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La sociedad futura

Jean Grave

Influencia moral de la revolución


La revolución será, pues, la fase transitoria que debe conducirnos a la realización completa de nuestro ideal. Tanto más lo será, cuanto que su influencia contribuirá a desarrollar cerebralmente a los individuos y a prepararlos para saber usar de su libertad.

Pero aquí es útil una pequeña digresión.

¿Para qué preocuparse de lo que ha de acontecer mañana? Nos dicen ciertos revolucionarios que prefieren hacerse jefes de la masa a intentar instruirla. Harto tenemos con sostener la lucha presente, sin que perdamos el tiempo en inquirir lo que pudiéramos hacer después. No nos detengamos en fantasear utopias, cuando el presente nos apremia y nos ahoga. Luchemos primero contra la sociedad actual, y cuando esté derribada veremos lo que se hace entonces.

Y ciertos anarquistas emplean el mismo razonamiento, pareciéndoles que discutir lo venidero es perder el tiempo.

Lo que a nosotros nos hace considerar utilísímas esas discusiones acerca del porvenir es que todas las revoluciones pasadas fracasaron lastimosamente porque los revolucionarios se batían fiándose de sus jefes para organizar las relacjones sociales y reconstituir el nuevo régimen. Los trabajadores se han visto arrebatar siempre los frutos de sus luchas, porque siempre se satisfacieron con aspiraciones vagas y mal definidas.

La mayoría de los trabajadores nunca se ha preocupado sino de las necesidades de la lucha presente, limitándose a tomar parte en la batalla, a ser carne de cañón, dejando a otros el cuidado de pensar. En su mente era clarísimo el ideal, el deseo, el objetivo por el que se peleaban las masas, lo mismo que lo entendemos nosotros; la libertad, el bienestar para todos.

Pero ¿bajo qué forma tenía que conseguirlo? No se habían preocupado de eso. Habíanle hablado de la República que debía emanciparle, de un socialismo ambiguo, pero que le dejaba entrever todo un mundo de felicidades; y eso bastó para que combatiese en pro de aquella República que había de traer la felicidad a la tierra, dejando a los iniciados, a los sabios en quienes tenía confianza, el cuidado de organizar su bienestar y su libertad después de la lucha, poniendo al servicio de ellos meses y años de miseria para darles tiempo de arreglarle algo que le conviniera por completo.

Cuando, impaciente al no ver venir nada, harto de sufrimientos, de miseria y de privaciones, exigía la realización de las promesas, el hierro y el plomo apagaban sus murmullos.

Para que ya no suceda así, para que al día siguiente de la lucha no vuelvan a ponerles el yugo que rompieron la víspera, cuando los trabajadores se vean otra vez obligados a hacer uso de la fuerza para reconquistar sus derechos, es preciso que sepan lo que quieren, cuáles son las instituciones nefastas para ellos, con el fin de que no se dejen engañar más ni confíen a nadie el cuidado de conducirlos y que sepan por sí mismos hacer tabla rasa de cuanto deba desaparecer en definitiva.

Ciertamente, es fácil decir: No nos ocupemos de lo que acontecerá mañana; a cada día le basta su tarea; ocupémonos en destruir lo que nos molesta, y luego veremos. Comprendemos muy bien la impaciencia por salir del lodazal donde la humanidad se enfanga; pero si deseamos que las verdades que nos proponemos hacer comprender sean claramente entendidas por aquellos a quienes tratamos de convencer, que tengan un concepto exacto y sepan con precisión lo que apetecen, y que sean capaces de no dejarse desviar de su camino por los charlatanes necesitamos dilucidar la cuestión del porvenir igual que la del presente.

Como las revoluciones sólo se hacen por impulso de las ideas, queremos despejar por completo el terreno donde vamos a combatir; queremos limpiar el camino de todos los obstáculos y prejuicios que se oponen a nuestra marcha. Sólo cuándo los individuos tengan una convicción sólidamente razonada sabrán prescindir de conductores.

Es menester que a las masas no se les dirija ya con palabras. Es preciso que, bajo los nombres de libertad, socialismo, no se les haga tragar todos los sistemas posibles de regresión. Es imposible que todos los individuos sean conocedores de todos los puntos y detalles; los acontecimientos nos sorprenderán antes de terminarse ese trabajo, el cual, por supuesto, no es necesario.

Que cada cual comprenda bien su individualidad, y sepa que sólo hará respetarla si respeta él la de los otros; en lo demás le guiarán las cincunstancias y la situación. Sepan también los individuos lo que debe permanecer invariable en su acción y todo lo que deberán impedir que renazca, para asegurarles la victoria; cuando se sabe lo que se desea, facilitase el buen desempeño de las tareas.

