Índice de El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau LIBRO CUARTO LIBRO SEGUNDO Biblioteca Virtual Antorcha

Juan Jacobo Rousseau


El Contrato Social

LIBRO TERCERO

Primera edición cibernética, marzo del 2005

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés








INDICE

Capítulo I. Del gobierno en general.

Capítulo II. Del principio que constituye las diversas formas.

Capítulo III. División de los gobiernos.

Capítulo IV. De la democracia.

Capítulo V. De la aristocracia.

Capítulo VI. De la monarquía.

Capítulo VII. De los gobiernos mixtos.

Capítulo VIII. De cómo toda forma de gobierno no es propia para todos los paises.

Capítulo IX. De los rasgos de un buen gobierno.

Capítulo X. Del abuso del gobierno y de su inclinación.

Capítulo XI. De la muerte del cuerpo político.

Capítulo XII. Cómo se mantiene la autoridad soberana.

Capítulo XIII. Continuación de lo expresado en el capítulo anterior.

Capítulo XIV. Continuación.

Capítulo XV. De los diputados o representantes.

Capítulo XVI. La institución del gobierno no es un contrato.

Capítulo XVII. De la institución del gobierno.

Capítulo XVIII. medios de prevenir las usurpaciones del gobierno.

Notas.




LIBRO TERCERO

CAPITULO I

Del gobierno en general

Advierto al lector que este capítulo debe ser leído reposadamente y que desconozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención.

Toda acción libre tiene dos causas que concurran a producirla; una moral, a saber: la voluntad, que determina el acto; otra fisica, a saber: el poder, que la ejecuta. Cuando marcho hacia un objeto es preciso primeramente que yo quiera ir; en segundo lugar, que mis piernas me lleven. Si un paralítico quiere correr o si un hombre ágil no lo quiere, ambos se quedarán en su sitio. El cuerpo político tiene los mismos móviles; se distinguen en él, del mismo modo, la fuerza y la voluntad: ésta, con el nombre de poder legislativo; la otra, con el de poder ejecutivo. No se hace, o no debe hacerse, nada sin el concurso de ambos.

Hemos visto cómo el poder legislativo pertenece al pueblo y no puede pertenecer sino a él. Por el contrario, es fácil advertir, por los principios antes establecidos, que el poder ejecutivo no puede corresponder a la generalidad, como legisladora o soberana, ya que este poder ejecutivo consiste en actos particulares que no corresponden a la ley ni, por consiguiente, al soberano, todos cuyos actos no pueden ser sino leyes.

Necesita, pues, la fuerza pública un agente propio que la reúna y la ponga en acción según las direcciones de la voluntad general, que sirva para la comunicación del Estado y del soberano, que haga de algún modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. He aquí cuál es en el Estado la razón del gobierno, equivocadamente confundida con el soberano, del cual no es sino el ministro.

¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.

Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe (1). Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a los jefes no es un contrato tienen mucha razón. Esto no es absolutamente nada más que una comisión, un empleo, en el cual, como simples oficiales del soberano, ejercen en su nombre el poder, del cual les ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver a tomar cuando le plazca. La enajenación de tal derecho, siendo incompatible con la naturaleza del cuerpo social, es contraria al fin de la asociación.

Llamo, pues, gobierno, o suprema administración, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado, al hombre o cuerpo encargado de esta administración.

En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermediarias, cuyas relaciones componen la del todo al todo o la del soberano al Estado. Se puede representar esta última relación por la de los extremos de una proporción continua, cuya media proporcional es el gobierno. Éste recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el Estado se halle en equilibrio estable es preciso que, una vez todo compensado, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomando en sí mismo, y el producto y el poder de los ciudadanos, que son soberanos, de una parte, y súbditos, de otra.

Además, no es posible alterar ninguno de los tres términos sin romper en el mismo momento la proporción. Si el soberano quiere gobernar, o el magistrado dar leyes, o los súbitos se niegan a obedecer, el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no obran ya de acuerdo y, disuelto el Estado, cae así en el despotismo o en la anarquía. En fin, así como no hay más que una media proporcional entre cada relación, no hay tampoco más que un buen gobierno posible en un Estado: pero como hay mil acontecimientos capaces de alterar las relaciones de un pueblo, no solamente puede ser conveniente para diversos pueblos la diversidad de gobiernos, sino para el mismo pueblo en diferentes épocas.

Para procurar dar una idea de las múltiples relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré, a modo de ejemplo, el número de habitantes de un pueblo como una relación más fácil de expresar.

Supongamos que se componga el Estado de 10.000 ciudadanos. El soberano no puede ser considerado sino colectivamente y en cuerpo: pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo; así, el soberano es el súbdito como diez mil es a uno: es decir, que cada miembro del Estado no tiene, por su parte, más que la diezmilésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sometido a ella por completo. Si el pueblo se compone de 100.000 hombres, el estado de los súbditos no cambia y cada uno de ellos lleva igualmente el imperio de las leyes, mientras que su sufragio, reducido a una cienmilésima, tiene diez veces menos influencia en la forma concreta del acuerdo. Entonces, permaneciendo el súbdito siempre uno, aumenta la relación del soberano en razón del número de ciudadanos; de donde se sigue que mientras más crece el Estado, más disminuye la libertad.

Al decir que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así, mientras mayor es la relación en la acepción de los geómetras, menos relación existe en la acepción común; en la primera, la relación, considerada desde el punto de vista de la cantidad, se mide por el exponente, y en la otra, considerada desde el de la identidad, se estima por la semejanza.

Ahora bien; mientras menos se relacionan las voluntades particulares con la voluntad general, es decir, las costumbres con las leyes, más debe aumentar la fuerza reprimente. Por tanto, el gobierno, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.

De otro lado, proporcionando el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más tentaciones y medios para abusar de su poder, debe tener el gobierno más fuerza para contener al pueblo, y, a su vez, más también el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

Se sigue de esta doble relación que la proporción continúa entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político y que, siendo permanente y estando representado por la unidad uno de los extremos, el pueblo, como súbdito, siempre que la razón doble, aumente o disminuya, la razón simple aumenta o disminuye de un modo semejante, y, por consiguiente, el término medio ha cambiado. Esto muestra que no hay una constitución de gobierno único y absoluto, sino que puede haber tantos gobiernos, diferentes en naturaleza, como hay Estados distintos en extensión.

Si, poniendo este sistema en ridículo, se dijera que para encontrar esta media proporcional y formar el cuerpo del gobierno no es preciso, según yo, más que sacar la raíz cuadrada del número de hombres, sino, en general, por la cantidad de acción, que se combina por multitud de causas; por lo demás, si para explicarme en menos palabras me sirvo un momento de términos de geometría, no es porque ignore que la precisión geométrico no tiene lugar en las cantidades morales.

El gobierno es, en pequeño, lo que el cuerpo político que lo encierra en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede descomponer en otras relaciones semejantes; de donde nace, por consiguiente, una nueva proporción, y de ésta, otra, según el orden de los tribunales, hasta que se llegue a un término medio indivisible; es decir, a un solo jefe o magistrado supremo, que se puede representar, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.

Sin confundirnos en esta multitud de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo en el Estado del pueblo y del soberano, y como intermediario entre uno y otro.

Existe una diferencia esencial entre estos dos cuerpos: que el Estado existe por sí mismo, y el gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, sino la voluntad general, es decir, la ley: su fuerza, la fuerza pública concentrada en él; tan pronto como éste quiera sacar de sí mismo algún acto absoluto e independiente, la unión del todo comienza a relajarse. Si ocurriese, en fin, que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano y que usase de ella para obedecer a esta voluntad particular de la fuerza pública que está en sus manos, de tal modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, uno de derecho y otro de hecho, en el instante mismo la unión social se desvanecería y el cuerpo político sería disuelto.

Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan obrar en armonía y responder al fin para que fueron instituidos, necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una fuerza, una voluntad propias, que tiendan a su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, sin poder de deliberar, de resolver: derechos, títulos, privilegios, que corresponden a un príncipe exclusivamente y que hacen la condición del magistrado más honrosa a medida que es más penosa. Las dificultades radican en la manera de ordenar dentro del todo este todo subalterno de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que distinga siempre su fuerza particular, destinada a la conservación del Estado, y que, en una palabra, esté siempre pronta a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno.

Por lo demás, aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial y no tenga más que algo como una vida subordinada, esto no impide para que no pueda obrar con más o menos vigor o celeridad y gozar, por decirlo así, de una salud más o menos vigorosa. Por último, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede apartarse en cierta medida de él, según el modo de estar constituidos.

De todas estas diferencias es de donde nacen las distintas relaciones que debe el gobierno mantener con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares por las cuales este mismo Estado se halla modificado. Porque, con frecuencia, el mejor gobierno en sí llegará a ser el más vicioso, si sus relaciones se alteran conforme a los defectos del cuerpo político a que pertenece.

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CAPITULO II

Del principio que constituye las diversas formas

Para exponer la causa general de estas diferencias es preciso distinguir aquí el principio y el gobierno, como he distinguido antes el Estado y el soberano.

El cuerpo del magistrado puede hallarse compuesto de un mayor o menor número de miembros. Hemos dicho que la relación del soberano con los súbditos era tanto mayor cuanto más numeroso era el pueblo, y, por una evidente analogía, podemos decir otro tanto del gobierno en lo referente a los magistrados.

