Indice de Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu de Maurice JolyDiálogo vigésimo terceroDiálogo vigésimo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogo en el infierno entre
Maquiavelo y Montesquieu
Maurice Joly

LIBRO CUARTO

DIÁLOGO VIGÉSIMO CUARTO


Maquiavelo

Sólo me resta ahora explicaros ciertas particularidades de mi forma de actuar, ciertos hábitos de conducta que conferirán a mi gobierno su fisonomía última.

Deseo, en primer lugar, que mis designios sean impenetrables aun para quienes más cerca se hallaran de mí. Seré, en este sentido, como Alejandro VI y el duque de Valentinios, de quienes se decía proverbialmente en la corte de Roma que el primero jamás hacía lo que decía, y el segundo jamás decía lo que hacía. No comunicaré mis proyectos, sino para ordenar su ejecución y sólo daré mis órdenes en el último momento. Borgia jamás actuó de otra manera; ni siquiera sus ministros se enteraban de nada y en torno de él todo se reducía siempre a simples conjeturas. Poseo el don de la inmovilidad; mi objetivo está allá; y miro para otro lado, y cuando se encuentra a mi alcance me vuelvo de repente y me abalanzo sobre mi presa antes de que haya tenido tiempo de proferir un grito.

No podríais creer el prestigio que semejante poder de simulación confiere al príncipe. Cuando a ello se une el vigor en la acción, suscita a su alrededor un supersticioso respeto, sus consejeros se preguntan en voz baja qué podrá surgir de su cabeza, el pueblo sólo en él deposita su confianza; personifica a sus ojos a la Divina Providencia, cuyos designios son insondables. Cada vez que el pueblo lo ve pasar, piensa con involuntario terror lo que con un simple gesto podría hacer; los Estados vecinos viven en un temor permanente y lo colman de deferencias, pues nunca saben si, de la noche a la mañana, no se abatirá sobre ellos algún premeditado ataque.

Montesquieu

Sois fuerte contra vuestro pueblo porque lo tenéis a vuestra merced, mas si engañáis a los Estados con que os tratáis, en la misma forma en que engañáis a vuestros súbditos, muy pronto os encontraréis sofocado en los brazos de una coalición.

Maquiavelo

Me hacéis apartarme de mi tema, pues en este momento sólo me ocupo de mi política interior; sin embargo, si queréis conocer uno de los principales medios con cuya ayuda mantendré en jaque a la coalición de los odios extranjeros, helo aquí: soy, os lo he dicho, el monarca de un reino poderoso; pues bien: buscaría entre los Estados circundantes algún gran país venido a menos que aspirase a recuperar su antiguo esplendor, y se lo devolvería íntegramente por medio de una guerra general, como ya ha sucedido en Suecia, en Prusia, como puede suceder de un día para otro en Alemania o en Italia; y ese país que sólo viviría gracias a mí, que no sería más que una emanación de mi existencia, me proporcionaría, mientras yo me mantuviese en pie, trescientos mil hombres más contra una Europa en armas.

Montesquieu

¿Y la tranquilidad de vuestro Estado? ¿No estaríais acaso engrandeciendo a su lado una potencia rival que al cabo de cierto tiempo se convertiría en enemiga?

Maquiavelo

Mi propia seguridad ante todo.

Montesquieu

¿Nada os preocupa entonces, ni siquiera el destino de vuestro reino?

Maquiavelo

¿Quién dice semejante cosa? Ocuparme de mi tranquilidad ¿no es acasn ocuparme al mismo tiempo de la tranquilidad de mi reino?

Montesquieu

Vuestra fisonomía soberana se dibuja cada vez más; ansío verla en su plenitud.

Maquiavelo

Entonces dignaos no interrumpirme.

Es indispensable que un príncipe, cualquiera que sea su capacidad intelectual, encuentre siempre en sí mismo los recursos mentales necesarios. Uno de los talentos fundamentales del estadista consiste en adueñarse de los consejos que escucha a su alrededor. Quienes lo rodean suelen tener ideas luminosas. Por consiguiente, reuniré con frecuencia a mi consejo, le haré discutir, debatir en mi presencia las cuestiones más importantes.

