Índice de Los caminos de la libertad de Bertrand RussellCAPÍTULO CUARTO - El trabajo y el sueldoCAPÍTULO SEXTO - Las relaciones internacionalesBiblioteca Virtual Antorcha

LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
El socialismo, el anarquismo y el sindicalismo

Bertrand Russell

CAPÍTULO QUINTO
EL GOBIERNO Y LA LEY


El gobierno y la ley consisten, en su esencia misma, en la restricción de la libertad, y la libertad es, por excelencia, el mejor de los bienes políticos (1).

Un pensador superficial puede afirmar, sin añadir nada nuevo, que la ley y el gobierno son maldades que tienen que ser abolidas si nuestra finalidad es la libertad. Pero esta conclusión, cierta o falsa, no puede ser comprobada tan sencillamente. En este capítulo examinaremos los argumentos de los anarqruistas contra la ley y el Estado. Procederemos partiendo de la suposición de que la libertad es la finalidad suprema de un buen sistema social; pero sobre esta misma base los argumentos de los anarquistas nos parecerán muy sospechosos.

El respeto por la libertad de los demás no es un impulso natural en la mayoría de los hombres; la envidia y el deseo de obtener el poder hacen que la humanidad, en general, encuentre un placer en intervenir en las vidas de los demás. Si las acciones de todos quedasen completamente libres del control de una autoridad externa, nosotros no habríamos logrado un mundo en el cual todos fuésemos libres. Los fuertes oprimirían a los débiles, la mayoría oprimiría a la minoría o los amantes de la violencia oprimirían a la gente pacífica. Me parece que no se puéde decir que estos malos impulsos sean enteramente el resultado de un sistema social deficiente, aunque sea preciso conceder que la organización actual de las rivalidades en la sociedad hace mucho para nutrir a los peores elementos de la humanidad. El deseo de obtener el poder es un motivo que, aunque sea innato en los hombres muy ambiciosos, es principalmente fomentado por la experiencia misma del poder. En un mundo donde nadie pudiese concentrar en sí mucho poder, el deseo de tiranizar tendría mucha menos fuerza que ahora. No obstante, no puedo creer que sería completamente imposible, y aquellos en los cuales siguieran existiendo esos deseos serían muchas veces hombres de una energía y capacidad de acción extraordinarias. Estos hombres, si no fuesen retenidos por la voluntad organizada de la comunidad, podrían establecer un despotismo, o por lo menos, hacer una tentativa tan vigorosa que pudiera ser vencida tan sólo a través de un período prolongado de desorden.

Además, aparte del deseo de obtener el poder político, hay un deseo de ejercer el poder sobre los individuos. Si las amenazas y el terrorismo no fuesen prohibidos por la ley, es difícil no creer que la crueldad no sería corriente en las relaciones entre los hombres y las mujeres, los padres y los hijos. Es cierto que las costumbres de un pueblo pueden hacer que la crueldad llegue a ser rara; pero estas costumbres, por desgracia, pueden ser producidas tan sólo por medio de un régimen legal prolongado. La experiencia de las comunidades de las selvas apartadas, o en las cuencas mineras y otros lugares parecidos, parecen indicar que bajo nuevas condiciones los hombres se volverían fácilmente a un estado de mayor barbarie.

Parece que, mientras la humanidad no se transforme, habrá más libertad para todos en una comunidad donde algunos actos de tiranía individual sean prohibidos, que en una comunidad donde la ley deje a cada persona libre para seguir todos sus impulsos. Sin embargo, aunque fuese preciso reconocer, por el momento, la necesidad de alguna forma de gobierno y de ley, es importante recordar que toda ley y gobierno es en sí, en un cierto grado. un daño, que es justificable únicamente cuando impide otros daños mayores. Todo fruto del poder del Estado necesita, por consiguiente, ser examinado muy atentamente. y toda posibilidad de disminuir su poder tiene que ser grata. a condición de que no conduzca a un régimen de tiranía personal.

El poder del Estado es parcialmente legal y en parte económico: los actos que son desagradables al Estado pueden ser castigados por el Código Penal, y las personas que incurren en el menosprecio del Estado pueden tener muchas dificultades para ganarse la vida.

Las opiniones de Marx sobre el Estado no son muy claras. De un lado. parece estar dispuesto, como los modernos socialistas de Estado, a conceder mucho poder al Estado; pero del otro lado propone que, cuando la revolución socialista se haya consumado, el Estado, como nosotros lo conocemos, desaparecerá.

Entre las medidas predicadas en el Manifiesto comunista como inmediatamente deseables, hay varias, que aumentarían muchísimo el poder del Estado existente; por ejemplo: la Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional, en que el capital pertenecerá al Estado y gozará de un monopolio exclusivo; y otra vez, Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte. Y el Manifiesto sigue diciendo:

Una vez desaparecidos los antagonismos de clases en el curso de su desenvolvimiento, y estando concentrada toda la producción en manos de los individuos asociados, entonces perderá el Poder público su carácter político. El Poder público, hablando propiamente, es el poder organizado de una clase para la opresión de las otras. Si el proletariado, en su lucha contra la burguesía, se constituye fuertemente en clase, si se erige por una revdlución en clase directora y como clase directora destruye violentamente las antiguas relaciones de producción, destruye, al mismo tiempo que estas relaciones de producción, las condiciones de existencia del antagonismo de las clases; destruye las clases en general, y, por lo tanto, su propia domtnación como clase.

En substitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clases, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos (2).

Marx ha observado esta actitud, en lo esencial, durante toda su vida. Por consiguiente, no hay que extrañarse de que sus discípulos, en cuanto a sus finalidades inmediatas, se hayan hecho en general consumados socialistas de Estado.

Por otra parte, los sindicalistas, que aceptan de Marx la doctrina de la lucha de clases, que ellos consideran como la parte verdaderamente vital, rehusan la idea del Estado, odian a éste y quieren abolirlo completamente, en lo cual están de acuerdo con los anarquistas. Los socialistas de gremio, o socialistas gremiales, aunque algunas personas, en Inglaterra, los consideran como extremistas, son realmente los únicos que representan el amor que el inglés tiene por sus compromisos.

Los argumentos sindicalistas a propósito de los peligros inherentes al poder del Estado, han hecho que a éstos no les agrade en nada la vieja idea del socialismo de Estado; pero tampoco pueden aceptar la opinión anarquista de que la sociedad pueda renunciar absolutamente a una autoridad central. Por consiguiente, ellos proponen que haya dos instrumentos iguales de gobierno en una comunidad: el uno, geográfico, representando los consumidores, y esencialmente la continuación del Estado democrático; el otro, representando los productores, organizados no geográficamente, sino en sindicatos, del mismo modo que la Unión Industrial. Estas dos autoridades tratarán de dos clases distintas de problemas. Los socialistas de gremio no consideran la autoridad industrial como formando parte del Estado, porque afirman que el Estado, esencialmente. tiene que ser geográfico; pero la autoridad industrial se parecerá al Estado actual en el hecho de que tendrá fuerza coercitiva y sus decretos serían impuestos cuando hiciera falta. Es de sospechar que los sindicalistas, aunque se opongan mucho al Estado existente, no se opondrían a emplear la coerción sobre individuos en una industria por la unión de aquella industria. El gobierno dentro de la Unión de Trabajadores sería, probablemente, tan estricto como lo es actualmente un gobierno de Estado. Cuando nosotros decimos: estamos suponiendo que el anarquismo teórico de los jefes sindicalistas no sobreviviría a la accesión al Poder, por desgracia, la experiencia nos muestra que esto no es una suposición muy arriesgada.

Entre todas las distintas opiniones, la que produce la discusión más fundamental es la afirmación de los anarquistas de que la coerción por parte de la comunidad no es necesaria. Como de muchas de las afirmaciones anarquistas, se podría decir, en defensa de esta opinión, más de lo que la mayoría de los hombres pensarían de ella a primera vista. Kropotkin, que es su expositor más capaz, indica cuánto ha sido logrado ya por el método del libre acuerdo. El no quiere abolir el gobierno, en el sentido de las decisiones colectivas; lo que sí quiere es abolir el sistema por el cual una decisión obliga a aquellos que se oponen a ella (3).

Todo el sistema del gobierno representativo y del dominio de la mayoría, es para él una cosa muy mala (4).

Indica casos tales como los acuerdos entre los sistemas distintos de los ferrocarriles del continente para que haya trenes rápidos intercontinentales y una cooperación en general Indica que, en tales casos, las Compañías o autoridades interesadas nombran cada una un delegado, y que los delegados proponen una base de acuerdo, que tiene que ser ratificada después por cada uno de los cuerpos que los nombran. La asamblea de los delegados no tiene potencia coercitiva alguna; una mayoría no puede hacer nada contra una minoría recalcitrante. Sin embargo, eso no ha impedido la conclusión de acuerdos muy complicados. Por medio de tales métodos, así afirman los anarquistas, las funciones útiles del gobiemo pueden ser realizadas sin freno alguno. Sostienen que la utilidad de un acuerdo es tan clara que asegurará la cooperación una vez sean destruídos los motivos rapaces asociados al sistema actual de propiedad privada.

Aunque este punto de vista sea muy atractivo, no puedo dejar de creer que es resultado de la impaciencia y representa una tentativa a encontrar un camino más corto hacia el ideal que toda persona humana desea.

Empecemos con el problema del crimen privado (5).

Los anarquistas sostienen que el criminal es producido por las malas condiciones sociales, y desaparecería en un mundo creado como ellos quieren (6).

Indudablemente hay una gran verdad en este punto de vista. Habría muy pocos motivos para robar, por ejemplo, en un mundo anarquista, a menos que el robo fuera organizado en grande por una partida de hombres que se decidieran a hacer fracasar el régimen anarquista. Se puede conceder también que las impulsiones hacia la violencia criminal pudieran ser, en gran parte, eliminadas por una mejor educación. Pero todos estos argumentos tienen, creo yo, sus limitaciones.

