Índice de Discursos contra Filipo de DemóstenesSegundo discursoCuarto discursoBiblioteca Virtual Antorcha

CONTRA FILIPO

Tercer discurso


Discurso tras discurso se pronuncia, varones atenienses, casi en cada Asamblea, sobre las injusticias que Filipo viene cometiendo desde que concertó las paces, no sólo contra vosotros mas también contra otros. Y todos estamos de acuerdo, por lo que tengo sabido (aunque no todos lo externen con palabras), que conviene hablar y proceder en tal forma que cese aquél de jactarse y sea castigado. Pero veo, al propio tiempo, que nuestros asuntos han sido orillados a un grado tan extremo de abandono, que ya estoy temeroso de que vaya a ser de mal agüero decir la verdad. Y esta es que si los oradores os hubieran de aconsejar y vosotros hubiérais de votar precisamente aquellas medidas con que nuestros negocios habrían de caminar lo más desgraciadamente posible, creo que ni aún así andarían peor de lo que andan ahora.

Ello se debe probablemente a múltiples causas, que no han llegado a tal extremo por uno o dos sucesos aislados. Con todo, si reflexionáis, encontraréis que la causa principal son los que, a deciros siempre la verdad, prefieren daros gusto. De éstos, varones atenienses, los hay que asegurándose las cosas en que reciben honra y ganan poder político, no tienen a su vez previsión alguna del porvenir, y, por lo mismo, creen que conviene que tampoco vosotros la tengáis. Otros, acusando y calumniando a quienes llevan el manejo de los negocios, no hacen otra cosa sino que la ciudad se castigue a sí misma y en eso sólo se ocupe. Y entretanto Filipo puede decir y hacer lo que le parezca. Tales politiquerías son ya inveteradas entre vosotros y son las causantes de esta ruina.

Pienso yo, varones atenienses, que no debéis irritaros contra mí si digo alguna verdad con absoluta franqueza. Pensad, en efecto, lo siguiente: Vosotros consideráis preciso que en asuntos no políticos exista tan amplia libertad de palabra entre todos los que habitan la ciudad, que incluso habéis hecho partícipes de ello a los extranjeros (y a los siervos, y pueden verse entre vosotros muchos esclavos que dicen lo que quieren con más licencia que los ciudadanos de otros países); pero, en cambio, habéis eliminado por completo tal libertad en las deliberaciones públicas. Con lo cual os sucede que gozáis en las Asambleas escuchando únicamente alabanzas y palabras lisonjeras, mas ante la marcha de los acontecimientos os halláis expuestos a los más grandes peligros. Pues bien, si asimismo ahora os encontráis en semejante disposición de ánimo, no sé qué pueda deciros; pero si estáis dispuestos a oír, adulaciones aparte, lo que conviene a la ciudad, heme presto a decirlo. Y aunque las cosas están muy mal y es mucho lo que se ha perdido, sin embargo, es todavía posible poner remedio a todo esto con tal de que os dispongáis a actuar como es debido. Tal vez parezca paradójico lo que voy a deciros, pero es cierto. Lo peor de lo ocurrido es también lo más ventajoso para el porvenir. ¿Qué es ello? Que la situación es grave porque no habéis cumplido ni poco ni mucho con vuestra obligación; pues si lo fuese después de haber hecho vosotros todo lo necesario, no habría esperanzas de que llegase a mejorar. En realidad son vuestras desidia e incuria las que han sido derrotados por Filipo, que a la ciudad no la ha derrotado. No; vosotros no estáis vencidos, ni siquiera os habéis movido.

Si todos reconociésemos que Fílipo viola el tratado de paz, y guerrea contra la ciudad, no haría falta que el orador dijera o aconsejase más que los medios para defendernos de la manera más fácil y eficaz. Pero ya que hay gentes de criterio tan absurdo que, a pesar de que aquél toma ciudades, detenta posesiones vuestras y lesiona los derechos de todo el mundo, toleran que haya quien repita muchas veces en la Asamblea que son algunos de nosotros los que hacen la guerra, es menester prestar atención a estas cuestiones y ponerlas en su punto. Porque es de temer que, cuando algún día alguien proponga o aconseje que nos defendamos, pueda recaer sobre él la acusación de haber suscitado un conflicto.