Cuando el soberano desconfía de sus impresiones, o cuando no cuenta con recursos de lenguaje suficientes para disfrazar su verdadero pensamiento, debe permanecer mudo, o hablar tan solo para impulsar la discusión. Es raro que, en un consejo bien integrado, no termine por expresarse de una u otra forma la actitud que conviene adoptar en una situación dada. El soberano la capta, y más de una vez quienes han dado su opinión de manera harto oscura se asombran al día siguiente viéndola ejecutada.

Habéis podido ver en mis instituciones y en mis actos cuánto empeño he puesto siempre en crear apariencias; son tan necesarias en las palabras como en los actos. El súmmum de la astucia consiste en aparecer como franco, cuando en realidad uno practica la engañosa lealtad de los cartagineses. No sólo mis designios serán impenetrables, sino que mis palabras casi siempre significarán lo contrario de lo que parecerán indicar. Sólo los iniciados podrán penetrar el sentido de las palabras características que en determinados momentos dejaré caer desde lo alto del trono; cuando diga: Mi reinado es la paz, habrá guerra; cuando diga a medios morales, es porque me propongo utilizar la fuerza. ¿Me estáis escuchando?

Montesquieu

Sí.

Maquiavelo

Habéis visto que mi prensa tiene cien voces, cien voces que hablan sin cesar de la grandeza de mi reinado, del fervor de mis súbditos hacia su soberano; que al mismo tiempo ponen en boca del público las opiniones, las ideas y hasta las fórmulas de lenguaje que deben prevalecer en sus conversaciones; habéis visto también que mis ministros sorprenden sin descanso al público con testimonios de sus obras. En cuanto a mí, rara vez hablaré, sólo una vez al año, y luego de tanto en tanto, en algunas grandes circunstancias. De este modo, cada una de mis manifestaciones será acogida, no sólo en mi reino sino en toda Europa, como un verdadero acontecimiento.

Un príncipe, cuyo poder está fundado sobre una base democrática, debe hablar con un lenguaje cuidado y no obstante popular. No debe temer, llegado el caso, hablar como demagogo porque después de todo él es el pueblo, y debe tener sus mismas pasiones. Así es que, en momentos oportunos, debe prodigarle ciertas atenciones, ciertos halagos, ciertas demostraciones de sensibilidad. Poco importa que estos medios parezcan ínfimos o pueriles a los ojos del mundo; el pueblo no reparará en ello y se habrá obtenido lo deseado.

En mi obra aconsejo al príncipe que elija como prototipo a un gran hombre del pasado, cuyas huellas debe seguir en todo lo posible (tratado El Príncipe, capítulo XIV). Tales asimilaciones históricas ejercen todavía en las masas un profundo efecto; su imaginación os magnífica, gozáis en vida del lugar que la posteridad os reserva. Por otra parte, halláis en la historia de esos grandes hombres ciertas semejanzas, indicaciones útiles, algunas veces situaciones idénticas de las que extraéis valiosas enseñanzas, pues todas las grandes lecciones políticas están escritas en la historia. Cuando encontráis un gran hombre con el cual tenéis analogías, podéis hacer mejor aún: a los pueblos les atraen los príncipes de espíritu cultivado, aficionados a las letras, hasta con talento. Pues bien, el príncipe no podrá hacer nada mejor que dedicar sus ratos de ocio a escribir, por ejemplo, la historia del gran hombre del pasado que ha tomado como modelo. Una filosofía severa calificaría estas cosas como debilidades. Cuando el soberano es fuerte se le perdonan y hasta le otorgan una cierta gracia.

Algunas debilidades, y aun ciertos vicios, le son al príncipe tan útiles como las virtudes. Vos mismo habéis tenido oportunidad de reconocer la verdad de estas observaciones por el uso que he debido hacer ora de la duplicidad, ora de la violencia. No se debe creer, por ejemplo, que el carácter vengativo del soberano pueda perjudicarlo; muy por el contrario. Si a menudo es oportuno que utilice la clemencia o magnanimidad, es necesario que en ciertos momentos su cólera se haga sentir de una manera terrible. El hombre es la imagen de Dios, y la divinidad golpea como se muestra misericordiosa. Cuando resuelva destruir a mis enemigos los aniquilaré hasta verlos convertidos en polvo. Los hombres sólo se vengan de las injurias triviales; nada pueden contra las grandes (tratado El Príncipe, capítulo III). Por lo demás, lo digo expresamente en mi libro. El príncipe no tiene más que elegir los instrumentos que le sirvan para descargar su furia; siempre encontrará jueces dispuestos a sacrificar su conciencia a los propósitos de venganza o de odio del príncipe.

