. Hemos hecho ya la observación de que, por regla general, los asuntos de la vida se ejecutan mejor cuando se deja en completa libertad para hacerlos a su manera a los que tienen interés más inmediato en ellos, sin el control de ninguna ordenanza legal o la ingerencioa de ningún funcionario público. Es probable que las personas que hacen el trabajo, o algunas de ellas, estén más capacitadas que el gobierno para juzgar cuáles son los mejores medios para alcanzar el fin que persiguen. Aun cuando supusiéramos, lo que no es muy probable, que el gobierno posee los mejores conocimientos adquiridos hasta un momento determinado por las personas más capacitadas en esa ocupación, aun entonces los individuos tienen un interés tanto mayor y más directo en el resultado cuanto que es mucho más probable que se mejoren los medios si se dejan a su libre elección. Pero si los que efectúan el trabajo son, por lo general, los que mejor pueden seleccionar los medios para realizarlo ¿puede afirmarse con la misma seguridad universal que el consumidor o la persona servida, es el juez más competente del resultado obtenido? ¿Tiene siempre el comprador suficiente capacidad para juzgar la mercancía? Si no es así, la presunción en favor de la competencia del mercado no es aplicable al caso; y si la mercancía es una de aquellas cuya calidad tiene mucha importancia para la sociedad, es posible que resulte conveniente alguna forma de intervención de representantes autorizados de los intereses colectivos del Estado.

8. Ahora bien, la afirmación de que el consumidor es un juez competente de la mercancía, sólo puede admitirse con numerosas reservas y excepciones. Cierto que es, por lo general, el mejor juez de los objetos más importantes producidos para su uso personal (aun cuando ni siquiera esto es siempre cierto). Esos objetos están destinados a satisfacer alguna necesidad física o a gratificar algún gusto o inclinación, en cuyo caso no cabe duda que la persona que siente esa necesidad o esa inclinación obra en apelación, o bien son los instrumentos y los accesorios de alguna ocupación, para uso de las personas dedicadas a ella, las cuales es de suponer sean los mejores jueces de las cosas que se precisan en su trabajo habitual. Pero hay otras cosas de cuyo valor no puede juzgarse por la demanda del mercado, cosas cuya utilidad no consiste en proveer a determinadas inclinaciones ni en servir para los usos diarios de la vida y cuya falta se siente menos alli donde más se necesita. Esto es verdad sobre todo de aquellas cosas que son principalmente útiles porque tienden a elevar el carácter de los seres humanos. Las personas incultas no pueden ser jueces competentes de la cultura. Los que más necesitan ser más prudentes y mejores, son los que por lo general menos lo desean y, si lo desearan, serían incapaces de encontrar con sus propias luces el camino para alcanzar esos perfeccionamientos. En el sistema voluntario, sucederá continuamente que, no deseándose el fin, no se pondrán los medios para alcanzarlo o que, teniendo las personas que precisan perfeccionarse una concepción imperfecta o en absoluto errónea de lo que necesitan, la oferta originada por la demanda del mercado será cualquier cosa menos lo que debe ser. Ahora bien, cualquier gobierno bien intencionado y más o menos civilizado puede creer, sin que ello implique presunción, que posee o debe poseer un grado de cultura superior al promedio de la comunidad que gobierna y que, por consiguiente, debe ser capaz de ofrecer a la gente una educación e instrucción mejores de la que la mayor parte de ésta pediría espontáneamente. Por otro lado, la educación es una de aquellas cosas que en principio puede admitirse que un gobierno debe proveer para el pueblo. Este caso es uno de aquellos a los que no se extienden por necesidad o de manera universal las razones del principio de la no-intervención (4).

Por lo que respecta a la educación elemental, creo que la excepción a las reglas ordinarias puede llevarse aún más lejos. Hay determinados elementos primarios y medios de conocimiento que es sumamente deseable que adquieran durante su niñez todos los seres humanos nacidos en la comunidad. Si sus padres o aquellos de quienes dependen pueden darle esa instrucción y no lo hacen, faltan a sus deberes para con sus hijos y para con los miembros de la comunidad en general, todos los cuales están expuestos a sufrir seriamente las consecuencias de la ignorancia y la falta de educación de sus conciudadanos. Por consiguiente, es admisible que el gobierno haga uso de sus facultades para imponer a los padres la obligación legal de proporcionar a sus hijos una instrucción elemental. No obstante, esto no puede hacerse a menos que se tomen medidas para asegurar que esta instrucción les sea siempre accesible, ya en forma gratuita, ya con un gasto insignificante.