Ante todo voy a estudiar y definir el siguiente extremo: ¿estaremos en condiciones de liberar acerca de si es preciso mantenerse en paz o declarar la guerra? ... Si puede la ciudad seguir en paz, y esto depende de nosotros -voy a empezar suponiéndolo así-, afirmo por mi parte que es necesario hacerlo, y pido que el que así opine lo proponga, actúe en consecuencia y no os engañe. Pero si es otro, el que con las armas en la mano y enormes fuerzas en torno suyo os pone por delante como señuelo el nombre de la paz mientras él lleva a cabo acciones de guerra, ¿qué otra solución queda sino defenderse? Si queréis decir, pero sólo decir, que estáis en paz, como él hace, no me opongo a ello. Pero quien considere como tal una paz que le permita a Filipo precipitarse sobre nosotros después de haberse quedado con todo lo demás., quien piense así, digo, en primer lugar está loco, y, además, la paz de que habla lo sería en lo que atañe a vuestro proceder para con Filipo, pero no en cuanto al suyo para con vosotros. Esto es lo que quiere comprar él con todo el dinero que ha repartido: la posibilidad de hostilizaros sin ser él a su vez hostilizado por vosotros.

Si nos esperamos hasta que él confiese que nos hace la guerra, somos los más ingenuos. Porque ni aunque venga a atacar a la propia Ática o el Pireo lo reconocerá así, si se puede juzgar por su proceder para con los demás. Por ejemplo, a los olintios les dijo, cuando se hallaba a cuarenta estadios de la ciudad, que era necesario una de dos cosas, o que dejasen de habitar ellos en Olinto, o él en Macedonia, aunque siempre hasta entonces se había indignado y había despachado embajadores que le defendieran cuando se le acusaba de abrigar tales planes. Otro ejemplo: marchó contra los focenses aparentando ser su aliado, y embajadores de aquel pueblo fueron sus acompañantes durante el viaje, mientras entre nosotros sostenían los más que no iba precisamente a beneficiar a los tebanos el paso de Filipo. Más aún: llegó un día a Tesalia en calidad de amigo y aliado, ocupó Feres y todavía la conserva en su poder, y por último, a esos pobres oreitas les anunció que les enviaba sus tropas movido de su amor hacia ellos, para que les visitasen, pues se había enterado de que la ciudad se hallaba mal a causa de sus disensiones civiles, y era propio de aliados y amigos verdaderos el hallarse presentes en tales trances.

¿Y todavía creéis que quien prefiere engañar antes que declarar la guerra y someter a los pueblos que no le podrían hacer mal alguno, sino todo lo más quizá tomar precauciones contra su ataque, va a guerrar abiertamente contra vosotros en tanto estéis dispuestos a dejaros burlar? No es posible. Pues sería el más necio de todos los hombres si cuando vosotros, los perjudicados, no le reprocháis nada y acusáis en cambio a algunos de vuestros propios conciudadanos, os invitara a dedicarle vuestra atención poniendo fin a vuestras mutuas discordias y rivalidades, y privara a los que perciben su salario de los argumentos con que os detienen, alegando que él no está en guerra con Atenas.

Pero, ¿puede haber acaso, ¡por Zeus!, alguna persona sensata de buena intención que se base en las palabras y no en los hechos para definir quién está en paz y quién en guerra con él? Nadie, supongo yo.

Pues bien, desde el principio, recién concertada la paz, cuando no era aún estratego Diópites ni habían marchado allá los que están ahora en el Quersoneso, Filipo tomó Serrio y Dorisco, y expulsó por la fuerza del fuerte Serrio y el Monte Sagrado a las tropas que había apostado vuestro general. ¿Cuál era su conducta al obrar así? Porque entonces había jurado ya el tratado de paz. Y que nadie diga: Pero, ¿qué significan esas plazas, ni qué se les importa de ellas a la ciudad? Si son o no pequeñas, y si tienen o no importancia para vosotros, esa es ya otra cuestión. Pero la piedad y la justicia tienen tanto valor si se falta a ellas en asunto de poca como de mucha trascendencia. Y ahora vemos que no sólo envía mercenarios al Quersoneso, que el Rey y los griegos tienen como posesión vuestra, sino que confiesa que presta auxilio y lo dice en una carta. ¿Qué es lo que está haciendo? El afirma que no se halla en guerra, pero yo estoy tan lejos de convenir en que, obrando así, se mantiene en paz con vosotros, que afirmo a mi vez que, al intervenir en Megara, instaurar tiranías en Eubea, marchar ahora contra Tracia, intrigar en el Peloponeso y hacer, valiéndose de su fuerza, todo cuanto lleva a cabo, viola con ello el tratado de paz y se halla en guerra con vosotros; a no ser que estiméis que los servidores de una máquina bélica están en paz hasta el momento en que la utilizan contra los muros enemigos. Pero no podéis considerarlo así; el que se Ocupa en preparar los medios para destruirme, ése está en guerra conmigo aunque no me ataque todavía con dardos y espadas.