Ahora bien; la fuerza total del gobierno, siendo siempre la del Estado, no varía; de donde se sigue que mientras más usa de esta fuerza sobre sus propios miembros, le queda menos para obrar sobre todo el pueblo.

Por tanto, mientras más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a aclararla mejor.

Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente diferentes: primero, la voluntad propia del individuo, que no tiende sino a su ventaja particular; segundo, la voluntad común de los magistrados, que se refiere únicamente a la ventaja del príncipe, y que se puede llamar voluntad de cuerpo, que es general con relación al gobierno y particular con relación al Estado, del cual forma parte el gobierno; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto en relación con el Estado, considerado como un todo, cuanto en relación con el gobierno, considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad de cuerpo, propia al gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente. la voluntad general o soberana ha de ser siempre la dominante y la regla única de todas las demás.

Por el contrario, según el orden natural, estas diferentes voluntades devienen más activas a medida que se concentran. Así, la voluntad general es siempre la más débil; la voluntad de cuerpo ocupa el segundo grado, y la voluntad particular el primero de todos; de suerte que, en el gobierno, cada miembro es primeramente él mismo; luego, magistrado, y después, ciudadano: gradación directamente opuesta a aquella que exige el orden social.

Una vez esto sentado, si todo el gobierno está en manos de un solo hombre, aparecen la voluntad particular y la de cuerpo perfectamente unidas, y, por consiguiente, en el más alto grado de intensidad que pueden alcanzar. Ahora bien; como el uso de la fuerza depende del grado de la voluntad, y como la fuerza absoluta del gobierno no varía nunca, se sigue que el más activo de los gobiernos es el de uno solo.

Por el contrario, unamos el gobierno a la autoridad legislativa; hagamos príncipe al soberano, y de todos los ciudadanos, otros tantos magistrados; entonces, la voluntad de cuerpo, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ella y dejará la voluntad particular en todo su vigor. Así, el gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, se hallará con un mínimum de fuerza relativa o de actividad.

Esto es incontestable y aun existen otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se ve, por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su cuerpo que lo es cada ciudadano en el suyo, y que, por consiguiente, la voluntad particular tiene mucha más influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, pues cada magistrado está siempre encargado de una función de gobierno, en tanto que cada ciudadano aislado no tiene ninguna función de soberanía. Además, mientras más se extiende el Estado, aumenta más su fuerza real, aunque no en razón de su extensión. Mas al seguir siendo el Estado el mismo, es inútil que los magistrados se multipliquen, pues el gobierno no adquiere una mayor fuerza real porque esta fuerza sea la del Estado, cuya medida es siempre igual. Así, la fuerza relativa o la actividad del gobierno disminuye, sin que su fuerza absoluta o real pueda aumentar.

Es seguro, además, que la resolución de los asuntos adviene más lenta a medida que se encarga de ellos mayor número de personas; concediendo demasiado a la prudencia, no se concede bastante a la fortuna, y se deja escapar la ocasión, ya que, a fuerza de deliberar, se pierde con frecuencia el fruto de la deliberación.

Acabo de demostrar que el gobierno se relaja a medida que los magistrados se multiplican, y he demostrado también, más arriba, que mientras más numeroso es el pueblo, más debe aumentar la fuerza coactiva. De donde se sigue que la relación de los magistrados con el gobierno debe ser inversa a la relación de los súbditos con el soberano; es decir, que mientras más aumenta el Estado, más debe reducirse el gobierno; de tal modo, que el número de los jefes disminuya en razón del aumento de la población.

Por lo demás, no hablo aquí sino de la fuerza relativa del gobierno y no de su rectitud; porque, por el contrario, mientras más numerosos son los magistrados, más se aproxima la voluntad de cuerpo a la voluntad general; en tanto que bajo un magistrado único esta voluntad de cuerpo no es, como he dicho, sino una voluntad particular. Así se pierde de un lado lo que se puede ganar de otro, y el arte de legislador consiste en saber fijar el punto en que la fuerza y la voluntad del gobierno, siempre en proporción recíproca, se combinan en la relación más ventajosa para el Estado.

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CAPÍTULO III

División de los gobiernos

Se ha visto en el capítulo precedente por qué se distinguen las diversas especies o formas de gobierno por el número de los miembros que los componen; queda por ver en éste cómo se hace esta división.

El soberano puede, en primer lugar, entregar las funciones del gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos simplemente particulares. Se da a esta forma de gobierno el nombre de democracia.

Puede también limitarse el gobierno a un pequeño número, de modo que sean más los ciudadanos que los magistrados, y esta forma lleva el nombre de aristocracia.

Puede, en fin, estar concentrado el gobierno en manos de un magistrado único, del cual reciben su poder todos los demás. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía, o gobierno real.

Debe observarse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más o de menos amplitud, alcanzándola bastante grande: porque la democracia puede abrazar a todo el pueblo o limitarse a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede formarla un pequeño número indeterminado, que no llegue a la mitad. La realeza misma es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes por su constitución; y se ha visto en el Imperio romano hasta ocho emperadores a la vez, sin que se pudiese decir que el Imperio estuviese dividido. Así, existe un punto en que cada forma de gobierno se confunde con la siguiente, y se ve que, bajo tres solas denominaciones, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas diversas como ciudadanos tiene el Estado.

Hay más: pudiendo este mismo gobierno subdividirse, en ciertos respectos, en otras partes, una administrada de un modo y otra de otro, cabe el que estas tres formas combinadas den por resultado una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales es multiplicable por todas las formas simples.

En todas las épocas se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros.

Si en los diferentes Estados el número de los magistrados supremos debe estar en razón inversa del de ciudadanos, se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los pequeños Estados; el aristocrático, a los medianos, y la monarquía, a los grandes. Esta regla está deducida de un modo inmediato del principio. Pero ¿cómo contar la multitud de circunstancias que pueden dar lugar a excepciones?

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CAPÍTULO IV

De la democracia

Quien hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, pues, que no puede tenerse mejor constitución que aquella en que el poder ejecutivo esté unido al legislativo; mas esto mismo es lo que hace a este gobierno insuficiente en ciertos respectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son, y siendo el príncipe y el soberano la misma persona, no forman, por decirlo así, sino un gobierno sin gobierno.

No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo aparte su atención de los puntos de vista generales para fijarla en los objetos particulares. No hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos públicos: y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia inevitable de que prevalezcan puntos de vista particulares. Cuando así acontece, alterado el Estado en su sustancia, se hace imposible toda reforma. Un pueblo que no abusase nunca del gobierno, no abusaría tampoco de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.

De tomar el vocablo en todo el rigor de su acepción habría que decir que no ha existido nunca verdadera democracia, y que no existirá jamás, pues es contraria al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin que cambiase la forma de la administración.

En efecto; yo creo poder afirmar, en principio, que cuando las funciones del gobierno están repartidas entre varios tribunales, los menos numerosos adquieren, pronto o tarde, la mayor autoridad, aunque no sea sino a causa de la facifidad misma para resolver los asuntos que naturalmente se les somete.

Por lo demás, ¡cuántas cosas difíciles de reunir no supone este gobierno! Primeramente, un Estado muy pequeño, en que el pueblo sea fácil de congregar y en que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a los demás; en segundo lugar, una gran sencillez de costumbres, que evite multitud de cuestiones y de discusiones espinosas; además, mucha igualdad en las categorías y en la fortuna, sin lo cual la igualdad no podría subsistir por largo tiempo en los derechos y en la autoridad; en fin, poco o ningún lujo, porque éste, o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre: a uno, por su posesión, y al otro, por la envidia: entrega la patria a la molicie, a la vanidad: quita al Estado todos sus ciudadanos, para esclavizarles unos a otros y todos a la opinión.

He aquí por qué un autor célebre ha considerado la virtud como la base de la República (2) porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud; pero por no haber hecho las distinciones necesarias, este gran genio ha carecido con frecuencia de exactitud; algunas veces, de claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe tener lugar en todo Estado bien constituido el mismo principio, más o menos ciertamente, según la forma de gobierno.

Agreguemos que no hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles y agitaciones intestinas como el democrático o popular, porque tampoco hay ninguno que tienda tan fuerte y continuamente a cambiar la forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser mantenido en ella. En esta constitución es, sobre todo, en la que el ciudadano debe armarse de fuerza y de constancia, y decir cada día de su vida, desde el fondo de su corazón, lo que decía un virtuoso palatino (3) en la Dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.

Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno tan perfecto no es propio para los hombres.

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CAPÍTULO V

De la aristocracia

Tenemos aquí dos personas morales muy distintas. a saber: el gobierno y el soberano; y, por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, y otra solamente con respecto a los miembros de la administración. Así, aunque el gobierno pueda reglamentar su política interior como le plazca, no puede nunca hablar al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, en nombre del pueblo mismo: no hay que olvidar nunca esto.

Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre sí sobre los asuntos públicos. Los jóvenes cedían sin trabajo a la autoridad de la experiencia. De aquí, los nombres de sacerdotes. senado, qerontes. Los salvajes de América septentrional se gobiernan todavía así en nuestros días, y están muy bien gobernados.

