Indice de Teconología y anarquismo de Murray Bookchin El uso ecológico de la técnica. Quinta parte de Hacia una tecnología liberadora Autogestión y nueva tecnologíaBiblioteca Virtual Antorcha

TECNOLOGÍA Y ANARQUISMO

Murray Bookchin

HACIA UNA TECNOLOGÍA LIBERADORA
LA TÉCNICA AL SERVICIO DE LA VIDA


En la revolución del futuro, la tarea fundamental de la técnica consistirá en proveer profusión de productos con un mínimo de trabajo. Propósito inmediato de esto será el posibilitar el permanente acceso del pueblo revolucionario a la liza social, el mantener permanente la revolución.

Hasta ahora, todas las revoluciones sociales fracasaron porque los sones del toque a rebato se veían ensordecidos por el estrépito del taller. Los sueños de libertad y de abundancia se ahogaban en la prosaica necesidad material de producir para poder sobrevivir. Una mirada retrospectiva nos muestra una triste verdad histórica: siempre que la revolución significó constante sacrificio y negación para el pueblo, las riendas del poder cayeron en manos de los profesionales de la política, de los mediocres de Termidor.

Hasta qué punto comprendieron esta realidad los girondinos liberales de la Convención Francesa, lo prueba el hecho de que trataran de amenguar el fervor revolucionario de las asambleas populares de París -las grandes Secciones de 1793- ordenando que las reuniones se cerraran a las diez de la noche, o, como dice Carlyle, antes de que los trabajadores vinieran ..., idea muy astuta y certera. En esencia, la tragedia de las revoluciones del pasado fue que, tarde o temprano, sus puertas se clausuraban a las diez de la noche. La función más crítica de la tecnología moderna será mantener siempre abiertas las puertas de la revolución.

Hace medio siglo, mientras los teóricos del comunismo y de la socialdemocracia se llenaban la boca hablando de trabajo para todos, esos magníficos locos, los dadaístas, pedían la desocupación para todo el mundo. Los acontecimientos posteriores en nada han desmerecido esta exigencia; muy por el contrario, le han dado forma y contenido. Desde ese momento el trabajo queda reducido a su mínima expresión o desaparece por entero, el problema de la subsistencia penetra el problema de la vida; y es seguro que la propia tecnología cesará de ser sierva que llena las necesidades inmediatas del hombre para convertirse en fiel colaboradora de su actividad creadora.

Consideremos este aspecto atentamente.

Estamos cansados de oír que la tecnología es una prolongación del hombre; pero esta expresión es equívoca si se la quiere aplicar a la tecnología en su conjunto. Tiene validez primordialmente en lo que atañe al taller artesanal, clásico y, quizá, a las primeras etapas del maquinismo. El artesano domina a la herramienta; su labor, sus inclinaciones artísticas y su personalidad son los factores soberanos en el proceso de producción. Aquí el trabajo no es simplemente un gasto de energía sino la obra personal y sensible de un hombre cuyo quehacer está dirigido a preparar, informar y, finalmente, embellecer el objeto que sus manos crean para uso de otros seres humanos. El artesano guía a su instrumento, y no éste al artesano. Toda alienación que pueda existir entre el artífice y lo que produce queda superado de inmediato por un juicio artístico, un juicio atinente a algo por hacer, como apuntó Friedrich Wilhelmsen. La herramienta amplía la capacidad del artesano como hombre, como humano; amplía la facultad de plasmar su arte, su propio yo creador, en la materia prima.

El maquinismo tiende a romper la relación íntima entre el hombre y los medios de producción. En la medida en que la máquina es un artefacto que funciona por sí mismo, obliga al trabajador a realizar tareas industriales prefijadas sobre las cuales no tiene influencia ni dominio personal alguno. La máquina se presenta como fuerza extraña, ajena y sin embargo enlazada a la producción de todo lo que hace a la supervivencia humana. Habiendo comenzado como prolongación del hombre, la técnica se transforma en una fuerza superior a éste, que orquesta su vida según una partitura compuesta por una burocracia industrial; no por hombres, lo repito, sino por burocracias, es decir por máquinas sociales.

Con la aparición de la máquina totalmente automática como medio de producción predominante, el hombre pasa a ser una prolongación de la máquina, no sólo de los artefactos mecánicos empleados en el proceso productor sino también de los artefactos sociales que intervienen en el proceso social.