¿Qué peligros correríais vosotros si triunfara Filipo? Perderíais el Helesponto, vuestro enemigo se adueñaría de Megara y Eubea, y los peloponenses se pondrían de su parte. ¿Y todavía debo considerar en paz con vosotros a quien arremete contra la ciudad con semejante aparto? Ni muchísimo menos; antes bien, declaro yo que desde el día en que aniquiló a los focenses, desde aquel día se halla en guerra.

En cuanto a vosotros os digo que si empezáis hoy mismo a defenderos obraréis cuerdamente; mas si lo demoráis, cuando queráis hacerlo ya no os será posible.

Y tanto difiere mi opinión de la de los demás oradores atenienses, que no creo necesario deliberar ahora sobre el Quersoneso y Bizancio, sino defenderlos, cuidar de que nada les ocurra (enviar a las tropas acantonadas allá todo cuanto necesiten), y luego deliberar, sí, pero acerca de todos los griegos, que corren gravísimo peligro.

Voy a deciros acto seguido por qué me inspira la situación tan serios temores, para que, si son acertados mis razonamientos, os hagáis cargo de ellos y os preocupéis algo al menos de vosotros mismos, ya que, según se ve, los demás no os importan; pero si mis palabras os parecen las de un estúpido o un charlatán, no me tengáis en lo sucesivo por persona normal ni volváis ahora ni nunca a hacerme caso.

Que Filipo, de modesto y débil que era en un principio, se ha engrandecido y hecho poderoso; que los helenos están divididos y desconfían unos de otros; que, si bien es sorprendente que haya llegado a donde está, habiendo sido qUien fue, no lo sería tanto que ahora, dueno de tantos países, extendiera su poder sobre los restantes, y todos los razonamientos semejantes a éstos que podría exponer, los dejaré a Un lado; pero veo que todo el mundo comenzando por vosotros, le tolera lo que ha sido eterna causa de las guerras entre los helenos. ¿Qué es ello? Su libertad para hacer lo que quiera, expoliar y saquear de este modo a todos los griegos uno por uno, y atacar a las ciudades para reducirlas a la servidumbre.

Sin embargo, vosotros ejercisteis la hegemonía helénica durante setenta y tres años, y durante veintinueve los lacedemonios. También los tebanos tuvieron algún poder en estos últimos tiempos a partir de la batalla de Leuctra; pero, no obstante, ni a vosotros ni a los tebanos ni a los lacedemonios os fue jamás, ¡oh atenienses!, permitido por los helenos obrar como quisierais ni mucho menos; al contrario, cuando les pareció que vosotros, o mejor dicho, los atenienses de entonces, no se comportaban moderadamente con respecto a alguno de ellos, todos, incluso los que nada podían reprocharse, se creyeron obligados a luchar contra ellos en defensa de los ofendidos; y de nuevo, cuando los lacedemonios, dueños del poder y sucesores de vuestra primacía, intentaron abusar e introducir cambios justificados en las formas de gobierno, todos les declararon la guerra, hasta los que nada tenían contra ellos. Pero, ¿por qué hablar de los demás? Nosotros mismos y los lacedemonios, que en un principio no teníamos motivo alguno para quejarnos los unos de los otros, nos creíamos, sin embargo, en el deber de hacernos la guerra a causa de las tropelías que veíamos cometer contra otros. Pues bien, todas las faltas en que incurrieron los lacedemonios durante aquellos treinta años y nuestros mayores en los setenta, eran menores, ¡oh atenienses!, que las injurias inferidas por Filipo a los helenos en los trece años mal contados que lleva en primera línea; o, por mejor decir, no eran nada en comparación con ellas.