Tomando un ejemplo extremo, no es razonable suponer que no habría en una comunidad algunos anarquistas locos, y que entre estos locos hubiese algunos homicidas. Probablemente nadie afirmaría que se les debe dejar en libertad. Pero no hay demarcación fija en la Naturaleza: desde el loco homicida hasta el cuerdo que tiene pasiones violentas, hay una graduación continua. Aun dentro de la más perfecta comunidad habrá hombres y mujeres cuerdos en general, pero que sentirán un impulso a matar por celos. Estos ahora son retenidos, en general, por miedo de un castigo; pero si este castigo no existiese, estos crímenes serían, probablemente, mucho más frecuentes, como se puede ver en la conducta de ciertos soldados cuando venían a descansar por unos días durante la Gran Guerra. Además, ciertas maneras de conducirse inspiran hostilidad al público y, casi inevitablemente, causarían la indignación pública, seguida del linchamiento, si no existiera ningún otro método oficial para castigar.

Hay en la mayoría de los hombres una cierta ansia natural de venganza, no siempre dirigida contra los peores miembros de la comunidad. Por ejemplo, Spinoza estuvo en peligro de ser asesinado por el populacho por ser sospechoso de una inoportuna amistad con Francia, en una época en que estaban en guerra Holanda y Francia. Aparte de estos casos, habría el peligro, muy real, de una tentativa organizada para destruir la comunidad de anarquistas y restablecer las antiguas opresiones. ¿Es probable, por ejemplo, que Napoleón, si hubiese nacido dentro de una comunidad tal como Kropotkin defiende, hubiera consentido en vivir sin luchas, en un mundo donde su genio no hubiese podido encontrar ninguna esfera de acción? Yo no puedo prever cómo se podría impedir una unión entre los hombres ambiciosos que, organizándose en un ejército privado, fabricasen sus propias municiones y acabaran esclavizando a los ciudadanos sin defensa, que se habían fiado de la atracción inmanente de la libertad. Aun en el caso de que un grupo de ciudadanos, en la comunidad anarquista, se dedicaran a organizar un ejército privado, fuesen los que fuesen sus fines, no se les podría prohibir, sin menoscabo de los principios anarquistas (pero, naturalmente, podría ocurrir que se formase un ejército privado contrario a las ideas anarquistas, o de hombres de otras opiniones). En efecto, Kropotkin menciona los antiguos voluntarios de Gran Bretaña como ejemplo de un movimiento de naturaleza anarquista. (Anarco-comunismo).

Aun si no se formase un ejército de rapiña dentro de la comunidad, podría ser atacada fácilmente por una nación vecina o ser invadida por una horda de razas incivilizadas.

En tanto que exista la ambición por el poder, yo no veo cómo se puede impedir que la comunidad no se prepare para la defensa de una posible agresión, si no es por medio de la fuerza organizada de ella misma.

Me parece que nosotros estamos obligados a concluir con que el ideal anarquista de una comunidad en la que no hubiese algún acto prohibido por la ley, no es, por lo menos por ahora, compatible con la estabilidad de un mundo tal como los anarquistas desean. Para obtener y conservar un mundo que se parezca en cuanto sea posible a lo que ellos desean, sería todavía necesario prohibir por la ley algunos actos. Los más importantes pueden ser considerados bajo esta división:

1. El robo.

2. Los crímenes.

3. La creación de organizaciones para subvertir por la fuerza el régimen anarquista.

Resumiremos brevemente lo que se ha dicho ya a propósito de la necesidad de estas prohibiciones.

1. El robo. Es cierto que en un mundo anarquista no existirá la indigencia, y, por consiguiente, no habrá robos a causa del hambre. Pero los robos de este género no son ahora, de ninguna manera, los más grandes ni los más dañosos. El sistema de raciones, que tiene también que ser aplicado a los lujos, dejará muchos hombres con menos lujos de los que ellos quieren. Dará ocasiones para la malversación por aquellos que controlen los establecimientos públicos, y les dejará la posibilidad de apropiarse de los objetos de arte de gran valor, que serían, naturalmente, conservados en los museos públicos. Uno puede decir que tales formas de robo serían impedidas por la opinión pública. Sin embargo, la opinión pública no es una fuerza eficaz sobre una persona si no es la opinión de su propia secta. Un grupo de hombres organizados para robar puede fácilmente despreciar la opinión pública, a menos que ésta se hiciese efectiva por el empleo de la fuerza contra los ladrones. En efecto, probablemente esta fuerza sería aplicada por la indignación popular; pero en aquel caso, las maldades del Código Penal serían restablecidas y se añadirían los inconvenientes de la incertitud, la precipitación y la pasión, que son inseparables de la práctica del linchamiento. Si, como nosotros hemos propuesto, fuera necesario dar un estímulo económico para trabajar, como medio de permitir menos lujos a los ociosos, sería un nuevo motivo para robar y una nueva necesidad para alguna forma del Código Penal.

2. Los crímenes. La crueldad hacia los niños, los crímenes de celos, estupro, etc., ocurren casi seguramente en cualquier sociedad, hasta cierto punto. La anulación de estos actos es esencial para la existencia de la libertad de los débiles. Si no se hiciera nada para impedirles, es muy probable que las costumbres de la sociedad se harían poco a poco más brutales, y unos actos que ahora son raros serían más frecuentes. Si los anarquistas tienen razón en cuanto afirman que la existencia de un sistema económico tal como ellos desean evitaría crímenes de este género, las leyes que los prohiben no serían efectivas y no resultarían perniciosas a la libertad. Si, al contrario, el impulso a tales acciones permaneciera, sería preciso hacer algo para impedir que los hombres dieran expresión a estos impulsos.