Pero a medida que la desigualdad de la institución prevalece sobre la desigualdad natural, la riqueza o el poder (4) fueron preferidos a la edad, y la aristocracia se convirtió en electiva. Finalmente, el poder transmitido con los bienes de padres a hijos formó las familias patricias, convirtió al gobierno en hereditario y se vieron senadores de veinte años.

Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera no es apropiada sino para los pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha.

Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros, porque en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados; pero éste los limita a un pequeño número y no llegan a serlo sino por elección (5), medio por el cual la probidad, las luces, la experiencia y todas las demás razones de preferencia y estimación pública son otras tantas nuevas garantías de que será gobernado con acierto.

Además, las asambleas se hacen más cómodamente: los negocios se discuten más a conciencia, solucionándose con más orden y diligencia: el crédito del Estado se mantiene mejor entre los extranjeros por venerables senadores que por una multitud desconocida o despreciada.

En una palabra: es el orden mejor y más natural aquel por el cual los más sabios gobiernan a la multitud, cuando se está seguro que la gobiernan en provecho de ella y no para el bien propio. No es necesario multiplicar en vano estos resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que cien bien elegidos pueden hacer aún mejor. Pero es preciso reparar en que el interés de cuerpo comienza ya aquí a dirigir menos la fuerza pública sobre la regla de la voluntad general y que otra pendiente inevitable arrebata a las leyes una parte del poder ejecutivo.

Atendiendo a las conveniencias particulares, no se necesita ni un Estado tan pequeño ni un pueblo tan sencillo y recto que la ejecución de las leyes sea una secuela inmediata de la voluntad pública, como acontece en una buena democracia. Y no es conveniente tampoco una nación tan grande que los jefes dispersos con la misión de gobernarla puedan romper con el soberano cada uno en su provincia, y comenzar por hacerse independientes para terminar por ser los dueños.

Mas si la aristocracia exige algunas virtudes menos el gobierno popular, exige también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y la conformisdad en los pobres; porque parece que una igualdad rigurosa estaría fuera de lugar: ni en Esparta fue observada.

Por lo demás, si esta forma de gobierno lleva consigo una cierta desigualdad de fortuna es porque, en general, la administración de los asuntos públicos está confiada a los que mejor pueden dar todo su tiempo; pero no, como pretende Aristóteles, porque los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario, importa que una elección opuesta enseñe algunas veces al pueblo que hay en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza.

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CAPÍTULO VI

De la monarquía

Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes y depositaria en el Estado del poder ejecutivo. Ahora tenemos que considerar este poder en manos de una persona natural, de un hombre real, que sólo tiene derecho a disponer de él según las leyes. Es lo que se llama un monarca o un rey.

Todo lo contrario de lo que ocurre en las demás administraciones, en las que el ser colectivo representa a un individuo; en ésta, un individuo representa un ser colectivo: de suerte que la unidad moral que constituye el príncipe es, al mismo tiempo, una unidad física, en la cual todas las facultades que la ley reúne en la otra con tantos esfuerzos se encuentran reunidas de un modo natural.

Así, la voluntad del pueblo y la voluntad del príncipe y la fuerza pública del Estado y la fuerza particular del gobierno, todo responde al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo marcha al mismo fin; no hay movimientos opuestos que se destruyan mutuamente. No se puede imaginar un tipo de constitución en el cual un mínimum de esfuerzo produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y sacando sin trabajo un barco a flote, se me representa como un monarca hábil, gobernando desde su gabinete sus vastos Estados y haciendo moverse todo con actitud de inmovilidad.

Mas si no hay gobierno que tenga más vigor, no hav otro tampoco en que la voluntad particular tenga más imperio y domine más fácilmente a los demás; todo marcha al mismo fin, es cierto, pero este fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración vuelve sin cesar al prejuicio del Estado.

Los reyes quieren ser absolutos, y desde lejos se les grita que el mejor medio de serlo es hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy bella y hasta muy verdadera en ciertos respectos; desgraciadamente, será objeto de burla en las cortes. El poder que tiene el amor a los pueblos es, sin duda, el mayor: pero es precario, condicional, y nunca se conformarán con él los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les place, sin dejar de ser los amos. Será inútil que un serrnoneador político les diga que, siendo la fuerza del pueblo la suya, su mayor interés es que el pueblo sea floreciente, numeroso, temible; ellos saben muy bien que no es cierto. Su interés personal es, en primer lugar, que el hombre sea débil, miserable y que no pueda nunca resistírsele. Confieso que, suponiendo a los súbditos siempre perfectamente sometidos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuese poderoso, a fin de que, siendo suyo este poder, le hiciese temible para sus vecinos; pero como este interés no es sino secundado y subordinado, y las dos suposiciones son incompatibles, es natural que los príncipes den siempre la preferencia a la máxima que es más íntimamente útil. Esto es lo que Samuel representaba para los hebreos, y lo que Maquiavelo ha hecho ver con evidencia. Fingiendo dar lecciones a los reyes, se las ha dado muy grandes a los pueblos. Del Príncípe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos (6).

Hemos visto, examinando las cuestiones generales, que la monarquía no conviene sino a los grandes Estados, y lo veremos también al examinarla en si misma. Mientras más numerosa es la administración pública, más débil es la relación del príncipe con los súbditos y más se aproxima a la igualdad; de suerte que esta relación es una o la igualdad en la propia democracia. Esta relación aumenta a medida que el régimen del gobierno no se restringe, y llega a su máximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces la distancia entre el príncipe y el pueblo es mucho mayor y el Estado carece de unión. Para formarla, es preciso, pues, órdenes intermedias, y príncipes, grandes, nobleza. Ahora bien; nada de esto es conveniente para un pequeño Estado, al que arruinan todas estas jerarquías.

Pero si es difícil que un Estado grande sea bien gobernado, lo es mucho más que lo sea por un solo hombre, nadie ignora lo que sucede cuando el rey se nombra sustitutos.

Un defecto esencial e inevitable, que hará siempre inferior el gobierno monárquico al republicano, es que en éste la voz pública no eleva casi nunca a los primeros puestos, sino a hombres notables y capaces, que los llenan de prestigio; en tanto que los que llegan a ellos en las monarquías no son las más de las veces sino enredadores, bribonzuelos e intrigantes, a quienes la mediocridad que facilita en las cortes el llegar a puestos preeminentes sólo les sirve para mostrar al público su inepcia. tan pronto como los han alcanzado. El pueblo se equivoca mucho menos en esta elección que el príncipe; el hombre de verdadero mérito es casi tan raro en un ministerio como lo es un tonto a la cabeza de un gobierno republicano. Así, cuando, por una feliz casualidad, uno de estos hombres nacidos para gobernar toma el timón de los asuntos en una monarquía casi arruinada por ese cúmulo de donosos gobernantes, nos sorprendemos de los recursos que encuentra y hace época en el pais.

Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería preciso que su extensión o su tamaño fuese adecuado a las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que gobernar. Mediante una palanca suficiente, se puede conmover al mundo con un dedo; mas para sostenerlo hacen falta los hombros de Hércules. Por escasa que sea la extensión de un Estado, el príncipe, casi siempre, es demasiado pequeño para él. Cuando, por el contrario, sucede que el Estado es excesivamente diminuto para su jefe, lo cual es muy raro, también está mal gobernado; porque el jefe, atento siempre a su grandeza de miras, olvida los intereses de los pueblos y no los hace menos desgraciados por el abuso de su ingenio que un jefe intelectualmente limitado por carecer de cualidades. Sería preciso que un reino se extendiese o se limitase, por decirlo así, en cada reinado según los alcances del príncipe; en cambio, tratándose de un Senado, con atribuciones más fijas, puede el Estado ofrecer límites constantes y la administración no marchar menos bien.

El inconveniente mayor del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua que forma en los otros dos una relación constante. Muerto un rey, hace falta otro: las elecciones dejan intervalos peligrosos: son tormentosas, y a menos que los ciudadanos no sean de un desinterés y de una integridad que este gobierno no suele llevar consigo, la intriga y la corrupción se introducen en ellas. Es difícil que aquel a quien se ha vendido el Estado no lo venda a su vez y no se resarza con el dinero que los poderes le han arrebatado. Pronto o tarde, todo se hace venal con semejante administración, y la paz de que se goza entonces bajo los reyes es peor que el desorden de los interregnos.

¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Se han instituido las coronas hereditarias en ciertas familias y se ha establecido un orden de sucesión que prevé toda disputa a la muerte de los reyes; es decir, que sustituyendo el inconveniente de las regencias al de las elecciones, se ha preferido una aparente tranquilidad a una administración prudente, y asimismo el exponerse a tener por jefes niños, monstruos o imbéciles, a tener que discutir sobre la elección de buenos reyes. No se ha reflexionado que, exponiéndose de este modo a los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades están en contra. Era una respuesta muy sensata la del joven Denys, a quien su padre, reprochándole una acción vergonzosa, decía: ¿Te he dado yo ejemplo de ello? ¡Ah -respondió el hijo-, vuestro padre no era un rey ! (7).

Todo concurre a privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los demás. Se preocupan mucho, según se dice, por enseñar a los jóvenes príncipes el arte de reinar; mas no parece que esta educación les sea provechosa. Seria mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes que ha celebrado la Historia no han sido educados para reinar; es una ciencia que no se posee nunca, a menos de haberla aprendido demasiado, y se adquiere mejor obedeciendo que mandando. Nam utilisimus idem ac brevisimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio príncipe, aut volueris (8).

