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CAPÍTULO SÉPTIMO

DE LA MONARQUÍA ELECTIVA

Después de haber considerado la naturaleza de la monarquía en general, nos corresponde examinar hasta qué punto serán atemperados los males que de ella provienen si la monarquía fuera electiva.

Una de las más obvias objeciones que ese remedio suscita, consiste en la gran dificultad que ofrece el cumplimiento de tal elección. Hay máquinas demasiado potentes para ser manejadas por la mano del hombre; hay actos demasiado gigantescos e impropios para ser regulados por las instituciones. Es tan enorme la distancia que media entre el soberano y la masa de los hombres; el mandato que ha de ser confiado es de tal importancia, las tentaciones que encierra el objeto en cuestión son tan incitantes que todas las pasiones capaces de perturbar el espíritu, habrán de desbordar en violento conflicto. Por consiguiente, o bien la elección se convertirá en pura apariencia, en un congé d'élire en que se descuenta de antemano el nombre del candidato victorioso, en una consagración concretada en una sola familia o quizás en la misma línea de descendencia de la misma; o bien será la señal de infinitas calamidades, intrigas exteriores y guerra interior. Estos inconvenientes han sido tan generalmente comprendidos que la monarquía electiva, en el estricto sentido de la expresión, tiene muy pocos defensores.

Rousseau, que en su consejo a la nación polaca aparece como uno de esos pocos -es decir uno de aquellos que, sin amar la monarquía, estima que una soberanía electiva es altamente preferible a una hereditaria- trata de prevenir los desórdenes de una elección, proponiendo una especie de sorteo (1). En otro lugar del presente estudio nos ocuparemos de examinar hasta qué punto son compatibles las decisiones de la suerte y el azar con los principios de sana moral y sobria razón. Por ahora será suficiente decir que el proyecto de Rousseau caerá probablemente bajo el dilema que se expresa a continuación y que, en consecuencia, será refutado con los mismos argumentos que se refieren a su idea sobre la forma de elección.

La introducción de ese sistema en la constitución de la monarquía puede tener por objeto elevar al cargo regio a un hombre de extraordinario talento y genio no común o bien proveer al mismo cargo con una moderada dosis de sabiduría y buena intención, impidiendo que caiga en manos de individuos de notoria imbecilidad. Al primero de esos designios objetarán algunos que el genio es con frecuencia sólo un instrumento para realizar los más funestos propósitos. Y aun cuando en esta afirmación haya mucha parcialidad o errónea exageración, no puede negarse que el genio, tal como lo encontramos en medio de las actuales imperfecciones de la humanidad, es compatible con serios y graves errores. Si, pues, es posible que por tentaciones de diversa índole el genio sea inducido a importantes desvíos, ¿no debemos razonablemente temer el efecto que sobre él puede tener una situación que, más que cualquier otra, se encuentra preñada de tentaciones? Si las circunstancias de orden común son capaces de extraviar el espíritu, ¿qué hemos de pensar de ese aire intoxicante, de esa condición superior a toda restricción, librada de las circunstancias y vicisitudes de las cuales emana la moralidad de los seres humanos, sin ningún freno saludable, sin esa arma intelectual que confiere el trato entre los hombres sobre términos de igualdad, sino por el contrario, perpetuamente rodeado de sicofantes, siervos y lacayos? Suponer un espíritu en el cual el genio y la virtud se reúnan en forma permanente, es indudablemente contar con algo que no es fácil de encontrar en cualquier oportunidad, y aún cuando se hallara un hombre de tales condiciones, debemos imaginar que los electores han de ser casi tan virtuosos como aquel, o bien el error y el prejuicio, la facción y la intriga harán su elección sumamente precaria, quizás imposible. A todo ello hay que agregar que, siendo evidentes los males que surgen de la monarquía, males que ya hemos enumerado y que tendremos ahora ocasión de recapitular, el primer acto de soberanía de un monarca virtuoso, cuyo discernimiento sea igual a su virtud, deberá ser la abrogación del sistema que lo ha llevado al trono.

