Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VEINTIDOS

DEL FUTURO DE LAS SOCIEDADES POLÍTICAS

Hemos tratado de deducir algunos de los principios generales que se desprenden de las características esenciales de los poderes ejecutivo y legislativo. Queda, sin embargo, una cuestión muy importante a resolver. ¿Qué parte de cada uno de esos poderes debe ser mantenido, para bien de la sociedad?

Como hemos visto anteriormente (1), el único legítimo objeto de las instituciones políticas consiste en propender al bienestar de los individuos. Todo lo que sirva para aumentar la comodidad de los hogares, fomentar la riqueza nacional, la prosperidad y la gloria, sólo puede convenir a los audaces impostores que desde los tiempos más remotos de la historia han confundido la mente de los hombres, para hundirlos más fácilmente en la degradación y la miseria.

El deseo de ganar más territorios, de someter o atemorizar a los Estados vecinos, de superarlos en las armas o en la industria, es un deseo fundado en el error y el prejuicio. El poder no es la felicidad. La seguridad y la paz son bienes más deseables que una fama capaz de hacer temblar a las naciones. Los hombres somos hermanos. Nos asociamos a través de distintas regiones y latitudes porque la asociación es necesaria para nuestra tranquilidad interna o para defendemos contra el brutal ataque de un enemigo común. Pero la rivalidad entre las naciones es creada por la imaginación. Si la riqueza es nuestra finalidad, ella sólo puede ser conseguida por el comercio. Cuando mayor sea la capacidad de compra de nuestro vecino, mayor será nuestra oportunidad de vender. En la prosperidad común está el común interés.

Cuanto más claramente comprendamos la índole de nuestro propio bien, menos dispuestos estaremos a turbar la paz de nuestros vecinos. Lo contrario es cierto en este caso. Es deseable para nosotros que nuestros vecinos sean prudentes. Pero la prudencia es fruto de la independencia y la equidad, no de la opresión y la violencia. Si la opresión ha sido la escuela de la sabiduría, el progreso humano habría debido ser enorme, pues la humanidad ha pasado por esa escuela durante millares de años. Debemos desear, pues, que nuestros vecinos sean independientes: debemos procurar que sean libres. Las guerras no se producen por tendencia espontánea de los pueblos, sino por las intrigas de los gobernantes y por las disposiciones artificiosas que terminan a la larga por inculcar en los pueblos. Si un vecino invade nuestro territorio, todo lo que hemos de procurar es arrojado al otro lado de las fronteras. Para ello no es menester superarlo en poderío, puesto que en nuestro propio suelo la lucha será desventajosa para él. Es, además, extremadamente improbable que una nación sea atacada por otra, en tanto la conducta de la primera permanezca pacífica, equitativa y moderada.

Donde las naciones no son arrastradas a una situación de abiertas hostilidades, toda envidia entre ellas resulta una absurda quimera. Yo habito en determinado lugar, porque lo considero más adecuado para mi bienestar y felicidad. Estoy interesado en la conducta virtuosa y justa de mis semejantes, puesto que son hombres, esto es seres altamente capaces de virtud y de justicia. Tengo, sin duda, un motivo más para interesarme por aquellos que viven bajo el mismo gobierno que yo, pues estoy en mejores condiciones para sentir sus necesidades y para esforzarme en servirlas. Pero no tengo, ciertamente, ningún interés en infligir un dolor a otras personas, a menos que éstas se hayan comprometido directamente en actos de injusticia. Es objeto de una política y de una moral sanas acercar a los hombres entre sí, no alejarlos: armonizar sus intereses, nO contraponerlos.

Los individuos pueden tener frecuentes e ilimitados roces entre sí, pero las sociedades no tienen especiales intereses que ajustar entre ellas, salvo cuando la intervención de la violencia y del error lo hace indispensable. Este concepto anula por sí sólo los objetivos de esa política misteriosa y torcida que hasta hoy ha absorbido la atención de los gobiernos. Según tal posición, resultan innecesarios los jefes del ejército y de la armada, los embajadores y plenipotenciarios, así como toda la serie de artificios que se han inventado para acorralar a las naciones, para penetrar sus secretos, descubrir sus maquinaciones y forjar alianzas y contraalianzas. La carga del gobierno se desvanece y junto con ella los medios para minar y subyugar la voluntad de los gobernados.

