Indice de El anarquismo de Daniel Guérin Tercera parte. El anarquismo en la práctica revolucionaria. - El anarquismo en los Consejos de Fábrica italianos A manera de conclusiónBiblioteca Virtual Antorcha

EL ANARQUISMO

Daniel Guérin

TERCERA PARTE
EL ANARQUISMO EN LA PRÁCTICA REVOLUCIONARIA
IV.- El anarquismo en la Revolución Española

El espejismo soviético. La tradición anarquista en España. Bagaje doctrinario. Una Revolución apolítica. Los anarquistas en el gobierno. Los triunfos de la autogestión. La autogestión socavada


EL ESPEJISMO SOVIÉTICO

Una de las constantes de la historia es el atraso de la conciencia subjetiva con respecto a la realidad objetiva. La lección que a partir de 1920 aprendieron los anarquistas de Rusia, testigos del drama de ese país, sólo sería conocida, aceptada y compartida años más tarde. El prestigio y el fulgor de la primera revolución proletaria victoriosa en la sexta parte del globo fueron tales que el movimiento obrero permanecería durante largo tiempo como fascinado por tan reputado ejemplo. Surgieron Consejos por doquier; no sólo en Italia, como hemos visto, sino también en Alemania, Austria y Hungría se siguió el modelo de los soviets rusos. En Alemania, el sistema de Consejos fue el artículo fundamental del programa de la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

En 1919, tras el asesinato del ministro-presidente de la República Bávara, Kurt Eisner, se proclamó en Munich una república soviética presidida por el escritor libertario Gustav Landauer, luego asesinado por la contrarrevolución. El poeta anarquista Erich Mühsam, amigo y compañero de lucha de este último, compuso una Räte-Marseillaise (Marsellesa de los Consejos), en la cual llamaba a los trabajadores al combate, no para formar batallones, sino Consejos similares a los de Rusia y Hungría, a fin de terminar con el caduco mundo de esclavitud secular.

No obstante, en la primavera de 1920, un grupo opositor alemán, partidario del Räte-Kommunismus (Comunismo de Consejos), se separó del Partido Comunista Obrero Alemán (KAPD) (1). En Holanda, la idea de los Consejos engendró un movimiento gemelo dirigido por Hermann Gorter y Anton Pannekoek. Durante una viva polémica que sostuvo con Lenin, el primero de ellos no temió replicar, en el más puro estilo libertario, al infalible conductor de la Revolución Rusa: Todavía estamos buscando a los verdaderos jefes, jefes que no traten de dominar a las masas ni las traicionen; y mientras no los tengamos, queremos que todo se haga desde abajo hacia arriba y por la dictadura de las propias masas. Si en mi camino por la montaña un guía me conduce hacia el abismo, prefiero andar solo. Pannekoek, por su parte, proclamó que los Consejos constituían la forma de autogobierno que venia a reemplazar a los gobiernos de un mundo ya terminado; al igual que Gramsci, no supo ver la diferencia entre los Consejos y la dictadura bolchevique.

En todas partes, especialmente en Baviera, Alemania y Holanda, los anarquistas tuvieron participación positiva en la elaboración teórica y práctica del sistema de consejos.

También los anarcosindicalistas españoles dejáronse deslumbrar por la Revolución de Octubre. En el congreso celebrado por la CNT en Madrid (10 - 20 de diciembre de 1919), se aprobó un texto en el cual se expresaba que la epopeya del pueblo ruso ha electrizado al proletariado universal. Por aclamación, sin reticencia alguna, cual doncella que se entrega al hombre de sus amores, los congresistas aprobaron la adhesión provisional a la Internacional Comunista, visto el carácter revolucionario de ésta, al tiempo que manifestaban el deseo de que se convocara un congreso obrero universal para fijar las bases sobre las cuales habria de edificarse la verdadera Internacional de los trabajadores. Pese a todo, se habian oído algunas tímidas voces disonantes: la Revolución Rusa tenía carácter político y no encarnaba el ideal libertario, afirmaban. El congreso fue más allá todavía. Decidió enviar una delegación al segundo congreso de la Tercera Internacional, que se reunió en Moscú el 15 de julio de 1920.

Mas para esa fecha el pacto amoroso había comenzado a tambalear. El delegado del anarcosindicalismo español había concurrido a la asamblea deseoso de participar en la creación de una Internacional sindical revolucionaria y, para su disgusto, se encontró con un texto que hablaba de conquista del poder político, dictadura del proletariado y de una ligazón orgánica que apenas disimulaba la subordinación de hecho de los sindicatos obreros respecto de los partidos comunistas; en los siguientes congresos de la Internacional Comunista, las organizaciones sindicales de cada país estarían representadas por los delegados de los respectivos partidos comunistas; en cuanto a la proyectada Internacional Sindical Roja, dependería, sin más, de la Internacional Comunista y sus secciones nacionales. Tras exponer el concepto libertario de lo que debe ser la revolución social, el vocero español, Ángel Pestaña, exclamó: La revolución no es ni puede ser obra de un partido. A lo sumo, un partido puede fomentar un golpe de Estado. Pero un golpe de Estado no es una revolución. Y terminó diciendo: Afirmáis que la revolución es impracticable sin Partido Comunista, que la emancipación es imposible sin conquistar el poder político y que, sin dictadura, no podéis destruir a la burguesía: esto es lanzar afirmaciones puramente gratuitas.

Ante las reservas formuladas por el delegado de la CNT, los comunistas hicieron ver que cambiarían la resolución en lo tocante a la dictadura del proletariado. Al fin de cuentas, Losovski publicó ni más ni menos que el texto en su forma original, sin las modificaciones introducidas por Pestaña, pero con la firma de éste. Desde la tribuna, Trotski atacó durante casi una hora al representante español, y cuando éste pidió la palabra para responder, el presidente declaró cerrado el debate.

El 6 de septiembre de 1920, tras una permanencia de varios meses en Moscú, Pestaña abandonó Rusia profundamente decepcionado por todo lo que había podido ver allí. Rudolf Rocker, a quien visitó en Berlín, relata que semejaba el sobreviviente de un naufragio. No se sentía con sufíciente valor para revelar la verdad a sus camaradas españoles; y destruir las enormes esperanzas que éstos habían depositado en la Revolución Rusa, le parecía un crimen. Pero en cuanto pisó suelo español se le encerró en la cárcel, y así quedó libre del penoso deber de desengañar a sus compañeros.