Esto es fácil demostrarlo con un breve razonamiento. Dejo a un lado a ülinto, Metona y Apolonia y las treinta y dos ciudades de Tracia, que arrasó tan señudamente que no es fácil que quien pase junto a ellas pueda decir si allí ha habido jamás un lugar habitado. Me callo el pueblo focense, tan numeroso, que ha sido exterminado. Pero, ¿cómo está Tesalia? ¿No ha privado a las ciudades de sus constituciones para instaurar tetrarquías de modo que vivan esclavizados, no por poblaciones, sino por pueblos enteros? ¿No tiene ya tiranos en las ciudades de Eubea, y eso en una isla vecina de Tebas y Atenas? ¿No escribe textualmente en sus cartas: Yo estoy en paz con quienes me quieran obedecer? Y no es que escriba así y no lo confirme con hechos, sino que va camino del Helesponto; antes se presentó en Ambracia, es dueño de la Elida, pueblo tan importante del Peloponeso, intrigó hace poco contra Megara, y ni la Hélade entera ni las tierras bárbaras bastan ya para satisfacer la codicia de ese hombre.

Y los griegos, todos los cuales vemos y oímos esto, no nos enviamos mutuamente embajadas para tratar de ello ni nos irritamos; antes bien, mantenemos tan malas relaciones, están tan separadas nuestras ciudades como por foso infranqueable, que hasta el día de hoy no hemos podido llevar a cabo nada útil o conveniente: ni aliarnos, ni concertar ninguna asociación de mutua ayuda y amistad, ni hacer más que contemplar inactivos cómo se engrandece ese hombre, convencido cada cual, al menos según a mí me parece, de que está ganado el tiempo que transcurre mientras sucumbe el vecino, sin que nadie estudie ni ponga en práctica los medios para la salvación de los helenos, aunque no se ignora que, como los accesos periódicos de fiebre o de cualquier otro mal, ataca incluso al que cree hallarse por el momento completamente a salvo.

Además, sabéis perfectamente que las ofensas que recibieron los helenos a manos de los lacedemonios o de nosotros mismos, por lo menos les fueron inferidas por hijos legítimos de la Hélade, lo que podría compararse con lo que sucede cuando un hijo legítimo de casa opulenta hace mal uso de su patrimonio. El hecho en sí merece ciertamente censura y acusación, pero no se puede afirmar que su autor no sea pariente o heredero de la fortuna. Pero si fuese en cambio el hijo supuesto de un siervo quien dilapidase sin duelo lo que no le pertenece, ¡cuánto más grave delito lo considerarían todos! Pues no, no es éste el sentir general con respecto a Filipo y sus actuales fechorías, aunque no es griego ni tiene nada que ver con los griegos ni procede siquiera de un pueblo bárbaro que pueda citarse sin desdoro; es únicamente un miserable macedonio, de un país a donde no se puede ir ni siquiera a comprar un esclavo.

Entonces, ¿qué le falta para llegar al límite de la insolencia? ¿Acaso después de haber destruido las ciudades no preside los Juegos Píticos, competición nacional del pueblo griego, y si él no asiste en persona, no envía a sus agnotetes como esclavos? ¿No es el dueño de las Termópilas y de las cercanías de Grecia? ¿No las ocupa con guarniciones y con mercenarios? ¿No se ha atribuido asimismo la prioridad en las consultas del oráculo, dejándonos de lado a los tesalios, los doríos y otros anfictiones, privilegio del cual ni todos los griegos participan? ¿No dicta el régimen por el cual deben gobernarse los tesalios? ¿No envía mercenarios a Portmos para expulsar a los demócratas de Eretria y a Oreos para instalar la tiranía de Filístides? Y a pesar de todo, los griegos lo ven y toleran, haciendo votos cada cual para que no le caiga encima, pero sin que nadie intente desviarlo.

No sólo nadie resiste esos atropellos contra Grecia, sino ni siquiera ninguno de aquellos de los cuales cada cual es víctima. ¿No se ha llegado ya al límite? ¿No ha ultrajado a los corintios al marchar contra Ambracia y Léucade, o a los aqueos cuando juró que entregaría Neupacto a los etolios, o a los tebanos cuando les tomó Egina? Y en estos instantes, ¿no avanza contra los bizantinos a pesar de que éstos son amigos suyos? Y en lo referente a nuestras posesiones, para no citar otras, ¿no ocupa Cardia, la ciudad más importante del Quersoneso? He aquí, pues, cómo nos trata a todos, en tanto nosotros vacilamos y cedemos y nos contemplamos unos a otros desconfiando todo el mundo, pero no de quien nos ultraja a todos. Además, cuando se haya señoreado de cada uno de nosotros. ¿qué creéis que hará ese hombre que se comporta con todo ei mundo con tan poca vergüenza?