3. La tercera clase de dificultades es mucho más seria e implica una intrusión en la libertad individual muchísimo más violenta. Yo no puedo comprender cómo un ejército privado puede ser tolerado dentro de una comunidad anarquista, ni cómo puede ser evitado sin la prohibición general de llevar armas. Si no hubiera esta prohibición, las partes contrarias organizarían fuerzas rivales y el resultado sería la guerra civil. No obstante, si hay tal prohibición no puede ser bien realizada sin un abuso considerable de la libertad individual. Sin duda, después de algún tiempo, la idea de servirse de la violencia para alcanzar un fin político puede desaparecer, así como la costumbre del desafío. Pero tales transformaciones de costumbres y de actitudes son facilitadas por la prohibición legal, y aun acontecerían difícilmente sin ella. No hablaré todavía del aspecto internacional de este mismo problema, pues me propongo tratar de ello en el capítulo próximo; pero claro es que las mismas consideraciones se aplican con aún mayor fuerza en las relaciones entre las naciones.

Si admitimos, aunque sea de mala gana, que es necesario un Código Penal y que tiene que ser empleada la fuerza de la comunidad para impedir ciertos actos, surge un problema más: ¿Cómo se debe tratar el crimen? ¿Cuál es la mayor medida de humanidad y respeto para la libertad que sea compatible con el reconocimiento de un hecho tal como el crimen? La primera cosa que hay que reconocer es que todo el concepto del delito o pecado tiene que ser completamente olvidado. Actualmente, el criminal sufre el desfavor de la comunidad: el único método aplicado para evitar el crimen es la aplicacón de pena al criminal. Se hace todo lo posible por degradar su espíritu y destruirle el respeto de sí mismo. Aun aquellos goces que serían convenientísimos para civilizarle, son prohibidos únicamente porque son goces, mientras que mucho del sufrimiento infligido es de tal clase que no se puede hacer otra cosa sino embrutecerle y degradarle. Naturalmente, no hablo ahora de aquellas pocas instituciones penales que han estudiado seriamente cómo se puede reformar al criminal. Estas instituciones, sobre todo en América, han sido capaces de ir demostrando que se pueden lograr los más notables resultados; pero quedan en todas partes las excepciones. La regla general és todavía que el criminal se ve obligado a sentir odio a la sociedad. Forzosamente tiene que salir de tal tratamiento, insolente y hostil, o sumiso y rastrero, con el espíritu degradado y el respeto a sí mismo perdido. Ninguno de estos resultados es otra cosa que un mal. Además, ningún buen resultado puede ser logrado por un método que no separa la persona de la condenación.

Cuando un hombre sufre una enfermedad infecciosa es un peligro para la comunidad y es preciso limitar su libertad de circular. Pero nadie asocia la idea de delito con esta situación. Al contrario, el enfermo es un objeto de conmiseración para sus amigos. Se dan los pasos recomendados por la ciencia para curarle, y, generalmente, él se resigna de buena gana a la reducción de su libertad durante algún tiempo. El mismo espíritu debe tenerse en el tratamiento de lo que se llama crimen. Se supone, naturalmente, que el criminal está animado por cálculos de su propio interés y que el miedo al castigo, que es un motivo contrario a su propio interés, le ofrece el mejor argumento para disuadirle.

El perro, para lograr algún fin particular, se volvió rabioso y mordió al hombre. Ese es el concepto popular del crimen; pero ningún perro se vuelve rabioso por capricho, y probablemente lo mismo ocurre, en verdad, en la mayoría de los delitos de los criminales y seguramente en el caso de los crímenes pasionales. Aun en los casos en que el interés propio es el motivo, lo que tiene importancia es impedir el crimen y no hacer sufrir al criminal. Cualquier sufrimiento que pueda ser causado por el proceso de prevención tiene que ser considerado como lamentable, lo mismo que el dolor infligido por una operación quirúrgica. Al hombre que comete un crímen inspirado en cálculos de interés propio, debe hacérsele comprender que es por su interés propio por lo que no debe cometer más delitos; cuando plenamente se haya convencido, puede servir para una vida que sea útil a la comunidad, mejor que para una que sea dañosa. Para ello es necesario, sobre todo, ensanchar su horizonte y aumentar el alcance de sus deseos. Actualmente, cuando un hombre sufre un amor mezquino hacia sus prójimos, el método de curarle que éstos adoptan generalmente no parece muy adaptado a tener éxito; siendo, en efecto, esencialmente lo mismo que su actitud hacia ellos. El fin de la administración de la cárcel es evitarse la molestia y no estudiar los casos individuales. El preso está guardado en una celda de la cuail está excluída toda vista de la tierra; está sometido a la barbarie de los carceleros, que han sido, muy frecuentemente, embrutecidos por su ocupación (7).

El preso es denunciado solemnemente como un enemigo de 1a sociedad; está obligado a ejecutar unas tareas mecánicas, escogidas por ser fastidiosas. No se le da educación ninguna, ni incentivo a mejorarse. ¿Puede uno extrañarse de que al fin de un curso de tal tratamiento sus sentimientos hacia la comunidad no sean más favorables que eran al principio?