Una consecuencia de esta falta de coherencia es la inconstancia del gobierno real, que rigiéndose tan pronto por un plan como por otro, según el carácter del príncipe que reina o de las personas que reinan por él, no puede tener mucho tiempo un objeto fijo ni una conducta consecuente; variación que hace al Estado oscilar constantemente de máxima en máxima, de proyecto en proyecto; cosa que no tiene lugar en los demás gobiernos, en que el príncipe siempre es el mismo. Se ve también que, en general, si hay más astucia en una corte, hay más sabiduría en un Senado, y que las Repúblicas van a sus fines con miras más constantes y mejor atendidas, mientras que cada revolución en el ministerio produce otra en el Estado, siendo máxima común a todos los ministros, y casi a todos los reyes, el hacer en todo lo contrario que sus predecesores.

De esta misma incoherencia se deduce la solución de un sofisma muy familiar a los políticos reales; es, no solamente comparar el gobierno civil al gobierno doméstico y el príncipe al padre de familia, error ya refutado, sino, además, el atribuir liberalmente a este magistrado todas las virtudes que debería tener y suponer que el príncipe es siempre lo que debería ser; suposición con ayuda de la cual el gobierno real es preferible a cualquier otro, porque es, indiscutiblemente, el más fuerte, y para ser también el mejor no le falta más que una voluntad corporativa más conforme con la voluntad general.

Pero si, según Platón, el rey, por naturaleza, es un personaje tan raro, ¿cuántas veces concurrirán la naturaleza y la fortuna a coronarlo? Y si la educación real corrompe necesariamente a los que la reciben, ¿qué debe esperarse de una serie de hombres educados para reinar?. Es, pues, querer engañarse confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que es este gobierno en sí mismo es preciso considerarlo sometido a príncipes limitados o malos, porque, sin duda, llegarán tales al trono o el trono les hará tales.

Estas dificultades no han pasado inadvertidas a nuestros autores; pero no se han preocupado por ello. El remedio es, dicen, obedecer sin murmurar; Dios da los malos reyes en su cólera, y es preciso soportarlos, como los castigos del cielo. Este modo de discurrir es edificante, sin duda: pero no sé si sería más propio del púlpito que de un libro de política. ¿Qué se diría de un médico que prometiese milagros y cuyo arte consistiese en exhortar a su enfermo a la paciencia? Es evidente que si se tiene un mal gobierno habrá que sufrirlo; pero la cuestión está en encontrar uno bueno.

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CAPÍTULO VII

De los gobiernos mixtos

Propiamente hablando, no hay gobierno simple. Es preciso que un jefe único tenga magistrados subalternos y que un gobierno popular tenga un jefe. Así, en el reparto del poder ejecutivo hay siempre graduación, desde el mayor número al menor, con la diferencia de que unas veces depende el mayor número del pequeño y otras el pequeño del mayor.

En ocasiones hay una división igual, bien cuando las partes constitutivas están en una dependencia mutua, como en el gobierno de Inglaterra, ya cuando la autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay ninguna unidad en el gobierno y el Estado carece de unión.

¿Qué es preferible: un gobierno simple o un gobierno mixto? Es cuestión muy debatida entre los políticos, y a la cual hay que dar la misma respuesta que la que he dado antes sobre toda forma de gobierno.

El gobierno simple es el mejor en sí mismo, sólo por el hecho de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende suficientemente del legislativo, es decir, cuando hay más relación del príncipe al soberano que del pueblo al príncipe, es preciso remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno; pues entonces cada una de sus partes no tiene menor autoridad sobre los súbditos, y su división las hace a todas juntas menos fuertes contra el soberano.

Existiría también el mismo inconveniente si se estableciesen magistrados intermedios que, dejando al gobierno en su plenitud, sirviesen solamente para armonizar los dos poderes y mantener sus derechos respectivos. En este caso el gobierno no es mixto, sino moderado.

Se puede remediar por procedimientos semejantes el inconveniente opuesto, y cuando el gobierno es demasiado débil es también posible erigir tribunales para concentrarlo. Esto se practica en todas las democracias. En el primer caso se divide el gobierno para debilitarlo, y en el segundo, para reforzarlo: porque tanto el máxirnum de fuerza como el de debilidad se encuentran en los gobiernos simples, mientras que las formas mixtas ofrecen una fuerza media.

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CAPÍTULO VIII

De cómo toda forma de gobierno no es propia para todos los paises

No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no se encuentra al alcance de todos los pueblos. Mientras más se medita este principio de Montesquieu, mejor se ve su verdad; mientras más se le discute, más ocasión se ofrece de hallar nuevas pruebas que le apoyen.

En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume y no produce nada. ¿De dónde le viene, pues, la sustancia consumida? Del trabajo de sus miembros. Lo superfluo de los particulares es lo que produce lo necesario para el público. De donde se sigue que el estado civil no puede subsistir sino en tanto que el trabajo de los hombres produce más de lo preciso para sus necesidades.

Ahora bien; este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo. En muchos es considerable: en otros, mediano; en algunos, nulo, y no faltan otros en los que es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la clase de trabajo que la tierra exige, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que les es necesario y de otras muchas relaciones semejantes, de las cuales se compone.

De otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza: los hay más o menos devoradores, y las diferencias se fundan sobre el principio de que mientras más se alejan de su origen, las contribuciones públicas son más onerosas. No es por la cantidad de las imposiciones por lo que hay que medir esta carga, sino por el camino que han de recorrer para volver a las manos de donde han salido. Cuando esta circulación es rápida y está bien establecida, no importa pagar poco o mucho, pues el pueblo es siempre rico y los fondos van bien. Por el contrario, por poco que el pueblo dé, cuando este poco no se le devuelve, como está siempre dando, pronto se agota: el Estado nunca es rico y el pueblo siempre mendigo (9).

Se sigue de aquí que, a medida que aumenta la distancia entre el pueblo y el soberano, los tributos se hacen más onerosos; así, en la democracia, el pueblo es el menos gravado; en la aristocracia lo es más; en la monarquía lleva el mayor peso. La monarquía no conviene, pues, sino a las naciones opulentas; la aristocracia, a los Estados medios en riqueza como en extensión; la democracia, a los Estados pequeños y pobres.

En efecto: mientras más se reflexiona, más diferencias se hallan entre los Estados libres y las monarquías. En los primeros todo se emplea en la utilidad común: en los otros, las fuerzas públicas y particulares son recíprocas, y una aumenta por la debilitación de la otra; en fin, en lugar de gobernar a los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.

He aquí cómo en cada clima existen causas naturales, en vista de las cuales se puede determinar la forma de gobierno que le corresponde, dada la fuerza del clima, y hasta decir qué especie de habitantes debe haber.

Los lugares ingratos y estériles, donde los productos no valen el trabajo que exigen, deben quedar incultos o desiertos, o solamente poblados de salvajes; los lugares donde el trabajo de los hombres no dé exactamente más que lo preciso, deben ser habitados por pueblos bárbaros: toda civilidad sería imposible en ellos: los lugares en que el exceso del producto sobre el trabajo es mediano, convienen a los pueblos libres: aquellos en que el terreno, abundante y fértil, rinde mucho producto con poco trabajo, exigen ser gobernados monárquicamente, a fin de que el lujo del príncipe consuma el exceso de lo que es superfluo a los súbditos; porque más vale que este exceso sea absorbido por el gobierno que disipado por los particulares. Hay excepciones, ya lo sé: pero estas mismas excepciones confirman la regla, porque producen, antes o después, revoluciones, que llevan la cuestión otra vez al orden de la Naturaleza.

Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar el efecto. Aun cuando todo el Mediodía se hubiese cubierto de Repúblicas y y todo el Norte de Estados despóticos, no sería menos cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene a los países cálidos; la barbarie, a los fríos, y la perfecta vida civil a las regiones intermedias. Veo también que, aun concediendo el principio, se podrá discutir sobre su aplicación y decir que hay países fríos muy fértiles y otros meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad no existe sino para los que no examinan las cosas en todos sus aspectos. Es preciso, como ya he dicho, apreciar lo relativo a los trabajos, a las fuerzas, al consumo, etcétera.

Supongamos que de dos terrenos iguales, uno produce cinco y otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del segundo nueve, el exceso del primer producto será un quinto y el del segundo una décima. Siendo la relación de estos dos excesos inversa a la de los productos, el terreno que no produce más que cinco dará un exceso doble que el del terreno que produzca diez.

Pero no es cuestión de un producto doble, y no creo que nadie se atreva a igualar, en general, la fertilidad de los países fríos con la de los cálidos. Sin embargo, supongamos esta igualdad; establezcamos, si se quiere, un equilibrio entre Inglaterra y Sicilia, Polonia y Egipto: más al Sur tendremos África y la India; más al Norte, nada. Para esta igualdad de productos, ¡qué diferencia en el cultivo! En Sicilia no hace falta más que arañar la tierra; en Inglaterra, ¡qué de trabajos para labrarla! Ahora bien; allí donde hacen falta más brazos para dar el mismo producto lo superfluo debe ser necesariamente menor.

