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CAPÍTULO NOVENO

DE LAS PENSIONES Y LOS ESTIPENDIOS

Las pensiones y estipendios, el modo usual de recompensar los servicios públicos, deben ser abolidos. La labor para la comunidad es de naturaleza más desinteresada que aquella que se cumple para procurar la propia subsistencia; es desvirtuada cuando se la recompensa mediante un salario. Sea éste grande o pequeño, hará, desde que existe, que muchos deseen el puesto por sus ventajas materiales. Las funciones de naturaleza permanente se convertirán en un oficio.

Otra consideración que debe tenerse muy en cuenta al respecto, es la fuente de la cual se obtiene el valor de los salarios: la renta pública, las gabelas que se imponen a la colectividad. No existe un modo viable de obtener lo superfluo de una colectividad. Si el impuesto exige diez libras de quien gana cien en un año, para ser estrictamente equitativo debiera reclamar novecientas diez libras de quien gana mil. Pero el impuesto será siempre desigual y opresivo; arrancará el bocado duramente ganado de las manos del campesino y eximirá a aquel cuyos derroches constituyen una afrenta a la justicia. No diré que un hombre de claro discernimiento y espíritu independiente preferirá morir de hambre antes que vivir a costa pública; pero creo que difícilmente pueda imaginarse un medio de subsistencia menos apropiado para una persona de tales condiciones.

Sin embargo, no existe ahí una dificultad insuperable. La mayoría de las personas elegidas para empleos públicos, en las circunstancias actuales, dispondrán de una fortuna adecuada a su propio sostén. Los que pertenezcan a una clase más modesta, serán seleccionados sin duda en mérito a su relevante talento, lo que naturalmente les procurará recursos extraordinarios. Se considera deshonroso vivir de la generosidad privada, pero el deshonor radica sólo en la imposibilidad de conciliar tal situación con la independencia de juicio. Pero por lo demás, no se le pueden hacer muchas de las objeciones que surgen contra el sistema del estipendio público. Yo puedo recibir de vosotros, como justo tributo, lo que os resulta superfluo, en tanto que dedico mi actividad a cuestiones mucho más importantes que la de ganarme la vida; pero he de recibido con una indiferencia absoluta por la ventaja personal, tomando sólo lo estrictamente necesario para atender a mis necesidades. El que escuche los dictados de la justicia y haga oídos sordos a las exhortaciones de la vanidad, preferirá que las instituciones de su país lo destinen a ser sostenido por la virtud de los particulares antes que depender de estipendio público. Esa virtud será incrementada cuanto más se estimule en la acción práctica, como pasa en todos los demás casos. Pero, ¿qué ocurrirá al que tenga mujer e hijos? Si la ayuda de una sola persona le fuera insuficiente, podrán sostenerlo entre varios. Que haga en vida lo que Eudamidas dispuso en el momento de su muerte: dejar que su madre sea sostenida por un amigo y la hija por otro. He ahí el único impuesto equitativo, el que toda persona que se considera habilitada para ello ha de admitir de por sí, sin tratar de descargarlo sobre los pobres. El hecho de que ese sistema de servicio público sin retribución oficial, tan común en antiguas Repúblicas, sea actualmente considerado impracticable por hombres de espíritu liberal, constituye un impresionante ejemplo del poder de los gobiernos venales en la generación del prejuicio. No es de creer que los lectores que anhelan la abolición del gobierno y de las leyes vacilen en cuanto a la realización de un paso tan natural hacia la finalidad deseada.