El hombre deja de existir como cosa en sí en casi tOdos los aspectos. La sociedad se regimenta por una máxima despiadada: la producción por la producción misma. La degradación del ser humano en su descenso de la categoría de artesano a la de obrero, de la personalidad activa a la crecientemente pasiva, es completada por su reducción a mero consumidor: un ente económico cuyos gustos, valores, pensamiento y sensibilidad están manejados por equipos burocráticos. El hombre, estandarizado por la máquina, queda finalmente reducido él mismo a una máquina.

A esto tendemos. El hombre-máquina, he ahí el ideal burocrático (1). Un ideal continuamente desafiado por el renacer de la vida, el resurgimiento del espíritu joven y las contradicciones que perturban a la burocracia. Por eso, pese a oponer violenta resistencia, cada generación es sometida a un proceso de asimilación. La burocracia, a su vez, jamás hace honor a su ideal técnico. Atiborrada de individuos mediocres, yerra continuamente. Incapaz de adaptarse a las nuevas situaciones, queda siempre a la zaga; carente de sensatez, sufre de inercia social y sólo sacude su letargo por casualidad. Las fuerzas de la vida se encargan de ensanchar toda brecha que se abre en la máquina social.

¿Cómo podemos salvar el abismo que separa al hombre -ser vivo-, de la máquina -cosa muerta-, sin sacrificar ni a uno ni a otro? ¿Cómo haremos para que la técnica no esté sólo al servicio de la supervivencia sino de la vida plenamente humana?

Tonto sería responder a esto con seguridad olímpica. Al hombre liberado le sería dado escoger entre gran variedad de alternativas mutuamente excluyentes o combinables entre sí, tal vez basadas en innovaciones tecnológicas imprevisibles. Como solución drástica, la humanidad podría simplemente optar por hacer la tecnología a un lado; podría soterrar a la máquina cibernética en un submundo tecnológico, apartándola totalmente de la vida social, la comunidad y la actividad creadora.

Prácticamente aislada de la saciedad, la máquina trabajaría para el hombre. Ella lo haría todo, y los miembros de la comunidad libre no tendrían más que ir a recoger los productos elaborados en los establecimientos industriales totalmente automatizados, ponerlos en su canasta y llevárselos a casa.

La industria, como el sistema nervioso vegetativo, funcionaría por sí misma y sólo se requeriría de vez en cuando una reparación, así como sucede con nuestro organismo cuando sufre alguna enfermedad. La separación entre hombre y máquina no quedaría así salvada; simplemente se daría la espalda al problema.

No creo que esto sea solución para nada. Equivaldría a cerrar las puertas de una experiencia humana vital: el incentivo de la actividad productora, el incentivo de la máquina. La técnica puede cumplir un papel muy importante en la formación de la personalidad del hombre. Todo arte, como puntualizó Lewis Mumford, tiene su lado técnico: el impulso inmanente de lo espontáneo hacia la expresión ordenada, la necesidad de mantener el contacto con el mundo objetivo aún durante los momentos de subjetividad más sublimes y extáticos, la obligada contraposición a la subjetividad desordenada y una inclinación a lo concreto que responde con pareja sensibilidad a todos los estímulos y, por ende, a ninguno (2).

Pienso que la sociedad liberada no querrá renegar de la técnica, precisamente porque su estado de libertad le permitirá hallar el equilibrio. Tal vez elija asimilar la máquina a la artesanía artística. Esto significa que en el proceso de la producción la máquina realizará todo lo que sea trabajo mientras que el hombre se encargará de dar el toque artístico; ésta será su participación en la actividad creadora de la comunidad.

La rueda, por ejemplo, vino a aliviar la tarea del alfarero, quien al no tener que moldear sus cachorros con los antiguos métodos manuales, pudo trabajar más libremente; incluso el torno proporcionó al artesano cierta desenvoltura para dar forma a salientes y combas, observa Mumford.

Igualmente no hay razón para que no puedan usarse las maquinarias automáticas de modo que la terminación del producto, especialmente si es para uso personal, sea encomendada a los miembros de la comunidad. La máquina cargará con las labores pesadas, como las de la minería, la fundición, el transporte y la elaboración de las materias primas, y se confiarán las etapas finales de terminación artística y artesanal a las manos humanas.

Para construir sus grandiosas catedrales, el hombre medieval tenía que labrar piedra por piedra, dándole a todas igual forma y tamaño para lograr su perfecto ensamble; tarea ingrata, repetida y monótona, que hoy correría por cuenta de la máquina, capaz de efectuarla con la mayor rapidez y facilidad. Una vez colocados en su lugar los bloques de piedra, entraba en juego el artesano; el trabajo no humano cedía lugar al trabajo creador, propiamente humano.