Considerad, además, que la misma cantidad de hombres consumen mucho menos en los países cálidos. El clima exige que se sea sobrio para estar bien; los europeos que quieren vivir en estos países como en el suyo perecen todos de disentería o de indigestión. Nosotros somos -dice Chardin- animales carniceros, lobos, en comparación de los asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los persas a que su país está menos cultivado, y yo creo lo contrario: que su país abunda menos en productos alimenticios porque les hace menos falta a sus habitantes. Si su frugalidad -continúa- fuese un efecto de la escasez del país, solamente los pobres serían los que comerían poco, siendo así que esto ocurre generalmente a todos, y se comería más o menos en cada región según su fertilidad, y no que se encuentra la misma sobriedad en todo el reino. Se vanaglorian mucho por su manera de vivir, diciendo que no hay más que mirar su color para reconocer cuánto mejor es que el de los cristianos. En efecto; el tinte de los persas es igual: tienen la piel hermosa, fina y lisa; mientras que el tinte de los armenios, sus súbditos, que viven a la europea, es basto y terroso, y sus cuerpos, gruesos y pesados.

Cuanto más se aproxima uno a la línea del Ecuador, con menos viven los pueblos; casi no se come carne: el arroz, el maíz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres cuyo alimento no cuesta cinco céntimos diarios. Vemos, hasta en Europa, diferencias sensibles en el apetito entre los pueblos del Norte y los del Sur. Un español viviría ocho días con la comida de un alemán. En el país en que los hombres son más voraces, el lujo se inclina también hacia las cosas de consumo: en Inglaterra se manifiesta sobre una mesa cubierta de viandas; en Italia se os regala azúcar y flores.

El lujo en el vestir ofrece también análogas diferencias. En los climas en que los cambios de estación son rápidos y violentos se tienen trajes mejores y más sencillos; en aquellos en que no se viste la gente más que para el adorno se busca más apariencia que utilidad: los trajes mismos son un elemento de lujo. En Nápoles veréis todos los días pasearse en el Pausilipo hombres con casaca dorada y sin medias. Lo mismo ocurre con las construcciones: se da todo a la magnificencia cuando no se tiene nada que temer de las injurias del aire. En París, en Londres, se busca un alojamiento abrigado y cómodo; en Madrid se tienen salones soberbios, pero no hay ninguna ventana que cierre v se acuesta uno en un nido de ratones.

Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos; es una tercera diferencia que no puede dejar de influir en la segunda. ¿Por qué se comen tantas legumbres en ltalia? Porque son buenas, nutritivas, de excelente gusto. En Francia, donde no se las alimenta más que de agua, no nutren nada y casi no se cuenta con ellas para la mesa; sin embargo, no por eso ocupan menos terreno ni dejan de costar tanto trabajo el cultivarlas. Es una cosa experimentada que los trigos de Berbería, por lo demás inferiores a los de Francia, rinden mucha más harina que los de Francia, y a su vez dan más que los trigos del Norte. De donde se puede inferir que se observa una gradación análoga, generalmente en la misma dirección, desde el Ecuador al Polo. Ahora bien; ¿no es una desventaja visible tener en un producto igual menor cantidad de alimento?

A todas estas diferentes consideraciones puedo agregar una que se deriva de ellas y las fortifica: es que los países cálidos tienen menos necesidad de habitantes que los fríos y podrían alimentar más; lo que produce un doble sobrante, siempre en ventaja del despotismo. Mientras mayor superficie ocupe el mismo número de habitantes, más difíciles se hacen los levantamientos, porque no se pueden poner de acuerdo con prontitud ni secretamente y porque es siempre fácil al gobierno descubrir los proyectos y cortar las comunicaciones. Pero cuanto más se apiña un pueblo numeroso, menos fácil es al gobierno usurpar al soberano: los jefes deliberan con tanta seguridad en sus cámaras como el príncipe en su Consejo, y la multitud se reúne tan pronto en las plazas como las tropas en sus cuarteles. La ventaja, pues, de un gobierno tiránico está en poder obrar a grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo de que se sirve, su fuerza aumenta con la distancia, como la de las palancas. La del pueblo, por el contrario, no obra sino concentrada, se evapora y se pierde al extenderse, como el efecto de la pólvora esparcido en la tierra y que no se inflama sino grano a grano. Los países menos poblados son también los más propios para la tiranía: los animales feroces no reinan sino en los desiertos.

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CAPÍTULO IX

De los rasgos de un buen gobierno

Cuando se pregunta de un modo absoluto cuál es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no puede ser contestada, porque es Indeterminada o, si se quiere, tiene tantas soluciones buenas como combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

Pero si se preguntase por qué signo se puede conocer que un pueblo dado está bien o mal gobernado, sería otra cosa, y la cuestión, de hecho, podría resolverse.

Sin embargo, no se la resuelve, porque cada cual quiere hacerlo a su manera. Los súbditos alaban la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad de los particulares: uno prefiere la seguridad de las posesiones y otro la de las personas; uno quiere que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene que es el más dulce; éste desea que se castiguen los crímenes, y aquél que se les prevenga; uno encuentra bien que se sea temido por los pueblos vecinos, otro prefiere que se viva ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero circula, otro exige que el pueblo tenga pan. Aunque se estuviese de acuerdo cobre estos puntos y otros semejantes, ¿se habría adelantado algo? Careciendo de medida precisa las cualidades morales, aunque se estuviese de acuerdo respecto del signo, ¿cómo estarlo respecto a la estimación de ellas?

Por lo que a mí toca, siempre me admiro de que se desconozca un signo tan sencillo o que se tenga la mala fe de no convenir con él. ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. ¿Y cuál es la señal más segura de que se conserva y prospera? Su número y su población. No vayáis, pues, a buscar más lejos este signo tan discutido. En igualdad de condiciones, es infaliblemente mejor el gobierno bajo el cual sin medios extraños, sin naturalización, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más. Aquel bajo el cual un pueblo disminuye y decae es el peor. ¡Calculadores, ahora es cosa vuestra: contad, medid, comparad! (10).

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CAPÍTULO X

Del abuso del gobierno y de su inclinación

Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un esfuerzo continuo contra la soberanía. Mientras más aumenta ese esfuerzo, más se altera la constitución; y como no hay aquí otra voluntad de cuerpo que, resistiendo del príncipe, se equilibre con ella, debe suceder, antes o después, que el príncipe oprima al soberano y rompa el tratado social. Éste es el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo del hombre.

Dos caminos generales existen, siguiendo los cuales degenera un gobierno, a saber: cuando se hace más restringido o cuando se disuelve el Estado.

El gobierno se restringe cuando de ser ejercido por un gran número pasa a serlo por uno pequeño; es decir, cuando pasa de la democracia a la aristocracia y de la aristocracia a la realeza. Ésta es su inclinación natural (11).

Si retrocediese de la minoría a la mayoría, se podría decir que tiene lugar un relajamiento; pero este progreso inverso es imposible.

En efecto, el gobierno jamás cambia de forma más que cuando, gastadas sus energías, queda ya debilitado para poder conservar la suya. Ahora bien; si se relajase, además, extendiéndose, su fuerza llegaría a ser completamente nula y más difícil le sería subsistir. Es preciso, pues, fortificar y apretar el resorte a medida que cede: de otra suerte, el Estado que sostiene sucumbirá.

El caso de la disolución del Estado puede sobrevenir de dos maneras.

En primer lugar, cuando el príncipe no administra el Estado según las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces se realiza un cambio notable, y es que, no el gobierno, sino el Estado, se restringe; quiere decir que el gran Estado se disuelve y se forma otro en aquél, compuesto solamente por miembros del gobierno, el cual ya no es para el resto del pueblo, desde este instante, sino el amo y el tirano. De suerte que en el momento en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social se rompe, y todos los ciudadanos, al recobrar de derecho su libertad natural, se ven forzados, pero no obligados, a obedecer.

Lo mismo acontece cuando los miembros del gobierno usurpan separadamente el poder que no deben ejercer sino corporativamente; cosa que no constituye una pequeña infracción de las leyes, pues produce un gran desorden. Una vez que se ha llegado a esta situación hay, por decirlo así, tantos príncipes como magistrados, y el Estado, no menos dividido que el gobierno, perece o cambia de forma.

Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que sea, toma el nombre común de anarquía. Distinguiendo, la democracia degenera en oclocracia: la aristocracia. en oligarquía. Yo añadiría que la realeza degenera en tiranía, pero esta última palabra es equívoca y exige explicación.

En el sentido vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin tener en cuenta la justicia ni las leyes. En el sentido extracto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ello. Así es como entendían los griegos la palabra tirano: la aplicaban indistintamente a los buenos y a los malos príncipes cuya autoridad no era legítima (12). Así, tirano y usurpador son dos voces perfectamente sinónimos.

Para dar diferentes nombres a diferentes cosas, llamo tirano al usurpador de la autoridad real, y déspota al usurpador del poder soberano. El tirano es aquel que se injiere contra las leyes para gobernar según las mismas; el déspota es aquel que se coloca por encima de las mismas leyes. Así, el tirano puede no ser déspota: pero el déspota es siempre tirano.

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CAPÍTULO XI

De la muerte del cuerpo político

Tal es la pendiente natural e inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma han perecido, ¿qué Estado puede tener la esperanza de durar siempre?

Si queremos formar una institución duradera no pensemos en hacerla eterna. Para tener éxito no se debe intentar lo imposible ni pretender dar a las obras de los hombres una solidez que las cosas humanas no admiten.

