Índice de Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales de William GodwinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TRECE

DEL CARÁCTER ARISTOCRÁTICO

La característica esencial de la aristocracia es que constituye un sistema bajo el cual las instituciones políticas consagran de un modo destacado y permanente la desigualdad entre los hombres. A semejanza de la monarquía, la aristocracia asienta sobre la mentira; es fruto de artificios ajenos a la naturaleza de las cosas e igual que la monarquía, se ve obligada a recurrir a engaños y sofismas para justificar su existencia. Sin embargo, la aristocracia se basa en principios aún más turbios y antisociales que la monarquía. El monarca cree necesario emplear con frecuencia ciertos halagos y cierta cortesanía frente a sus barones y funcionarios. En cambio el aristócrata se limita a mandar en sus dominios con disciplina de hierro.

Ambos sistemas perduran gracias a la ignorancia. Si pudieran, a imitación de Omar, destruir las creaciones del pensamiento humano y persuadir a la humanidad de que el Corán contiene cuanto es digno de conocerse, prolongarían indefinidamente su dominio. Pero aún en ese sentido despliega la aristocracia mayor rigor. La monarquía admite cierto grado de enseñanza monástica entre sus súbditos. Pero la aristocracia es todavía más estricta. Su poder terminaría si las clases más bajas de la sociedad llegaran a saber leer y escribir. Para hacer de los hombres siervos y villanos, es necesario embrutecerlos. Esta cuestión ha sido objeto de profundo y detenido examen. Los defensores decididos del antiguo régimen han combatido la ilustración general con clarividencia no despreciable. En su conocida observación de que un siervo que sepa leer y escribir dejará de ser un mecanismo pasivo, se halla, en forma embrionaria, toda una filosofía de la sociedad humana.

¿Quién puede reflexionar con paciencia acerca de los malvados artificios que ponen en juego esos insolentes usurpadores, con el objeto de mantener a la humanidad en un estado de infinita degradación? Es aquí donde puede aplicarse plenamente la célebre fórmula de muchos al servicio de uno solo. Eran indudablemente sabios los defensores del absolutismo que hace dos siglos expresaron su alarma ante la herética doctrina de que el gobierno se había instituído para beneficio de los gobernados y que todo lo que se apartara de ese objeto significaba una usurpación. En todas las épocas de la historia hubo hombres que se atrevieron a proclamar la necesidad de ciertas innovaciones, por lo cual se les tachó de torpes y de sectarios. En realidad, fueron personas de discernimiento superior y comprendieron, aunque a veces en forma rudimentaria, las consecuencias que habrían de surgir de sus principios. Es necesario ahora que los hombres de sano juicio se pronuncien ante este dilema: o bien retroceder francamente, sin reservas, hacia los primitivos principios de tiranía o bien adoptar una posición resueltamente contraria a ella, sin cerrar los ojos de un modo estólido y temeroso ante su infinita serie de consecuencias.

No es menester entrar en una prolija disquisición sobre las diversas clases de aristocracia, pues si los argumentos antes expuestos son válidos, lo son contra todas ellas. La aristocracia puede basar sus prerrogativas en el individuo, como en Polonia, o conferirlas corporativamente a los nobles, como en Venecia. La primera será más tumultuosa y desordenada; la segunda, más ambiciosa, más intolerable y severa. Los magistrados pueden designarse por elección entre los propios miembros de la aristocracia, como en Holanda, o por elección popular, como en la antigua Roma.

La aristocracia de la antigua Roma fue, indiscutiblemente, la más venerable e ilustre que existió en la tierra. No será inoportuno, pues, estudiar en ella el grado de perfección que la aristocracia puede alcanzar. Comprendía en sus instituciones algunos de los beneficios de la democracia, tal como la designación por medio de elección popular de los miembros del senado. Era lógico, pues, que la mayoría de los integrantes de ese cuerpo estuviera dotada de un apreciable grado de capacidad. No ocurría allí lo que es común en las modernas asambleas aristocráticas, donde no es la selección sino la primogenitura la que decide acerca de sus integrantes y donde, en consecuencia, en vano se buscará idoneidad, salvo en los casos de los señores de creación reciente. Como los plebeyos no podían buscar candidatos sino entre los patricios, era natural que los más eminentes talentos pertenecieran a esta clase. A ello contribuía grandemente el hecho de que aquellos monopolizaban la educación liberal y el cultivo de la inteligencia, monopolio que el arte de la imprenta ha venido a destruir completamente. Por consiguiente, casi todas las grandes figuras que dieron brillo a Roma pertenecían a la clase de los patricios, a la del orden ecuestre o a sus dependientes inmediatos. Los plebeyos, a pesar de que, en su condición corporativa, poseyeron durante varios siglos las virtudes de la sinceridad, la intrepidez, el amor a la justicia y al bien público, no pudieron jactarse de que hubiera surgido de su seno uno de esos caracteres humanos que confieren lustre a la especie, excepto en el caso de los dos Gracos. Los patricios, en cambio, ofrecen figuras como Bruto, Valerio, Coriolano, Cincinato, Camilo, Fabricio, Régulo, los Fabios, los Decios, los Escipiones, Lúculo, Marcelo, Catón, Cicerón y muchos otros. Con la visión de tan ilustre pasado, presente siempre en su espíritu, era perfectamente comprensible que los rudos héroes romanos y los últimos mártires ilustres de la República nutrieran sentimientos aristocráticos.