En el verano de 1921, otra delegación de la CNT participó en el Tercer Congreso de la Internacional Comunista y en la asamblea constitutiva de la Internacional Sindical Roja. Entre los delegados de la CNT, había jóvenes neófitos del bolcheviquismo ruso, tales como Joaquín Maurín y Andrés Nin, pero también un anarquista francés de gran claridad mental, Gaston Leval. A ríesgo de que lo acusaran de hacerle el juego a la burguesía y de ayudar a la contrarrevolución, decidió no callar. En su concepto, no decirle a las masas que lo que había fracasado en Rusia no era la Revolución, sino el Estado, no hacerles ver que detrás de la Revolución sangrante se oculta el Estado que la paraliza y la ultraja, hubiera sido peor que guandar silencio. Así se expresó en el número de noviembre de 1921 de Le Libertaire de París. Vuelto a España, recomendó a la CNT que anulara su adhesión a la Tercera Internacional y a su supuesta filial sindical, pues estimaba que toda colaboración honesta y leal con los bolcheviques era imposible.

Abierto así el fuego, Pestaña se decidió a publicar su primer informe, luego completado por otro en el que mostraba la verdad sobre el bolcheviquismo: Los principios del Partido Comunista son todo lo contrario de lo que afirmaba y proclamaba en los primeros tiempos de la Revolución. Por sus principios, los medios de que se valen y los objetivos que persiguen, la Revolución Rusa y el Partido Comunista son diametralmente opuestos (...). Ya dueño absoluto del poder, el Partido Comunista decretó, que quien no pensara como comunista (entiéndase bien, como comunista a su manera) no tenía el derecho de pensar (...). El Partido Comunista negó al proletariado ruso los sagrados derechos que le había otorgado la Revolución. Pestaña puso en duda la validez de la Internacional Comunista: por ser lisa y llanamente una prolongación del Partido Comunista ruso, no podía encarnar la revolución frente al proletariado mundial.

El congreso nacional de Zaragoza, realizado en junio de 1922, al que estaba destinado este informe, decidió el retiro de la CNT de la Tercera Internacional o, más exactamente, de su sucedáneo sindical, la Internacional Sindical Roja; además, aprobó el envío de delegados a una conferencia anarcosindicalista internacional que se celebró en Berlín en el mes de diciembre, de la cual surgió una Asociación Internacional de Trabajadores. Esta Internacional fue sólo un fantasma, por cuanto, aparte de la importante central de España, en los demás países logró muy escasos adherentes (2).

Esta ruptura marcó el nacimiento del implacable odio que Moscú concentraría en el anarquismo español. Desautorizados por la CNT, Joaquín Maurín y Andrés Nin la dejaron para fundar el Partido Comunista Español. En un opúsculo publicado en mayo de 1924, Maurín declaró una guerra sin cuartel a sus antiguos compañeros: La eliminación definitiva del anarquismo es tarea difícil en un país cuyo movimiento obrero carga ya con medio siglo de propaganda anarquista. Pero lo conseguiremos.


NOTAS

(1) En abril de 1922, el KAPD formaría, junto con los grupos opositores de Holanda y Bélgica, una Internacional Obrera Comunista.

(2) En Francia, adhirieron los sindicalistas de la tendencia de Pierre Besnard que, excluidos de la Confederation Générale du Travail, fundaron en 1924 la Confédération Générale du Travail Syndicaliste Revolutionaire (CGTSR).

LA TRADICIÓN ANARQUISTA EN ESPAÑA

Vemos, pues, que los anarquistas españoles aprendieron a tiempo la lección de la Revolución Rusa, lo cual contribuyó a estimularlos para preparar una revolución antinómica. La degeneración del comunismo autoritario acrecentó su voluntad de imponer un comunismo libertario. Cruelmente defraudados por el espejismo soviético, vieron en el anarquismo la última esperanza de renovación en este sombrío período, como expresará luego Santillán.

La revolución libertaria estaba semi preparada en la conciencia de las masas populares y en el pensamiento de los teóricos libertarios. Como bien observa José Peirats, el anarcosindicalismo era, por su psicología, su temperamento y sus reacciones, el sector más español de toda España. Constituía el doble producto de una evolución combinada. Correspondía simultáneamente a la situación de un país atrasado, donde la vida rural se mantenía en su estado arcaico, y a la aparición y el desarrollo, en ciertas regiones, de un moderno proletariado nacido de la industrialización. La originalidad del anarquismo español residía en su singular mezcla de tendencias hacia el pasado y el futuro, cuya simbiosis distaba mucho de ser perfecta.

Hacia 1918, la CNT contaba con más de un millón de afiliados. Dentro del campo industrial, tenía considerable fuerza en Cataluña y, en menor medida, en Madrid y Valencia (1); pero también hundía sus raíces en el campo -entre los campesinos pobres-, donde sobrevivía la tradición del comunalismo aldeano, teñido de localismo y de espíritu cooperativo. En 1898, el escritor Joaquín Costa. en su obra El colectivismo agrario, inventarió las supervivencias de éste. Todavía quedaban muchas aldeas donde había bienes comunales, cuyas parcelas se concedían a los campesinos que no poseían tierras; también se encontraban villorrios que compartían con otros los campos de pastoreo y algunos bienes comunales. En el Sur, región de grandes haciendas, los jornaleros agrícolas tendían más a la socialización que a la repartición de las tierras.

Además, muchos decenios de propaganda anarquista en el campo, realizada por medio de folletos de divulgación como los de José Sánchez Rosa, habían preparado el terreno para el colectivismo agrario. La CNT tenia especialmente fuerza entre los campesinos del Sur (Andalucía), del Este (región de Levante, alrededores de Valencia) y del Nordeste (Aragón, vecindades de Zaragoza).

La doble base, industrial y rural, del anarcosindicalismo español, orientó el comunismo libertario por él propugnado en dos direcciones un tanto divergentes: una comunalista y otra sindicalista. El comunalismo tenía un matiz más particularista y más rural, casi podría decirse más meridional, pues uno de sus principales bastiones era Andalucía. El sindicalismo mostraba un tinte más integracionista y urbano, más septentrional, cabría afirmar, por cuanto su centro vital era Cataluña. Los teóricos libertaríos se mostraban algo vacilantes y estaban divididos en lo que a este punto respecta.

Unos, que compartían las ideas de Kropotkin y su idealización -erudita pero simplista- de las comunas de la Edad Media, identificadas por ellos con la tradición española de la comunidad campesina primitiva, tenían siempre a flor de labios el lema de comuna libre. Durante las insurrecciones campesinas que siguieron al advenimiento de la República, en 1931, se realizaron diversos ensayos prácticos de comunismo libertario. Por acuerdo mutuo y voluntario, algunos grupos de campesinos que poseían pequeñas parcelas decidieron trabajar en común, repartirse los beneficios en partes iguales y consumir de lo propio; además, destituyeron a las autoridades municipales y las reemplazaron por comités electivos. Creyeron ingenuamente haberse independizado del resto de la sociedad, de los impuestos y del servicio militar.

