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CAPÍTULO QUINTO

DE LAS OBJECIONES SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DE DAR PERMANENCIA A UN REGIMEN IGUALITARIO

Consideremos ahora otra objeción. Se ha dicho, por quienes impugnan la doctrina que sostenemos, que la igualdad contribuiría quizá a aumentar la felicidad de los hombres si armonizara con la naturaleza de los mismos y si se pudiera darle carácter permanente. Pero toda tentativa en ese sentido está condenada al fracaso. Se podrá crear, en un momento de confusión, cierto estado de cosas igualitario, pero muy pronto volverían a dominar las antiguas costumbres y tornaría a imponerse el sistema del monopolio. Todo lo que se habrá logrado, mediante el sacrificio de respetables intereses individuales, será soportar un período de barbarie tras el cual las ideas de legalidad y de orden civil deberán reiniciar su ciclo, como en los albores de la civilización. No es posible cambiar la naturaleza humana. Siempre habrá en la sociedad individuos ambiciosos que tratarán de lograr ventajas personales sin cuidarse de los demás. Jamás se podrá uniformar los espíritus, como lo requiere un régimen igualitario; la diversidad de ideas y de sentimientos, que siempre ha de subsistir, llevará necesariamente a trastornar ese orden de teórica perfección.

Ninguna objeción es de mayor peso que la que acabamos de exponer. Creemos de suma importancia examinar tan importante cuestión, a fin de ponernos a cubierto de especulaciones extravagantes. Sería en verdad lamentable que abandonemos una forma de sociedad donde el espíritu humano alcanzó un apreciable grado de desarrollo, para caer nuevamente en la barbarie sólo por perseguir engañosas apariencias. Pero lo peor es que si aquella objeción fuera justa, los males actuales carecerían de remedio. El pensamiento progresa incesantemente. Todo cuanto él descubre o sugiere, tarde o temprano tratará el hombre de obtenerlo o realizarlo. Tal es la ley inalterable de nuestra naturaleza. Es imposible no descubrir la belleza de la igualdad o dejar de sentir la sugestión de los bienes que ella promete. La consecuencia es clara. Según el criterio de nuestros opositores, el hombre es capaz de avanzar con éxito durante cierto tiempo; pero en el preciso momento en que intente alcanzar una nueva etapa del progreso, sufrirá un brusco retroceso y se verá obligado a reiniciar desde el principio su penosa marcha. Esto equivale a sustentar un miserable criterio acerca de la humanidad, a la que se considera apta para comprender el bien, pero en absoluto inhábil para realizarlo. Pero veamos si es verdad que una vez establecido el sistema igualitario, su existencia será tan efímera como se pretende.

Ante todo debemos recordar que el estado de igualdad que postulamos, no podrá ser el resultado de un accidente, de las disposiciones de un jefe omnímodo o de la convincente prédica de algunos ilustrados pensadores, sino que ha de ser fruto de una seria y profunda convicción, de la que participará el conjunto de la comunidad. Supondremos ahora que es posible que las ideas de igualdad arraiguen en la mente de determinado grupo de personas que constituyen una colectividad. Y lo que es posible que ocurra en una comunidad pequeña, puede suceder también en otra de mayores proporciones, pues no hay razones suficientes que hagan esto imposible. Lo que debemos ahora considerar es la posibilidad de que, una vez establecido ese régimen, adquiera carácter permanente. La convicción descansa sobre dos conceptos morales: por un lado la justicia, por el otro la felicidad. El régimen igualitario no podrá implantarse, hasta tanto no arraigue en la conciencia pública el sentimiento de que las genuinas necesidades del hombre constituyen el único justificativo de la posesión de determinados bienes. Si la humanidad fuera tan ilustrada como para comprender definitivamente esa verdad, sin temor a dudas ni objeciones, contemplaría con horror y desprecio a todo aquel que acumulara objetos que no necesita para su uso. Pondría ante sí la objetivación de todos los males que surgen como consecuencia del régimen del monopolio, junto con la evocación de la promisora felicidad que acompañará al orden igualitario. Ante la idea de consumir sin necesidad ciertos bienes o de acumularlos con el fin de ejercer un dominio sobre nuestros semejantes, sentiríamos igual estremecimiento que si se tratara de cometer un crimen. Nadie podrá negar que una vez establecido el régimen igualitario, disminuirán grandemente las inclinaciones perversas de los hombres. Pero el supuesto crimen de acumulación sería entonces más condenable que cualquiera de los que hoy se cometen. El hombre es incapaz, bajo cualquier régimen, de cometer un hecho que su conciencia le señala clara y vigorosamente como pernicioso para el bien general. Sea como fuere, difícilmente puede creerse que un hombre cometa un acto agresivo contra la comunidad, en nombre de un imaginario interés personal, si no ha sentido su espíritu lacerado por la impresión de que la sociedad le había causado previamente un injusto daño. Pero el caso cuya posibilidad estamos considerando es, por el contrario, el de un hombre que, sin haber recibido daño alguno, trata conscientemente de subvertir un orden de cosas cuyos beneficios para la humanidad se hallan por encima de toda descripción, para volver a reeditar todas las injusticias, todos los vicios y las calamidades que nuestra especie ha sufrido desde los primeros días de la historia.