No temáis que el pueblo se conmueva jamás por los golpes que descargaré. Ante todo, goza sintiendo el vigor del brazo que gobierna, y además detesta naturalmente lo que se eleva, disfruta instintivamente cuando los golpes recaen en quienes están por encima de él. Quizás ignoréis por lo demás con cuánta facilidad se olvida. Cuando el momento de los rigores ha pasado, apenas quizá quienes los han sufrido los recuerdan. Cuenta Tácito que en Roma, en los tiempos del Bajo Imperio, las víctimas corrían al suplicio con un no sé qué de placer. Bien comprendéis que en los tiempos modernos no existe nada semejante, pues mucho se han moderado las costumbres: algunas proscripciones, encarcelamientos, la pérdida de los derechos civiles, castigos muy livianos por cierto. Es verdad que, para llegar al poder soberano, ha sido preciso derramar sangre y violar muchos derechos; mas, os lo repito, todo se olvida. La mínima zalamería del príncipe, algunos procederes correctos de parte de sus ministros o agentes, serán recibidos con demostraciones del mayor reconocimiento.

Si es indispensable castigar con inflexible rigor, también es preciso recompensar con la misma puntualidad, cosa que jamás dejaría de hacer. Quienquiera que presentase a mi gobierno algún servicio, recibiría su recompensa al día siguiente. Los cargos, las distinciones, las más altas dignidades constituirían otras tantas etapas seguras para quienquiera que estuviese en condiciones de prestar servicios útiles a mi política. En el ejército, en la magistratura, en todos los empleos públicos, los ascensos se calcularían de acuerdo con los matices de opinión y el grado de lealtad a mi gobierno. Habéis enmudecido.

Montesquieu

Continuad.

Maquiavelo

Vuelvo a referirme a ciertos vicios y aun a ciertos extravíos del espíritu, que considero necesarios en el príncipe. Manejar el poder es una tarea formidable. Por muy hábil que sea un soberano, por infalible que sea su visión, por vigorosa que pueda ser su decisión, el alea (suerte), desempeña un inmenso papel en su existencia. Hay que ser supersticioso. Guardaos de creer que esto sea de escasa consecuencia. Hay en la vida de los príncipes situaciones tan difíciles, momentos tan graves, que en ellos la prudencia de los hombres resulta vana. En tales casos es preciso dejar ciertas resoluciones libradas al azar. La actitud que propongo, y que seguiré, consiste, en ciertas coyunturas, en referirse a fechas históricas, en consultar aniversarios felices, en poner tal o cual resolución audaz bajo los auspicios de un día en el que se ha ganado una victoria, realizado una hazaña. Debo deciros que la superstición tiene otra ventaja, y muy grande; el pueblo conoce esta tendencia. Estas combinaciones pronosticables casi siempre dan excelentes resultados; además, se les debe utilizar cuando se está seguro del éxito. El pueblo, que no juzga sino por los resultados, se habitúa a creer que cada uno de los actos del soberano responde a signos celestiales, que las coincidencias históricas fuerzan la mano de la fortuna.

Montesquieu

Está dicha la última palabra, sois un jugador.

Maquiavelo

Sí, pero tengo una suerte inaudita, y tengo la mano tan segura y la mente tan fértil que la fortuna no puede serme esquiva.

Montesquieu

Puesto que hacéis vuestro retrato, debéis tener aún otros vicios y otras virtudes que declarar.

Maquiavelo

Os pido gracia para la lujuria. La pasión por las mujeres es para un soberano mucho más útil de lo que podéis imaginar. Enrique IV debe parte de su popularidad a su incontinencia. Los hombres son así, les agrada ver en sus gobernantes esta debilidad. La corrupción de las costumbres ha sido todo el tiempo una pasión, una carrera galante en la cual el príncipe debe aventajar a sus iguales, como se adelanta a sus soldados frente al enemigo. Estas ideas son francesas, y no creo que desagraden demasiado al ilustre autor de las Cartas Persas.