Sin embargo, examinemos imparcialmente esa aristocracia, tan incomparablemente superior a cualquiera otra de los tiempos antiguos o modernos. En la primera República, el pueblo apenas disponía de alguna autoridad, salvo en lo que se refiere a la elección de magistrados; aun en eso la importancia intrínseca de ese derecho era disminuida por las normas que regían para las correspondientes asambleas, que otorgaban la decisión suprema a los miembros de las clases más ricas. Ningún magistrado de relieve podía ser elegido sino entre los patricios. Todos los juicios eran fallados por los patricios y su fallo no tenía apelación. Los patricios emparentaban sólo con miembros de su propia clase, con lo cual llegó a crearse una República de límites rígidos y estrechos, dentro de la gran República nominal, la mayoría de cuyos miembros estaba sometida a una condición de abyecta servidumbre. Lo que justificaba la usurpación en la mente de los usurpadores era la convicción de que la gente del pueblo era esencialmente grosera, ignorante y servil, por lo que no podría asegurarse el imperio del orden y de la justicia sino mediante la decidida supremacía de los nobles. De ese modo, a pesar de lesionar los más vitales intereses de la humanidad, aquéllos se sentían animados por un gran espíritu público y un entusiasmo infinito por la virtud. Pero no dejaban de ser por eso enemigos, realmente, de aquellos intereses humanos esenciales. Nada puede en ese sentido ser más extraordinario que las famosas admoniciones de Apio Claudio, dictadas con una noble grandeza de espíritu, pero animadas al mismo tiempo de una cruel intolerancia. Es realmente penoso comprobar cuánta virtud se ha empleado, a través de las edades, en oponerse a las más justas demandas humanas. Finalmente los patricios, no obstante su enorme superioridad de facultades, se vieron obligados a ceder uno a uno los privilegios a que estaban tan obstinadamente apegados. Antes de llegar a ello no dejaron de emplear los más odiosos medios de coerción y violencia. Todos rivalizaron en la más ruidosa aprobación del vil asesinato de los Gracos. Puede imaginarse hasta qué grado de elevación hubiesen llegado los romanos, que se distinguían por tantas virtudes, de no haber mediado la iniquidad de la usurpación aristocrática. El baldón indeleble de su historia, el afán de conquista, fueron resultado de la misma causa. Sus guerras, a través de los distintos períodos de la República, no fueron sino empresas tramadas por los patricios con el fin de desviar la atención de sus conciudadanos de la contemplación de la realidad esencial, para poner ante sus ojos escenas de devastación y de conquista. Ellos poseían el arte, común a todos los gobernantes, de confundir el espíritu de la multitud, persuadiéndola de que las agresiones menos provocadas se justificaban por una nueva necesidad de defensa.

El principio de aristocracia se funda en una extrema desigualdad de condiciones. Nadie puede ser un miembro útil de la sociedad, a menos que su talento sea empleado de un modo adecuado al bien general. En toda sociedad, los alimentos y los demás medios requeridos para llenar las necesidades generales alcanzan un monto determinado. En toda sociedad, la mayor parte de sus integrantes contribuyen con su esfuerzo personal a la creación de ese conjunto de riquezas. ¿Puede haber algo más razonable que el hecho de que todos participen en el disfrute de las riquezas, con cierto grado de equidad? ¿Hay algo más irritante que la acumulación de la riqueza en pocas manos, en perjuicio inclusive de los medios de subsistencia de la gran mayoría? Puede calcularse que el rey -aun en una pequeña monarquía- recibe como retribución de sus funciones una entrada equivalente al producto del trabajo de cincuenta mil hombres. Partiendo de ahí, tratemos de figurarnos lo que perciben sus consejeros, sus nobles, los ricos comunes que imitan a la nobleza, sus allegados y servidores. ¿Puede extrañar entonces que, en tales países, las capas inferiores de la comunidad se hallen agotadas por la dureza y las penurias de un esfuerzo excesivo? Cuando vemos que toda la riqueza de una provincia es servida en la mesa de un personaje, ¿debe asombramos que los habitantes de esa provincia carezcan de pan para saciar su hambre?