No hemos de imaginar que la existencia de la comunidad dependa de los servicios de un individuo. En un país donde las personas aptas para desempeñar servicios públicos sean raras, el puesto de honor corresponderá a quienes, desde su gabinete, contribuyen a despertar las virtudes adormecidas de sus conciudadanos. Allí donde tales personas abundan, no será difícil compensar, durante el corto período de la duración de sus funciones, la escasez de medios de que disponen para su subsistencia. No es tarea fácil describir las ventajas que resultarán de tal sistema. El funcionario público tendrá en cuenta constantemente los móviles de la colectividad y de la benevolencia general. Procurará desempeñar su cargo cada vez con mayor diligencia y desinterés. Los hábitos creados por una vida austera y una alegre pobreza, que no habrán de ocultarse en un rincón obscuro, sino que deberán ser mostrados a la luz pública para ser debidamente honrados por todos, conquistarán pronta a la colectividad y prepararán al funcionario que obre así para alcanzar mayores progresos.

La idea de que el que actúa en nombre del pueblo debe ostentar cierta figuración y vivir con opulencia para inspirar respeto, no es digna de mayor consideración. El espíritu mismo de la presente obra se encuentra en abierta pugna con tan pobre concepto. Si éste no ha sido ya refutado, será vano intentarlo en este lugar. Se cuenta que los ciudadanos de los Países Bajos, que conspiraban para derribar el yugo austríaco, acudían a los lugares de reunión llevando cada cual su alforja con provisiones. ¿Quién será capaz de menospreciar esa sencillez y esa honorable pobreza? La abolición de los estipendios hará sin duda necesaria la simplificación y reducción de los negocios públicos, lo cual será un posftivo beneficio y no una desventaja.

Se dirá que ciertos funcionarios de categorías inferiores, tales como empleados y recaudadores de impuestos, ejercen una función permanente y por tanto debe proveerse a su subsistencia de igual modo. Aun admitiendo esta objeción, afirmamos que sus consecuencias son de orden secundario. El puesto de un empleado de oficina o de un recaudador, es similar al de un traficante y no es posible considerar al mismo nivel funciones que requieren una gran elevación de espíritu. La fijación de un estipendio para tales funciones, aun considerada como cuestión temporaria, puede prolongarse indefinidamente.

Pero si se admite como excepción, debe hacerse con suma cautela. El que desempeñe un cargo público, deberá sentir toda la responsabilidad que su cumplimiento entraña. No podemos admitir el desempeño de tal función, sin estar animados por un gran celo público. De otro modo cumpliríamos nuestro deber con frialdad e indiferencia. No es eso todo. La abolición de los sueldos públicos llevará a la abolición de ciertas funciones a las cuales se considera indispensable asignar un estipendio. Si no tenemos guerras en el exterior, ni estipendios en el interior, los impuestos se harán innecesarios. Y si no tenemos impuestos que recaudar, tampoco hemos de necesitar empleados que se ocupen de esa tarea. En el sistema más simplificado de institución política que aconseja la razón, difícilmente habrá cargos complicados que desempeñar, y si existieran algunos, serán facilitados por la rotación perpetua de sus titulares.

Si se abolieran los estipendios, con mayor razón aún deberían suprimirse las calificaciones económicas; en otros términos, debería anularse la reglamentación que exige la posesión de determinados bienes, como condición indispensable para tener el derecho a elegir o ser elegidos para funciones públicas. Es un tiránico abuso el pedir a los ciudadanos que deleguen en alguien el desempeño de determinada función y prohibirles al mismo tiempo designar a la persona que consideran más apta para ejercer el cargo. La calificación constituye una flagrante injusticia en sus dos aspectos. Implica asignar a la persona menos valor que a su propiedad. Contribuye a estimular en los candidatos el afán de riquezas y esta pasión, una vez desatada, no es fácil de apaciguar. Se dice a unos: Vuestras condiciones morales e intelectuales son de la más alta categoría, pero no poseéis suficientes medios para permitiros lujos y vicios; por consiguiente no podemos designaros. Al hombre desprovisto del derecho de elector se le dirige este lenguaje odioso: Eres pobre, infortunado; las instituciones sociales te obligan a ser perpetuo testigo de la opulencia de los demás. Y puesto que te encuentras en un nivel tan bajo, te hundiremos más aún. No serás reconocido como hombre en la lista de ciudadanos; serás despreciado como un ser cuyo bienestar y cuya existencia moral no interesan a la sociedad.

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