¿Cuál es, pues, la causa de todo esto? Porque no sin razón ni causa justa todos los griegos suspiraban tanto por la libertad y en cambio hoy suspiran por la esclavitud. Pero entonces, ¡oh atenienses!. existía en el espíritu de la mayoría algo que hoy no tiene, algo que pudo más que las riquezas de los persas e hizo de Grecia un pueblo libre; una cosa que no fue vencida en ninguna batalla naval ni terrestre, pero que, al ser destruída hoy, lo ha corrompido y revuelto todo. ¿Qué cosa era ésta? Nada complicado ni sutil, sino que los hombres sobornados por quienes querían mandar o llevar a Grecia a la perdición eran odiados por todo el mundo; era cosa gravlslma estar convicto de venalidad y este crimen estaba castigado con la máxima pena (sin que valieran súplicas ni indultos para mitigarla). Así la oportunidad de cada uno de estos actos que a menudo ofrece el azar a los descuidados en perjuicio de quienes viven alerta (y a quienes no quieren realizar nada en perjuicio de aquellos que hacen todo lo necesario), no era posible compararla, ni a los oradores ni a los generales, como tampoco la concordia entre los ciudadanos ni la desconfianza hacia los tiranos y los bárbaros, ni, en una palabra, nada semejante.

Ahora todo esto se ha vendido al extranjero como en un mercado, y en cambio nos han importado el origen de la ruina y males de Grecia. ¿Qué es ello? La envidia si alguien ha recibido algo; la sonrisa si lo confiesa (el perdón para los convictos); el odio si alguno lo censura; en fin, todo lo demás que trae consigo el soborno. En efecto, todos tenemos ahora en mucho mayor cantidad que nuestros antepasados trirremes y multitud de hombres y de dinero, abundancia de material de guerra y cuanto puede ser considerado como factor de la potencia de una ciudad. Y sin embargo, todo esto resulta inútil, ineficaz, inaprovechable, por culpa de los que nos venden.

Creo que todo esto al presente lo veis con plena certeza y no necesitáis de testigo. En cambio, os demostraré que la situación era diferente en tiempos anteriores. Y no con palabras mías, sino con textos de vuestros mayores: con la inscripción grabada en la estela de bronce que colocaron ellos en la Acrópolis (no para que les fuese útil, pues sabían obrar como es debido sin necesidad de tales recordatorios, sino para que tuvierais monumentos y ejemplos que os enseñasen la conveniencia de observar su conducta).

¿Qué dice pues la inscripción?

Artmio hijo de Pitonacte, celeíta, reo de atimia y enemigo del pueblo de los atenienses y de los aliados, él y su posteridad.

A continuación están los motivos:

Porque llevó el oro de los medos a los peloponenses.

He aquí la inscripción. Reflexionad, pues, ¡por los dioses!, cuál fue el pensamiento de los atenienses que tal cosa hicieron, cuál su intención. Ellos a un celeíta, Artmio, vasallo del Rey -porque Celea está en Asia-, que, al servicio de su señor, llevó dinero al Peloponeso, no a Atenas, lo inscribieron como a su enemigo, tanto a él como a su descendencia, y les impusieron la atimia. Pero no es la atimia de la que suele generalmente hablarse. Pues, ¿qué le importaba a un celeíta no poder participar de los derechos de los atenienses?

Es que en las leyes criminales está legislado con respecto a aquellos cuya muerte no puede dar lugar a un procedimiento por asesinato (es decir, que pueden ser muertos impunemente sin venganza, dice muera). Lo que quiere decir es, pues, que está libre de culpa quien haya matado a uno de esos individuos. Por tanto, los antiguos consideraban que les incumbía la seguridad colectiva de los helenos. Porque no les habría importado que una persona comprara o sobornase a cualquiera en el Peloponeso si no hubieran opinado así. Pero tanto castigaban y perseguían a los convictos de este delito, que incluso grababan en piedra su condenación. He aquí la causa de que, como debe ser, los helenos fuesen objeto de terror para los bárbaros, mas no los bárbaros para los helenos.

Pero no sucede así ahora; porque no pensáis del mismo modo, ni en este aspecto ni en ningún otro. ¿Pues cómo? Ya lo sabíais vosotros. ¿Por qué vamos a echaros la culpa de todo? De manera parecida, no mejor que vosotros, se comportan todos los demás. Por eso digo que la situación actual exige muchos esfuerzos y buenos consejos. ¿Cuáles? ¿Lo digo? ¿No os irritaréis? (Aqui lee parte de un memorial.)