El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde el nacimiento, y lleva en si mismo las causas de su destrucción. Pero uno y otro pueden tener una constitución más o menos robusta y apropiada para conservarla más o menos tiempo. La constitución del hombre es la obra de la Naturaleza: la del Estado, la del Arte. No depende de los hombres el prolongar su propia vida; pero sí, en cambio, el prolongar la del Estado tanto como es posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El más perfectamente constituido morirá, pero siempre más tarde que otro, si ningún accidente imprevisto ocasiona su muerte antes de tiempo.

El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado; el poder ejecutivo, el cerebro que da movimiento a todas las partes. El cerebro puede sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo, sin embargo. Un hombre se queda imbécil y vive; mas en cuanto el corazón cesa en sus funciones, el animal muere.

No es por las leyes por lo que subsiste el Estado, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el consentimiento tácito se presume por el silencio, y el soberano está obligado a confirmar incesantemente las leyes que no deroga, pudiendo hacerlo. Todo lo que se ha declarado querer una vez lo quiere siempre, a menos que lo revoque.

¿Por qué, pues, se tiene tanto respeto a las leyes antiguas? Por esto mismo. Se debe creer que sólo la excelencia de las voluntades antiguas ha podido conservarlas tanto tiempo: si el soberano no las hubiese reconocido constantemente beneficiosas, las hubiese revocado mil veces. He aquí por qué, lejos de debilitarse las leyes, adquieren sin cesar una fuerza nueva en todo Estado bien constituido; el prejuicio de la antigüedad las hace cada día más venerables, mientras que dondequiera que las leyes se debilitan al envejecer es prueba de que no hay poder legislativo y de que el Estado no vive ya.

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CAPÍTULO XII

Cómo se mantiene la autoridad soberana

El soberano, no teniendo más fuerza que el poder legislativo, sólo obra por medio de leyes, y no siendo las leyes sino actos auténticos de la voluntad general, no podría obrar el soberano más que cuando el pueblo está reunido. Se dirá: el pueblo congregado, ¡qué quimera! Es una quimera hoy; pero no lo era hace dos mil años. ¿Han cambiado los hombres de naturaleza?

Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que pensamos; nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios son lo que restringen. Las almas bajas no creen en los grandes hombres; viles esclavos, sonríen con un aire burlón a la palabra libertad.

Por lo que se ha hecho consideramos lo que se puede hacer. No hablaré de las antiguas Repúblicas de Grecia; pero la República romana era, me parece, un gran Estado, y la ciudad de Roma, una gran ciudad. El último censo acusó en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados, y el último empadronamiento del Imperio, más de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los súbditos, los extranjeros, las mujeres, los niños ni los esclavos.

¡Qué difícil es imaginarse, reunido frecuentemente, al pueblo inmenso de esta capital y de sus alrededores! Sin embargo, no transcurrían muchas semanas sin que se reuniese el pueblo romano, y en ocasiones hasta muchas veces en este espacio de tiempo. No solamente ejercía los derechos de la soberanía, sino una parte de los del gobierno. Trataba ciertos asuntos; juzgaba ciertas causas, y este pueblo era en la plaza pública casi con tanta frecuencia magistrado como soberano.

Remontándose a los primeros tiempos de las naciones, hallaríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, aun monárquicos, como los de los macedonios y francos, tenían Consejos semejantes. De todos modos, este solo hecho indiscutible responde a todas las dificultades: de lo existente a lo posible me parece legítima la consecuencia.

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CAPÍTULO XIII

Continuación de lo expresado en el capítulo anterior

No basta que el pueblo reunido haya fijado una vez la constitución del Estado dando la sanción a un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo o que haya provisto de una vez para siempre la elección de los magistrados: además de las asambleas extraordinarias motivadas por casos imprevistos, es preciso que haya otras fijas y periódicas, a las cuales nada puede abolir ni prorrogar, de tal modo que, en el día señalado, el pueblo sea legítimamente convocado por la ley, sin que se haga necesario para ello ninguna otra convocatoria formal.

Pero fuera de estas asambleas jurídicas, por estar su fecha determinada, toda asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados previamente nombrados a este efecto, y según las formas prescriptas, debe ser considerada como ilegítima, y cuanto se haga en ellas como nulo, porque la orden misma de reunión debe emanar de la ley.

En cuanto a la repetición más o menos frecuente de las asambleas legítimas, depende de tantas consideraciones que no se pueden dar regias precisas sobre ello. Sólo puede afirmarse, en general, que mientras más fuerza tiene el gobierno, más frecuentemente debe actuar el soberano.

Se me dirá que esto puede ser conveniente para una sola ciudad; pero ¿qué hacer cuando el Estado comprende varias? ¿Se dividirá la autoridad soberana o se la debe concentrar en una sola ciudad y someter a ella las restantes?

Yo contesto que no debe hacerse ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se la puede dividir sin destruirla. En segundo lugar, una ciudad, lo mismo que una nación, no puede ser legítimamente sometida a otra, porque la esencia del cuerpo político reside en el acuerdo de la obediencia y la libertad, y las palabras de súbdito y soberano son correlaciones idénticas, cuya idea queda comprendida en la sola palabra de ciudadano.

Contesto, además, que siempre es un mal unir varias ciudades en una sola y que, queriendo hacer esta unión, no debe uno alabarse de evitar sus inconvenientes naturales. No se debe argumentar con el abuso de los grandes Estados a quien sólo quiere los pequeños. Pero ¿cómo dar a los pequeños Estados bastante fuerza para resistir a los grandes? Como en otro tiempo las ciudades griegas resistieron el gran rey y como, más recientemente, Holanda y Suiza han resistido a la Casa de Austria.

Sin embargo, si no se puede reducir el Estado a justos límites, queda aún un recurso: no soportar una capital, dar asiento al gobierno alternativamente en cada ciudad y reunir también en ellas, sucesivamente, los estados del país.

Poblad igualmente el territorio, extended por todas sus partes los mismos derechos, llevad por todos lados la abundancia y la vida; así es como el Estado llegará a ser a la vez el más fuerte y el mejor gobernado posible.

Acordaos de que los muros de las ciudades no se hacen sino del cascote de las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, me parece ver derrumbarse todo un país.

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CAPÍTULO XIV

Continuación

Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado no hay representante. La mayor parte de los tumultos que se elevaron en Roma en los comicios provino de haber ignorado o descuidado en su aplicación esta regla. Los cónsules entonces no eran sino los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores: el Senado no era absolutamente nada.

Estos intervalos de suspensión, en que el príncipe reconocía o debía reconocer un superior actual, los lamentó siempre, y estas asambleas del pueblo, que son la égida del cuerpo político y el freno del gobierno, han sido en todos los tiempos el horror de los jefes, por lo cual no perdonan cuidados, objeciones, dificultades ni promesas para desanimar a los ciudadanos. Cuando éstos son avaros, cobardes, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no se mantienen mucho tiempo contra los esfuerzos redoblados del gobierno, y por ello, aumentando la fuerza de resistencia sin cesar, se desvanece al fin la autoridad soberana y la mayor parte de las ciudades caen y perecen antes de tiempo.

Mas entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario se introduce algunas veces un poder medio, del que es preciso hablar.

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CAPÍTULO XV

De los diputados o representantes

Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos y prefieren servir con su bolsillo a hacerlo con su persona, el Estado se halla próximo a su ruina. Entonces, si es preciso ir a la guerra, pagan tropas y se quedan en su casa; si es preciso ir al Consejo, nombran diputados y se quedan en su casa también. A fuerza de pereza y de dinero consiguen tener soldados para avasallar a la patria y representantes para venderla.

El movimiento del comercio y de las artes, el ávido interés de ganancia, la indolencia y el amor a las comodidades es lo que hace cambiar los servicios personales en dinero. Se cede una parte de su propio provecho para aumentarlo a su gusto. Dad dinero, y pronto tendréis cadenas. La palabra hacienda es una palabra de esclavo, desconocida en la ciudad. En un país verdaderamente libre, los ciudadanos todo lo hacen con sus brazos y nada con el dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarán para llenarlos ellos mismos. Yo me hallo muy distante de las ideas comunes, pues creo las prestaciones personales menos contrarias a la libertad que los impuestos (13).

Cuanto mejor constituido se halla el Estado, más prevalecen los asuntos públicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. Hasta hay muchos menos asuntos privados, porque proporcionando la felicidad común una suma más considerable a la de cada individuo, quédale a cada cual menos que buscar en los asuntos particulares. En una ciudad bien conducida, todos van presurosos a las asambleas; pero con un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para incorporarse a ellas, porque nadie pone interés en lo que allí se hace, ya que se prevé que la voluntad general no dominará y que a la postre los cuidados domésticos todo lo absorben. Las buenas leyes inducen a hacer otras mejores; las malas, otras peores. En cuanto alguien dice de los asuntos del Estado ¡qué me importan!, se debe contar con que el Estado está perdido.

El entibiamiento del amor a la patria, la actividad del interés privado, la gran extensión de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han dado lugar a la existencia de diputados o representantes del pueblo en las asambleas de la nación. A esto es a lo que en ciertos países se ha osado llamar el tercer estado. Así, el interés particular de dos órdenes ocupa el primero y el segundo rangos, en tanto que el interés público está colocado en el tercero.