Contra lo presente debemos luchar con toda nuestra energía; esto es muy verdadero; mas la lucha debe considerarse desde un punto de vista más amplio y auscultarse en todas sus fases, con lo cual hay sobrada labor para todas las voluntades y energías.

Para llevar a cabo una transformación como la que deseamos nosotros, todas las aptitudes y abnegaciones son pocas. ¿Qué importa la forma con que se manifiesten, desde el momento en que tengan por objeto dilucidar una verdad, destruir un prejuicio? ¡Contribuya cada uno según sus fuerzas! Esa división del trabajo, que permite manifestarse a todas las iniciativas, nos facilitará medios para destruir las instituciones que nos oprimen, poniéndonos en circunstancias de atacarlas por todas partes a la vez.

Otros (los socialistas), nos dicen: Pero si no constituis un poder, ¿cómo os las arreglaréis para impedir a los patronos, propietarios, gobernantes y otros capitalistas coligarse para intentar una contrarrevolución y restablecer su autoridad?

Si los socialistas que hacen esta objeción quisieran reflexionar en la suma de energías que será preciso consumir para hacer que triunfe la revolución social, si quisieran convencerse de que la fuerza de la burguesía está en las instituciones actuales, en la ignorancia y en las divisiones del proletariado, cosas que ya no existirán cuando haya triunfado la revolución, de ningún modo harían objeción tan baladí. Cuando los burgueses, en la plenitud de sus fuerzas, no hayan sabido impedir la victoria del pueblo, ¿cómo se pretende que las recuperasen con exceso, para derribar el nuevo régimen y restablecer su explotación?

Para que los trabajadores consintieran dejarse adoctrinar por los capitalistas, preciso sería que la revolución no les hubiese traído las mejoras que de ella esperan. Para que aceptaran el hecho de doblar la cerviz de nuevo bajo el yugo de su explotación, menester sería que fuese bien grande la desilusión sufrida por aquéllos.

Entregados los capitalistas a sus propias fuerzas nada más, serían impotentes para defender su sistema de explotación. Necesitan del ejército, de la policía, de los funcionarios reclutados entre los trabajadores, para formarles una muralla de papelotes y de bayonetas. ¿No consistirá la obra de la revolución en concluir con todo eso? ¿Acaso, en la actualidad, la mayor parte de tales defensores del orden burgués no lo son de mala gana y por fuerza?

En una sociedad donde los individuos fueran libres de evolucionar como les pareciese, sin tener que sufrir ninguna opresión, y teniendo satisfechas sus necesidades con seguridad, no les veríamos alistarse en servicio de los burgueses, pues las promesas que éstos pudieran hacerles se quedarían muy por debajo de lo que ellos mismos podrían proporcionarse.

O las instituciones burguesas desaparecerán en la contienda, y entonces los trabajadores habrán probado los beneficios del nuevo régimen y sabrán defenderlo, o los burgueses aún serán fuertes, y en ese caso no habrá concluido la revolución, habrá lucha todavía, quedará algo por hacer, y esa tarea será asunto propio de los mismos revolucionarios, y no de un gobierno.

Con un poder constituido, el peligro sería muchisímo mayor. Sería mucho más temible la posibllldad que los retrógrados tuvieran de apoderarse de él por medio de la astucia o de la fuerza, y de disponer de las fuerzas vivas de la colectividad para volverlas contra ella.

Los trabajadores no irán nunca por sí mismos a poner nuevamente el cuello bajo el yugo; la revolución será siempre obra de una minoría consiente, que arrastrará en pos de sí a las masas, por medio de su ejemplo y de sus convicciones. Esa muchedumbre se instruirá; pero, por lo pronto, estará inclinada a obedecer a quienes considere como jefes. El único medio de parar el golpe o precaver el riesgo, es no permitirle creárselos. Entregada a sí misma, sabrá inspirarse en las circunstancias y encontrar la organización que necesite.

Otros contradictores nos objetan con los malos sentimientos del hombre: ¿Cómo haremos para impedir los atentados contra las personas, contra quienes pretendan acaparar para sí los mejores puestos, o acomodarse donde molesten a la colectividad? Y otras objeciones análogas, inspiradas en los efectos de la sociedad actual.

Ciertamente, no vamos a suponer que, por el solo hecho de la revolución, vayan a convertirse de la noche a la mañana los individuos en unos ángeles, sin más deseos que hacerse mimos y sacrificarse unos por otros. Hora es ya de salir de esa leyenda, y no hacernos decir lo que jamás hemos pensado.