Otros, que se proclamaban seguidores de Bakunin -fundador del movimiento obrero colectivista, sindicalista e internacionalista de España- y de su discípulo Ricardo Mella, se preocupaban más por el presente que por la Edad de Oro, eran más realistas. Daban primordial importancia a la integración económica y consideraban que, por un largo período transitorio, era mejor remunerar el trabajo con arreglo a las horas de labor cumplidas que distribuir las ganancias según las necesidades de cada uno. A su ver, la combinación de las uniones locales de sindicatos y de las federaciones por ramas industriales era la estructura económica del porvenir.

Al principio, los militantes de la base confundieron hasta cierto punto la idea de sindicato con la de comuna, debido a que, durante largo tiempo, dentro de la CNT predominaron los sindicatos únicos (uniones locales), que estaban más cerca de los trabajadores, se encontraban a salvo de todo egoísmo de corporación y constituían algo así como el hogar material y espiritual del proletariado (2).

Las opiniones de los anarcosindicalistas españoles estaban también divididas respecto de otro problema, el cual hizo resurgir en la práctica el mismo debate teórico que otrora, en el congreso anarquista internacional de 1907, creó la oposición entre sindicalistas y anarquistas. La actividad en pro de las reivindicaciones cotidiañas había generado en la CNT una tendencia reformista que la FAI (Federación Anarquista Ibérica), fundada en 1927, se consideró llamada a combatir para defender la integridad de la doctrina anarquista. En 1931, la tendencia sindicalista publicó un manifiesto, denominado de los Treinta, en el cual se declaraba en rebeldía contra la dictadura de las minorías dentro del movimiento sindical, y afirmaba la independencia del sindicalismo y su aspiración a bastarse solo. Cierto número de sindicatos abandonó la CNT y, pese a que se logró llenar la brecha de esta escisión poco antes de la Revolución de julio de 1936, la corriente reformista subsistió en la central obrera.


NOTAS

(1) En Castilla, Asturias, etc., predominaba la Unión General de Trabajadores (UGT), central obrera socialista.

(2) Sólo en 1931 aprobó la CNT una idea rechazada en 1919: la de crear federaciones de industria. Los puros del anarquismo temían la propensión al centralismo y a la burocracia de estas federaciones, pero se habia hecho imperativo responder a la concentración capitalista con ia concentración de los sindicatos de cada industria. Fue preciso esperar hasta 1937 para que quedaran realmente organizadas las grandes federaciones de industria.

BAGAJE DOCTRINARIO

Los anarquístas españoles jamás dejaron de publicar en su idioma los escritos fundamentales (y hasta los de menor importancia) del anarquismo internacional, con lo cual salvaran del olvido, y aun de la destrucción, las tradiciones de un socialismo revolucionario y libre a la vez. Augustin Souchy, anarcosindicalista alemán que se puso al servicio del anarquismo español, escribió: En sus asambleas de sindicatos y grupos, en sus diarios, folletos y libros, se discutía incesante y sistemáticamente el problema de la revolución social.

Inmediatamente después de la proclamación de la República Española de 1931, se produjo un florecimiento de la literatura anticipacionista. Peirats hizo una lista de tales escritos, muy incompleta según él, la cual incluye cerca de cincuenta títulos; el mismo autor subraya que esta obsesión de construcción revolucionaria que se tradujo en una proliferación editorial, contribuyó grandemente a encaminar al pueblo hacia la Revolución. Así, los anarquistas españoles conocieron el folleto Idées sur l'Organisation Sociale, escrito por James Guíllaume en 1876, a través de los muchos pasajes que de él incluía el libro de Pierre Besnard, Les Syndicats Ouvriers et la Révolution Sociale, aparecido en París hacia 1930. En 1931, Gaston Leval publicó en la Argentina, país adonde había emigrado, Problemas económicos de la revolución española, que inspiró directamente la importante obra de Diego Abad de Santillán a la cual nos referiremos más adelante.

En 1932, el doctor Isaac Puente, médico rural que, al año siguiente, sería el principal animador de un comité de insurrección en Aragón, publicó un esbozo -algo ingenuo e idealista- de comunismo libertario, en el cual exponía ideas que luego tomaría el congreso de la CNT reunido en Zaragoza el 1° de mayo de 1936.

El programa de Zaragoza define con cierta precisión cómo debe funcionar una democracia aldeana directa: la asamblea general de los habitantes elige un consejo comunal integrado por representantes de diversos comités técnicos. Cada vez que los intereses de la comuna lo requieren, la asamblea. general se reúne a petición del consejo comunal o por voluntad de los propios aldeanos. Los distintos cargos de responsabilidad carecen totalmente de carácter ejecutivo o burocrático. Sus titulares (con excepción de algunos técnicos y especialistas en estadística) cumplen su tarea como simples productores que en nada se distinguen de los demás, y al fin de la jornada de trabajo se reúnen para discutir cuestiones de detalle que no necesitan ratificación de la asamblea general.

Cada trabajador en actividad recibe una tarjeta de productor en la cual constan los servicios prestados, evaluados en unidades de días de trabajo cumplidos y contra cuya presentación puede obtener mercancías de valor equivalente. A los elementos pasivos de la población se les entrega una simple tarjeta de consumidor. No existen normas absolutas: se respeta la autonomía de las comunas. Si alguna de ellas considera conveniente implantar un sistema de intercambio interior propio, puede hacerlo libremente, pero a condición de no lesionar en nada los intereses de las demás. En efecto, el derecho a la autonomía comunal no excluye el deber de mantener la solidaridad colectiva dentro de las federaciones cantonales y regionales en que se unen las comunas.

El cultivo del espíritu es una de las preocupaciones preponderantes de los congresistas de Zaragoza. La cultura debe hacer que, durante su existencia, cada hombre tenga acceso y derecho a las ciencias, las artes y las investigaciones de todo género, en compatibilidad con su tarea de contribuir a la producción de bienes materiales. Merced a esta doble actividad, el ser humano tiene garantizados su equilibrio y su buena salud. Se acabó la división de la sociedad en trabajadores manuales e intelectuales: todos son simultáneamente lo uno y lo otro. Una vez finalizada su jornada de productor, el individuo es dueño absoluto de su tiempo. La CNT piensa que en una sociedad emancipada, donde las necesidades de orden material estén satisfechas, las necesidades espirituales se manifestarán más imperiosamente.