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada: es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su Libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda.

La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el cual la especie humana se ha degradado y en la cual el nombre de hombre ha sido deshonrado. En las antiguas Repúblicas y en las monarquías, el pueblo no tuvo jamás representantes; no se conocía esta palabra. Es muy singular que en Roma, donde los tribunas eran tan sagrados, no se haya ni siquiera imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo, y que en medio de tan grande multitud no hayan intentado nunca sustraer a su jefe un solo plebiscito, júzguese, sin embargo, de las dificultades que originaba algunas veces la multitud por lo que ocurrió en tiempo de los Gracos, en que una parte de los ciudadanos daban su sufragio desde los tejados.

Donde el derecho y la libertad es todo, los inconvenientes nada significan. En este pueblo sabio todo era colocado en su justa medida: dejaba hacer a sus lictores lo que sus tribunas no se hubieran atrevido a hacer; no temían que sus lictores quisiesen representarlos.

Para explicar, sin embargo, cómo los representaban los tribunas algunas veces, basta pensar cómo el gobierno representa al soberano. No siendo la ley sino la declaración de la voluntad general, es claro que en el poder legislativo no puede ser representado el pueblo; pero puede y debe serlo en el poder ejecutivo, que no es sino la fuerza aplicada a la ley. Esto hace comprender que, examinando bien las cosas, se hallarían muy pocas naciones que tuviesen leyes. De cualquier modo que sea, es seguro que los tribunas. no teniendo parte alguna en el poder ejecutivo, no pudieron representar jamás al pueblo romano por los derechos de sus cargos, sino solamente usurpando los del Senado.

Entre los griegos, cuanto tenía que hacer el pueblo, lo hacía por sí mismo: constantemente estaba reunido en la plaza. Disfrutaba de un clima suave, no era ansioso, los esclavos hacían sus trabajos, su gran preocupación era la libertad. No teniendo las mismas ventajas, ¿cómo conservar los mismos derechos? Vuestros climas, más duros, os crean más necesidades (14); durante seis meses del año la plaza pública no está habitable; vuestras lenguas sordas no se dejan oír al aire libre: concedéis más importancia a vuestra ganancia que a vuestra libertad, y teméis mucho menos la esclavitud que la miseria.

¿No se mantiene la libertad sino con el apoyo de la servidumbre? Puede ser. Los extremos se tocan. Todo lo que no está en la Naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil, más que todos los demás. Hay situaciones desgraciadas en que no puede conservarse la libertad más que a expensas de la de otro y en que el ciudadano no puede ser perfectamente libre si el esclavo no lo es en extremo. Tal era la posición de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, no tenéis esclavos, pero lo sois; pagáis su libertad con la vuestra. Os gusta alabar esta preferencia: yo encuentro que hay en ello más cobardía que humanidad.

No creo en modo alguno, por cuanto va dicho, que sea preciso tener esclavos ni que el derecho de esclavitud sea legítimo, puesto que he probado lo contrario; digo solamente las razones por las cuales los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes y por qué los pueblos antiguos no los tenían. De cualquier modo que sea, en el instante en que un pueblo se da representantes ya no es libre, ya no existe.

Examinando todo bien, no veo que sea desde ahora posible al soberano el conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos si la ciudad no es muy pequeña. Pero si es muy pequeña, ¿será subyugada? No. Haré ver a continuación cómo se puede reunir el poder exterior de un gran pueblo con la civilidad y el buen orden de un pequeño Estado.

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CAPÍTULO XVI

La institución del gobierno no es un contrato

Una vez bien establecido el poder legislativo se trata de establecer del mismo modo el poder ejecutivo: porque éste, que sólo opera por actos particulares, no siendo de la misma esencia que el otro, se halla, naturalmente, separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho estarían confundidos de tal modo que no se sabría decir lo que es ley y lo que no lo es, y el cuerpo político, así desnaturalizado, pronto sería presa de la violencia, contra la cual fue instituido.

Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben hacer todos pueden prescribirlo, así como nadie tiene derecho a exigir que haga otro lo que él mismo no hace. Ahora bien; es propiamente este derecho, indispensable para hacer vivir y para mover el cuerpo político, el que el soberano da al príncipe al instituir el gobierno.

Muchos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el pueblo y los jefes que éste se da; contrato por el cual se estipulaba entre las dos partes condiciones bajo las cuales una se obligaba a mandar y la otra a obedecer. Estoy seguro de que se convendrá que ésta es una manera extraña de contratar. Pero veamos si es sostenible esta opinión.

En primer lugar, la autoridad suprema no puede ni mortificarse ni enajenarse: limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé a un superior; obligarse a obedecer a un señor es entregarse en plena libertad.

Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular; de donde se sigue que este contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía, y que, por consiguiente, sería ilegítimo.

Se ve, además, que las partes contratantes estarían entre sí sólo bajo la ley de naturaleza y sin ninguna garantía de sus compromisos recíprocos: lo que repugna de todos modos al estado civil. El hecho de tener alguien la fuerza en sus manos, siendo siempre el dueño de la ejecución, equivale a dar el título de contrato al acto de un hombre que dijese a otro: Doy a usted todos mis bienes a condición de que usted me entregue lo que le plazca. No hay más que un contrato en el Estado: el de la asociación, y éste excluye cualquier otro. No se podría imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero.

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CAPÍTULO XVII

De la institución del gobierno

¿Bajo qué idea es preciso, pues, concebir al acto por el cual se instituye el gobierno? Haré notar, primero, que este acto es complejo o compuesto de otros dos: a saber: el establecimiento de la ley y la ejecución de la ley.

Por el primero, el soberano estatuye que habrá un cuerpo de gobierno instituido en tal o cual forma, y es claro que este acto es una ley.

Por el segundo, el pueblo nombra jefes que serán encargados del gobierno establecido. Ahora bien; siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino solamente una continuación de la primera y una función del gobierno.

La dificultad está en comprender cómo se puede tener un acto de gobierno antes de que el gobierno exista, y cómo el pueblo, que o es soberano o súbdito, puede llegar a ser príncipe o magistrado en ciertas circunstancias.

En esto se descubre, además, una de esas asombrosas propiedades del cuerpo político, por virtud de las cuales concilia éste operaciones contradictorias en apariencia; esto se hace por una conversión súbita de la soberanía en democracia; de suerte que, sin ningún cambio sensible, y solamente por una nueva relación de todos a todos, los ciudadanos, advenidos magistrados, pasan de los actos generales a los particulares y de la ley a la ejecución.

Este cambio de relación no es una sutileza de especulación sin ejemplo en la práctica: tiene lugar todos los días en el Parlamento inglés, donde la Cámara baja, en ciertas ocasiones, se transforma en gran Comité, para discutir mejor las cuestiones y se convierte así en simple Comisión, en vez de Corte soberana que era en el momento precedente. De este modo, presenta informe ante sí misma, corno Cámara de los Comunes, de lo que acaba de reglamentar como gran Comité, y delibera de nuevo, con un especial título, sobre aquello que ha resuelto con otro.

Tal es la ventaja propia de un gobierno democrático: poder ser establecido de hecho por un simple acto de la voluntad general. Después de lo cual el gobierno provisional continúa en posesión, si tal es la forma adoptada, o establece, en nombre del soberano, el gobierno prescripto por la ley, y en todo se encuentra de este modo conforme a regla. No es posible instituir el gobierno de ninguna otra manera legítima y sin renunciar a los principios que acabo de establecer.

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CAPÍTULO XVIII

Medios de prevenir las usurpaciones del gobierno

De estas aclaraciones resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los dueños del pueblo, sino sus servidores, que puede nombrarlos o destituirles cuando le plazca; que no es cuestión para ellos de contratar, sino de obedecer, y que, encargándose de las funciones que el Estado les impone, no hacen sino cumplir con su deber de ciudadanos, sin tener en modo alguno el derecho de discutir sobre las condiciones.

Por tanto, cuando sucede que el pueblo instituye un gobierno hereditario, sea monárquico en una familia, sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no contrae un compromiso, sino que da una forma provisional a la administración, hasta que le place ordenarla de otra manera.

Es cierto que estos cambios son siempre peligrosos y que no conviene nunca tocar al gobierno establecido sino cuando adviene incompatible con el bien público: pero esta circunspección es una máxima política y no una regla de derecho, y el Estado no está más obligado a dejar la autoridad civil a sus jefes de lo que lo está de entregar la autoridad militar a sus generales.

También es cierto que no se sabría, en semejante caso, observar con rigor las formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso y la voluntad de un pueblo de los clamores de una facción. Es preciso, sobre todo, no dar al caso ocioso sino lo que no se le puede rehusar en todo el rigor del derecho, y de esta obligación es también de donde el príncipe saca una gran ventaja para conservar su poder, a pesar del pueblo, sin que se pueda decir que lo haya usurpado; porque, apareciendo no usar sino de sus derechos, le es muy fácil extenderlos e impedir, bajo el pretexto de la tranquilidad pública, las asambleas destinadas a restablecer el orden; de suerte que se prevale de un silencio que él impide se rompa, o de las irregularidades que hace cometer, para suponer en su favor la confesión de aquellos a quienes el temor hace callar y para castigar a los que se atreven a hablar. Así es como los decenviros, habiendo sido elegidos al principio por un año, después prorrogado su cargo por otro, intentaron retener perpetuamente su poder, no permitiendo que los comicios se reuniesen; y este fácil medio es el que han utilizado todos los gobiernos del mundo. una vez revestidos de la fuerza pública, para usurpar, antes o después, la autoridad soberana.