En una comunidad liberada, la combinación de la máquina industrial con la herramienta artesanal podría alcanzar un grado de perfección, de interdependencia creadora sin paralelo en la historia de la humanidad. El retorno a la artesanía dejaría de ser el nostálgico sueño de visionarios como William Morris. Entonces sí podríamos hablar de un nuevo progreso cualitativo de la técnica, porque ella se habría puesto al servicio de la vida.

Habiendo adquirido un vitalizante respeto por el medio y los recursos naturales, la comunidad libre, descentralizada, dará nueva interpretación al vocablo necesidad.

En lugar de extenderse indefinidamente, el reino de la necesidad de Marx tenderá a contraerse; las necesidades serán encaradas desde un punto de vista humano y resueltas en base a una evaluación superior de la vida y de la actividad creadora.

Ya no se buscarán la cantidad y la uniformidad, sino la calidad y el valor artístico; ya no importará vender a toda costa, sino fabricar productos duraderos; ya no se producirán artículos que se modificarán sin ton ni son año tras año, sino objetos que serán apreciados por sus méritos, santificados por un sentido de la tradición y de reverencia por la personalidad y el arte de las generaciones pasadas; ya la masificación no bastardeará el gusto, y las innovaciones se harán con respeto por las inclinaciones naturales del hombre.

En todas las esferas se propenderá a conservar, no a dilapidar. Libre de la férula burocrática, el hombre redescubrirá la belleza de una vida material más simple, ordenada y tranquila.

Los vestidos, la alimentación, el mobiliario y las casas serán más artísticos, personales y espartanos. No habrá más cosas impuestas, porque todo estará destinado al hombre, hecho a su medida. El repulsivo rito de la compraventa avariciosa será suplantado por el sentido acto de hacer y dar. Las cosas cesarán de ser muleta de egos empobrecidos y nexo entre individuos informes y frustrados; pasarán a ser obra de una personalidad plenamente realizada y creadora, y el don de un yo integrado y en continua evolución.

La técnica humanizada podría cumplir el papel vital de unir a las comunidades entre sí. En efecto, una tecnología que se oriente a un renacer de la artesanía y se adapte a un nuevo concepto de las necesidades materiales, podrá ser también nervio y sostén de una confederación. La centralización nacional del quehacer económico e industrial involucra el peligro de hacer que la técnica trascienda la escala humana, se expanda ilimitadamente y se preste a los manejos burocráticos. En la medida en que la comunidad pierda el dominio material de las cosas, tanto en lo técnico como en lo económico, las instituciones centralizadas acrecentarán su poder sobre la existencia humana y amenazarán transformarse en fuerzas de coerción.

Para que la técnica esté al servicio de la vida debe asentarse en la comunidad, conformarse a las necesidades de ésta y mantenerse dentro de una escala regional.

No obstante, si varios grupos comunitarios compartieran las fábricas y los recursos zonales se promovería la solidaridad entre ellos, surgiría una confederación basada no sólo en la comunidad de intereses culturales y espirituales sino también de necesidades materiales. Según sean los recursos y el carácter particular de cada región, puede lograrse un equilibrio racional y humano entre la autarquía, la confederación industrial y la coordinación nacional de la economía; de todos modos, el peso de la vida económica debe ser llevado fundamentalmente por las comunidades, tanto por separado como en grupos regionales.

¿Es la sociedad tan compleja que una civilización avanzada no se concilia con una técnica descentralizada y puesta al servicio del hombre?

Mi respuesta es un categórico ¡no! Gran parte de la complejidad social de nuestro tiempo proviene del papeleo, los manejos administrativos, las maniobras y el constante desperdicio de la empresa capitalista. El pequeño burgués mira con reverencia los archivos burgueses: las filas y filas de armarios repletos de facturas, libros de contabilidad, pólizas de seguros, formularios de impuestos ... y los inevitables expedientes. Admira fascinado la sabiduría de los directores de la industria, los ingenieros, los traficantes de la novedad, los dictadores de las finanzas y los arquitectos de un mercado que todo lo acepta. Se inclina incondicionalmente ante la superchería del Estado: la policía, los tribunales, las cárceles, las oficinas nacionales, las secretarías, todo el repugnante, relajante aparato de coerción, control y dominio. La sociedad moderna es increiblemente compleja -de una complejidad que sobrepasa la comprensión humana- si admitimos que sus premisas son la propiedad, la producción por la producción misma, la competencia, la acumulación de capitales, la explotación, las finanzas, la centralización, la coerción, la burocracia; en suma, la dominación del hombre por el hombre.