Nosotros decimos, que, con rarísimas excepciones, ni aun los caracteres más perversos, nadie hace daño por el gusto de hacerlo. Nosotros afirmamos y demostramos que la sociedad actual, con su organización antagónica de los intereses, engendra ella misma las divisiones que la destrozan y es quien impele a los individuos a dañarse mutuamente.

A pesar de todas las razones y causas de obrar mal que la sociedad les suministra, a pesar del provecho que pudieran obtener haciéndolo así, muchos individuos son refractarios a ello; los que se dejan llevar de sus malas inclinaciones no son sino la minoría, y aun en tal caso, la mayor parte de las veces los inducen el medio, las circunstancias y la educación, causas todas ellas que nacen de la mala organización social.

Pues bien; si la mala organización social es la causa generatriz de los crímenes, éstos deben desaparecer cuando aquélla se destruya. Como la sociedad actual sólo se fija en los efectos, puesto que la causa es ella misma, los ve multiplicarse bajo su acción; igual que los leñadores, que, cortando el árbol por encima de la raíz, no tardan en ver retoñar brotes vigorosos y presentarse dos, tres, cinco o seis plantas nuevas donde sólo había una, nosotros queremos desenterrar la raíz y quemarla, para que no vuelva a producir más.

Y si en la sociedad futura se reprodujesen actos de esta clase, no podrían ser sino casos aislados y atávicos que los individuos de entonces tendrán que impedir, pero que no requieren un mecanismo social exclusivamente dispuesto para reprímirlos.

La propiedad, la miseria: estas son las grandes causas generatrices de los delitos. Repitamos que no se es criminal por el simple gusto de matar. Repásense las causas más célebres, aquellas en donde más horror dan los crímenes; síempre se encontrará el mismo móvil, el interés. Hasta los delitos por venganza, que pudieran clasificarse dentro de la categoría de los delitos pasionales, la mayor parte tienen origen en rivalidades de intereses. Si fuera posible analizarlos todos, poquísimos se apartarían de esta regla común.

El robo, que suministra la mayor parte de los casos de represión y que a veces resulta con más pena que el homicidio, ¿no es producto directo de la apropiación individual, del interés y de la miseria? Suprimidas la miseria y la propiedad individual, el robo ya no tendrá razón de ser.

Tenemos el ejemplo de esas hordas donde la propiedad individual está reducida a su más simple expresión: la choza donde habita la familia, los efectos y utensilios de que hace uso directamente, pues lo demás está a la libre disposición de todos; salvo por parte de quienes han conseguido atribuirse ya ciertas funciones de autoridad, no se citan casos de naberse visto a los más fuertes tratar de hacer salir a los moradores de una choza para ocuparla ellos, o quitarles sus artes de caza y pesca.

En algunas tribus, si un individuo está lejos de su domicilio y tiene hambre, entra en la primera choza que ve al paso, se sienta a la mesa en medio de la familia y se hace plato sin pedir permiso a nadie. Cuando queda satisfecho, se va de allí sin dar las gracias a sus huéspedes de ocasión y sin que a éstos se les ocurra ni remotamente haber sido robados. Ellos mismos hubieran hecho otro tanto en circunstancias análogas: cuestión de costumbre y de reciprocidad, eso es todo.

¿Acaso no son mejores esas costumbres que las nuestras, con las cuales quien tiene hambre se ve obligado a humillarse o a sublevarse contra ellas? Quizá falten a las primeras las formalidades de nuestra pueril cortesia: hacedlas más graciosas, pero dejadles su primitiva sencillez.

Sí, pero quedan los crímenes pasionales -os dirán.- ¡Ah, esos no son producto de la actual organización social, sino que se derivan de la mala naturaleza de los individuos! En cuanto a esos delitos, por más que consiguiéseis cambiar el medio no los haréis desaparecer; por lo cual no podréis prescindir de tomar medidas contra sus autores.

Pues bien; digan lo que gustan nuestros objetantes, sostenemos que esos delitos también son producto de una mala organización social. Ya hemos visto que (en la venganza por ejemplo) si pudieran disecarse y analizarse, como se hace la autopsia de un cadáver o como se practica un análisis quimico, en la mayor parte de ellos se encontraría el interés como primera causa de rencillas. Si uno tras otro se examinasen todos, en cada drama pasional se hallaría el efecto de una mala organización social, el resultado de una ley funesta, y en todos los casos el producto de una educación falsa, de un prejuicio inculcado por la educación social.