No me está permitido caer en consideraciones vulgares en demasía; sin embargo, no puedo dejar de deciros que el resultado más real de la galantería del príncipe es el de granjearle la simpatía de la más bella mitad de sus súbditos.

Montesquieu

Os volvéis madrigalesco.

Maquiavelo

Lo cortés no quita lo valiente: vos mismo habéis proporcionado la prueba. No estoy dispuesto a hacer concesiones en este terreno. Las mujeres ejercen considerable influencia en el espiritu público. En buena política, el príncipe está condenado a la vida galante, aun cuando en el fondo no le interese; pero tal caso sería raro.

Puedo aseguraros que si me atengo estrictamente a las reglas que acabo de trazar, muy poco se preocuparán en mi reino por la libertad. Tendrán un soberano vigoroso, disoluto, de espiritu caballeresco, diestro en todos los ejercicios del cuerpo: será muy querido. Las personas de una moral austera nada harán; todo el mundo seguirá la corriente; lo que es más, los hombres independientes serán puestos en el índice; se les repudiará. Nadie creerá en su integridad, ni en su desinterés. Pasarán por descontentos que quieren hacerse comprar. Si alguna que otra vez no estimulase el talento, todo el mundo lo repudiaría, sería tan fácil pisotear las conciencias como el pavimento. Sin embargo, en el fondo, seré un príncipe moral; no permitiré que se vaya más allá de ciertos límites. Respetaré el pudor público allí donde vea que quiere ser respetado. El lodo no llegará hasta mí, pues descargaré en otros las partes odiosas de la administración. Lo peor que podrán decir es que soy un buen príncipe mal rodeado, que deseo el bien, que lo deseo ardientemente, que siempre, cada vez que me lo indiquen, lo practicaré.

Si supierais lo fácil que es gobernar cuando se tiene el poder absoluto. Ninguna contradicción, ninguna resistencia; uno puede realizar con tranquilidad sus designios, tiene tiempo de reparar sus faltas. Puede sin oposición forjar la felicidad de su pueblo, pues es lo que siempre me preocupa. Puedo aseguraos que nadie se aburrirá en mi reino; en él los espíritus estarán siempre ocupados en mil cosas diversas. Brindaré al pueblo el espectáculo de la pompa y los séquitos de mi corte prepararán grandes ceremonias, trazaré jardines, ofreceré hospitalidad a reyes, haré venir embajadas de los países más remotos. Ora serán rumores de guerra, ora complicaciones diplomáticas las que darán que hablar durante meses enteros; y llegaré a más: daré satisfacción a la monomanía de la libertad. Bajo mi reinado, todas las guerras se emprenderán en nombre de la libertad de los pueblos y de la independencia de las naciones, y mientras a mi paso los pueblos me aclamarán, diré secretamente al oído de los reyes absolutos: Nada teméis, soy de los vuestros, como vos llevo una corona y deseo conservarla: estrecho entre mis brazos a la libertad europea, pero para asfixiarla.

Una sola cosa podría tal vez, por un momento, poner en peligro mi fortuna: eso ocurriría el día en que se reconociera en todas partes que mi política no es franca, que todos mis actos están dictados por el cálculo.

Montesquieu

¿Y quiénes podrán ser tan ciegos que no lo verán?

Maquiavelo

Mi pueblo entero, salvo algunas camarillas que no me inquietarán. Por otra parte, he formado a mi alrededor una escuela de hombres políticos de una gran fuerza relativa. No podríais creer hasta qué punto es contagioso el maquiavelismo, y cuán fáciles de seguir son sus preceptos. En las diversas ramas del gobierno habrá hambres de ninguna o muy escasa consecuencia, que serán verdaderos Maquiavelos de poca monta, que obrarán con astucia, simularán, mentirán con una imperturbable sangre fría; la verdad no podrá abrirse paso en parte alguna.

Montesquieu

Si, como creo, Maquiavelo, del principio al fin de esta conversación no habéis hecho otra cosa que burlaros, considero esta ironía como vuestra obra más magnífica.

Maquiavelo

¡Ironía! Cuán equivocado estáis si así lo creéis. ¿No comprendéis acaso que os he hablado sin tapujos, y que es la violencia terrible de la verdad la que da a mis palabras el matiz que vos creéis ver?

Montesquieu

Habéis terminado.

Maquiavelo

Todavía no.

Montesquieu

Entonces, terminad.
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