La igualdad que postulamos se halla además vinculada en el espíritu humano a la idea de felicidad personal. Es un hecho evidente que, en primer término, necesitamos satisfacer nuestras necesidades animales de alimento y abrigo; después de haberlo obtenido, nuestra felicidad, felicidad realmente humana, consiste en la expansión de las facultades del espíritu, en el conocimiento de la verdad y en la práctica de la virtud. Se podrá argüir que hemos omitido una parte de la experiencia subjetiva: los placeres de los sentidos y los placeres de la imaginación. Pero se trata de una omisión más aparente que real. Por diversos que sean los placeres que podamos experimentar, el hombre realmente prudente sacrificará los placeres inferiores en homenaje a los de índole más elevada. Y bien. Nadie que haya contemplado con amplio espíritu la felicidad de nuestros semejantes, negará que esa contemplación nos comunica la más noble y placentera de las sensaciones. Sólo el que se sienta culpable de excesos en los placeres sensuales, se hallará relativamente incapacitado para disfrutar de ese placer sublime. Cabe agregar, si ello fuera de alguna importancia, que una rigurosa temperancia es el medio más razonable para gustar con mayor fruición del placer de los sentidos. Tal fue el sistema que adoptó Epicuro y es el que ha de seguir todo hombre que haya reflexionado con profundidad acerca de la naturaleza de la felicidad humana. En cuanto a los placeres de la ilusión, son incompatibles con nuestra verdadera felicidad. Si hemos de contribuir a la felicidad de los demás, debemos ante todo saber en qué consiste. Pero el conocimiento es enemigo inconciliable de la ilusión. A medida que se eleva nuestro pensamiento y se desvanecen los prejuicios que son causa de nuestras desgracias, nos sentimos cada vez menos capaces de sentir placer por el halago, el poder o la fama o de buscarlo en cualquier otra fuente que no sea la del bien general. La más clara de las nociones de sabiduría es que individualmente somos sólo un átomo en la inmensidad del espíritu. El primer rudimento, pues, de esa ciencia de la felicidad personal que es inseparable de una sociedad igualitaria, es que hemos de derivar infinitamente más placer de la frugalidad, la sencillez y el conocimiento de la verdad que del lujo, de la fama y la dominación. ¿Es posible que un hombre que sienta tales convicciones y viva en un orden de igualdad, sufra la tentación de acumular riquezas?

Esta cuestión ha dado lugar a considerables confusiones por la influencia de una doctrina común a muchos moralistas, según la cual la pasión y la razón obran independientemente la una de la otra. Tales distinciones están siempre propensas a confundir los espíritus. ¿De cuántas partes consta nuestro espíritu? De ninguna. Lo constituyen una serie de pensamientos que se suceden unos a otros desde que nacemos a la razón hasta que nuestra vida se extingue. La palabra pasión, que tantos errores ha producido en la filosofía del espíritu y que no corresponde a ningún arquetipo determinado, cambia constantemente de sentido. Algunas veces es aplicada de un modo general a todos aquellos pensamientos que, siendo particularmente vívidos y afectando con especial vigor a nuestra imaginación, nos inducen a obrar con inusitada energía. Por eso hablamos de la pasión de la benevolencia, de la pasión del bien público, de la pasión del coraje. Algunas veces se refiere a ideas cuyo error descubrimos sólo después de un detenido examen. En su primera acepción, el término no da lugar a dudas. La vehemencia del deseo corresponde a un estado de conciencia que a su vez es producido conjuntamente por la evidente claridad de una proposición y la importancia de los resultados prácticos que de ella se pueden derivar. En el segundo sentido, la doctrina de las pasiones será inofensiva, si colocamos la definición frente al objeto definido. Se hallará entonces que esa doctrina afirma simplemente que el pensamiento humano estará siempre propenso a incurrir en los mismos errores que sufre actualmente o, en otros términos, que tal doctrina sostiene el principio de permanencia inmutable, en oposición a la necesaria perfectibilidad del intelecto. En el caso antes aludido, ¿no es absurdo suponer que un hombre, viendo claramente de qué parte se halla la justicia y el interés común, se decida precisamente por la parte opuesta, respondiendo a las sugestiones del error? Es indudable que nuestro espíritu se halla sujeto a fluctuaciones. Pero hay un grado de convicción que hará imposible extraer placer de la intemperancia, de la dominación o de la fama y ese grado de convicción será alcanzado un día por los hombres, gracias al incesante progreso del pensamiento.

