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CAPÍTULO SEXTO

DEL EJERCICIO DEL JUICIO PERSONAL

Para un ser racional, sólo puede haber una regla de conducta: la justicia. Y un solo modo de practicar esa regla: el ejercicio del juicio personal. Si en determinado caso yo me convierto en instrumento mecánico de la violencia, mi conducta no se hallará bajo el imperio de la moral, ya sea para el bien o para el mal. Pero si no me sintiese obligado a actuar bajo el peso de una violencia incontrastable, sino que procediese por el temor a algo que se le asemejara o bajo el estímulo de un premio o el miedo del castigo, mi conducta sería positivamente condenable.

Sin embargo, es menester hacer una distinción. La justicia, tal como ha sido definida en un capítulo anterior, coincide con la utilidad. Yo soy parte del gran conjunto social y mi felicidad se integra dentro de ese complejo de conceptos que regulan la justicia. La esperanza de la recompensa y el temor al castigo, confinados dentro de ciertos límites, son estímulos que no pueden dejar de tener influencia sobre mi espíritu.

Toda acción humana es generalmente determinada por dos especies de factores. Una de ellas es resultante de las leyes universales y la otra proviene de la intervención positiva de un ser inteligente. La naturaleza de la felicidad y de la desdicha, del placer y del dolor, son independientes de toda institución positiva. Es decir, todo cuanto tiende a favorecer lo primero es deseable y cuanto tiende a inclinarse al segundo término ha de ser rechazado. Por la misma razón, será siempre justa la afirmación de la virtud, de la verdad, de la equidad política. No existe probablemente acción humana que no tienda potencialmente a afectar a esos valores y que no tenga, por consiguiente, un sentido moral, fundado en la naturaleza abstracta de las cosas.

La influencia de las instituciones positivas ofrece dos aspectos. Por un lado, deben ofrecernos estímulos adicionales en la práctica de la virtud y la justicia; y por otra parte, deben ilustrarnos acerca de qué actos son justos y cuáles erróneos. No es mucho, ciertamente, lo que ellas pueden hacer en el cumplimiento de estas obligaciones.

Veamos lo referente a los estímulos en la práctica de la virtud. Tengo ante mí la oportunidad de contribuir al bienestar de veinte personas, sin causar daño alguno a otras. Debo, sin duda, aprovechar esa oportunidad. Supongamos ahora que interviene alguna institución pública para ofrecerme una recompensa por el cumplimiento de ese deber. Ello cambia de inmediato la naturaleza de la cuestión. Antes yo realizaba la acción por su bondad intrínseca. Ahora me siento inclinado a cumplirla porque alguien agregó arbitrariamente el incentivo adicional de un interés egoísta. Pero la virtud, como cualidad propia de un ser pensante, depende esencialmente de la disposición con que el acto se realiza. De ese modo, una acción que en sí misma es virtuosa, puede convertirse en su contraria, cuando la perturba la intervención de una institución positiva. El individuo vicioso hubiera desdeñado el bienestar de esas veinte personas, para evitarse alguna ligera molestia personal. Ese mismo individuo, con igual disposición de espíritu, promoverá el bien de dichas personas, pero lo hará para servir a su propio interés. El que no se gobierne por la aritmética moral del caso o el que actúe en el sentido de una disposición contraria a ella, es injusto. Dicho de otro modo, la moral exige que sólo tengamos en cuenta la tendencia de cada acción, en cuanto depende de las leyes universales y necesarias de la naturaleza. Esto es lo que se entiende por la máxima de hacer el bien, independientemente de las consecuencias. Lo mismo significa esa otra que nos dice que no debemos hacer el mal con la esperanza de que finalmente resulte un bien. El caso será aún más evidente si en lugar de considerar el bienestar de veinte personas, suponemos que se halla en juego el bien de muchos millones de seres humanos. Aunque sea cual fuera la cantidad de personas que imaginemos, la conclusión será la misma.