Hacía ya mucho tiempo que el anarcosindicalismo español procuraba salvaguardar la autonomía de lo que llamaba los grupos de afinidad. Entre otros, el naturismo y el vegetarianismo contaban con muchos adeptos, sobre todo campesinos pobres del Sur. Se estimaba que estos dos métodos de vida podían transformar al hombre y prepararlo para la sociedad libertaria. Así, el congreso de Zaragoza no se olvidó de la suerte de los grupos naturistas y nudistas, refractarios a la industrialización. Dado que, por esta actitud, estarían incapacitados para subvenir a todas sus necesidades, el congreso consideró la posibilidad de que los delegados de aquéllos que concurrieran a las reuniones de la confederación de comunas concertaran acuerdos económicos con las otras comunas agrícolas e industriales. ¿Debemos sonreír? En vísperas de una fundamental y sangrienta mutación social, la CNT no crela que fuera risible buscar la forma de satisfacer las aspiraciones infinitamente variadas del ser humano.

En lo penal, el congreso de Zaragoza afirma, fiel a las enseñanzas de Bakunin, que la principal causa de la delincuencia es la injusticia social y que, en consecuencia, una vez suprimida la segunda, la primera desaparecerá casi por completo. Sostiene que el hombre no es malo por naturaleza. Las faltas cometidas por los individuos, tanto en el aspecto moral como en sus funciones de productor, serán examinadas por las asambleas populares, que se esforzarán por encontrar una solución justa para cada caso.

El comunismo libertario no acepta más correctivos que los métodos preventivos de la medicina y la pedagogía. Si un individuo, víctima de fenómenos patológicos, atenta contra la armonía que debe reinar entre sus semejantes, se dará debida atención a su desequilibrio a la par que se estimulará su sentido de la ética y de la responsabilidad social. Como remedio para las pasiones eróticas, que acaso no puedan refrenarse ni siquiera por respeto a la libertad de los demás, el congreso de Zaragoza recomienda el cambio de aire, recurso eficaz tanto para los males del cuerpo como para los del amor. La central obrera duda, empero, de que en un ambiente de libertad sexual pueda existir semejante exacerbación.

Cuando, en mayo de 1936, el congreso de la CNT adoptó el programa de Zaragoza, nadie preveía que, en dos meses, estaría preparado el terreno para su aplicación. En realidad, la socialización de la tierra y de la industria que siguíó a la victoria revolucionaria del 19 de julio, habría de apartarse sensiblemente de aquel idílico programa. Aunque en él se repetía contínuamente la palabra comuna, el término adoptado para designar las unidades socialistas de producción fue el de colectividades. No se trató de un simple cambio de vocablo: los artesanos de la autogestión española habían comenzado a abrevar en otra fuente.

Efectivamente, el esquema de construcción económica esbozado dos meses antes del congreso de Zaragoza por Diego Abad de Santillán en su libro El Organismo Económico de la Revolución, se diferenciaba notablemente del programa de Zaragoza.

Santillán no es, como tantos de sus congéneres, un epígono infecundo y estereotipado de los grandes anarquistas del siglo XIX. Deplora que la literatura anarquista de los últimos veinticinco o treinta años se haya ocupado tan poco de los problemas concretos de la economía moderna y no haya sido capaz de crear nuevos caminos hacia el porvenir, limitándose a producir en todas las lenguas una superabundancia de obras dedicadas a elaborar hasta el cansancio, y sólo abstractamente, el concepto de libertad.

¡Cuán brillantes le parecen los informes presentados en los congresos nacionales e internacionales de la Primera Internacional, en comparación con esta indigesta mole libresca! En ellos, observa Santillán, encontramos mayor comprensión -de los problemas económicos que en las obras de los períodos posteriores.

Santillán no es hombre de quedarse atrás, sigue el ritmo de su tiempo. Tiene conciencia de que el formidable desarrollo de la industria moderna ha creado toda una serie de nuevos problemas, otrora imprevisibles. No debemos pretender retornar al arado romano ni a las primitivas formas artesanales de producción. El particularismo económico, la mentalidad localista, la patria chica, tan adorada en la campaña española por quienes añoran la Edad de Oro, la comuna libre de Kropotkin, de espíritu estrecho y medieval, deben quedar relegados al museo de antigüedades. Son vestigios de conceptos comunalistas ya caducos.

Desde el punto de vista económico, no pueden existir las comunas libres: Nuestro ideal es la comuna asociada, federada e integrada en la economía total del país y de las demás naciones en revolución. El colectivismo, la autogestión, no deben consistir en la sustitución del propietario privado por otro multicéfalo. La tierra, las fábricas, las minas y los medios de transporte son obra de todos y a todos han de servir por igual. Hoy la economía no es local, ni siquiera nacional, sino mundial. La vida moderna se caracteriza por la cohesión de la totalidad de las fuerzas de producción y distribución. Es imperioso. y corresponde a la evolución del mundo económico moderno, implantar una economía socializada, dirigida y planificada.

Para llenar las funciones de coordinación y planificación, Santillán propone un Consejo Económico Federal que no sea un poder político; sino un simple organismo de coordinación encargado de regular las actividades económicas y administrativas. Este Consejo ha de recibir las directivas desde abajo, a saber, de los consejos de fábrica confederados simultáneamente en consejos sindicales por rama industrial y en consejos económicos locales. Será, pues, el punto de convergencia de dos líneas, una local y otra profesiónal. Los órganos de base le suministrarán las estadísticas necesarias para que en todo momento pueda conocer la verdadera situación económica. De tal modo, estará capacitado para localizar las principales deficiencias y determinar cuáles son los sectores donde resulta más urgente promover nuevas industrias y nuevos cultivos. Cuando la autoridad suprema resida en las cifras y las estadísticas, no habrá ya necesidad de gendarmes. En un sistema de esta índole, la coerción estatal no es provechosa, sino estéril y hasta imposible. El Consejo Federal se ocupará de la difusión de nuevas normas de la intercomunicación de las regiones y de la creación de un espíritu de solidaridad nacional. Estimulará la búsqueda de nuevos métodos de trabajo, nuevos procedimientos fabriles y nuevas técnicas rurales. Distribuirá la mano de obra entre las distintas regiones y ramas de la economía.