Sin duda podría objetarse que la educación de los hijos es uno de aquellos gastos que deben sufragar los padres, incluso los de la clase trabajadora, que es deseable que sientan que les incumbe proveer con sus propios medios al cumplimiento de sus deberes, y que proporcionando la educación a costa de los demás, lo mismo que dando alimentos, se rebaja en proporción el nivel de los salarios y se aflojan mucho los motores del esfuerzo y de la restricción voluntaria. Este argumento podría, cuando más, ser válido sólo si la cuestión fuera la de sustituir con medios públicos lo que los particulares harían de otra manera por sí mismos; esto es, si en la clase trabajadora todos los padres reconocieran y practicaran el deber de dar instrucción a sus hijos a sus propias expensas. Pero puesto que los padres no practican este deber y no incluyen la educación de sus hijos entre aquellos gastos necesarios a los que deben proveer sus salarios, se sigue que el nivel general de éstos no es lo bastante alto para soportar aquellos gastos y que han de sufragarse con fondos de alguna otra procedencia. Y éste no es uno de los casos en que el prestar ayuda perpetúe el estado de cosas que hace que aquélla sea necesaria. La instrucción, cuando es efectiva, no enerva las facultades activas, sino que las fortalece y las amplía; cualquiera que sea la manera como se adquiera, su efecto sobre la mente favorece el espíritu de independencia; y cuando no se pueda obtener de ninguna manera sino gratuitamente, la ayuda dada en esta forma tiene una tendencia opuesta a la que en tantos otros casos hace que sea censurable: ayuda a pasarse más tarde sin ayuda.

En Inglaterra y en casi todos los países europeos, no puede costearse todo el gasto de la instrucción elemental con el salario corriente del trabajador no calificado, y si se pudiera no se haría. La alternativa no está, pues, entre que sea el Estado el que dé la instrucción o sea el particular, sino entre que sea aquél el que la facilite o que no se facilite en modo alguno o la facilite la caridad: entre la intervención del Estado y la de las asociaciones de particulares que por subscripción recaudan fondos para este fin, como hacen las dos grandes School Societies. Bien entendido que no es de desear que se haga con fondos obtenidos mediante una contribución obligatoria aquello que ya se hace bastante bien gracias a la liberalidad particular. Hasta qué punto es esto aplicable al caso de la instrucción escolar, es la realidad la que ha de indicarlo en cada caso. Se ha discutido tanto en los últimos tiempos la educación que se da en este país basándose en el principio voluntario, que no es preciso que la examinemos en detalle aquí, y me limitaré a expresar mi convicción de que incluso en cantidad es (1848) y probablemente continuará siendo completamente insuficiente, mientras que por lo que se refiere a la calidad, aunque muestra alguna ligera tendencia a mejorar, no es nunca buena, a no ser en algún caso excepcional, y por lo general es tan mala que casi sólo es nominal. Sostengo, por consiguiente, que es deber del gobierno remediar este defecto dando apoyo pecuniario a las escuelas elementales, de manera que sean accesibles a todos los niños pobres, ya sea gratis, ya mediante el pago de una cantidad insignificante.