En segundo lugar, hemos dicho, la institución positiva debe ilustrar nuestro entendimiento acerca de cuáles actos son justos y cuáles no lo son. Reflexionemos un instante acerca del significado de los términos entendimiento e iluminación. El entendimiento, particularmente en lo que concirne a las cuestiones morales, es el receptáculo de la verdad. Esta es su esfera más adecuada. La información, en tanto que sea verídica, es una parte destacada del gran cuerpo de la verdad. Me informáis que Euclides sostiene que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos. Sin embargo, yo no percibo la verdad contenida en esa proposición. Pero, decís, Euclides la ha demostrado. Esa demostración existe desde hace dos mil años y durante ese tiempo ha sido satisfactoriamente aceptada por todas las personas que la han comprendido. Sin embargo, yo sigo aún sin estar informado al respecto. El conocimiento de la verdad se aquilata por el acuerdo o el desacuerdo con los términos de una proposición. En tanto que yo desconozca los valores de referencia mediante los cuales han de ser comparados; en tanto ellos no sean mensurables para mi conocimiento, yo podré haber recibido una afirmación que me permitirá razonar quizá para deducir ulteriores conclusiones, pero sigo aún ignorante en cuanto al principio en sí, cuyo enunciado sólo conozco exteriormente.

Cada proposición tiene su propia evidencia intrínseca. Toda afirmación emana de ciertas premisas. De ellas depende su validez y no de otra cosa cualquiera. Si pudierais producir un milagro para probar que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos, yo persistiré en creer que esta proposición era verdadera o falsa antes de la exhibición del milagro y que no existió ninguna relación necesaria entre éste y los términos de aquella proposición. El milagro apartaría mi atención del problema real, que se debate en los límites de la razón, para llevarla al terreno extraño de la autoridad. En nombre de la autoridad invocada, yo podré aceptar precariamente vuestra proposición, pero. no podré decir que he comprendido su verdad intrínseca.

Pero esto no es todo. Las instituciones positivas no se contentan con requerir mi consentimiento a ciertos postulados, en consideración al respetable testímonio que refuerza su valor. Esto significaría, después de todo, un consejo emitido por personas dignas de respeto, consejo que yo puedo rechazar si no concuerda con el juicio madurado por mi propio entendimiento. Pero la naturaleza esencial de dichas instituciones hace que el consejo lleve implícita una sanción, una perspectiva de premio o de castigo que induce a la obediencia.

Se admite generalmente que las instituciones positivas deben dejarnos plena libertad en materia de conciencia, pero que pueden interferir en la órbita de mi conducta civil. Tal distinción ha sido hecha con excesiva ligereza. ¿Qué especie de moralista es aquél que no hace cuestión de conciencia de sus relaciones con los demás hombres? La referida distinción parece basarse en el supuesto de que es de gran importancia decidir si debo prosternarme hacia el este o el oeste; si he de llamar Jehovah o Allab al objeto de mi adoración; si he de pagar a un sacerdote vestido con sobrepelliz o con levita. Son éstas cuestiones acerca de las cuales una persona honesta debe ser rígida e inflexible. Pero en cuanto a si ha de ser tirano, esclavo u hombre libre; si ha de ligarse con múltiples juramentos que no podrá cumplir o si ha de observar estrictamente la verdad; si ha de jurar fidelidad a un rey de jure o de facto, al mejor o al peor de los gobiernos posibles; en cuanto a todas esas cuestiones, no hay inconveniente en someter su conciencia á las disposiciones de un magistrado civil.

La verdad es que no existe acto alguno de un ser racional que no caiga dentro de la órbita de la moral y respecto al cual no se halle obligado a dar cuenta a la propia conciencia.