Incontestablemente, Santillán aprendió mucho de la Revolución Rusa. Por un lado, ella le enseñó que es necesario tomar providencias para impedir la resurrección del aparato estatal y burocrático; pero, por el otro, le demostró que una revolución victoriosa no puede dejar de pasar por fases económicas intermedias, en las cuales, por un tiempo, subsiste lo que Marx y Lenin llaman el derecho burgués. Tampoco se puede pretender suprimir de un manotazo el sistema bancario y monetario es preciso transformar estas instituciones y utilizarlas como medio de intercambio provisional, a fin de mantener en actividad la vida social y preparar el camino para nuevas formas de la economía.

Santillán cumplió importantes funciones en la Revolución Española. Se desempeñó sucesivamente como miembro del comité central de las milicias anti-fascistas (fines de julio de 1936), integrante del Consejo Económico de Cataluña (11 de agosto) y Ministro de Economía de la Generalidad (mediados de diciembre).

UNA REVOLUCIÓN APOLÍTICA

La Revolución Española había, pues, madurado relativamente en la mente de los pensadores libertaríos y en la conciencia popular. Por ello no es de extrañar que la derecha española viera el principio de una revolución en la victoria electoral del Frente Popular (febrero de 1936). En realidad las masas no tardaron en rebasar los estrechos límites del triunfo logrado en las urnas. Burlándose de las reglas del juego parlamentario, no esperaron siquiera que se formara el gobierno para liberar a los presos políticos. Los arrendatarios rurales dejaron de pagar el arrendamiento. Los jornaleros agrícolas ocuparon las tierras y se pusíeron a trabajarlas para imponer de ínmediato la autoadministración. Los ferroviarios se declararon en huelga para exigir la nacionalización de los ferrocarriles, mientras que los albañiles madrileños reivindicaron el control obrero, primera etapa hacia la socialización.

Los jefes militares, con el coronel Franco a la cabeza, respondieron a estos anticipas de revolución con un golpe militar. Pero sólo consiguieron acelerar el curso de una revolución ya prácticamente iniciada. Con excepción de Sevilla, en la mayor parte de las grandes ciudades -Madrid, Barcelona y Valencia, especialmente- el pueblo tomó la ofensiva, sitió los cuarteles, levantó barricadas en las calles y ocupó los puntos estratégicos. De todas partes, acudieron los trabajadores al llamado de sus sindicatos. Con absoluto desprecio de su vida, el pecho descubierto y las manos vacías, se lanzaron al asalto de los bastiones franquistas. Lograron arrebatarle los cañones al enemigo y conquistar a los soldados para su causa.

Merced a este furor popular, la insurrección militar quedó aplastada en veinticuatro horas. Entonces, espontáneamente, principió la revolución social. Fue un proceso desigual, a no dudarlo, de variada intensidad según las regiones y las ciudades; pero en ninguna parte tuvo tanto ímpetu como en Cataluña y, particularmente, en Barcelona. Cuando las autoridades constituidas salieron de su estupor, se dieron cuenta de que, simplemente, ya no existían. El Estado, la policía, el ejército y la administración parecían haber perdido su razón de ser. Los guardias civiles habían sido expulsados o eliminados. Los obreros vencedores se ocupaban de guardar el orden. La organización del abastecimiento era lo más urgente, y para llenar esta necesidad se formaron comités; éstos distribuían los víveres en las barricadas transformadas en campamentos y luego abrieron restaurantes comunitarios. Los comités de barrio organizaron la administración; los de guerra, la partida de las milicias obreras hacia el frente. La Casa del Pueblo se había convertido en el verdadero ayuntamiento. Ya no se trataba simplemente de la defensa de la República contra el fascismo, sino de la Revolución. De una Revolución que, a diferencia de la rusa, no tuvo necesidad de crear enteramente sus órgános de poder: la elección de soviets resultaba superflua debido a la omnipresencia de la organización anarcosindicalista, de la cual surgian los diversos comités de base. En Cataluña, la CNT y su minoría consciente, la FAI, eran más poderosas que las autoridades, transformadas en simples espectros.

Nada impedía, sobre todo en Barcelona, que los comités obreros tomaran de jure el poder que ya ejercían de facto. Pero se abstuvieron de dar tal paso. Durante decenios el anarquismo español previno al pueblo contra el engaño de la política, le recomendó dar primacía a lo económico y se esforzó por desviarlo de la revolución burguesa democrática para conducirlo, mediante la acción directa, hacia la revolución social. En el linde de la Revolución, los anarquistas siguieron, aproximadamente, el siguiente razonamiento: que los políticos hagan lo que quieran; nosotros, los apolíticos, nos ocuparemos de la economía. En un artículo intitulado La Inutilidad del Gobierno y publicado el 3 de septiembre de 1936 por el Boletín de Información CNT-FAI, se daba por descontado que, la expropiación económica en vías de realización, acarrearía ipso facto la liquidación del Estado burgués, reducido por asfixia.

LOS ANARQUISTAS EN EL GOBIERNO

Pero muy pronto esta subestimación del gobierno fue reemplazada por una actitud opuesta. Bruscamente, los anarquistas españoles se convirtieron en gubernamentalistas. Poco después de la Revolución del 19 de julio, el activista anarquista García Oliver se entrevistó en Barcelona con el presidente de la Generalidad de Cataluña, el burgués liberal Companys. Aunque el último estaba dispuesto a hacerse a un lado, se lo mantuvo en sus funciones. La CNT y la FAI renunciaron a ejercer una dictadura anarquista y se declararon prestas a colaborar con las demás agrupaciones izquierdistas. Hacia mediados de septiembre, la CNT exigió a Largo Caballero, presidente del consejo de gobierno central, que se creara un Consejo de Defensa integrado por quince personas, en el cual dicha central se conformaba con tener cinco representantes. Esto equivalía a aceptar la idea de participar en el gobierno ocupando cargos ministeriales, pero con otro nombre.