Hay, de parte de los que quieren consolar a la ciudad, una forma de expresarse ingenua asegurándoos que Filipo no es tan fuerte como antes los lacedemonios, que dominaban el mar y la tierra entera, tenían al Rey por aliado y nada se les resistía. Pero, con todo, la ciudad se defendió también contra ellos y no sucumbió.

Pues, por mi parte, creo que habiéndose progresado mucho en casi todas las cosas, de modo que lo de hoy no se parece en nada a lo de otros tiempos, en ningún aspecto se han producido mayores revoluciones y adelantos que en el militar.

En primer lugar, tengo entendido que entonces los lacedemonios, como todos los demás, invadían un país durante cuatro o cinco meses, precisamente en la estación favorable, lo devastaban con hoplitas y tropas movilizadas y se volvían a su tierra. Y tan a la antigua procedían, o mejor dicho, con tal espíritu ciudadano, que ni siquiera compraban nada a nadie con dinero, y la guerra era abierta y leal. Ahora, por el contrario, supongo que veis cómo los mayores fracasos los provocan los traidores, sin que ocurra nada por causa de las disposiciones estratégicas ni de las batallas; y oís decir por qué Filipo no se presenta donde le plazca por llevar consigo una falange de hoplitas, sino por tener a su disposición tropas ligeras, jinetes, arqueros, mercenarios; un ejército, en fin, así formado. En esas condiciones se presenta ante las ciudades, debilitadas por disensiones civiles, y una vez que nadie ha salido en defensa de su país por desconfianza, instala sus máquinas de guerra y se pone a sitiar aquéllas. Y no hay por qué hablar de verano ni de invierno, que no hace distinlgos, ni hay ninguna estación especial en que deje de actuar.

Pues bien, ya que todos sabéis y os dais cuenta de estos hechos, no debéis permitir que la guerra llegue a este territorio ni dejaros desazonar mientras contempláis la sencillez de la contienda de entonces contra los lacedemonios, sino preveniros con toda la anticipación posible por medio de vuestros actos y preparativos, cuidando de que no pueda moverse de su casa, para no tener que luchar cuerpo a cuerpo con él. Porque con miras a la guerra tenemos muchas ventajas naturales, atenienses, si nos decidimos a hacer lo que es e necesario, en la configuración de su país, que puede fácilmente devastarse, y en otras mil cosas. Pero para una batalla, Filipo está más ejercitado que nosotros.

Pero no basta conocer esto ni rechazar en las operaciones militares a Filipo. Es menester también, razonada y deliberadamente, odiar a aquellos que entre nosotros hablan a su favor, teniendo en cuenta que no es posible vencer a los enemigos de la ciudad antes de haber castigado a los hombres que dentro de la misma le sirven. Y ¡por Zeus y por los otros dioses!, vosotros ya no podréis hacer esto, no habéis llegado a tal grado de estupidez o locura, ya no sé cómo llamarlo -porque a veces me ha venido el miedo de creer que es un mal espiritu el que trae todo esto-, que por el gozo de oír insultos, calumnias, burlas, o, por el motivo que sea, a unos hombres que se venden, algunos de los cuales ni tan sólo negarían que lo hacen, los invitáis a que tomen la palabra y os reís alegremente si injurian a alguien. Y aun no es esto lo terrible, por mucho que lo sea, sino que a esos hombres les habéis dado más seguridad para su política que a quienes hablan en interés vuestro; y, con todo, fijaos en cuántas calamidades trae el querer escuchar a personas de esa clase. Citaré hechos de todos conocidos.

Había en Olinto unos políticos partidarios de Filipo que le apoyaban en todo, pero también otros ciudadanos amantes de la paz, del bien público, que procuraban no llegar a ser esclavos. Pues bien, ¿quiénes perdieron a su patria? ¿O quiénes traicionaron a la caballería, vendida la cual cayó Olinto? Los amigos de Filipo, que, cuando la ciudad existía, acusaban a los que hablaban en interés común y les calumniaban de tal modo que, por ejemplo, a Apolónides llegó incluso a desterrarlo el pueblo de los olintios, convencido por ellos. Pero no era aquella ciudad la única en que esas tendencias causaban todos los males. También en Eretria, cuando, retirados Plutarco y los mercenarios, el pueblo tomó posesión de la ciudad y de Portmos, unos querían orientar la política hacia vuestra amistad y otros hacia Filipo. Pues bien, los pobres y míseros eretrenses que hacían más caso, por lo regular, a esos últimos, terminaron por dejarse convencer y desterrar a los que hablaban en interés nacional.