Suponed, por ejemplo, que yo crea que mi deber me obliga a prestar una extrema atención a las confidencias que se formulan en conversaciones privadas. Afirmáis que existen ciertos casos que deben ser eximidos de esas curiosidades. Quizá yo crea que tales casos no existen. Si admito vuestro reparo, se abre un amplio campo de discusión acerca de cuáles merecen o no ser exceptuados. Es poco probable que coincidamos al respecto. Yo me niego a ser delator (condición que considero infame) contra mi mejor amigo y por ello la ley me acusará de traición, de felonía, de crimen y quizá me condene a la horca. En cambio, creo que determinado individuo es un villano de la peor especie, un ser peligroso para la sociedad y siento que es mi deber prevenir a otras personas, al pueblo entero, acerca de la perversidad de tal individuo. Por el hecho de publicar lo que conozco como verdadero acerca del mismo, la ley me acusará de difamación, de scandalum magnatum y de otros crímenes cuya complicada denominación ignoro.

Si el mal quedara ahí, no sería grave. Si todo se limitara a que yo sufriera determinada pena, incluso la de muerte, creo que sería tolerable. La muerte ha sido hasta hoy el destino común de los hombres y tarde o temprano habré de someterme a ella. La sociedad debe verse privada un día u otro de alguno de sus miembros, sean éstos valiosos o insignificantes. Pero el castigo no actúa sólo en sentido retrospectivo contra mí, sino también en sentido prospectivo, sobre mis conciudadanos y contemporáneos. Mi vecino sustenta igual opinión que yo acerca de la conducta que observaría si se hallara en mi caso; pero el ejecutor de la justicia pública se interpone, con un argumento sumamente poderoso, para convencerle de que ha equivocado el método en la estimación de la justicia abstracta.

¿Qué clase de convencidos se producirán con tan grosera lógica? Supongamos que he reflexionado profundamente acerca de la naturaleza de la virtud y que estoy persuadido de la observación de determinadas normas de conducta. Pero el verdugo, apoyado en una ley del Parlamento, asegura que estoy equivocado. Si yo adapto mis opiniones a su veredicto, mis actos, así como mi carácter, se verán profundamente modificados. Una influencia de esa índole es incompatible con la generosa magnanimidad del espíritu, con el ardiente celo en la búsqueda de la verdad, con la inflexible perseverancia en la difusión de la misma. Los países donde rige una perpetua interferencia de las leyes y decretos, por sobre la exposición de ideas y argumentos, ofrecen dentro de sus fronteras, sólo un conjunto de espectros humanos, no de hombres en el sentido moral. Jamás podremos juzgar acerca del verdadero ser de sus habitantes, basándonos en sus expresiones externas; ni podremos imaginar cómo serían si no conocieran otra obligación que la emanada del tribunal de la propia conciencia, si se atrevieran a hablar y a proceder de acuerdo con sus más sinceros pensamientos.

Es posible que la mayoría de los lectores encuentre actualmente pocos casos en que la ley interfiera en el cumplimiento concienzudo de nuestro deber. Muchos de esos casos serán revelados en el curso de esta investigación. Algunos otros se ofrecerán quizá a otra búsqueda más minuciosa. La ley positiva ha reducido tan eficazmente a los hombres a un modelo mental uniforme, que en muchos países apenas si pueden hacer algo más que repetir como loros lo que otros han dicho. La uniformidad de pensamiento puede producirse por dos medios diversos. Uno de ellos consiste en una vigorosa proyección del espíritu, que logra habilitar a una gran cantidad de personas a la captación de la verdad, con igual perspicacia. El otro consiste en la pusilanimidad o la indiferencia ante lo verdadero o lo falso, como consecuencia de las amenazas que penden sobre todo aquel que investigue sinceramente la verdad y que pretenda divulgar el fruto de su examen. Fácil es de percibir cuál de esos dos métodos es causante de la uniformidad que prevalece en nuestros días.