Ligadas a cada una de estas premisas tenemos las instituciones que le dan forma concreta, a saber las oficinas, el plantel de millones de empleados, los formularios y cantidades siderales de papeles, escritorios, máquinas de escribir, teléfonos y, naturalmente, hileras de ficheros.

Como en las novelas de Kafka, son reales, pero parecen sombras indefinibles que oscurecen el paisaje social con su presencia de pesadilla. La economía tiene mayor realidad y es fácil de dominar con la mente y los sentidos. Pero ella también resulta intrincada si aceptamos que los botones han de venir en mil formas distintas y las telas, en infinita variedad de calidades y diseños para crear la ilusión de la novedad y la renovación, que los botiquines deben estar llenos hasta el tope de una fabulosa diversidad de productos farmacéuticos y lociones, y las cocinas atiborradas de infinito número de tontos adminículos (recordemos el abrelatas eléctrico); en fin, una lista interminable (3).

Si de este odioso cúmulo de basuras, seleccionáramos un par de artículos de buena calidad de cada una de las categorías más útiles, y si elimináramos la economía monetaria, el poder estatal, el sistema de créditos, el papeleo y la policía necesarios para mantener a la sociedad en una forzada situación de necesidad, inseguridad y sojuzgación, la sociedad adquiriría características razonablemente humanas y se simplificaría en grado sumo.

No es mi intención réstar importancia al hecho de que detrás de cada metro de cable eléctrico de calidad hay minas de cobre, las maquinarias requeridas para su explotación, fábricas de material aislante, complejos donde se funde y moldea el cobre, sistemas de transporte para distribuir el producto final; y que a su vez detrás de todo esto, hay otras minas, fábricas, talleres, etc., etc.

Los yacimientos de cobre explotables mediante las maquinarias existentes no se encuentran en cualquier parte, aunque es posible obtener del material de deshecho de las actividades de la sociedad actual cobre y otros metales útiles en cantidades suficientes como para proveer a las necesidades de las generaciones futuras. Pero admitamos que el cobre entre en la categoría de las materias que sólo pueden ser proporcionadas por una organización nacional central. ¿Sería tal organismo central absolutamente imprescindible? De ninguna manera. En primer lugar, las comunidades libres y autónomas que posean cobre podrán entregar el metal a otras que no lo tengan y recibir en cambio otros productos equivalentes. El trueque no ha menester de la mediación de instituciones burocráticas centralizadas. En segundo lugar, cosa quizá más significativa, una comunidad que viva en una región rica en cobre no limitará su quehacer económico a la minería, la cual sólo será uno de los ingredientes de un todo más amplio, pleno y orgánico. Lo mismo vale para las comunidades que se desenvuelvan en climas especialmente propicios para el cultivo de plantas difíciles de obtener, o para las que cuenten con elementos poco comunes y sumamente valiosos para la sociedad en su conjunto.

Cada comunidad gozará de una autarquía local o regional casi completa y, quizá, en muchos casos, absoluta. Tratará de llegar a constituirse en unidad integral, no sólo porque ello le otorgará la independencia material (por importante que ella sea), sino también porque es en esa unidad, que el hombre logrará su plenitud, viviendo en relación simbiótica con su contorno. Aun cuando una parte considerable de la economía caiga dentro de la esfera de un organismo nacional, el peso económico general de la sociedad recaerá siempre sobre la comunidad. Cuando las comunidades sean lo que deben ser, ya una parte de la humanidad no tendrá que sacrificarse en aras de los intereses de la humanidad toda.

En el fondo de la conducta humana existe un septido básico de decencia, sentimiento solidario y ayuda mutua. Aun en esta horrible sociedad burguesa, no es raro que un adulto auxilie a un niño en peligro a pesar de arriesgar con ello su propia vida; no extraña que un minero desafíe a la muerte para rescatar a sus compañeros atrapados en un derrumbe o que un soldado cruce la línea de fuego para poner a salvo a un camarada herido. Lo que sí nos choca es ver que muchas veces se niega ayuda; es enteramos, por ejemplo, de que en un vecindario de clase media nadie quiso acudir a los gritos de socorro de una muchacha a quien asesinaban.

Sin embargo, nada hay en nuestra sociedad que parezca fomentar y asegurar el más mínimo grado de solidaridad. Si alguna manifestación solidaria hay, ella se da pese a la sociedad, contra su realidad, como interminable lucha entre la decencia innata del hombre y la indecencia inmanente de la sociedad. ¡Cómo se comportarían los seres humanos si su decencia interior tuviera oportunidad de entrar en pleno ejercicio, si la sociedad se ganara el respeto y aun el amor del individuo!