Hay una cosa sobre la cual se ha de insistir con gran vigor: que el gobierno no debe pretender el monopolio de la instrucción, ya sea en sus grados más bajos, ya en los más altos; no debe ejercer ni su autoridad ni su influencia para inducir a la gente a recurrir a sus maestros con preferencia a otros, y no debe conceder ventajas especiales a los que han recibido su instrucción del Estado. Aunque es probable que los maestros del Estado sean superiores al promedio de los de las escuelas privadas, es evidente que no resumirán todos los conocimientos y toda la sagacidad que puede esperarse encontrar en la totalidad de los maestros del país, y es por lo tanto de desear que queden abiertos tantos caminos como sean posibles para llegar al fin deseado. No se puede tolerar que el gobierno tenga, de jure o de facto, el control absoluto de la educación del pueblo. Tener en su mano ese control y ejercerlo es ser despótico. Un gobierno que puede modelar las opiniones y los sentimientos del pueblo desde su juventud, puede hacer con él lo que quiera. Así, pues, aunque un gobierno puede y en muchos casos debe establecer escuelas y colegios, no debe obligar ni sobornar a nadie para que vaya a ellos, ni tampoco debe depender en modo alguno de su autorización la facultad de los particulares de crear establecimientos rivales. Estará justificado exigiendo a todo el mundo que posea una instrucción adecuada en determinadas cosas, pero no en prescribir cómo y dónde deberá obtenerla.

9. En cuestiones de educación es justificable la intervención del gobierno, porque el caso no es de aquellos en los que el interés y el discernimiento del consumidor son garantía suficiente de la bondad de la mercancía. Examinemos ahora otra clase de casos en los que no existe ninguna persona en la situación de consumidor, y en los que el interés y el discernimiento en que se ha de confiar son los del mismo agente, como en el manejo de cualquier negocio en el que es el único interesado, o al concluir un contrato o adquirir un compromiso por el cual se obliga.

La razón para el principio práctico de la no intervención tiene que ser, en este caso, que casi todas las personas tienen una opinión más exacta y más inteligente de sus propios intereses y de los medios para fomentarlos, de la que puede serIe impuesta por un decreto general de la legislatura o de la que puede aconsejarle en algún caso particular un funcionario público. Por regla general la máxima es incontestable; pero no es difícil percibir algunas excepciones importantes y muy conspicuas que pueden clasificarse bajo diversos títulos.

Primero, el individuo que se supone es el mejor juez de sus propios intereses puede ser incapaz de juzgar o de actuar por sí mismo; puede ser un loco, un demente, un niño, o aunque no del todo incapaz, puede no tener aún la madurez de juicio necesaria. En este caso falla por completo el fundamento del principio del laisser-faire. La persona más interesada no es el mejor juez en la materia, ni es siquiera competente. En todas partes se considera que el Estado es quien debe cuidar a los dementes (5). En el caso de los niños y de los jóvenes se acostumbra decir que aunque no pueden juzgar por sí mismos, tienen a sus padres u otros parientes que juzguen por ellos. Pero esto sitúa la cuestión en otra categoría distinta; ya no se trata de si el gobierno debe intervenir cerca de los individuos en la dirección de su propia conducta e intereses, sino de si debe dejarles que tengan la facultad de dirigir la conducta y los intereses de alguna otra persona. La autoridad paterna es tan susceptible de abuso como cualquiera otra, y en realidad se abusa de ella constantemente. Si las leyes no consiguen impedir que algunos padres traten con brutalidad a sus hijos, e incluso lleguen a matarlos, con mucho menos motivo puede suponerse que no se sacrificarán nunca los intereses de los hijos, en forma menos brutal e irritante, al egoísmo o la ignorancia de sus padres. La ley está más que justificada cuando obliga a hacer o prohibe todo aquello que es bien claramente lo que los padres deberian hacer o abstenerse de hacer por los intereses de los hijos. En los dominios especiales de la economía política podemos encontrar un ejemplo bien palpable: es muy justo que se proteja a los niños y a los jóvenes, hasta donde pueda alcanzar el ojo y la mano del Estado, contra el peligro de hacerlos trabajar con exceso. No debe permitírseles que trabajen durante demasiadas horas al día o que realicen trabajos demasiado duros para sus fuerzas, pues si se permite tal cosa se les obligará a soportarlos. En el caso de los niños, la libertad de contratación es sinónimo de libertad de opresión. Tampoco deben tener los padres la libertad de privar a los hijos de una educación conveniente, la mejor que las circunstancias les permita recibir y que aquéllos podrían negarles por su indiferencia, sus recelos o su avaricia.