Y en efecto, luego de mandar su aliado Filipo a Hipónico y a mil mercenarios, destruyó las murallas de Portmos e instauró allí tres tiranos: Hiparco, Automedonte y Clitarco. Y luego los ha expulsado por dos veces del país, ya que se querían salvar (enviándoles primeramente los mercenarios que mandaba Euríloco y más tarde los de Parmenión).

Mas, ¿por qué citar muchos ejemplos? En Oreos actuaban a favor de Filipo -y eso lo sabían todos-, Filístedes, Menipo, Sócrates, Toantes y Agapeo, los mismos que ahora gobiernan a la ciudad; y un tal Eufreo, que en tiempos habitó entre nosotros aquí, trabajaba para que el pueblo fuera libre y no sirviese a nadie. Sería muy largo de contar cómo fue ultrajado y vilipendiado por la plebe en diversas ocasiones; pero sobre todo el año antes de la toma de la ciudad, denunció como traidores a Filístides y los suyos, cuyo comportamiento había observado. Congregada entonces una turbamulta de ciudadanos, que tenía a Filipo como director y patrono, encarcelaron a Eufreo, acusado de promover disturbios en la ciudad. El pueblo de los oreítas, que lo estaba contemplando y que debía haber prestado auxilio al uno y apaleado a los otros, no se irritó contra ellos, manifestó que Eufreo lo tenía merecido y se alegró de su suerte. En lo sucesivo, el otro grupo gozó de toda la libertad que quiso y pudo hacer preparativos y poner en práctica los medios para que la ciudad fuese tomada. Y si alguno del pueblo lo notaba, aterrorizado, guardaba silencio recordando lo que había ocurrido a Eufreo; tal era el estado de ánimo, que nadie osó abrir la boca ante aquella catástrofe que se avecinaba, hasta que el enemigo se presentó en orden de batalla ante los muros. Entonces los unos se defendieron y los otros los traicionaron. Y habiendo caído la ciudad de modo tan innoble y vergonzoso, los traidores gobiernan en ella tiránicamente después de haber desterrado o muerto a los mismos que entonces les habían defendido y mostrádose dispuestos a hacer cualquier cosa con Eufreo; y en cuanto a éste, se dio muerte por propia a mano, dando así testimonio de la justicia y desinterés con que se había opuesto a Filipo en pro de sus conciudadanos.

Pero, ¿cuál fue la causa -preguntaréis, tal vez con asombro- de que los olintios, eretrienses y a oreítas acogieran mejor a los defensores de Filipo que a los suyos propios? Pues la misma que aquí: los que hablan en interés común no pueden a veces hacerlo, ni aunque quieran decir algo agradable, ya que es preciso examinar los medios para salvar la situación. En cambio, con las mismas palabras con que os deleitan, prestan ayuda a Filipo.

Pedían impuestos y los otros argüían que no era necesario. Exhortaban a luchar y no confiarse y los otros a seguir en paz; hasta que fueron sometidos. Y así ocurriría, supongo yo, en todos los demás aspectos, para no enumerarlos uno por uno. Los unos les decían lo que les habría de agradar y los otros lo que les pudiera salvar. Y por fin el pueblo tuvo que soportar muchas cosas, no por complacencia ni ignorancia, sino cediendo a sabiendas, por considerarse totalmente derrotado.

Temo, ¡por Zeus y por Apolo!, que os ocurra lo mismo a vosotros, cuando reflexionéis y os deis cuenta de que no hay solución alguna. ¡Ojalá no se llegue jamás a tal extremo, oh atenienses! Mejor morir mil veces que cometer bajezas por adular a Filipo (o entregar a alguno de los que os hablan por vuestro bien).