Finalmente, los anarquistas tomaron carteras en los dos gobiernos: en el de la Generalidad de Cataluña, primero, y en el de Madrid, después. En una carta abierta fechada el 14 de abril de 1937 y dirigida a la compañera ministra Federica Montseny, el anarquista italiano Camilo Berneri, que se encontraba en Barcelona, los censuró afirmando que estaban en el gobierno sólo para servir de rehenes y de pantalla a políticos que coqueteaban con el enemigo (de clase) (1). En realidad, el Estado en el cual se habían dejado integrar seguía siendo burgués, y buena parte de sus funcionarios y de su personal político no era leal a la República. ¿Cuál fue la razón de esta abjuración? La Revolución Española había sido la inmediata respuesta proletaria a un golpe de Estado contrarrevolucionario. Desde el principio, la necesidad de combatir con milicias antifascistas a las cohortes del coronel Franco imprimió a la Revolución un carácter de autodefensa, un caracter militar. Los anarquistas pensaron que, para enfrentar el peligro común, tenían que unirse, quisiéranlo o no, con las demás fuerzas sindicales y hasta con los partidos políticos dispuestos a cerrarle el paso a la rebelión, Al dar las potencias fascistas un creciente apoyo al franquismo, la lucha antfascista degeneró en una guerra verdadera, de corte clásico, en una guerra total. Los libertarios no podían participar en ésta sin renunciar cada vez más a sus principios, tanto en lo político como en lo militar. Ateniéndose a un falso razonamiento, creyeron que la victoria de la Revolución sería imposible si primero no se ganaba la guerra, y en aras de esa victoria sacrificaron todo, como convino Santillán. Vanamente objetó Berneri que era un error darle prioridad a la guerra sin más, y trató de hacerles ver que sólo una guerra revolucionaria podía asegurar el triunfo sobre Franco. En rigor de verdad, frenar la Revolución equivalía a mellar el arma principal de la República: la participación activa de las masas. Peor aún, la España republicana, sometida al bloqueo de las democracias occidentales y seriamente amenazada por el avance de las tropas fascistas, se veía obligada a recurrir a la ayuda militar rusa para poder sobrevivir, y este socorro presentaba dos inconvenientes: primero, la situación debía beneficiar sobre todo al Partido Comunista y lo menos posible a los anarquistas; segundo, Stalin no quería, por ningún concepto, que en España triunfara una revolución social, no sólo porque ella hubíera sido libertaria, sino también porque hubiera expropiado los capitales invertidos por Inglaterra, presunta aliada de la URSS en la ronda de las democracias opuesta a Hitler. Los comunistas españoles hasta negaban que hubiera revolución: simplemente, el gobierno legal luchaba por reducir una sedición militar. Después de las sangrientas jornadas de Barcelona (mayo de 1937), en cuyo transcurso las fuerzas del orden desarmaron a los obreros por mandato stalinista, los libertaríos, invocando la unidad de acción antifascista, prohibieron a los trabajadores contraatacar. Escapa de los límites de este libro analizar la lúgubre perseverancia con que los anarquistas españoles se mantuvieron en el errór del Frente Popular hasta la derrota final de los republicanos.


NOTA

(1) Entre el 11 y el 13 de junio de 1937. se realizó en París un congreso extraordinario de la Asociación Internacional de Trabajadores, a la que eslaba afiliada la CNT. En dicho Cnngreso se reprobó a la central anarcosindicalista por su participación en el gobierno y por concesiones que a consecuencia de ello había hecho. Con este precedente, Sebastien Faure se decidió a publicar en los números del 8, 15 y 22 de julio de Le Libertaire una serie de articulos intitulada La Pente Fatale, donde criticaha severamenle a los anarquistas españoles por colaborar con el gobierno. Disgustada, la CNT provocó la renuncia del secretario de la AIT, Pierre Besnard.

LOS TRIUNFOS DE LA AUTOGESTIÓN

No obstante, en la esfera de mayor importancia para ellos, vale decir, en la económica, los anarquistas españoles, presionados por las masas, se mostraron más intransigentes y las concesiones que se vieron obligados a hacer fueron mucho más limitadas. En buena medida, la autogestión agrícola e industrial tomó vuelo por sus propios medios. Pero, a medida que se fortalecía el Estado y se acentuaba el carácter totalitario de la guerra, tornábase más aguda la contradicción entre aquella república burguesa beligerante y ese experimento de comunismo o, más generalmente, de colectivismo libertario que se llevaba adelante paralelamente. Por último, la autogestión tuvo que batirse prácticamente en retirada, sacrificada en el altar del antifascismo.

Nos detendremos un poco sobre esta experiencia, la cual, afirma Peirats, no ha sido aún objeto de estudio metódico, tarea por cierto engorrosa ya que la autogestión presenta infinidad de variantes, según el lugar y el momento de que se trate. Creemos conveniente dedicarle especial atención, pues es relativamente poco conocida. Hasta en el campo republicano se la ignoró casi por completo e incluso se la desacreditó. La guerra civil la hundió en la sombra del olvido y aún hoy la reemplaza en los recuerdos de la humanidad. El filme Morir en Madrid no menciona siquiera dicha experiencia, y, sin embargo, ella es quizá el legado más positivo del anarquismo español.

Al producirse la Revolución del 19 de julio de 1936, fulminante respuesta popular al pronunciamiento franquista, los grandes industriales y hacendados, se apresuraron a abandonar sus posesiones para refugiarse en el extranjero. Los obreros y campesinos tomaron a su cargo aquellos bienes sin dueño. Los trabajadores agrícolas decidieron continuar cultivando el suelo por sus propios medios y, espontáneamente, se asociaron en colectividades. El 5 de septiembre se reunió en Cataluña un congreso regional de campesinos, convocado por la CNT, en el que se resolvió colectivizar la tierra bajo el control y la dirección de los sindicatos. Las grandes haciendas y los bienes de los fascistas serian socializados. En cuanto a los pequeños propietarios, podian escoger libremente entre continuar en el régimen de propiedad individual o entrar en el de propiedad colectiva. Estas iniciativas sólo recibieron consagración legal más tarde, el 7 de octubre de 1936, cuando el gobierno republicano central confiscó sin previo pago de indemnización los bienes de las personas comprometidas en la rebelión fascista. Fue ésta una medida incompleta desde el punto de vista legal, pues sólo sancionaba una pequeña parte de las apropiaciones ya realizadas espontáneamente por el pueblo: los campesinos habían efectuado las expropiaciones indiscriminadamente, sin tomar en cuenta si el propietario habia participado o no en el golpe militar.

En los paises subdesarrollados, donde faltan los medios técnicos necesarios para el cultivo en gran escala, el campesino pobre se siente más atraido por la propiedad privada, de la cual nunca gozó, que por la agricultura socializada. Pero en España, la educación libertaría y la tradición colectivista compensaron la insuficiencia de los medios técnicos y contrarrestaron las tendencias individualistas de los campesinos empujándolos, de buenas a primeras, hacia el socialismo. Los campesinos pobres optaron por ese camino, en tanto que los más acomodados se aferraron al individualismo, como sucedió en Cataluña. La gran mayoria (90 por ciento) de los trabajadores de la tierra prefirieron, desde el principio, entrar en las colectividades. Con ello se selló la alianza de los campesinos con los obreros urbanos, quienes, por la naturaleza de su trabajo, eran partidarios de la socialización de los medios de producción.