La severidad del castigo nació a causa del ansia de venganza y el miedo, en una época en que muchos criminales se libraban completamente de la acción de la justicia. Ahora, una parte muy grande del Código Penal trata de asegurar los derechos de la propiedad, es decir, de asegurar las cosas como hoy se encuentran y los privilegios injustos de los ricos. Aquellos cuyos principios les conducen a luchar contra el Gobierno, como los anarquistas, denuncian a la ley y a las autoridades por la manera injusta de apoyar al statu quo. Muchas de las acciones por medio de las cuales los hombres se han enriquecido, son mucho más dañosas a la comunidad que los crímenes obscuros de los pobres; no obstante, no son castigadas porque no tocan al orden existente. Si el poder de la comunidad tiene que ser empleado para impedir cierta clase de acciones por medio del Código Penal, es preciso que estas acciones sean realmente aquellas que hacen daño a la comunidad: cómo debe ser el tratamiento de los criminales, el libertarlos del concepto del delito e inspirarlos en el mismo espíritu que existe en el tratamiento de las enfermedades. Pero si estas dos condiciones fueran cumplidas, no puedo dejar de creer que una sociedad que conserve la existencia de la ley sería prefemble a una conducida sobre los puros principios del anarquismo.

Hasta aquí hemos considerado la fuerza que el Estado saca del Código Penal. Hay muchas razones para creer que esta fuerza no puede ser enteramente abolida, aunque pueda ser ejercida completamente con otro espíritu, sin el deseo de venganza y reprobación moral que ahora forman su esencia.

Llegamos ahora a tratar del poder económico del Estado y de la influencia que éste puede ejercer por medio de la burocracia. Los socialistas de Estado discuten como si no hubiese peligro alguno para la libertad dentro de un Estado que no estuviera basado en el capitalismo. Eso me parece un perfecto errOr. Dado que habrá una clase social de oficiales, sea cual fuese el sistema de escogerlos, es inevitable que haya un grupo de hombres cuyos instintos les impulsen hacia la tiranía. Además del deseo natural del poder, tendrán una convicción fija (como se ve ahora en las filas más altas de los empleados del Estado) de que ellos solos saben lo suficiente para poder juzgar de lo que es bueno para la comunidad. Así como todos los hombres que administran un sistema, llegarán hasta creer que el sistema en sí mismo es sagrado. Las únicas transformaciones que desearán serán, seguramente, las que se refieran a cómo la gente debe gozar de las buenas cosas concedidas por los déspotas benévolos. Cualquiera que crea que éste es un cuadro exagerado, seguramente no ha estudiado la influencia y métodos actuales de los empleados de Estado. Sobre cada cuestión que surge saben muchísimo más que el público en cuanto a todos los hechos definidos del asunto; la única cosa que no saben es dónde aprieta el zapato al público. Pero aquellos que lo saben son, probablemente, inaptos para exponer su caso. Lo que no se puede decir sin preparación es exactamente cuántos zapatos aprietan a cuántos pies, o cuál es el remedio preciso que se necesita.

La solución preparada para los ministros por los empleados de Estado es aceptada por el público respetable como imparcial, y está considerado como solucionado el caso de los descontentos, excepto cuando hay una cuestión política de causa mayor, sobre la cual se puede ganar o perder unas elecciones. Esta, por lo menos, es la manera de arreglar las cosas en Inglaterra; y hay razón para creer que, bajo el socialismo de Estado, el poder de los oficiales sería muchísimo mayor que lo es ahora.

Aquellos que aceptan la doctrina ortodoxa de la democracia afirman que, si algún día el poder del capital fuera abolido, unas instituciones representativas bastarían para deshacer los daños de la burocracia. Los anarquistas y los sindicalistas han dirigido una crítica implacable contra esta opinión. Los sindicalistas franceses en particular, siendo de un país altamente demócrata, han tenido una experiencia muy amarga de cómo el poder del Estado puede ser empleado contra una minoría avanzada. Esta experiencia les ha obligado a abandonar completamente la creencia en el derecho divino de las mayorías. La Constitución que ellos quieren no sería la que dejase una esfera de acción a las minorías vigorosas, conscientes de sus fines y preparadas a trabajar para lograrlos. No se puede negar que a todos los que deseamos el progreso, la experiencia actual del gobierno representativo demócrata nos ha proporcionado un enorme desengaño. Concediendo -como, segÚn a mi juicio, debemos hacer- que es preferibIe a cualquier forma previa de gobiemo, tenemos que reconocer, no ohstante, que gran parte de la crítica que hacen del gobierno los anarquistas y sindicalistas es absolutamente justificada.

Una tal crítica hubiera tenido más influencia si una idea neta de un cambio de la democracia parlamentaria hubiera sido comprendida por la generalidad. Hay que confesar que los sindicalistas no han presentado su caso de un modo adaptado para atraer al ciudadano de la clase media. Mucho de lo que dicen se reduce a esto: que una minoría consistente de obreros especializados en las industrias vitales, puede, por medio de una huelga, hacer imposible la vida económica de toda la comunidad, y así puede obligar a la nación a aceptar su vdluntad.