Si hay una verdad absolutamente incuestionable, es que el hombre depende de sus facultades en la determinación de lo justo y que se halla obligado a realizar todo lo que su conciencia califica de tal. Admitiríamos que un molde único de conducta sería beneficioso, si pudiera hallarse un molde semejante. Ese supuesto patrón infalible sería de poca utilidad en los asuntos humanos, a menos que pudiera inducir al razonamiento, al mismo tiempo que a la decisión, que iluminara la mente y estimulara la voluntad. Si un hombre se halla obligado a consultar exclusivamente a su propio juicio antes de actuar, deberá consultarlo asimismo antes de decidir si el caso en cuestión se halla o no conforme con los dictados de la conciencia. De tal modo, resulta que nadie se halla obligado a aceptar una norma de conducta, sino en la medida que ésta se halle acorde con los principios de justicia.

Tales son los fundamentos genuinos de la sociedad humana. La más inalterable armonía reinará entre los integrantes de la sociedad, incluso los individuos aislados, fuera de la misma, cuando cada cual escuche serenamente, los dictados de la razón. No dejamos de sufrir profunda pena, cuando de esa amplia concepción descendemos a la triste realidad actual, allí donde nos vemos obligados en cierto modo a apartamos de tan hermosos principios. El ejercicio universal del juicio privado es una doctrina tan noble que el político sabio tratará de interferir sus manifestaciones tan levemente y en tan pocas ocasiones como sea posible. Consideremos ahora los casos que pueden considerarse como excepciones dentro de dicha doctrina. Lo haremos en forma ligera, puesto que cada uno de ellos será objeto de un estudio más detenido, en otras etapas de la presente investigación.

En primer lugar; se hace necesaria la intervención de un árbitro poderoso, cuando el proceder de un individuo amenaza traer consecuencias perjudiciales para sus vecinos y cuando la urgencia del caso no permite confiar en el lento proceso de las razones y los argumentos, dirigidos al entendimiento del perturbador. Suponed que un hombre ha cometido un asesinato o, para agravar el ejemplo, varios asesinatos. Habiendo transgredido tan gravemente las restricciones de conciencia que afectan a la mayoría de los hombres, es de presumir, por analogía, que aquel se hallará dispuesto a cometer nuevos crímenes. Por consiguiente, no parece existir violación del principio de juicio personal, en el hecho de someterlo a un determinado grado de restricción. Sin embargo, el caso ofrece ciertas dificultades que son dignas de ser tenidas en cuenta.

Ante todo, desde que admitimos como justo ese procedimiento, nuestra tarea inmediata consistirá en decidir el método que ha de permitimos condenar o absolver en justicia a la persona acusada. Pero, como bien sabemos, no existen pruebas de evidencia que puedan considerarse infalibles. Los asuntos humanos se desarrollan siempre bajo el signo de la presunción y la probabilidad. El culpable debe ser identificado por un testigo ocular y éste puede hallarse equivocado. Debemos contentamos, pues, con pruebas presuntas en cuanto a la intención y a veces también en cuanto al hecho en sí. Es fácil de imaginar la inevitable consecuencia. Y no es ciertamente un hecho trivial el someter a un inocente a la vindicta pública, haciéndole sufrir el castigo inherente a los más espantosos crímenes.

Por otra parte, la propia acción externa es susceptible de los más diversos matices del vicio o de la virtud. Hay quien comete un asesinato para suprimir a un molesto observador de sus infames acciones y para sustraerlas así al conocimiento público. Otro, porque no pudo soportar la valiente sinceridad con que se le reprocharon sus vicios. Un tercero fue impulsado al crimen por su insoportable envidia ante el mérito superior. Un cuarto, porque sabía que su adversario se disponía a causarle enorme daño y no halló otro medio de prevenirlo. Un quinto, en defensa de la vida de su padre o del honor de su hija. Cada uno de esos hombres, salvo quizá el último, pudo actuar, ya sea por impulso momentáneo o por uno de los infinitos grados y matices de la premeditación. ¿Fijaréis un castigo único para esas distintas variedades de acción criminal? ¿Pretenderéis medir exactamente en cada caso la cantidad de mal causado e inventar una forma de castigo equivalente al mismo? Estrictamente hablando, no hubo jamás dos crímenes iguales. Pero he ahí que interviene la ley con su lecho de Procusto, nivela todos los caracteres y pisotea todas las diferencias.