Si los individuos hubieran aprendido a respetar, no una ley que sólo conocen vagamente, sino la autonomía de sus semejantes, que es tan respetable como su existencia, sabrían que atentando esa autonomía se exponen al peligro de promover en contra suya represalias. Si no hubiese la esperanza de ponerse a cubierto de la vindicta de los Individuos perjudicados, sabiendo ampararse en un texto legal, acaso se vieran menos injurias y actos opresores de la personalidad humana.

En los crímenes pasionales, donde el agresor inspira a veces lástima a ciertas gentes y es absuelto por los magistrados de la sociedad actual también pudiera verse la nefasta influencia de la sociedad.

Si por culpa del código y de los prejuicios no estuvieran habituados los hombres a considerar a la mujer como un ser inferior, como una propiedad que se convierte en cosa suya por haber consentido una vez entregarse a sus caricias, quizá veríamos a menos amantes apuñalar al objeto de sus ansias hecho ya refractario a su amor, tal vez habrían menos maridos engañados, dispuestos a vengarse rasgando las carnes de la infiel que ha hecho trizas el contrato matrimonial. Si supiesen que estaban menos protegidos por la ley, acaso fueran menos feroces.

El adulterio mismo, ¿no es producto de la ley imbécil que se mete a reglamentar las relaciones sexuales, de la sociedad que hace intervenir consideraciones económicas donde sólo debieran mediar los sentimientos, que pone trabas a la asociación de dos amantes y luego quiere impedir también su separación? ¿No tienen la culpa esas trabas morales y materiales, esa falsa educacIón recibida, si de todo ello resultan la hipocresía y la mentira? La sociedad reprueba que se separen dos esposos que ya no simpatizan; pero cubre con el velo de su indulgencia a los que, guardan, o las apariencias, se engañan uno a otro con la discreción suficiente para no dar demasiado que decir acerca de ellos. ¿De qué se queja?

Cimentada la sociedad en la mentira, en la hipocresía y en el engaño, sólo puede engendrar violencias o ignominias, hasta en las relaciones que mejor parecen tener origen en las conveniencias individuales nada más. La personalidad humana, comprimida en sus aspiraciones más legitimas, obligada a mentir y a disimular, sea para no herir susceptibilidades, sea para no hacerse imposible la vida en un medio social absurdo, se encoge, se atrofia y se pervierte, a menos que no se vengue estallando a veces.

Suprimidos los crimenes, imposibilitados los ataques contra la propiedad, ¿qué queda por temer? Las pequeñas rencillas entre vecinos, los asuntos de poca monta en los tribunales civiles y correccionales, ¿merecen de veras la creación de ese estrepitoso aparato juridico y represivo que sirve de salvaguardia a la sociedad actual? La transformación social ¿no llevará también a esos casos su acción bienhechora, suavizando las relaciones entre individuos y eliminando las causas de división entre ellos?

Quedan los criminales cuyos actos no parecen tener ningún móvil explicable de otro modo que no sea por un frenesí brutal, una perversión de sentimientos. Pero son excepcionales, excesivamente raros; el poder de las leyes no ejerce ninguna influencia en el ánimo de sus autores; su represión no tiene poder ninguno sobre quienes pueden verse inclinados a cometer otros análogos. Estos delincuentes caen dentro de la jurisdicción de la patología: la justicia no tiene nada que ver con ellos.

Cuando se presenta un caso así, para el médico y el anatómico que estudian realmente por saber y no por conseguir distinciones honoríficas, aun cuando el cerebro del autor de un acto semejante no presentase ninguna alteración apreciable por los actuales medios investigadores analíticos, para el sabio que inquiere la verdad y no busca una posición adulando a la sociedad y haciéndose proveedor del verdugo, no por eso queda menos comprobado que aquel individuo sólo pudo obedecer a impulsos independientes de su voluntad.

La sociedad tiene el derecho de defenderse, pero ni ella ni nadie tiene derecho para castigar o premiar. Antes de hacer al individuo responsable de sus actos, esta sociedad vengativa debiera preguntarse si no es ella misma la causa primordial de los daños de que se queja: obligando a una parte de sus hijos a estar sumidos en la miseria, la ignorancia y la depravación; negándoles los medios de desarrollo, de los cuales dispone en beneficio de otros hijos predilectos; creando condiciones de existencia que retrotraen al hombre de hoy al nivel de sus antepasados de la edad de piedra (en el supuesto de que nuestros antepasados de aquella época fuesen tan fieros como los pintan).