La estabilidad de un sistema igualitario -puesto en acción gracias a los avances del conocimiento y de la razón-, quedará fuera de toda duda, si evocamos una representación adecuada del funcionamiento de dicho sistema. Supongamos que formamos parte de una comunidad que realiza habitualmente tareas proporcionadas a la satisfacción de las necesidades de todos, manteniendo un estrecho contacto entre sí, de tal modo que lo que a uno falte pueda inmediatamente ser suministrado por su vecino. De ese modo se elimina por completo toda necesidad de acumulación individual. Nadie se ve obligado a acumular en previsión de accidentes, enfermedades u otras contingencias semejantes. Se podría quizá disponer de cierto exceso de artículos perecederos, pero en cuanto a lo demás, no existiendo el comercio, todo lo que un individuo no pueda consumir no agregará nada a su riqueza. Es preciso observar, sin embargo, que, si bien la acumulación para fines privados es absurda, no excluye de ningún modo la formación de ciertas reservas, en previsión de contingencias que pudieran afectar a la comunidad. Si las consideraciones precedentes son justas, no habrá ningún peligro en esa especie de acumulación. La previsión es, por el contrario, una saludable tendencia del espíritu humano, que le permite anticiparse a ciertas contingencias. Es bien sabido que la escasez suele ser consecuencia de la imprevisión colectiva o de las deficientes precauciones que se han tomado para prevenirla. Es de esperar, pues, que en adelante los hombres desarrollen la capacidad necesaria que los habilite para remediar el efecto de la pérdida de las cosechas y de otros accidentes similares.

Se ha demostrado ya que el principal y permanente incentivo de la acumulación individual consiste en el amor a la distinción y al aplauso. En este caso, tal incentivo es totalmente eliminado. Desde que la acumulación no tendrá objeto razonable, lejos de constituir un motivo de admiración será una señal de locura. Los hombres vivirán de acuerdo con los más simples principios de justicia y sabrán que nada es más digno de estima que la virtud y el talento. Habituados a emplear lo que les sobra en la satisfacción de las necesidades de sus vecinos y a dedicar al cultivo de su intelecto el tiempo que no es requerido para el trabajo manual, ¿con qué sentimientos contemplarán al individuo que fuera bastante insensato para fijar cintas u otros ornamentos distintivos en sus vestidos? En tal comunidad, la propiedad tenderá siempre a su nivel natural. Todos tendrán interés en estar informados acerca de las personas que dispongan de determinados productos y cada cual acudirá confiado a esas personas, en caso de tener necesidad de lo que éstas disponen en exceso. En el caso de que alguien se negara a desprenderse de lo que no necesita para su particular consumo, bastará el sentimiento de repudio general que tal actitud ha de provocar para evitar toda insistencia o repetición al respecto, sin necesidad de emplear medios compulsivos. Si a pesar de todo hubiera quien se negase a escuchar la voz de la razón, negándose a ceder lo superfluo, no por eso se acudiría al pernicioso sistema del trueque, sino que los interesados lo dejarían simplemente para acudir a un ser más racional. En lugar de ser un motivo de estimación, la acumulación de bienes determinará el aislamiento de la persona que incurriese en tal error, hundiéndola en el desprecio y el olvido de la colectividad. La influencia de la riqueza reside actualmente en el respeto que impone al público. Pero en la sociedad igualitaria, el acaparador estará en ese sentido en una situación peor que la que ocupa hoy el favor, a quienes todos desprecian, pues, a pesar de haber acumulado montones de oro, siente desprenderse de un solo chelín.

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