¡Bonito agradecimiento, en verdad, ha recibido ahora el pueblo de los oleítas por confiarse a los amigos de Filipo y quitar de en medio a Eufreo! ¡Bonito el de los eretrios, por expulsar a vuestros delegados y entregarse a Clitarco! Ahí están esclavizados, bajo la amenaza del látigo y del puñal. ¡Buena indulgencia ha demostrado con los olintios después que lo hicieron Hiparco Alastenes y desterraron a Apolónides! Pero locura o cobardía fuera esperarla; locura y cobardía de quienes toman decisiones perjudiciales, no quieren hacer nada de lo que conviene y escuchan, por el contrario, a los portavoces del enemigo, que creen que habitan una ciudad tan grande que ocurra lo que ocurra no sufrirá daño alguno. Y además, la vergüenza de decir después: ¿Quién habría pensado que iba a suceder tal cosa? ¡Por Zeus! debimos haber hecho esto o aquello, o no haber hecho lo otro. Muchas cosas podrían decir ahora también los olintios que, si entonces las hubieran sabido, les habrían librado de caer. Y muchas también los oreítas y los focenses y todos los que han sucumbido. Pero, ¿de qué sirven ya? Mientras esté a flote un navío, sea grande o pequeño, los marinos, el piloto, todo el mundo sin excepción, deben afanarse con ardor y procurar que nadie, intencionadamente o no, lo eche a pique: pero, una vez el agua sobre cubierta, es en vano todo trabajo.

Y nosotros, varones atenienses, mientras estamos a salvo, disponiendo de la más poderosa ciudad, multitud de recursos e inmejorable reputación ..., ¿qué debemos hacer? Quizá alguno de los que aquí Se sientan querría habérmelo, preguntado hace tiempo. Pues bien, se lo diré, ¡por Zeus!, y lo propondré por escrito para que lo acordéis si os place.

Primeramente defendernos nosotros mismos y prepararnos con galeras, con dinero y con soldados -porque aun cuando los demás griegos se conformaran en ser esclavos, nosotros tenemos que combatir por la libertad-; y cuando hayamos hecho debidamente todos estos preparativos y lo hayamos puesto de manifiesto, llamemos a los demás y enviemos embajadores que nos vayan informando (a todas partes, al Peloponeso, a Rodas, a Quío; incluso diré que al Rey, porque tampoco a él ha de serie indiferente dejar que Filipo lo revuelva todo); y así, caso de que les convenzáis, tendréis quien comparta con vosotros los peligros y los gastos si ello es necesario, y en caso contrario, por lo menos ganaréis tiempo; y el tiempo, cuando la guerra tiene efecto contra un hombre y no contra la fuerza de un Estado constituido, es inútil, como tampoco son nuestras embajadas recientes al Peloponeso y las acusaciones que yo y Poliuto, este buen patriota, Hegesipo y los demás enviados helenos llevado a todas partes desde el momento en que obrando de esta manera le hemos obligado a detenerse y no marchar contra Ambracia ni lanzarse sobre el Peloponeso.

Por supuesto, no digo que exhortemos a los otros mientras nosotros no queremos hacer nada de lo que conviene a la ciudad. Porque sería una simpleza que, descuidando nuestros propios intereses, pretendiéramos ciudar de los otros, y sin ocuparnos en el presente, suscitáramos en el ánimo de los demás el miedo al porvenir. Yo no afirmo esto; por el contrario. afirmo que hay que mandar dinero a la gente nuestra que está en el Quersoneso, hacer cuanto nos piden y prepararnos personalmente (y que nosotros seamos los primeros en efectuar lo necesario) , invitar a los demás griegos, juntarlos, informarlos, y hacerles reproches: he aquí lo propio de una ciudad tan digna como la nuestra.

Si pensáis que los calcídicos o megarenses pueden salvar a la Hélade mientras os sustraéis vosotros a vuestra tarea, estáis equivocados. Contentos se verían todos si ellos pudieran salvarse por sí solos. Pero eso debéis hacerlo vosotros, ya que para vosotros fue también para quienes los antepasados conquistaron a costa de muchos y grandes peligros este honor que os han legado.

Y si cada uno de vosotros permanece inactivo, corriendo sólo tras lo que desea y pensando en la manera de no hacer nada él, en primer lugar no hay cuidado de que vaya a encontrar quien lo haga por él, y además, temo que nos sea forzoso hacer a un tiempo todo lo que de buen grado no queremos.

Esto es lo que afirmo, esto es lo que propongo. Opino que si es aprobado el decreto que propongo, todavía será posible restablecer la situación. Si alguien puede proponer algo mejor que esto, que lo diga y nos aconseje. Y lo que vosotros decidáis, ruego a todos los dioses que sea para bien.

Índice de Discursos contra Filipo de DemóstenesSegundo discursoCuarto discursoBiblioteca Virtual Antorcha