¿Ha de considerarse semejante estado de cosas como la mayor expresión de la sabiduría política? En tales condiciones la verdadera virtud no puede menos que ser excepcionalmente rara. Tanto las clases más altas de la sociedad como las más bajas, estarán sometidas igualmente a la corrupción, debido a lo antinatural de sus respectivas situaciones. Refiriéndonos ahora sólo a la clase superior, ¿no es evidente su tendencia a reducir su capacidad intelectual? La situación que un hombre de sano juicio desearía para sí y para aquellos en cuyo bienestar estuviera interesado, sería de trabajo y descanso alternativos. De trabajo que no agote el organismo y de reposo que no degenere en indolencia. La actividad y la industria serían así estimadas; el cuerpo, mantenido en estado saludable y el espíritu inducido a la meditación y la reflexión. En tales condiciones se desarrollaría la especie humana si la satisfacción de nuestras necesidades fuera hecha en forma equitativa. Por el contrario, ¿puede haber nada más repudiable que el sistema que convierte en bestias de carga a las diecinueve vigésimas partes de la humanidad, que aniquila tanta sabiduría, imposibilita tanta virtud y destruye tanta felicidad?

Podría alegarse, sin embargo, que este razonamiento es extraño al tema de la aristocracia, siendo la desigualdad de condiciones materiales consecuencia inevitable de la institución de la propiedad. Es cierto que muchos males surgen de esta institución, en sus formas más elementales. Pero es verdad también que, sea cual fuera la magnitud de dichos males, son considerablemente agravados por las funciones propias de la aristocracia. Ésta desvía las corrientes de la propiedad de sus cauces naturales y procura concentradas cuidadosamente en pocas manos. La doctrina de la herencia y del mayorazgo, tanto como el enorme volumen de leyes sobre transferencia sucesoria que infestan a todos los países de Europa, fueron creadas con ese exclusivo propósito.

Al mismo tiempo que ha tratado de dificultar la adquisición de una propiedad permanente, la aristocracia ha acrecentado todo lo que pudo los estímulos para tal adquisición. Todos los hombre suelen abrigar afanes de distinción y preeminencia, pero no todos hacen de la riqueza el objeto exclusivo de esos afanes. Muchos procuran satisfacer su deseo de descollar mediante su destreza en un arte, mediante la ciencia, la gracia, el talento, la virtud. Estos motivos de distinción no son perseguidos por sus partidarios con menos tesón que la riqueza por los suyos. La riqueza no constituiría un atractivo tan poderoso para la pasión humana si las instituciones políticas -más que su influencia natural- no la hubieran convertido en el camino consagrado hacia el respeto y los honores.

No puede concebirse aberración más lamentable a ese respecto que la actitud de las personas que viven rodeadas de toda especie de comodi.dades y suelen proclamar que las cosas se hallan bien como están, prorrumpiendo en duras invectivas contra todos los proyectos de reforma, que califican como sueños de visionarios y declamaciones de gente que nunca está satisfecha. ¿Puede considerarse satisfactoria una situación en que la mayor parte de la sociedad se encuentra en medio de una miseria abyecta, vuelta estúpida por la ignorancia, repugnante por sus vicios, viviendo en la desnudez y el hambre, impulsada a la comisión de crímenes y víctima de las despiadadas leyes que los ricos han establecido para oprimirla? ¿Es acaso sedicioso inquirir si tal estado de cosas puede ser reemplazado por otro mejor? ¿Puede haber algo más repudiable para nuestra conciencia que afirmar que todo marcha bien, simplemente porque estamos personalmente a gusto, no obstante la miseria, la degradación y el vicio que hacen presa en los demás?

Hay un argumento al que acuden siempre los defensores de la monarquía y de la aristocracia cuando se les destruyen todos los demás. Es lo que llaman la naturaleza dañina de la democracia. Por imperfectas que sean las instituciones antes nombradas, se han revelado como necesarias, afirman, como ajustes de la imperfecta naturaleza humana. Dejemos que el lector que haya considerado detenidamente las razones expuestas en los capítulos precedentes, decida hasta qué punto es admisible que, en virtud de esas circunstancias, sea nuestro deber someternos a tan compleja serie de males. Examinemos entretanto esa democracia de la cual se ha exhibido uniformemente un cuadro tan alarmante.

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