La acción que ellos quieren se compara con el apoderarse de las fuerzas de una generadora motriz y con la cual todo un gran sistema eléctrico puede paralizarse. Una tal doctrina es un llamamiento a la fuerza, y, naturalmente, choca con el llamamiento a la fuerza hecho del otro lado. Es inútil que los socialistas protesten que ellos desean el Poder únicamente para conceder la libertad: el mundo que ellos intentan establecer no tiene todavía atracción para la voluntad efectiva de la comunidad, y no puede ser inaugurado con estabilidad hasta que esto ocurra. Proceder por la persuasión es muy lento, y puede ser acelerado algunas veces por medio de métodos de fuerza. Hasta este punto, estos métodos pueden ser justificados.

El último fin de todo reformador que desea la libertad, no puede ser logrado sino por la persuasión.

La tentativa de obligar a aquéllos a aceptar la libertad cuando no desean lo que nosotros consideramos como la libertad, tiene siempre que fracasar; y los sindicalistas, como los reformadores, tienen, finalmente, que fiarse en la persuasión para lograr su fin.

Sería una equivocación confundir los fines con los métodos; por poco que sea que nosotros estemos de acuerdo con la proposición de imponer el milenario sobre una comunidad que, por tener hambre, no lo quiera, a pesar de eso podemos conceder que gran parte de lo que los sindicalistas quieren lograr es deseable.

Dejemos de pensar en la crítica del gobierno parlamentario, que va unida al sistema actual de la propiedad privada, y consideremos únicamente las que podrán hacerse a la comunidad colectivista. Hay ciertos defectos que parecen innatos a la naturaleza misma de las instituciones representativas. Hay un sentido de altivez, consecuencia inevitable del éxito en el campeonato por ganar el favor del público. Hay una costumbre casi inevitable de hipocresía, puesto que la experiencia demuestra que la democracia no descubre la falsedad en un orador, y, por otra parte, se ofenderá por cosas que aun el hombre más sincero pueda creer necesarias. De ahí nace un tono de cinismo entre los diputados y un sentido de que nadie puede conservar su posición en la política sin hacer trampas. Ello es culpa tanto de la democracia como de sus representantes; pero parece inevitable, entretanto, que todo lo que exija un grupo de hombres a sus defensores sea la lisonja. Tenga quien tenga la culpa, el mal tiene que ser reconocido como algo que se encuentra forzosamente en las formas existentes de la democracia.

Otro mal que se observa especialmente en los grandes Estados es la gran distancia entre la sede del gobierno y muchos de los departamentos y provincias electorales; una distancia que es psicológica más que geográfica. Los legisladores viven cómodos, protegidos por gruesas murallas y policía sin número contra la Vox populi; pasa el tiempo, y recuerdan muy poco las pasiones y promesas de sus campañas electorales; llegan a considerar lo esencial para el hombre de Estado, representar los intereses no solamente de un grupo de descontentos, sino de la comunidad entera; pero los intereses de la comunidad entera son lo suficientemente indefinidos para que parezcan fácilmente identificados con los intereses propios de diputado. Por todas estas razones el Parlamento llega a traicionar al pueblo, consciente o inconscientemente; y no es extraño que hayan producido cierta indiferencia de la teoría democrática por parte de los defensores más entusiastas del trabajo.

El gobierno de la mayoría, como existe en los grandes Estados, es propenso al defecto fatal de que, en lo qúe se refiere a un gran número de cuestiones de que se trata, tan sólo una pequeña parte de la nación tiene un interés directo o algún conocimiento. Cuando la gente no tiene un interés directo en una cuestión, está muy dispuesta a dejarse influenciar por consideraciones sin importancia; esto se ve en la extraordinaria mala gana que tiene la gente de conceder la autonomía a las naciones o grupos subordinados. Por eso es muy peligroso dejar a la nación entera la decisión de cuestiones que conciernan únicamente a una pequeña sección, que esta sección sea geográfica, industrial o definida de cualquier otra manera. El mejor remedio para esto, por lo que se puede ver hasta ahora, consiste en acordar la autonomía a cada grupo importante, dentro de una nación, en todas cuestiones más relacionadas con aquel grupo que con el resto de la comunidad.

El gobierno de un grupo, elegido por el grupo mismo, estará mucho más cerca de sus electores, mucho más consciente de sus intereses. que un Parlamento lejano que representa nominalmente todo el país. La idea más original en el sindicalismo -adoptada y desarrollada por los miembros del socialista gremial (Guild Socialism}- es la idea de hacer las industrias autónomas en lo que se refiere a sus vidas internas. Por este medio, extendido también a aquellos otros grupos que tienen claramente intereses distintos y divisibles. los defectos que se han mostrado en la democracia representativa pueden, creo yo, ser superados en su mayor parte.

Los socialistas gremiales (Guild Socialism) tienen otro propósito. Así como hemos visto que van haciendo surgir naturalmente la autonomía de los gremios industriales, con lo cual esperan limitar el poder del Estado y sostener la conservación de la libertad personal, proponen, además, que el Parlamento sea elegido (como ahora) sobre una base territorial y representando la comunidad como consumidora. Preconizan también un Congreso de Gremios (Guild Congress), sucesor glorioso del actual Congreso de Uniones de Trabajadores, porque creen debe haber un Congreso que consista en representantes elegidos por los gremios, que representarían la comunidad como productores.