Al parecer, la conciencia social estaba aún más desarrollada en el campo que en la ciudad.

Las colectividades agrícolas comenzaron a regirse según una doble gestión: económica y local a la vez. Ambas funciones estaban netamente delimitadas, pero, en casi todos los casos, las asumían o las dirigían los sindicatos.

En cada aldea, la asamblea general de campesinos trabajadores elegía un comité administrativo que se encargaba de dirigir la actividad económica. Salvo el secretario, los miembros del comité seguían cumpliendo sus tareas habituales. Todos los hombres aptos, entre los dieciocho y sesenta años de edad, tenían la obligación de trabajar. Los campesinos se organizaban en grupos de diez o más, encabezados por un delegado; a cada equipo se le asignaba una zona de cultivo o una función, de acuerdo con la edad de sus miembros y la índole del trabajo. Todas las noches, el comité administrativo recibía a los delegados de los distintos grupos. En cuanto a la parte de administración local, la comuna convocaba frecuentemente una asamblea vecinal general en la que se rendían cuentas de lo hecho.

Todo era de propiedad común, con excepción de las ropas, los muebles, las economías personales, los animales domésticos, las parcelas de jardín y las aves de corral destinadas al consumo familiar. Los artesanos, los peluqueros, los zapateros, etc., estaban a su vez agrupados en colectividades. Las ovejas de la comunidad se dividían en rebaños de varios cientos de cabezas, que eran confiados a pastores y distribuidos metódicamente en las montañas.

En lo que atañe al modo de repartir los productos, se probaron diversos sistemas, unos nacidos del colectivismo, otros del comunismo más o menos integral y otros, aún, de la combinación de ambos. Por lo general, se fijaba la remuneración en función de las necesidades de los miembros del grupo familiar. Cada jefe de familia recibía, a modo de jornal, un bono expresado en pesetas, el cual podía cambiarse por artículos de consumo en las tiendas comunales, instaladas casi siempre en la iglesia o sus dependencias. El saldo no consumido se anotaba en pesetas en el haber de una cuenta de reserva individual, y el interesado podía solicitar una parte limitada de dicho saldo para gastos personales. El alquiler, la electricidad, la atención médica, los productos medicinales, la ayuda a los ancianos, etc., eran gratuitos, lo mismo que la escuela, que a menudo funcionaba en un viejo convento y era obligatoria para los niños menores de catorce años, a quienes no se permitía realizar trabajos manuales.

La adhesión a la colectividad era totalmente voluntaria; asi lo exigía la preocupación fundamental de los anarquistas: el respeto por la libertad. No se ejercía presión alguna sobre los pequeños propietarios, quienes, al mantenerse apartados de la comunidad por propia determinación y pretender bastarse a sí mismos, no podían esperar que ésta les prestara servicios o ayuda. No obstante, les estaba permitido participar, siempre por libre decisión, en los trabajos de la comuna y enviar sus productos a los almacenes comunales. Se los admitía en las asambleas generales y gozaban de ciertos beneficios colectivos. Sólo se les impedía poseer más tierra de la que podían cultivar; y se les imponía una única condición: que su persona o sus bienes no perturbaran en nada el orden socialista. Aquí y allá, se reunieron las tierras socializadas en grandes predios mediante el intercambio voluntario de parcelas con campesinos que no integraban la comunidad. En la mayor parte de las aldeas socializadas, fue disminuyendo paulatinamente el número de campesinos o comerciantes no adheridos a la colectividad. Al sentirse aislados, preferían unirse a ella.

Con todo, parece que las unidades que aplicaban el principio colectivista de la remuneración por día de trabajo resistieron mejor que aquellas, menos numerosas, en las cuales se quiso aplicar antes de tiempo el comunismo integral desdeñando el egoísmo todavía arraigado en la naturaleza humana, sobre todo en las mujeres. En ciertos pueblos, donde se había suprimido la moneda de intercambio y se consumía la producción propia, es decir, donde existía una economía cerrada, se hicieron sentir los inconvenientes de tal autarquía paralizante; además, el individualismo no tardó en volver a tomar la delantera y provocó la desmembración de la comunidad al retirarse ciertos pequeños propietarios que habían entrado en ella sin estar maduros, sin una verdadera mentalidad comunista.

Las comunas se unian en federaciones cantonales, a su vez coronadas por federaciones regionales. En principio (1), todas las tierras de una federación cantonal formaban un solo territorio sin deslindes. La solidaridad entre aldeas fue llevada a su punto máximo. Se crearon cajas de compensación que permitían prestar ayuda a las colectividades menos favorecidas. Los instrumentos de trabajo, las materias primas y la mano de obra excedente estaban a disposición de las comunidades necesitadas.

La socialización rural varió en importancia según las provincias. En Cataluña, comarca de pequeña y mediana propiedad, donde el campesinado tiene profundas tradiciones individualistas, se limitó a unas pocas colectividades piloto. En Aragón, por el contrario, se socializaron más de las tres cuartas partes de las tierras. La iniciativa creadora de los trabajadores agricolas se vio estimulada por el paso de la columna Durruti, milicia libertaria en camino hacia el frente norte para combatir a los fascistas, y la subsiguiente creación de un poder revolucionario surgido de la base, único en su género dentro de la España republicana. Se constituyeron cerca de 450 colectividades, que agrupaban a unos 500.000 miembros. En la región de Levante (cinco provincias; capital, Valencia), la más rica de España, se formaron alrededor de 900 colectividades, que englobaban el 43% de las localidades, el 50% de la producción de cítricos y el 70% de su comercialización. En Castilla se crearon aproximadamente 300 colectividades, integradas por 100.000 adherentes, en números redondos. La socialización se extendió hasta Extremadura y parte de Andalucía. En Asturias manifestó ciertas veleidades, pronto reprimidas.

Cabe señalar que este socialismo de base no fue, como creen algunos, obra exclusiva de los anarcosindicalistas. Según testimonio de Gaston Leval, muchos de los que practicaban la autogestión eran libertaríos sin saberlo. En las provincias nombradas en último término, la inciativa de emprender la colectivización fue de los campesinos socialistas, católicos e incluso, como en el caso de Asturias, comunistas (2).

Allí donde la autogestión agrícola no fue saboteada por sus adversarios o trabada por la guerra, se impuso con éxito innegable. Los triunfos logrados se debieron en parte al estado de atraso de la agricultura española. En efecto, fácil era superar las más elevadas cifras de producción de las grandes haciendas, pues siempre habían sido lamentables. La mitad del territorio peninsular había pertenecido a unos 10.000 señores feudales, quienes prefirieron mantener buena parte de sus tierras como eriales antes que pemitir la formación de una capa de colonos independientes o acordar salarios decentes a sus jornaleros, lo cual hubiera puesto en peligro su posición de amos medievales. De esta maneta se demoró el debido aprovechamiento de las riquezas naturales del suelo español.