Es cierto que podrán presentarse en la sociedad futura casos de violencia; y que, sean cuales fueren sus móviles, será preciso defenderse de ellos. Pero los agredidos o damnificados tendrán el derecho de legítima defensa contra quienes quisieren atentar contra la vida o la autonomía de aquéllos; y, a menos de ser un ente insociable en absoluto, un individuo siempre tiene amigos que no dejarán molestarle injustamente. Aun cuando no conozcáis a la victima, ¿no os subleva todo acto arbitrario que presenciéis, y no os dan impulsos de tomar la defensa del oprimido? Pues entonces, que se tenga el valor de defenderse cuando se es pbjeto de una agresión, que el agresór sea castigado sin demora: esto es sana moral, pues, a lo menos, se tiene el valor de los actos propios.

Pero cobijarse detrás de un formidable aparato de represión, detrás de entidades que emplean todas las fuerzas sociales contra un solo individuo, y pretender imponerle una pena al juzgar actos que no han visto cometerse y cuyo origen no se conoce, eso es una cobardía. ¿Con qué derecho sustituye la sociedad a los individuos para castigarles, cuando no ha sabido precaver la agresión? ¿Con qué derecho habla de defensa, cuando no ha sabido asegurarla de hecho? Así como comprendemos que se dé muerte a un enemigo cuando os pone en la necesidad de defenderos, de igual manera nos repugna un asesinato cometido en medio de un aparato escénico teatral, ordenado a sangre fría y al abrigo de cualquiera represalia, ejecutado metódicamente en un hombre reducido a la impotencia, con el pretexto de enseñarle a respetar la vida de sus semejantes. ¡Entonces, oblíguese al Juez a ser ejecutor de su sentencia!

¿Acaso el castigo de los criminales ha impedido nunca que se perpetren otros crimenes? ¿Acaso toda la organización policíaca y su innumerable personal han precavido nunca ningún acto de violencia? ¿No se ven multiplicarse éstos bajo la presión de las circunstancias y de la miseria? Haced, pues, que vuestra sociedad asegure la existencia de cada uno, que engendre amor en vez de odio, y no tendréis ya más actos de violencia que reprimir.

En cuanto a los actos agresivos que se cometan aisladamente, sólo serán excepciones, y es gracioso el querer poner trabas por medio de las leyes a la libertad general para reprimir las excepciones.

Lo natural en el hombre no es estar enfermo, tener perturbado el cerebro, ponerse con perjuicio propio en lucha contra sus semejantes; en una sociedad sanamente constituida se verán ir disminuyendo los hechos de violencia, atenuarse y desaparecer las mismas enfermedades cerebrales, pues la mayoría sólo son efecto inmediato o mediato de las malas condíciones de existencia creadas por la sociedad. Toda esa herencia morbosa deberá atenuarse al desaparecer las causas que la han producido y la sostienen; la raza humana se regenerará y se templará con la práctiva de la libertad, de la solidaridad y del bienestar.

Seria ciertamente una locura el creer que esas anomalías desaparecerán en cuanto cesen las causas que les han dado origen. Hartos siglos hace que las padecemos; la herencia las ha arraigado en nuestra constitución sobradamente para que no siga transmitiéndolas aún a numerosas generaciones ulteriores; pero irán debilitándose poco a poco, puesto que no tendrán centros generadores donde recrudecerse. Y, por paradójico que pueda parecer esto, la revolución llegará a ejercer saludable influjo aún en ese orden de ideas.

Hase advertido que en los periodos de revuelta, en que las masas están sobreexcitadas, las enfermedades, las epidemias, acometen a mucho menor número de individuos en los pueblos que están en efervescencia. Esto se explica: la lucha, el movimiento, el entusiasmo, la tensión de espíritu, la voluntad, se amplifican, y todo ello eleva las fuerzas vitales del individuo a un alto grado de intensidad, aniquila las causas morbosas que puede haber en él, y le hace refractario a las procedentes del exterior.

El largo periodo revolucionario que la humanidad tiene que pasar, exaltando en los individuos todas las pasiones que constituyen su vitalidad, las elevará a tal grado de sobreagudeza, que ese periodo contribuirá en gran parte por si mismo a regenerar al hombre, ayudándole a eliminar las causas de degeneración que actualmente le arrastran a la decadencia.

Como la sociedad futura ha de poner al hombre en condiciones normales de existencia, le librará, si no de todas las enfermedades (pues hay que contar con la imperfección de los seres), por lo menos de todas las que sólo debe a la ignorancia y a la miseria en que le tienen sus explotadores; y de ese modo volverá a colocarle en el camino del progreso.

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