Somos todavía los retoños de una historia innoble, tinta en sangre, llena de violencia: somos el producto de la dominación del hombre por el hombre. Tal vez nunca logremos acabar con ella; tal vez el futuro sólo encierre para nosotros y nuestra falsa civilización un ocaso de los dioses como el de la Tetralogía wagneriana. ¡Cuán inútil y tonto habrá sido todo! Pero también se nos ofrece la alternativa de poner punto final a tal dominación, en cuyo caso conseguiríamos por fin romper las cadenas que nos atan al pasado y establecer una sociedad anarquista, humana. ¿No sería el colmo del absurdo, del descaro, valorar la conducta de las generaciones futuras con los mismos criterios que despreciamos en nuestro tiempo? ¡No más preguntas ingenuas!

Los hombres libres no serán codiciosos, una comunidad liberada no pretenderá dominar a las otras porque puede tener el monopolio del cobre, el experto en computadoras no intentará esclavizar al mecánico, ya no se escribirán sentimentales novelas acerca de desfallecientes vírgenes tísicas. Sólo una cosa hemos de pedirle a los hombres libres del futuro: que nos perdonen el haber dilatado tanto las cosas y haberlas hecho tan difíciles. Como Brecht, podemos rogarles que se esfuercen por mirarnos con ojos benévolos, que se muestren comprensivos para con nosotros y entiendan que vivimos sumidos en los abismos de un averno social.

Pero, a qué preocupamos, si ellos seguramente sabrán qué pensar sin que nosotros se lo digamos.


Notas

(1) El hombre ideal de la burocracia policial es un individuo cuyos pensamientos íntimos pueden ser invadidos con detectores de mentiras, artefactos electrónicos que captan las conversaciones y drogas de la verdad. El hombre ideal de la burocracia política es un individuo cuya vida íntima puede ser moldeada mediante sustancias químicas capaces de producir mutaciones genéticas y que en lo social es asimilado por los medios de comunicación masivos. El hombre ideal de la burocracia industrial es un individuo cuya vida íntima puede ser invadida con la propaganda subliminal, de segura eficacia. El hombre ideal de la burocracia militar es un individuo cuya vida íntima puede ser invadida por una regimentación que ordena el genocidio. Por eso el hombre es clasificado, prontuariado y movilizado en campañas que van desde la caridad hasta lo bélico. El horrible desprecio por la personalidad humana implícito en estos ideales, estudios y campañas crea el clima moral propicio para el asesinato en masa, para actos de los cuales los acólitos de Stalin y Hitler no fueron más que precursores.

(2) La expresión subjetividad desordenada pertenece a Mumford, pero la defenderé a muerte, aun cuando resulte ofensiva para las personas por quienes siento la mayor afinidad. Me refiero a los radicales subversivos: los artistas, poetas y revolucionarios que buscan las experiencias extáticas, alucinantes, en parte para encontrarse a sí mismos y en parte como reacción de rebeldía contra las exigencias de un mundo grotescamente burocratizado e institucionalizado. Como estado permanente y fin en si mismo, la subjetividad desordenada puede conducir a igual grado de deshumanización que la sociedad más burocrática de la actualidad. Puede llegarse a un punto en el que no haya diferencia intrínseca entre una y otra, en el que ambas se unan en el precepto: la alucinación por la alucinación misma. El sistema sólo puede salir ganancioso con la mistificación de la realidad existente. ¿Qué más alucinante que la producción por la producción misma, el consumo por el consumo, la desenfrenada acumulación de dinero, el culto de la autoridad y el Estado, el miedo de hacer frente a la vida real que invade el alma del pequeño burgués? La naturaleza genera el orden dialécticamente, a través de la espontaneidad. Al tratar de extinguir la espontaneidad y someter al hombre a una tiranía burocrática, la sociedad actual produce desorden, violencia y crueldad. Distingamos orden de burocracia a fin de dar una visión exacta de nuestra sociedad: ella no es ordenada sino burocrática, no es práctica pues desborda de alucinantes símbolos de poder y riqueza, no es real y racional en el sentido hegeliano sino fetichista y lógica únicamente en su mantener una fatal coherencia vacía de verdad. ¡Volver a lo dionisíaco y órfico, 'sí! !A los claustros y al medioevo, jamás!

(3) Para mayor ilustración, léanse los avisos de las revistas femeninas.
Indice de Teconología y anarquismo de Murray Bookchin El uso ecológico de la técnica. Quinta parte de Hacia una tecnología liberadora Autogestión y nueva tecnologíaBiblioteca Virtual Antorcha