Finalmente, el castigo no es el modo más apropiado para corregir los errores de los hombres. Se afirmará que el único fin del castigo consiste precisamente en corregir al culpable. Esta cuestión será discutida más adelante. Suponed que he realizado algo que en sí mismo es malo, pero que yo considero justo; o que he cometido una acción que generalmente considero repudiable, pero que he tenido suficiente firmeza de conciencia para resistir una tentación poderosa. No puede dudarse que el mejor modo de llevar a la mente de una persona la verdad que ignora o de imprimir en su espíritu una convicción más profunda acerca de algo que ya conoce, consiste en apelar a su razón. No será adecuada a ese objeto una exhortación agresiva y plena de reproches, pues en lugar de apaciguar la pasión, contribuirá a excitarla; en lugar de iluminar el entendimiento, lo nublará más aún. Hay, sin duda, un modo de expresar la verdad con tanta benevolencia que impone la atención y con tanta claridad que lleva fácilmente a la convicción.

El castigo despierta inevitablemente, en quien lo sufre, una sensación de injusticia. Supongo que de ese modo queréis convencerme de la verdad de una proposición, que yo considero falsa. Puesto que el castigo no participa de la cualidad del argumento, no puede producir convicción. Es simplemente el nombre especioso de una realidad consistente en imponer la fuerza a un ser más débil. Y la fuerza no es ciertamente el equivalente de la justicia, ni debe primar sobre el derecho, tal como lo asevera un dicho común. El caso de castigo a que aquí nos referimos es aquel en que dos personas difieren de opinión y una de ellas pretende que la razón se halla de su parte, por el hecho de que sus brazos son más musculosos o porque supera a su contrincante en el manejo de las armas.

Pero suponed que yo estoy convencido de mi error, pero que mi convicción es superficial y fluctuante, siendo vuestro propósito convertirla en profunda y permanente. Sin duda, existen argumentos adecuados a ese propósito. ¿O es que vuestras razones son de valor dudoso y pretendéis suplir con los golpes la deficiencia de vuestra lógica? Si así es, vuestra posición es indefendible. La apelación a la fuerza constituye implícitamente una confesión de estulticia. El que recurre a la violencia, reconoce de hecho que no se halla plenamente identificado con la esencia de la verdad que pretende imponer, en el supuesto que se trate realmente de la verdad. Si hay alguien que, sufriendo un castigo, no tiene la sensación de una injusticia, ha de ser porque su espíritu ha sido previamente embrutecido por la esclavitud y su conciencia acerca del bien y del mal ha sido borrada por los rigores de una permanente opresión.

El caso no mejora por el hecho que el castigo no persiga la corrección de quien lo sufre, sino el ejemplo aleccionador para los demás. Surge, por el contrario, una nueva dificultad, en cuanto a si tenemos derecho a imponer penas a unos, con el objeto de desarraigar los vicios o mejorar la conducta de otros. El sufrimiento es aquí, desde luego, involuntario. Y aunque la voluntad no puede alterar la naturaleza de la injusticia, debe admitirse que el que sufre voluntariamente, tiene al menos la ventaja de la conciencia de su finalidad. El que sufre, no ya para su propia corrección, sino para beneficio moral de otros, se halla en ese aspecto en la situación de una persona inocente, injustamente castigada. He de observar aquí que no entiendo por inocencia un equivalente de virtud. La inocencia es una cualidad neutra, equidistante del bien y del mal. Indudablemente, es preferible que sea eliminado un individuo inútil a la sociedad, antes que una persona de mérito eminente; un ser que puede ser perjudicial, antes que otro cualquiera. He dicho que puede ser perjudicial, pues siendo irrevocable el mal ya cometido, no entra en cuenta y sólo hemos de preocupamos de la posibilidad de reincidencia. En ese sentido, un hombre que sufre un castigo, se halla a menudo en el mismo nivel que muchos comúnmente llamados inocentes.