Las asambleas periódicas de que he hablado antes son adecuadas para prevenir o diferir esta desgracia, sobre todo cuando no tienen necesidad de convocatoria formal, porque entonces el príncipe no podría oponerse sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado.

La apertura de estas asambleas, que no tienen por objeto sino el mantenimiento del tratado social, debe siempre hacerse por dos proposiciones, que no se puedan nunca suprimir y que sean objeto del sufragio separadamente:

Primera. Si place el soberano conservar la presente forma de gobierno.

Segunda. Si place al pueblo dejar la administración a los que actualmente están encargados de ella.

Doy por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni el mismo pacto social: porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper ese pacto, de común acuerdo, no se puede dudar de que estaría legítimamente roto. Grocio cree incluso que cada cual puede renunciar al Estado de que es miembro. y recobrar su Libertad natural y sus bienes saliendo del país (15). Ahora bien; sería absurdo que todos los ciudadanos, reunidos, no pudiesen hacer lo que es factible a cada uno de ellos separadamente.

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Notas

(1) Por esto es por lo que en Venecia se da al Colegio el nombre de Príncipe serenísimo. aun cuando no asista a él el dogo (dux).

(2) Espíritu de las leyes, lib. III, cap. III.

(3) El palatino de Posnania, padre del rey de Polonia y duque de Lorena.

(4) Es claro que la palabra optimates, entre los antiguos, no quiere decir los mejores, sino los más poderosos.

(5) Importa mucho regularizar, mediante leyes, la forma de elección de los magistrados, porque abandonándola a la voluntad del príncipe no se puede evitar el caer en la aristocracia hereditaria, como les ha sucedido a las Repúblicas de Venecia y Roma. Así, la primera es desde hace mucho tiempo un Estado disuelto: mas la segunda se mantiene por la extrema sabiduría de su Senado: es una excepción muy honrosa y muy peligrosa.

(6) Maquiavelo era un hombre honrado Y un buen ciudadano; pero unido a la Casa de los Médicis, se veía obligado, en la opresión de su patria, a disfrazar su amor por la libertad. Sólo la elección de su héroe execrable -César Borgia- manifiesta bastante su intención secreta, y la oposición de las máximas de su libro Del Príncipe a las de sus Discursos sobre Tito Livio y de su Historia de Florencia demuestran que este profundo político no ha tenido hasta aquí sino lectores superficiales o corrompidos. La corte de Roma ha prohibido su libro severamente: lo comprendo: a ella es a la que retrata más claramente.

(7) Plutarco, Dichos notables de los reyes y de los grandes capitanes, párrafo 22.

(8) Tácito, Hist., I. XVI.

(9) Son sabias estas opiniones que mucho deberían ser tomadas en cuenta por la administraciones haendarias (Nota de Chantal lópez y Omar Cortés).

(10) Se debe juzgar sobre el mismo principio de los siglos que merecen la preferencia para la prosperididad del género humano. Han sido demasiado admirados aquellos en que se ha visto florecer las letras y las artes, sin que se haya penetrado el objeto secreto de su cultura ni considerado su funesto efecto: ldque apud imperitos humanitas vocabatur quum pars sevitutis esse. Tácito. Agric.. XXI.

¿No veremos nunca en las máximas de los libros el grosero interés que hace hablar a los autores? No; aunque ellos lo digan, cuando, a pesar de su esplendor, un país se despuebla, no es verdad que todo prospere, y no basta que un poeta tenga cien mil libras de renta para que su siglo sea el mejor de todos. Es preciso considerar más el bienestar de las naciones enteras y, sobre todo, de los Estados más poblados que el reposo aparente y la tranquilidad de sus jefes. Las granizadas desolan algunas regiones: pero rara vez producen escasez. Los motines, las guerras civiles, amedrentan mucho a los jefes; pero no constituyen las verdaderas desgracias de los pueblos, que pueden hasta tener descanso mientras discuten quién los va a tiranizar. De un Estado permanente es del que nacen prosperidades o calamidades reales para él: cuando todo está sometido al yugo es cuando todo decae: entonces es cuando los jefes, destruyéndolos a su gusto, libi solitudinem faciunt, pacem appellant (Tácito, Agric. XXXI). Cuando las maquinaciones de los grandes agitaban el reino de Francia y el coadjutor de París llevaba al Parlamento un puñal en el bolsillo, esto no impedía que el pueblo francés viviese feliz y numeroso en un honesto y libre bienestar. En otro tiempo, Grecia florecía en el seno de las más crueles guerras: la sangre corría a ríos, y todo el país estaba cubierto de hombres: parecía -dice Maquiavelo- que en medio de los crímenes, de las proscripciones, de las guerras civiles. nuestra República advenía más pujante: la virtud de sus ciudadanos, sus costumbres, su independencia, tenia más efecto para reforzarla que todas sus discusiones para debilitarla.

Un poco de agitación da energía a los demás, y lo que verdaderamente hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad.

(11) La formación lenta y el progreso de la República de Venecia en sus lagunas ofrece un ejemplo notable de esta sucesión; es asombroso que, después de mil doscientos años, los venecianos parecen hallarse aún en el segundo término, que comenzó en el Serrar di consigbo, en 1198. En cuanto a los antiguos dux que se les reprocha, diga lo que quiera el Squittinio deila libertú veneta (Es el título de una obra anómima, publicada en 1612, para establecer el pretendido derecho de los emperadores sobre la República de Venecia), está probado que no han sido sus soberanos.

No se me dejará de objetar, recordando la República romana, que siguió un proceso, dicen, completamente contrario, pasando de la monarquía a la aristocracia y de la aristocracia a la democracia. Estoy muy lejos de pensar tal cosa.

La primera organización que estableció Rómulo fue un gobierno mixto. que degeneró pronto en despotismo. Por causas particulares, el Estado pereció antes de tiempo, como puede morir un recién nacido antes de haber llegado a la edad madura. La expulsión de los Tarquinos fue la verdadera época del nacimiento de la República. Pero no tomó al principio una forma constante, pues no se realizó más que la mitad de la obra, no aboliendo el patriciado. Porque de esta manera, al quedar la aristocracia hereditaria, que es la peor de las administraciones legítimas, en conflicto con la democracia, no se fijó la forma de gobierno, siempre insegura y flotante, como ha probado Maquiavelo, sino al establecerse los tribunos: sólo entonces hubo un verdadero gobierno y una verdadera democracia. En efecto; el pueblo en aquel momento no era solamente soberano, sino también magistrado y juez; el Senado era un tribunal subordinado para moderar y concentrar al gobierno, y los mismos cónsules, aunque patricios, primeros magistrados, y generales absolutos en la guerra, no eran en Roma sino los presidentes del pueblo.

Desde entonces se vio también que el gobierno tomaba su pendiente natural y que tendía fuertemente a la aristocracia. Aboliéndose el patriciado, podría decirse, por sí mismo, no estaba ya la aristocracia en el cuerpo de los patricios, como ocurre en Venecia y en Génova, sino en el cuerpo del Senado, compuesto de patricios y de plebeyos, e incluso en el cuerpo de los tribunos, cuando comenzaron a usurpar un poder activo: porque las palabras no tienen nada que ver con las cosas, y cuando el pueblo tiene jefes que gobiernan por él, cualquiera que sea el nombre que lleven son siempre una aristocracia.

Del abuso de la aristocracia nacieron las guerras civiles y el triunvirato. Sylla. julio César, Augusto advinieron de hecho verdaderos monarcas; y, en fin, bajo el despotismo de Tiberio fue disuelto el Estado. La historia romana no desmiente, pues, mi principio, sino que lo confirma.

(12) Omnes enim et habentur et dicuntur tyranni. qui potestate utuntur Perpetua in ea civjtate quac Libertate usa est. (Com. Nep. In Miltiad., cap. VIII) Es cierto que Aristóteles (Moral a Nicomano, lib. Vlll, cap. X) distingue al tirano del rey en que el primero gobierna para su propia utilidad y el segundo solamente para la de sus súbditos: pero además de que generalmente todos los autores griegos han tomado la palabra tirano en otro sentido, como parece mostrarlo, sobre todo, el Hierón de Jenofonte, se deduciría de la distinción de Aristóteles que desde el comienzo del mundo no habría existido ni un solo rey.

(13) Interesantísima opinión de Juan Jacobo Rousseau. Esta manera de cubrir las contribuciones es aceptada en varios paises pero tan sólo en determinadas y precisas actividades; esto es, no es aceptada de manera general (Nota de Chantal López y Omar Cortés).

(14) Adoptar en los países fríos el lujo y la molicie de los orientales es querer encadenarse a sí mismo, es someterse a las cadenas aun de un modo más necesario que aquéllos.

(15) Bien entendido que no sea para eludir su deber y librarse de servir a la patria en el momento en que tiene necesidad de nosotros. La huida sería entonces criminal y punible: ya no sería retirada, sino deserción.

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Índice de El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau LIBRO CUARTO LIBRO SEGUNDO Biblioteca Virtual Antorcha