Las razones que justifican la intervención legal a favor de los niños, se vienen aplicando con no menor fuerza en el caso de esos infortunados esclavos y víctimas de la parte más brutal de la humanidad: los animales inferiores. Sólo la incomprensión más absoluta de los principios de la libertad ha hecho posible que el castigo ejemplar de la brutalidad con respecto a esas criaturas indefensas se haya considerado por algunos como una intromisión del gobierno en asuntos que rebasan su esfera de acción. La vida doméstica de los tiranos domésticos es una de las cosas en las que está más obligada a intervenir la ley; y es de lamentar que los escrúpulos de carácter metafísico respecto de la naturaleza y el origen de la autoridad del gobierno inciten a muchos calurosos defensores de las leyes contra la crueldad en el trato a los animales a buscar una justificación para tales leyes en las consecuencias que esos hábitos de ferocidad pueden tener para los intereses de los seres humanos, más bien que en los merecimientos intrínsecos del caso en sí. La sociedad no puede dejar de reprimir lo que todo ser humano, dotado de la fuerza física necesaria, tendría el deber de impedir, si se realizara en su presencia. Las leyes enstentes a este respecto son deficientes más que nada por la exigüidad del castigo, aun en los casos más repugnantes.

Se pretende con frecuencia incluir a la mujer entre los miembros de la comunidad cuya libertad de contratación debe estar sujeta al control de las leyes, para protegerla, en razón (se dice) de su situación de dependencia: y en las actuales Leyes sobre Fábricas, su trabajo, como el de los jóvenes, es objeto de algunas restricciones especiales. Pero el que se incluyan en una misma clase, para éste y otros fines, a la mujer y al niño, me parece indefendible en principio y dañino en la práctica. El niño no puede juzgar o actuar por sí mismo hasta llegar a cierta edad; y hasta una edad bastante más avanzada es inevitable que esté más o menos incapacitado para hacerlo; pero la mujer es tan capaz como el hombre de apreciar y dirigir sus propios asuntos, y el único obstáculo para que lo haga proviene de la injusticia de su actual situación social. Cuando la ley hace que todo lo que adquiere la esposa sea propiedad del marido. mientras que, obligándola a vivir con él, la fuerza a someterse a casi cualquier grado de violencias morales o físicas que aquél quiera infligirle, hay motivo para que se consideren todos sus actos como hechos bajo la coacción del marido; pero el gran error de los reformadores y filántropos de nuestros días es limitarse a criticar las consecuencias del poder injusto, en lugar de hacer todo lo posible por que se corrija la injusticia. Si la mujer tuviera, como lo tiene el hombre, el control absoluto de su persona y de su patrimonio o sus adquisiciones, no habría ningún motivo para que se le limitaran las horas de trabajo, con objeto de que pueda tener tiempo de trabajar para el marido, en aquello que los defensores de la restricción llaman su hogar. Las mujeres empleadas en las fábricas son las únicas, entre las que tienen que trabajar para vivir, cuya posición no es la del esclavo, y esto se debe precisamente a que no puede obligárseles a trabajar y a ganar salarios en fábricas contra su voluntad. Para mejorar la situación de la mujer, el objetivo debería ser, por lo contrario, permitirles el libre acceso a los empleos industriales independientes, en lugar de cerrarles total o parcialmente los que ahora tienen abiertos.




Notas

(1) Los únicos casos en que la intervención del gobierno no implica nada de naturaleza obligatoria son aquellos más bien raros en los cuales, sin que exista ningún monopolio artificial, cubren sus propios gastos. Tal como, por ejemplo, un puente construído con dinero público, en el cual se cobran derechos de peaje que bastan para pagar no sólo los gastos corrientes, sino también el interés del desembolso original. Otro caso son los ferrocarriles nacionales de Bélgica y Alemania. El servicio de correos, si se suprimiera su monopolio y pagara no obstante sus gastos, sería otro ejemplo.

(2) De la Liberté du Trabail, Vol. I, pp. 353-4.

(3) Cito de segunda mano de Mr. Carey, Essay on the Rate of Wages, pp. 195-6.