Otra gran iniquidad de la ciencia política habrá de desaparecer: la sujección de vastos territorios a una sola autoridad central. Filósofos y moralistas han discutido abundantemente sobre el tema, inquiriendo si ello está más en su lugar bajo la monarquía o bajo la democracia.

Las instituciones que la humanidad adoptará en una etapa futura de su progreso, asumirán probablemente formas similares en los diversos países, pues nuestras facultades y nuestras necesidades son semejantes. Pero ha de prevalecer sin duda el sistema de núcleos políticos autónomos, con autoridad sobre pequeñas extensiones territoriales; esto ha de permitir a los habitantes de las mismas decidir mejor las cuestiones que les afectan, puesto que conocen mejor sus comunes necesidades. Ninguna razón aboga en favor de una vasta unidad política, salvo la de la seguridad externa.

Todos los males comprendidos en la idea abstracta de gobierno, se agravan en relación directa con la magnitud de la zona en que ejercen su jurisdicción y disminuyen proporcionalmente en el sentido opuesto. La ambición, que en un caso puede tener la gravedad de la peste, en el otro carece de espacio para desarrollarse. Las conmociones populares, por otra parte, capaces, como las olas del mar, de producir los más tremendos efectos cuando se manifiestan sobre una extensa superficie, son suaves e inocuos cuando se circunscriben dentro de un humilde lago. La sobriedad y la equidad son propias de los círculos limitados.

Puede, ciertamente objetarse que los grandes talentos son fruto de las grandes pasiones y que en la tranquila mediocridad de las pequeñas Repúblicas, las fuerzas del intelecto pueden extinguirse en la inactividad. Tal objeción, de ser justa, sería merecedora de las más serias consideraciones. Pero debe tenerse en cuenta que en ese sentido la humanidad entera será a modo de una sola gran República y quien quiera ejercer una benéfica influencia sobre un vasto ámbito intelectual, verá ante sí las más alentadoras perspectivas. Aun en su período de desarrollo, esa forma de Estado, todavía incompleta, ofrecerá a sus ciudadanos ventajas que, comparadas con las iniquidades que sufrirán los pueblos de los Estados vecinos, servirán de estímulos adicionales a los esfuerzos de los primeros (2).

La ambición y el desorden son males que los gobiernos introducen por vía indirecta sobre multitudes de hombres, a través de la acción de la presión material que ejercen. Pero hay otros males inherentes a la propia existencia de los gobiernos. En principio, el objeto del gobierno es la supresión de la violencia, interna o externa, que amenaza eventualmente el bienestar de la colectividad; pero los medios de que se vale constituyen de por sl una forma sistematizada de violencia. A ese efecto, requiere la concentración de fuerzas individuales y los métodos que emplea para obtenerla son evidentemente coercitivos. Los males de la coacción ya han sido estudiados en esta obra (3). La coacción, aun empleada contra delincuentes o contra personas acusadas de tales, no deja de tener sus malos efectos. Empleada por la mayoría de la sociedad contra una minoría que discrepa en cuestiones relativas al interés público, debe necesariamente producir mayor oposición.

Ambos casos descansan aparentemente en el mismo principio. El mal suele ser fruto de un error de juicio y no es admisible que se recurra a la fuerza para corregirlo, salvo en casos de extrema gravedad (4). El mismo concepto puede aplicarse en el caso de una minoría que fuera víctima del error. Si la idea de seccesión estuviera más arraigada en la mente de los hombres, la tendencia a llevarla a efecto no sería asimilada a un atentado criminal que ofende los más elementales principios de justicia. Ocurre algo semejante a la diferencia entre guerra agresiva y guerra defensiva. Cuando empleamos la coacción contra una minoría, cedemos al temperamento suspicaz de considerar a todo grupo opositor como dispuesto a agredimos, por lo que nos anticipamos en la agresión. En cambio, cuando ejercemos la coacción contra un criminal, es como si rechazáramos a un enemigo que ha invadido nuestro territorio y rehusa salir de él.