Este método de disminuir el poder excesivo del Estado ha sido expuesto por Mr. G. D. H. Cole en su libro La autonomía en la industria (Bell, 1917):

Así como ahora el Estado acuerda los actos a propósito de las fábricas, o del reglamento de las minas de carbón, en el porvenir será el Congreso de Gremios quien acordará tales actos, y su poder para ejecutarlos será el mismo que el del Estado. La razón final de ellos para defender este sistema es que, en su opinión, tenderá a conservar la libertad personal.

La razón fundamental para la conservación, en una sociedad democrática, de las formas de organización social, tanto industriales como políticas, es, a mi juicio, que el hombre. como individuo, puede ser libre únicamente cuando el enorme poder ahora ejercido por el capitalismo industrial, esté dividido.

¿Puede el sistema propuesto por Mr. Cole lograr este fin? Yo creo que está claro que sería, en este respecto, mejor que el actual. Cualquier método que logre que los representantes estén en una relación más estrecha con los interes acerca de los que deben legislar, tiene que mejorar el gobierno representativo; este fin probablemente sería logrado si las cuestiones de producción fueran dejadas al Congreso de Gremios. Pero si a pesar de las garantías propuestas por los socialistas de gremio el Congreso de Gremios se hiciera todopoderoso en las anteriores cuestiones, si resultase casi inútil que un gremio que se sintiese maltratado opusiera resistencia a la voluntad del Congreso, muy probablemente los males que se consideran ahora como resultados de la omnipotencia del Estado reaparecerían muy pronto.

Los jefes de las Uniones de Trabajadores, tan pronto como ellos se incorporan a las fuerzas gubernamentales del país, tienden a hacerse autocráticos y conservadores, y pierden el contacto con sus electores, gravitando, por una simpatía psicológica, hacia una cooperación con los que están en el Poder. El hecho de que ellos estuviesen colocados formalmente en el Poder por medio del Congreso de Gremios, aceleraria este proceso. Tenderán pronto a unirse, en efecto, si no ostensiblemente, con aquellos que están en el Poder, en el Parlamento. Aparte de unos raros conflictos, parecidos a la rivalidad entre banqueros antagonistas que ahora interrumpen algunas veces la armonía del mundo capitalista, habría, en la mayor parte de los casos, un acuerdo entre las principales personas de las dos Cámaras, y una tal armonía robaría al individuo la libertad que él había esperado asegurar por medio del desacuerdo de los patronos.

Si nosotros no estamos equivocados, no hay método ninguno por medio del cual se pueda asegurar que un cuerpo representativo de la comunidad entera, sea ya como productores, ya como consumidores, o afectando ambas formas, sea una garantía suficiente de la libertad personal. La única manera de conservar en lo posible la libertad (y aun esto no bastará en el caso de las minorías muy reducidas) es la de organizar a los ciudadanos que tienen intereses especiales en grupos decididos a conservar la autonomía con respecto a sus cosas internas, dispuestos a resistir cualquier intervención por medio de una huelga, si hace falta, y bastante poderosos (o en sí mismos o a causa de su influencia sobre la simpatía pública) para resistiÍr a las fuerzas organizadas del gobierno cuando defiendan una causa que muchos estimen justa. Si este método llegara a tener éxito, es preciso tener organizaciones adecuadas, pero también un respeto general a la libertad y una falta de sumisión al gobierno, tanto en la teoría como en la práctica. Es indudable que habrá algún peligro de desorden en una sociedad organizada bajo estas bases; pero este peligro no representará nada en comparación con el peligro de estancamiento, que es inseparable de una autoridad central todopoderosa.

Podemos ahora resumir nuestro examen de los poderes del gobierno.

El Estado, a pesar de lo que opinen los anarquistas, parece una institución necesaria para ciertas funciones. Las cuestiones de la paz y de la guerra, de las tarifas, el reglamento de las condiciones sanitarias y de la venta de drogas nocivas, la conservación de un sistema justo de distribución; éstas, entre otras, son las funciones que casi no pueden ser cumplidas en una comunidad que no tiene gobierno central alguno. Tomemos, por ejemplo, el comercio de bebidas alcohólicas o el comercio de opio en la China. Si se puede obtener el alcohol por el precio que cuesta fabricarlo, sin impuestos, aún más: si se puede obtenerlo sin pagar nada, como desean los anarquistas, ¿es imposible creer que habría un funesto y gran aumento del alcoholismo?

China llegó a dos dedos de la ruina por el opio, y cada chino patriota querría ver restringido el comercio de opio. En tales casos, la libertad no es una panacea, y algún grado de restricción legal parece obligado en bien de la salud nacional.