Debemos reconocer que en ciertos casos es justificable que personas inocentes sufran por el bien general. Pero ésta es una cuestión de muy delicada naturaleza y un severo moralista sentirá siempre profunda repugnancia ante la idea de condenar a muerte a un semejante, en beneficio de los demás.

En el caso del castigo a título de ejemplo, ocurre la misma situación que cuando se pretende corregir a la persona castigada. En el fondo se trata del propósito de atemorizar, pretendiendo imponer la verdad bajo amenaza de sanciones. Este método tiene pocas probabilidades de hacer a los hombres más sabios y prudentes. En cambio, no deja de convertirlos en seres temerosos, hipócritas y corrompidos.

No obstante todas esas objeciones, será difícil hallar un país cuyos habitantes pudieran prescindir de la función punitiva, sin menoscabo de su seguridad. El carácter de los hombres suele caer en tal relajamiento, sus estallidos suelen ser ocasionalmente tan salvajes y detestables, que con frecuencia se requiere algo más que argumentos para contenerlos. Su sensibilidad ante la razón suele ser tan tosca, que el más sabio se estrellará ante el afán perentorio de conseguir un objeto determinado. Mientras yo me detengo tratando de razonar con el ladrón, con el asesino, con el opresor, éstos urden nuevos actos de devastación y preparan nuevas violaciones de los principios de sociabilidad humana. Serán deleznables los resultados que obtengamos de la abolición del castigo, si no eliminamos antes las causas de tentación, que hacen el castigo necesario. Entretanto, los argumentos expuestos son suficientemente válidos para demostrar que el castigo es siempre un mal y para persuadirnos de que no debemos recurrir a él, salvo en casos de evidente necesidad.

Los demás casos en que se justifica la intervención del poder colectivo de la sociedad, pasando por encima del juicio privado, ocurren cuando es preciso hacer frente a la violencia de un enemigo interior o rechazar los ataques de un invasor extranjero. Como en el caso anterior, son múltiples los males que surgen de la usurpación de la facultad de juicio personal. No es justo que yo contribuya a determinada empresa, una guerra, por ejemplo, que considero inicua. ¿Debo echar mano a la espada para repeler la desenfrenada agresión de un enemigo? La misma cuestión se plantea cuando se trata de contribuir a ese objeto con mi fortuna, producto quizá de mi trabajo personal, si bien la costumbre hace esa contribúción más aceptable que la anterior.

La consecuencia de todo ello consiste en una degradación del carácter y una relajación de principios, que afecta a quienes se convierten en instrumento de acciones que su conciencia desaprueba. Una vez más, se produce lo que ya señalamos anteriormente, de un modo general. El espíritu humano se siente comprimido y enervado, hasta el punto que ofrece escasa semejanza consigo mismo, despojado de restricciones. Como reflexión adicional, cabe observar que las frecuentes y obstinadas guerras que están asolando a la humanidad, serían quizá eliminadas por completo si fueran sostenidas sólo por la contribución voluntaria de quienes aprueban sus motivos y finalidades.

La objeción que ha permitido hasta ahora desconocer prácticamente las razones antes expuestas, reside en la dificultad para conducir una gestión que interesa a millones de personas, mediante un instrumento tan precario como el juicio personal. Los hombres con quienes nos relacionamos actualmente en la sociedád tienen el carácter tan contaminado, sufren en su espíritu un egoísmo tan estrecho, que sería casi inevitable que, en caso de adoptarse un sistema de aporte voluntario, las personas más generosas contribuyan en la más amplia proporción, en tanto que los mezquinos y avarientos, aún cuando con nada contribuyeran al acervo común, reclamen su plena participación en los beneficios. Si queremos conciliar una perfecta libertad con el interés del conjunto social, debemos proponer al mismo tiempo los medios adecuados para extirpar el egoísmo y la maldad de la sociedad humana. Hasta donde tales medios son posibles, será el objeto de nuestras posteriores consideraciones.

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