El gobierno sólo puede tener dos propósitos legítimos. La supresión de la injusticia dentro de la comunidad y la defensa contra la agresión exterior. El primero de ellos, que tiene para nosotros una justificación permanente, podría ser cumplido eficientemente en una colectividad de extensión tal que permitiera el funcionamiento de un jurado encargado de decidir acerca de las faltas de los individuos dentro de ella, entender en los litigios relativos a la propiedad o en otras controversias que pudieran surgir. Probablemente será fácil para un delincuente trasponer los límites de la pequeña comunidad, por lo que será necesario que los distritos vecinos estén gobernados de modo similar o bien, sea cual fuera su forma de gobierno, que estén dispuestos a cooperar en el alejamiento o en la corrección del delincuente, cuyos hábitos continuarán siendo peligrosos para cualquier comunidad. Para ese fin no será necesario ningún pacto expreso y menos aún una autoridad central. El mutuo interés y la común necesidad de justicia, son más eficaces para ligar a los hombres que los sellos y las firmas. Por otra parte, la necesidad de castigar el crimen se irá atenuando progresivamente. Las causas de delito llegarán a ser raras, sus agravantes, pocos, y el rigor, superfluo. El objeto esencial del castigo es ejercer una acción sobre un miembro de la comunidad, peligroso para la misma. La necesidad de castigo será eliminada por la permanente vigilancia que habrán de ejercer sobre su mutua conducta los miembros de una colectividad reducida; por la seriedad y buen sentido que habrán de caracterizar los juicios y censuras de los hombres, liberados de la actual atmósfera de misterio y empirismo. Nadie ha de estar tan endurecido en el mal como para desafiar el sobrio y firme juicio de la opinión general. Su espíritu se sentirá presa de la desesperación o, mejor aún, será llevado al convencimiento. Se verá obligado a reformar su conducta por la presión de una fuerza no menos irresistible que la de los látigos y las cadenas.

En este ligero esbozo se hallan contenidas las líneas generales de un futuro régimen político. Los conflictos entre distrito y distrito serán altamente improbables, puesto que toda controversia que pudiera surgir sobre cuestiones de límites, por ejemplo, habrá de ser resuelta por los mismos individuos que residan en el terreno disputado, ya que serán ellos los más autorizados para decidir a qué distrito quieren pertenecer. Ninguna colectividad regida por los principios de la razón tendrá interés en ensanchar su territorio. Si ha de lograrse la unión entre los asociados, no se requiere, la adopción de otros métodos que los más seguros de la moderación y la equidad. Si estos métodos fallaran, habrá de ser con personas indignas de pertenecer a cualquier especie de comunidad. El derecho de la sociedad a castigar al delincuente no depende del consentimiento de éste, sino de la imperiosa necesidad de defensa colectiva.

Sin embargo, por irracional que sea la controversia entre distritos o parroquias, en la forma de sociedad esbozada no es improbable que ello ocurra. Por consiguiente será necesario adoptar previsiones para el caso. Éstas podrán ser similares a las que se tomen ante una posible invasión exterior. Para el efecto será preciso concertar el acuerdo de varios distritos o parroquias, para resolver los litigios de acuerdo con los dictados de la justicia y, si fuera necesario, para imponer las decisiones.

Una de las conclusiones que se desprenden de modo evidente de ambos casos, el de conflictos entre distritos y el de invasión extranjera, cuyo rechazo está en el interés de todos los ciudadanos, es que ambos son por naturaleza ocasionales y temporarios; por consiguiente, no se requiere la creación de organismos de carácter permanente, con la misión de preverlos. En otros términos, la permanencia de una asamblea nacional, como se ha practicado hasta ahora en Francia, no se justificará en períodos de tranquilidad pública y puede llegar a ser perniciosa. Para formarnos un juicio más preciso acerca de la cuestión, recordemos algunos de los rasgos esenciales que caracterizan la constitución de una asamblea nacional.




Notas

(1) Libro V, capítulo XVI.

(2) Esta objeción será ampliamente discutida en el libro octavo de esta obra.

(3) Libro II, cap. VI.

(4) Ibid.

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