Sin embargo, considerando que el Estado, de alguna forma, tiene que continuar. debemos acordarnos también, creo yo, que sus poderes deben ser limitados a lo absolutamente necesario. No hay manera alguna de limitar sus poderes sino por medio de grupos que estén celosos de sus privilegios y decididos a conservar su autonomía, aunque para ello necesitasen oponerse a las leyes decretadas por el Estado, siempre que estas leyes del Estado interviniesen en las cuestiones internas de un grupo y no justificaran de alguna manera su interés público. La apoteosis del Estado y la doctrina de que es el deber de cada ciudadano servir al Estado son cosas radica!lmente opuestas al progreso y a la libertad. El Estado, aunque sea ahora una de las causas de muchos males, es también un medio para lograr ciertas cosas buenas, y será necesario mientras los impulsos a la violencia y a la destrucción sigan siendo frecuentes. Pero es simplemente un medio, y, además, un medio que tiene que ser empleado raras veces y con mucho cuidado, o, si no, hará más daño que beneficio. No el Estado, sino la comunidad, la universal comunidad de todos los hombres del pasado y del porvenir, a quien nosotros tenemos que servir; y una buena comunidad no surge de la gloria del Estado, sino del desarrollo libre de los individuos: del gozo cotidiano, del trabajo congénito al individuo, dando ocasión a cada hombre o mujer a ejercer su sentido constructivo, sea el que sea, o a las libres relaciones personales, incluyendo el amor y anulando la envidia, que nace de la incapacidad del afecto, y, sobre todo, la alegría de vivir y su expresión en las creaciones espontáneas del arte y de la ciencia. Es esto lo que hace que una época o una nación merezcan la existencia. Es en el individuo en quien todo lo bueno tiene que ser realizado, y el libre desarrollo del individuo tiene que ser el fin supremo del sistema político que deba reformar el mundo.




Notas

(1) No digo que la libertad es el más excelente de todos los bienes; las mejores substancias vienen de dentro: son el arte creativo, el amor y el pensamiento, y otras muchas. Las que pueden ser ayudadas o destruídas por las condiciones políticas, pero no realmente producidas por ellas; y la libertad es tanto en sí como en su relación a estos otros bienes, la mejor cosa que las condiciones políticas y económicas pueden asegurar.

(2) Manifiesto comunista, pág. 70.

(3) De otro lado, el Estado ha sido confundido también con el Gobierno. Puesto que no puede haber un Estado sin Gobierno, se ha dicho algunas veces que es la ausencia del Gobierno, y no la abolición del Estado, lo que debe ser nuestro fin.

Me parece, sin embargo, que el Estado y el Gobierno representan dos ideas de distinto género: la idea del Estado, que es muy distinta a la de Gobierno, no solamente incluye la existencia de un poder colocado más alto que la sociedad, sino también una centralízación territorial y la concentración de muchas funciones de la vída de la sociedad en las manos de unos cuantos, o aun de todos. Implica la creación de nuevas relaciones entre los miembros de la sociedad.

Esta distinción característica, que tal vez no se observa a primera vista, aparece muy clara cuando uno estudia el origen del Estado. (Kropotkin, El Estado)

(4) El gobierno representativo ha desempeñado su papel histórico: ha dado un golpe fatal al mando de la corte, y por sus discusiones ha despertado el interés público por las cuestiones públicas. Pero es un gran error ver en él un gobierno de la sociedad socialista del porvenir. Cada fase económica de la vida implica su propia fase política; y es imposible tocar a la base misma de la vida económica actual (la propiedad privada) sin una transformación correspondiente en la base misma de la organización polltica. La vida muestra ya en qué dirección será hecha la transformación. No en el aumento de los poderes del Estado, sino en el recurso a la libre organización y federación de todas aquellas secciones que ahora están consideradas como sometidas al Estado. (Kropotkin, Anarco-Comunismo).

(5) Hay un excelente examen de esta cuestión en la obra, ya citada, de monsieur Naquet.

(6) En cuanto a la tercera y principal objeción que mantienen, que es preciso para un gobierno castigar a los que violan las leyes de la sociedad, hay muchas cosas que decir sobre eso, lo que hace difícil tratarlo por incidencia. Cuanto más estudiamos la cuestión, tanto más estamos obligados a afirmar que la sociedad, en sí, es responsable de las acciones antisociales cometidas en medio de ella; y que ningún castigo, ninguna cárcel y ningún verdugo puede disminuir el número de tales hechos; solamente puede hacerlo una reorganizaoión de la sociedad en sí misma.

Las tres cuartas partes de los delitos que son juzgados por los tribunales cada año, tienen su origen, o directa o indirectamente, en la desorganización actual de la sociedad, en lo que se refiere a la producción y distribución de la riqueza, y no en la perversidad de la naturaleza humana. En cuanto a los relativamente pocos delitos antisociales que resultan de inclinaciones antisociales de individuos, no es por las cárceles ni tampoco por el verdugo como podemos disminuir su número. Por nuestras cárceles, tan sólo les multiplicamos y les empeoramos. Por nuestros agentes de pdlicía secreta, nuestro precio por la sangre, nuestras ejecuciones y nuestras prisiones, propagamos en la sociedad una corriente tan terrible de las pasiones y odios más bajos, que el que se diera cuenta de los efectos de estas instituciones en toda su extensión tendria miedo de lo que la sociedad éstá haciendo bajo el pretexto de mantener la moralidad. Es absolulamenle preciso que busquemos otros remedios; y estos remedios han sido ya indicados desde hace mucho tiempo. (Kropotkin, Anarco-Comunismo).

(7) Esto fue escrito antes que el autor tuviera experiencia personal del sistema carcelario. El, personalmente, no conoció otra cosa que la benevolencia en manos de los oficiales de la cárcel.

Índice de Los caminos de la libertad de Bertrand RussellCAPÍTULO CUARTO - El trabajo y el sueldoCAPÍTULO SEXTO - Las relaciones internacionalesBiblioteca Virtual Antorcha