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CAPÍTULO TERCERO

DE LAS OBJECIONES FUNDADAS EN LOS ADMIRABLES EFECTOS DEL LUJO

Estas ideas de justicia y de progreso son tan antiguas como el pensamiento humano. Ellas fueron sugeridas en forma parcial en las reflexiones de múltiples pensadores, aunque nunca hayan sido presentadas en un sistema de conjunto, con el vigor necesario para impresionar a los espíritus por su belleza y consistencia. Después de haber suministrado motivos para hermosos sueños, esas ideas fueron dejadas de lado por considerarlas impracticables. Trataremos de examinar aquí las diversas especies de objeciones sobre las cuales se funda esa supuesta impracticabilidad. Y las respuestas a dichas objeciones nos llevarán gradualmente a un desarrollo tan completo y tan ajustado de ese sistema que no podrá menos de llevar la convicción a las mentes más prevenidas por los prejuicios.

Hay una objeción que ha sido cultivada principalmente en suelo inglés, a la que concederemos prioridad en este examen. Se ha dicho que los vicios particulares constituyen beneficios públicos. Ese aforismo, tan burdamente enunciado por sus primeros defensores (1), ha sido remodelado por los continuadores más educados de éstos (2), los que observaron que la verdadera medida de la virtud y el vicio, es la utilidad y que, por consiguiente era una insensata calumnia calificar al lujo como vicio. El lujo -afirman-, a despecho de los prejuicios que los ascetas y los cínicos han inculcado con él, es el rico y generoso suelo sobre el cual floreció la verdadera civilización humana. Sin el lujo, los hombres habrían seguido siendo unos solitarios salvajes. Gracias al lujo se edificaron los palacios y se poblaron las ciudades. ¿Cómo pudieron haberse creado las grandes poblaciones sin las variadas artes que dieran ocupación a sus habitantes? El verdadero benefactor de la humanidad no es el devoto escrupuloso que, por medio de sus actos caritativos, estimula la insensibilidad y la pereza. No lo es el filósofo, que ofrece a los hombres lecciones de árida moralidad. Lo es más bien el elegante sibarita que con el objeto de ostentar exquisitos refinamientos en su mesa, pone en marcha una multitud de prósperas industrias, las que a su vez dan ocupación a miles de personas; el que une a países distantes, mediante el tráfico necesario para suministrarle diversos adornos, el que estimula las bellas artes y todas las sutilezas del ingenio, con el fin de decorar su morada y proveerla de motivos de esparcimiento.

Hemos concretado esta objeción, no porque requiera una respuesta especial, sino tan sólo para no omitir ningún argumento contrario a nuestra tesis. En cuanto a la respuesta correspondiente, ya fue anticipada. Hemos visto que la población de un país se halla en relación directa con el área cultivada que el mismo posee. Si, por consiguiente, los hombres encontraran suficientes estímulos para dedicarse a la agricultura, la población alcanzaría el nivel correspondiente a la capacidad que tuviera el territorio dado para alimentarla. Una vez iniciada su expansión, la agricultura no se detiene, salvo que se opongan obstáculos de orden artificial. Es precisamente el monopolio de la tierra el que obliga a los hombres a contemplar vastas extensiones de terreno inculto o mal cultivado, mientras ellos sufren los rigores de la necesidad. Si la tierra estuviera siempre a disposición de quienes quisieran cultivarla, no cabe duda de que sería cultivada en proporción de las necesidades de la comunidad, desapareciendo por la misma razón los obstáculos actuales contra el aumento de la población.

La cantidad de trabajo manual sería disminuída, en relación con el que hoy rinden los habitantes de cualquier país civilizado, puesto que actualmente sólo una vigésima parte de la población se dedica a las tareas de la agricultura, manteniendo con sus esfuerzos a toda la sociedad. Pero no debe creerse de ningún modo que el ocio resultante constituya una desgracia.

En cuanto a la especie de benefactor que el elegante voluptuoso constituye para la humanidad, fue suficientemente dilucidado al examinar los resultados generales de la injusticia y la dependencia en la sociedad. A esa clase de beneficios debemos la perpetuación de los crímenes y de todos los males morales que nos aflijen. Si la vida del espíritu ha de ser preferida a la existencia puramente animal; si nuestro anhelo ha de ser que se propague la felicidad humana y no sólo que se multiplique la especie, hemos de reconocer, pues, que el elegante derrochador constituye un verdadero azote para la misma.




Notas

(1) Mandeville, Fábula de las abejas. En la segunda y tercera edición: No es fácil, sin embargo, determinar si defiende seriamente o sólo irónicamente el actual sistema social ... Ningún autor ha expuesto en términos más vigorosos la enormidad de las injusticias vigentes ...

(2) Coventry, en un tratado titulado: Philemon to Hydaspes; Hume, Essays, parte II, ensayo II.

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