Pero vamos a suponer que el propósito de la institución de una monarquía electiva no sea el de sentar constantemente sobre el trono a hombres de genio superior, sino simplemente para impedir que la soberanía caiga en suerte a personas de notoria imbecilidad. Tal es la extraña y perniciosa naturaleza de la monarquía, que cabe dudar que esto sea precisamente un beneficio. Dondequiera que exista la monarquía y en tanto que los hombres sólo puedan ver con sus propios ojos y actuar con sus propias manos, aquella será inseparable de las Cortes y de administraciones de diversa índole. Pero estas instituciones, tal como hemos demostrado, son tan perniciosas, que el peor mal que puede hacerse a los hombres es el de persuadirlos de la inocencia de aquellas. Aún bajo el déspota más virtuoso, no dejarán de prevalecer el favor y la intriga, la injusta exaltación de un hombre y la no menos injusta depresión de otro. Bajo el déspota más virtuoso, los más legítimos resortes del espíritu, los deseos de poseer mérito y la conciencia de que ese mérito será justamente reconocido, quedan rotos, ocupando su lugar motivos ruines y ficticios. ¿Qué importancia tiene que mi mérito sea percibido por quienes no tienen poder para hacerlo prosperar? El monarca, encerrado en su santuario y rodeado de formalidades, no oirá de él jamás. ¿Cómo podría conocerlo? ¿Puede saber acaso qué ocurre en los remotos rincones de su reino? ¿Puede apreciar los primeros tímidos brotes del genio y de la virtud? El pueblo mismo perderá el discernimiento acerca de tales cosas, pues percibirá que ello carece de efectos prácticos. Los frutos del espíritu son diariamente sacrificados al genio de la monarquía. Las simientes de la razón y de la verdad se vuelven estériles e improductivas en ese clima malsano. El ejemplo perpetuamente exhibido de la preferencia de la riqueza y el artificio sobre el talento tiene los más poderosos efectos sobre la masa de los hombres, que se halla poco inclinada hacia ambiciones generosas. Esos males, sea cual fueran su magnitud, quedan más fuertemente afirmados bajo un monarca bueno que bajo otro malo. En el caso último, nuestros esfuerzos son sólo restringidos por la violencia; en el primero, queda seducido nuestro juicio. Atenuar los defectos y cubrir la deformidad de lo que es fundamentalmente malo, es ciertamente peligroso y quizás fatal para los mejores intereses de la humanidad.

Ha sido planteada la cuestión de si era posible combinar la monarquía electiva con la monarquía hereditaria y se ha citado como ejemplo de tal posibilidad la constitución de Inglaterra. ¿Qué fue lo que realizó el Parlamento después de la revolución, cuando trasmitió la sucesión a la casa de Hanover? No eligió a un individuo sino a una nueva estirpe que debía llenar el trono de estos reinos. Dió una prueba de su poder en circunstancias extraordinarias, cambiando la sucesión. Al mismo tiempo que lo efectuaba en los hechos, lo negaba en las palabras. Los miembros del Parlamento emplearon las más fuertes expresiones que puede suministrarles el lenguaje, para obligarse ellos, sus herederos y la posteridad, a aceptar aquella solución. Consideraron que la emergencia producida no volvería a ocurrir jamás, gracias a las precauciones y restricciones que habían provisto a ese efecto.

¿Qué especie de soberanía es, en realidad, la parcialmente hereditaria y parcialmente electiva? Que el acceso de una familia o de una estirpe particular haya sido originariamente motivo de elección, no tiene en sí nada de extraño. Todo gobierno se funda en la opinión; indudablemente alguna forma de elección, efectuada por un cuerpo de electores más o menos extenso, debió preceder a toda nueva dinastía. ¿A quién pertenece la soberanía, en ese sistema, después de la suerte de su primer poseedor? A sus herederos y descendientes. ¿Qué clase de elección será la que se realice un siglo antes del nacimiento de la persona designada? ¿Con qué título ejerció la sucesión? Indudablemente, con el de la descendencia hereditaria. Un rey de Inglaterra lleva, pues, su corona independientemente, como se ha expresado en forma enérgica, con desprecio de la elección del pueblo (2).




Notas

(1) Considérations sur le Gouvernement de Pologne.

(2) Este concepto es desarrollado con abundancia de argumentos e irresistible fuerza de razonamiento, por el señor Burke, al comienzo de sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia.

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