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El reyismo

La achatada cabeza del reyismo asomó hace pocos días para anunciar que el reyismo es el partido del porvenir.

¿Quién no se acuerda de Bernardo Reyes? Su personalidad trágica -¿qué son veinte o veinticinco años para la vida de un pueblo?- pasó como un huracán sobre la República mexicana, derribando, aplanando, arrasando. Testigos de su obra inexorable son la cruz con que tropieza el viajero a la vuelta de un camino; la osamenta humana que blanquea en tal o cual recodo; la desesperación de las madres cuyos hijos, a quienes no volvieron a ver más, hace años que se pudrieron suspendidos de los árboles o semienterrados en cualquier parte; la miseria de las familias que recuerdan como una noche, mientras el hombre dormía llegó la acordada y se apoderó de él y le dió muerte a poca distancia de la casa, sin que las lágrimas ni las súplicas ni los sollozos ablandasen el corazón de aquellos bandidos representantes de la ley y de la autoridad.

Cien, mil, varios miles, muchos miles de hombres cayeron al golpe de la espada de Bernardo Reyes y de sus esbirros. Sinaloa, Sonora, San Luis Potosí, Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas recuerdan la dominación reyista como se recuerda la pesadilla espantosa de que se fue víctima durante el sueño. Las autoridades de los pueblos tenían el encargo de dar cuenta a la superioridad de los nombres de los hombres más enérgicos, más valientes y más dignos. Las acordadas, por la noche, entraban sigilosamente a los poblados y sacaban de sus camas a esos hombres, los arrancaban de los brazos de las esposas, pateando a las doncellas y a los niños que, llorando, se abrazaban a las piernas de los sicarios, pidiendo clemencia, pidiendo perdón ... ¡la inocencia pidiendo perdón a esos chacales! Todo ruego era inútil. Los verdugos estaban pagados por el gobierno para hacer aquello y hacían pedazos a un ser humamo tranquilamente, sin coraje, sin estremecimientos de odio, con la tranquilidad con que un buen hombre corta en trocitos el trozo de carne que tiene en su plato. ¿Estaba presente la familia? No importaba: la ejecución se llevaba a efecto atropellando a seres débiles y doloridos, pisoteando por igual a las mujeres, a los ancianos y a los niños.

Porfirio Díaz necesitó para el logro de sus ambiciones personales poner en práctica una política de castración nacional. En aquellos tiempos había hombres y era preciso acabar con ellos, porque constituían una amenaza constante contra la tranquilidad de cuantos querian entregarse a la tarea de llenar de oro ajeno sus bolsillos. Las autoridades necesitaban una población sumisa, apática, cobarde, indiferente, para poder robar a sus anchas y sólo podían conseguir esa población ideal quitando de en medio a los hombres más valientes, más dignos, más enérgicos y más inteligentes. De uno a otro confín de la República se persiguió a los hombres, se les asesinó sin formación de causa, sin formalidad alguna, como que a los legisladores se les había pasado consignar como delitos el valor, la dignidad, la energía y la inteligencia. Se practicó la matanza al por mayor, siendo Bernardo Reyes uno de los que más se distinguieron en esa obra de apaches, con lo que se ganó el aprecio particular del dictador, quien, una vez, en un brindis, sancionó los crímenes de su entonces lugarteniente con estas palabras que la historia debe recoger como una muestra de la falta de sentido moral que caracteriza al célebre llorón de lcamole: señor General Reyes, así se gobierna.

Pues bien, los corifeos de este hombre en cuya conciencia debería pesar el débito de miles de seres humanos sacrificados sin razón alguna justificable, ahuecan hoy la voz y proclaman que el reyismo es el partido del porvenir, con lo que se ultrajan brutalmente los fueros de la humanidad y se echan puñados de lodo a las más puras concepciones de la justicia y del progreso.

Los crímenes oficiales de Bernardo suman una lista enorme. Por espacio de varios lustros no hubo en los tres estados fronterizos de Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas más que una voz, un amo, una voluntad. Bernardo Reyes pesó a su antojo, gobernó a su capricho sin más obligación que tributar respeto y adhesión a Porfirio Díaz; pero llegó un día en que envanecido de verse en puesto tan prominente -que al fin y al cabo hay gente que se envanece de ser verdugo- quiso llegar a presidente de la República, y, para hacerse de partidarios que a la vez fueran soldados suyos en un momento dado, instituyó lo que llamó segunda reserva del ejército. Descubierto su juego por el Dictador, fue observado de cerca y poco a poco fue perdiendo su poder hasta que se decidió a empujar a sus secuases a que fundasen el Partido Nacionalista Democrático que tenía la misión aparente de luchar en los comicios, no contra Díaz, sino contra el insignificante Ramón Corral, pero que en realidad preparaba una asonada militar contra Díaz. Descubierta la conjuración, Reyes, temblando de miedo, lanzó no se sabe cuántos manifiestos a la nación, documentos que son verdaderos modelos de bajeza y corrupción moral, después de haber hecho la farsa de treparse en son de guerra a las montañas de Galeana, Nuevo León, y cuando la masa entera de los inconscientes, de los fatilistas y de los imbéciles, olvidando los crímenes del magnate rebelde, hacían votos por el encumbramiento de este a la Presidencia de la República.

A esto, al entusiasmo que produjo entre las masas el envalentonamiento fugaz de su verdugo, de su amo brutal, quiero referirme especialmente. El pueblo, la familia mexicana entera, corrió en un segundo de su existencia el grave peligro de sustituir la brutal y vergonzosa tiranía de Porfirio Díaz, por otra tiranía más brutal aún, todavía más vergonzosa, mil veces más odiosa: la del General Bernardo Reyes. Si este hombre no fuera un cobarde, si este hombre no estuviera atacado hasta la médula de ese veneno que se inyecta a los soldados y que se llama disciplina militar, habría levantado a toda la nación contra el farsante de Chapultepec y habría aplastado a esa parvada de aves de rapiña que el pueblo llama los científicos y en estos momentos la vasta extención del territorio mexicano sería un inmenso rastro de seres humanos, y Reyes, el carnicero en jefe.

Bernardo Reyes, después de pedir perdón por su momentánea rebeldía, fue mandado a Europa a vivir por algún tiempo, y por lo visto, no ha estado quieto ni ha renunciado a la pretención de llegar a ser Presidente de la República Mexicana, cosa que se ve bien clara en el hecho de declarar sus secuaces que el Partido Nacionalista Democrático es el Partido del porvenir.

Veis, proletarios, que el reyismo no ha muerto; no es un fantasma de algo que ha dejado de existir, sino la amenaza real de una verdadera calamidad nacional contra la cual debemos agrupamos y luchar juntos.

Estamos en vísperas de grandes acontecimientos de los cuales resultarán bienestar o miseria, libertad o cadena, según la actitud del pueblo y según las tendencias del mismo durante el movimiento de insurrección.

Si el pueblo adopta francamente los principios del Partido Liberal, la sangre que se derrame servirá para encauzar la marcha de la raza mexicana hacia la libertad y el bienestar; pero si se deslumbra el pueblo por el brillo de los millones de pesos que hay en los otros partidos, la cadena, la miseria y la vergüenza continuarán siendo el premio de su falta de discernimiento y de su carencia de energía para conquistar por su propio esfuerzo el porvenir.

(De Regeneración, 19 de noviembre de 1910).


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