(4) Oponiéndose a esas opiniones, un escritor, con el cual estoy de acuerdo en muchos puntos, pero cuya hostilidad a toda intervención gubernamental me parece demasiado indiscriminada y generalizada, M. Dunoyer, observa que la instrucción, por muy beneficiosa que sea en sí, sólo puede ser útil para el público en tanto en cuanto este esté deseoso de recibirla y que la mejor prueba de que la instrucción se adapta a sus necesidades es el éxito de la misma considerada como una empresa pecuniaria. Este argumento no parece más concluyente en lo que se refiere a la instrucción del espíritu de lo que sería con respecto a la medicación del cuerpo. Ninguna medicina beneficiará al paciente si no puede persuadirse a éste de que la tome; pero no estamos obligados a admitir como un corolario de esto que el paciente elegirá la medicina más apropiada sin ayuda de nadie. ¿No es probable que una recomendación que proceda de alguien que el paciente respeta, le impulse a aceptar una medicina mejor que la que hubiera elegido por sí mismo? Este es, por lo que respecta a la educación, el punto que se debate en realidad. No cabe duda que una clase de instrucción que esté tan por encima del pueblo que no pueda persuadirse a éste de que la aproveche, tiene para él el mismo valor que si no existiera. Pero entre lo que la gente escogería por sí misma y lo que se negaría a aceptar cuando se lo ofrecieran, existe una distancia que está en proporción a su deferencia por el recomendante. Además, puede ser preciso mostrar y llamar la atención durante mucho tiempo sobre una cosa de la cual el público está poco capacitado para juzgar, y que una larga experiencia pruebe sus ventajas antes de que pueda apreciarla y acabe comprendiéndola, lo que tal vez nunca hubiera hecho si la cosa en cuestión no se le hubiera impuesto y sólo se le hubiera recomendado en teoría. Ahora bien, una especulación de carácter pecuniario no puede esperar el éxito durante años o tal vez generaciones; tiene que alcanzarlo rápidamente o fracasar por completo. Otro extremo que parece haber olvidado M. Dunoyer es que las instituciones de enseñanza que no pudieron nunca hacerse suficientemente populares para devolver, con su ganancia, los gastos que ocasionaron, pueden ser valiosísimas para muchos por el hecho de facilitar la más alta calidad de educación a los menos y manteniendo la perpetua sucesión de espíritus superiores, que son los que hacen avanzar el conocimiento e impulsan hacia adelante la civilización de la comunidad.

(5) La ley inglesa respecto de las personas dementes, sobre todo en lo que afecta al punto esencial de la comprobación de la demencia, necesita reformarse con la mayor urgencia. En la actualidad aquellas personas cuyos bienes son codiciados y cuyos parientes más próximos carecen de escrúpulos o están en malas relaciones con ellos, no están a cubierto de una acusación de demencia. A instancias de las personas que se beneficiarían declarándolas dementes, puede formarse un jurado y realizarse una investigación a expensas de los bienes del acusado, en el curso de la cual se verterán todas las peculiaridades personales adicionales de todos los chismes de los criados, en los crédulos oídos de doce pequeños tenderos, ignorantes de todas las formas de vivir que no sean las de su propia clase y dispuestos a considerar todo rasgo de individualidad en el carácter o del gusto como una excentricidad, y toda excentricidad como demencia o maldad. Si este tribunal tan sabio otorga el veredicto deseado, los bienes pasan a poder tal vez de las últimas personas a las que el propietario legítimo habría deseado o consentido que los poseyeran. Algunos ejemplos recientes de esta clase de investigaciones han sido un escándalo para la administración judicial. Cualesquiera que sean los cambios que se hagan en esta rama de la ley, dos al menos son imperativos: primero, que, como en otros procedimientos legales, los gastos no corran a cargo de la persona enjuiciada, sino de los promotores de la investigación, con la posibilidad de recuperar los costos en caso de éxito; y segundo, que los bienes de una persona declarada demente no deben pasar en ningún caso a poder de los herederos mientras el dueño de los mismos esté vivo, sino que deben ser administrados por un funcionario público hasta la muerte o el restablecimiento del mismo.

Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo X (Segunda parte)Capítulo XI (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha