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EL USO DE LA VIOLENCIA Y LOS ANARQUISTAS

Más adelante hablaremos, aparte, acerca de aquella violencia, del todo verbal, usada, y desgraciadamente en boga, entre los propagandistas de los partidos revolucionarios; de aquella especial violencia que tiene el desmérito de gastar y deformar las ideas, de dividir los ánimos y cavar surcos de rencor hasta entre gentes que tal vez estén mucho más de acuerdo de lo que a primera vista parece. Esta violencia en la propaganda y en la polémica, que es más dolorosa que una cuchillada cuando se emplea entre compañeros, y que cuando se emplea contra los adversarios consigue el objeto contrario del que se propusieron los propagandistas, aleja de nuestras ideas la atención del público y levanta entre nosotros y el mundo una muralla de separación que nos reduce a la situación de eternos soñadores, de sempiternos gañones, de hombres encerrados en limitación excesiva.

Ahora, nos ocuparemos solamente de la cuestión de la violencia, y no ya sólo verbal, en la lucha revolucionaria contra la burguesía y el estado, en relación con la filosofía anarquista.

Hablando antes de la degeneración verbalista de una parte del anarquismo, o sedicente tal, por la influencia burguesa que empujó a algunos espíritus sufrientes a aceptar todo cuanto la burguesía quiso atribuir a los anarquistas, he tenido ocasión de repetir lo que ya he dicho infinitas veces y lo que no me cansará nunca de repetir: que la anarquía es la negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación total entre los hombres. Si otras veces no emplee estas mismas palabras, ciertamente mi pensamiento era el mismo.

En efecto, la anarquía es la negación de la autoridad, y busca eliminarla de las sociedades humanas. Un estado social anárquico será solamente posible cuando ningún hombre pueda o tenga los medios de constreñir, fuera de los de la persuasión, a otro hombre, a hacer lo que éste no quiera. No podemos prever hoy si en un porvenir próximo podrá cesar también del todo hasta la autoridad moral; tal vez es imposible que desaparezca del todo, ni siquiera sé si es deseable que desaparezca, pero ciertamente ira disminuyendo a medida que aumente y se eleve la conciencia individual de cada componente de la sociedad.

Hay una cierta autoridad que proviene de la experiencia, de la ciencia, que no es posible despreciar y que sería locura despreciarla, como sería locura que el enfermero se rebelase contra la autoridad del médico referente a los modos de curar un enfermo, o el albañil no quisiese seguir las instruccioes del arquitecto sobre la construcción de un edificio, el marinero quisiese dirigir la nave contra las indicaciones del piloto. El enfermero, el albañil y el marinero obedecen respectivamente al médico, al arquitecto y al piloto voluntariamente, porque precedentemente aceptaron de una manera libre la dirección técnica de éstos. Ahora bien: cuando se hubiese establecido una sociedad en la que no hubiese otra forma de autoridad que la técnica, la científica, o la de la influencia moral, sin el empleo de la violencia del hombre sobre el hombre, nadie podría negar que sería una sociedad anárquica. No hagamos equívocos con las palabras: entiendo hablar de la violencia material, que se usa con la fuerza material, contra una o muchas personas, violando o disminuyendo su libertad personal, en contra o a despecho de su voluntad, con daño o dolor suyo, o simplemente con la amenaza del empleo de una tal violencia. No puede decirse que conseguiremos una anarquía perfecta -pues nada hay absolutamente perfecto en este mundo-, y la perfecta pacificación social; pero es innegable que la ausencia de la violencia coactiva del hombre sobre el hombre es la condición sine qua non para la posibilidad de existencia de una organización social anárquica.

Entonces, naturalmente, sólo será posible y necesaria una sola forma de violencia contra el propio semejante: la que tenga por objeto defenderse contra aquel que, habiéndose puesto por sí mismo fuera de la sociedad y del pacto por todos libremente aceptado, no se contentase con haberse salido del pacto y de la sociedad, sino que quisiese violar la libertad y la tranquilidad de los demás. Los sospechosos y los que hacen oído de mercader a la palabra de pacto social ponen el grito en las nubes como si quisieran que ya desde ahora los socialistas-anarquistas tuviesen que fijar un estado o un sistema de vida obligatorio para todos. Nada de esto. Enrique Malatesta en su folleto Entre campesinos, plantea la cuestión claramente en estos términos: Por lo demás -dice Jorge, uno de los personajes del diálogo-, lo que queremos hacer por medio de la fuerza es poner en común las primeras materias del suelo, los instrumentos de trabajo, los edificios y todas las riquezas existentes. Respecto al modo de organizar y distribuir la producción, el pueblo hará lo que quiera ... Se puede prever casi con certeza que en algunos puntos establecerá el comunismo, en otros el colectivismo, en otros tal vez otra cosa, y luego, cuando se hayan visto y tocado los resultados de los sistemas adoptados, los demás irán aceptando el que les parezca mejor. Lo esencial es que nadie intente mandar a los demás ni se apodere de la tierra y de los instrumentos de trabajo. A esto sí hay que estar atentos, para impedirlo si tal ocurriera...

Y a la pregunta de qué sería lo que haríamos si alguno quisiera oponerse a lo que los demás hubiesen acordado en interés de todos, o bien si algunos intentasen violar la ajena libertad con la fuerza, o se negasen a trabajar, perjudicando así a sus semejantes, Malatesta responde: En el peor de los casos... si hubiesen quienes no quisiesen trabajar, todo se reduciría a arrojarles de la comunidad dándoles las primeras materias y los intrumentos de trabajo para que trabajasen aparte... Entonces -cuando alguno quisiese violar la libertad ajena- naturalmente sería necesario recurrir a la fuerza, puesto que si no es justo que la mayoría oprima a la minoría, tampoco es justo lo contrario; así como las minorías tienen derecho a la insurrección, las mayorías tienen derecho a la defensa... En estos casos la libertad individual no quedaría violada desde el momento en que: Siempre y en todas partes los hombres tendrían un derecho imprescindible a las primeras materias y a los instrumentos de trabajo, pudiendo, por tanto, separarse siempre de los demás y permanecer libres e independientes.

Se comprende que el mismo razonamiento es válido para las minorías, que tendrían siempre el derecho de rebelarse contra las mayorías que quisieran violentar su voluntad y su libertad, pues si esto ocurriese, la anarquía existiría sólo de nombre y no de hecho. Pero aún en este caso, se trataría de violencia defensiva y no ofensiva, cuya necesidad demostraría en último análisis, que la anarquía no había aún triunfado.

He aquí en qué sentido yo creo por lo que se refiere a la sociedad futura socialista y libertaria, que la violencia debe usarse lo menos posible y en todos los casos solamente como medio defensivo y nunca ofensivo. Hablo siempre de la violencia contra otros hombres, puesto que, por lo demás, la lucha para la vida contendrá siempre cierta dosis de violencia, sino contra los hombres, ciertamente contra las fuerzas ciegas de la naturaleza. Como han demostrado muy bien Gauthier, Kropotkin, Lanessan y otros, la lucha por la vida, entre los hombres, debe ser sustituída, cada vez más, por la asociación y el apoyo mutuo, la solidaridad por la lucha contra la naturaleza, a la que debemos arrancar todo el bienestar que sea posible. Sería pueril, por ejemplo, que porque decimos que la violencia debe ser siempre defensiva, se nos atribuya la idea de que para abrir un túnel de ferrocarril tuviéramos que esperar a que las montañas nos agredieran. Claro está que son siempre los ingenieros los que las atacan.

Si, por lo demás, tuviéramos que hablar de la violencia que se ha usado en el pasado y en el presente y de la que tenga que emplearse en el porvenir, antes de que nos sea posible establecer una vida social sobre las bases del apoyo mutuo y de la solidaridad... esto ya sería cosa bien distinta.

Por lo que se refiere al pasado, se necesitaría hacer todo un estudio histórico para juzgar cuáles violencias han sido buenas y cuáles nocivas, cuáles aportaron consecuencias útiles o dañosas al bienestar humano y al progreso en general. Ciertamente, muchas guerras entre pueblos del pasado se nos presentan como habiendo tenido efectos buenos, aunque la guerra en sí es cosa malvada. Pero se podría, estudiándolas bien, divisar también sus efectos perjudiciales, puesto que en sustancia los acontecimientos históricos no pueden ser divididos de modo absoluto en buenos y malos, útiles o dañosos. Pero dejemos aprte el pasado, sobre el cual mi opinión es la de que, en línea general, las violencias sociales buenas y útiles en definitiva, han sido, más que todas las demás, las de las varias revoluciones contra las diversas tiranías que han oprimido a los pueblos, tanto las de objetivos políticos como las de económicos.

Nadie pone ya en duda la utilidad de la violencia individual y colectiva desde Armedio o Feliu Orsini, desde la rebelión de Espártaco, aunque plagada de saqueos, hasta las infinitas revueltas que constituyeron la gran revolución francesa, tan larga y violenta. Pero, repito, dejemos el pasado, ya que nos importa más el presente y, de éste, mucho más y de modo especial, lo que al anarquismo se refiere.

Así, por ejemplo, ¿se podrá decir que hoy, en la lucha, es siempre condenable la violencia? No, ciertamente. Un periódico de Roma me preguntó sobre este particular, obtuvo de mí la repuesta, que no fue publicada, de que la violencia no es un fin, sino un medio, y un medio que nosotros no hemos elegido deliberadamente por amor a la violencia en sí, sino porque las condiciones peculiares de la lucha nos han constreñido a emplearlo. En la sociedad actual todo es violencia y por todos los poros absorbemos su influencia y su provocación, y frecuentemente tenemos que devorar para no ser devorados. Es, ciertamente, una cosa dolorosa, que está en esencial contradicción, señaladamente, con nuestros principios anarquistas, pero ¿qué le vamos a hacer? No depende aún de nosotros poder determinar ciertas formas de vida social con preferencia a otras, ni poder escoger el género de relaciones humanas más en armonía con nuestras ideas. Desde el momento en que no queremos ser solamente una escuela de discusión filosófica, sino también un partido revolucionario, en la lucha empleamos los medios que la situación nos consiente y que los propios adversarios nos indican empleándolos ellos mismos.

En este sentido, se puede decir que los anarquistas y los revolucionarios en su rebelión contra la explotación y la opresión, se encuentran en estado de legítima defensa, ya que el oprimido y el explotado que se rebela, no es nunca el primero en emplear la violencia, ya que la primera violencia que se comete es en su daño por parte del que le oprime y le explota, precisamente con la opresión y la explotación que son formas de violencia continua mucho más terribles que no el acto impaciente de un rebelde aislado o aún el de todo un pueblo en rebelión. Sabido es que la más sangrienta de las revoluciones no ha causado nunca víctimas como una sola guerra de breve duración, o como un solo año de miseria entre la clase obrera. ¿Se sacará de esto en conclusión que los anarquistas desaprueban siempre la violencia, fuera del caso de defensa en el sentido de un ataque personal o colectivo, aislado y pasajero? Ni por sueños, y el que quiera atribuirnos una idea tan tonta sería a su vez tonto y maligno. Pero sería también tonto y maligno quien desde otro punto de vista quisiera argüir que somos partidarios de la violencia siempre y a toda costa. La violencia, además de estar por sí misma en contradicción con la filosofía anarquista, por cuanto implica siempre dolor y lágrimas, es una cosa que nos entristece; puede imponérnosla la sociedad, pero si es cierto que sería debilidad imperdonable condenarla cuando es necesaria, malvado sería también su empleo cuando fuese irracional, inútil, o cuando se acoplara en sentido contrario del que nos proponemos.

En todo, y a propósito de todo, los revolucionarios no deben abdicar nunca de su propia razón. Si queriendo hacer un periódico, editar un folleto, organizar una conferencia o un mítin, pensamos primeramente en medir si vale la pena gastar tiempo y dinero y decidimos afirmativamente cuando creemos que los efectos probables valen la energía necesaria para obtenerlos, ¿cómo no haríamos el mismo razonamiento cuando el gasto, como dice muy bien Malatesta, se totaliza en vidas humanas, para ver si este gasto tendrá por lo menos un resultado equivalente con otra tanta propaganda o en otro tanto efecto prácticamente revolucionario? Ciertamente que en cuestiones de esta índole no es posible tener una balanza de precisión para medir el pro y el contra de todo acto; pero en sentido relativo las susodichas consideraciones conservan la misma importancia: en líneas generales, el razonamiento debe ser preferido y sustituir al azar o a la irracionalidad.

Así, para presentar un ejemplo, si en una revolución fuese necesario, para hacerla triunfar, en un dado momento, pegar fuego a toda una biblioteca, yo que adoro los libros, consideraría como delito el acto de quien se opusiera al incendio, aunque considerase éste como una gran desventura. La violencia del innovador es diferente de la del hombre que es violento por la violencia en sí; la violencia del innovador, por implacable que sea, se emplea con intelecto amoroso: comete piadosamente acciones crueles, decía Juan Bovio. De igual modo le guía el amor cuando el cirujano la emplea sobre un enfermo; ¿Pero que diríais de un cirujano que sin preocuparse de la salud del enfermo hiciese una operación por el gusto de hacerla, precisamente porque es una bella operación?

Para presentar un ejemplo más propio, en Rusia, todos los atentados contra el gobierno y sus representantes y sostenedores son justificados hasta nuestros mismos adversarios más moderados, aún cuando hieran a veces a inocentes; pero ciertamente los mismos revolucionarios los desaprobarían si fuesen cometidos a ciegas contra gentes que pasan por la calle o que están inofensivamente sentadas en un café o en un teatro.

La sociedad nueva no debe comenzar con un acto de vileza, decía Nicolás Barbato en su memorable declaración ante un tribunal militar. En efecto, sería vil pecar por exceso de sentimentalismo ante la historia cuando la energía revolucionaria es un deber; pero sería asimismo erróneo esperar el triunfo de la revolución de la violencia guiada por el odio, la cual, como dijo muy bien Malatesta en un artículo, hace ya algunos años, nos conduciría a una nueva tiranía aún cuando ésta se cobijara con el manto de la anarquía.


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