Se formaron extensos predios reuniendo distintas parcelas y se practicó el cultivo en grandes superficies, siguiendo un plan general dirigido por agrónomos. Merced a los estudios de los técnicos agrícolas, se logró incrementar entre un 30 y un 50% el rendimiento de la tierra. Aumentaron las áreas sembradas, se perfeccionaron los métodos de trabajo y se utilizó más racionalmente la energia humana, animal y mecánica.

Se diversificaron los cultivos, se iniciaron obras de irrigación y de reforestación parcial, se construyeron viveros y porquerizas, se crearon escuelas técnicas rurales y granjas piloto, se seleccionó el ganado y se fomentó su reproducción; finalmente, se pusieron en marcha industrias auxiliares. La socialización demostró su superioridad tanto sobre el sistema de la gran propiedad absentista, en el que se dejaba inculta parte del suelo, como sobre el de la pequeña propiedad, en el cual se laboraba la tierra según técnicas rudimentarias, con semillas de mala calidad y sin fertilizantes.

Se esbozó, al menos, una planificación agrícola basada en las estadísticas de producción y de consumo que entregaban las colectividades a sus respectivos comités cantonales, los cuales, a su vez, las comunicaban al comité regional, que cumplía la tarea de controlar la cantidad y calidad de la producción de cada región. Los distintos comités regionales se encargaban del comercio interregional: reunían los productos destinados a la venta y con ellos realizaban las compras necesarias para toda la comarca de su jurisdicción.

Donde mejor demostró el anarcosindicalismo sus posibilidades de organizar e integrar la actividad agrícola fue en Levante. La exportación de los cítricos exigía técnicas comerciales modernas y metódicas que, pese a ciertos conflictos, a veces serios, con los productores ricos, pudieron ponerse en práctica con brillantes resultados.

El desarrollo cultural fue a la par del material. Se inició la alfabetización de los adultos; en las aldeas, las federaciones regionales fijaron un programa de conferencias, funciones cinematográficas y representaciones teatrales.

Tan buenos resultados no se debieron únicamente a la poderosa organización del sindicalismo sino también, en gran parte, a la inteligencia y a la iniciativa del pueblo. Aunque analfabetos en su mayoría, los campesinos dieron pruebas de tener una elevada conciencia socialista, un gran sentido práctico y un espíritu de solidaridad y de sacrificio que despertaban la admiración de los observadores extranjeros, Después de visitar la colectividad de Segorbe, el laborista independiente Fenner Brockway, hoy lord Brockway, se expresó de esta guisa: El estado de ánimo de los campesinos, su entusiasmo, el espíritu con que cumplen su parte en el esfuerzo común, el orgullo que ello les infunde, todo es admirable.

También en la industria demostró la autogestión cuánto podía hacer. Esto se vio especialmente en Cataluña, la región más industrializada de España. Espontáneamente, los obreros cuyos patrones habían huido, pusieron las fábricas en marcha. Durante más de cuatro meses, las empresas de Barcelona, sobre las cuales ondeaba la bandera roja y negra de la CNT, fueron administradas por los trabajadores agrupados en comités revolucionarios, sin ayuda o interferencia del Estado, a veces hasta sin contar con una dirección experta. Con todo, la mayor suerte del proletariado fue tener a los técnicos de su parte. Contrariamente a lo ocurrido en Rusia en 1917-1918, y en Italia en 1920 durante la breve experiencia de la ocupación de las fábricas, los ingenieros no se negaron a prestar su concurso en el nuevo ensayo de socialización; desde el primer día, colaboraron estrechamente con los trabajadores.

En octubre de 1936, se reunió en Barcelona un congreso sindical en el que estaban representados 600.000 obreros, y cuya finalidad era estudiar la socialización de la industria. La iniciativa obrera fue institucionalizada por un decreto del gobierno catalán, fechado el 24 de octubre de 1936, el cual, a la par que ratificaba el hecho consumado, introducía un control gubernamental en la autogestión. Se crearon dos sectores, uno socializado y otro privado. Fueron objeto de socialización las fábricas que empleaban a más de cien personas (las que daban trabajo a un número de cincuenta a cien obreros podían socializarse a requerimiento de las tres cuartas partes de éstos), las empresas cuyos propietarios hablan sido declarados facciosos por un tribunal popular o las habían cerrado y, por último, los establecimientos que eran tan esenciales para la economía nacional que no podlan dejarse en manos de particulares (en rigor de verdad; se socializaron muchas firmas que estaban endeudadas).

Cada fábrica autoadministrada estaba dirigida por un comité de administración compuesto de quince miembros que representaban a las diversas secciones y eran elegidos por los trabajadores reunidos en asamblea general; el mandato de la comisión duraba dos años y anualmente se renovaba la mitad de sus miembros. El comité designaba un director, en el cual delegaba total o parcialmente sus poderes. En el caso de las empresas muy importantes, el nombramiento de director requería la aprobación del correspondiente organismo tutelar. Además, cada comité de administración estaba controlado por un representante del gobierno. Ya no era una autogestión en el verdadero sentido de la palabra, sino más bien una cogestión en estrecha asociación con el Estado.

El comité de administración podía ser destituido, ya por la asamblea general, ya por el consejo general de la rama industrial de que se tratara (compuesto de cuatro representantes de los comités de administración, ocho de los sindicatos obreros y cuatro técnicos nombrados por el organismo tutelar). Este consejo general planificaba el trabajo y fijaba el reparto de los beneficios: sus decisiones tenían valor ejecutivo. En las fábricas socializadas, subsistía de modo integral el régimen de salarios. Cada trabajador recibía una suma fija como retribución por su labor. No se repartían los beneficios según el escalafón de la empresa. Tras la socialización, los sueldos no variaron casi y los aumentos fueron menores que los otorgados por el sector privado.

El decreto del 24 de octubre de 1936 constituyó una avenencia entre la aspiración a la gestión autónoma y la tendencia a la tutela estatal, al mismo tiempo que una transacción entre capitalismo y socialismo. Fue redactado por un ministro libertario y ratificado por la CNT porque los dirigentes anarquistas participaban en el gobierno. ¿Cómo podía disgustarles la injerencia del Estado en la autogestión si ellos mismos tenían las riendas del gobierno? Una vez metido en el redil, el lobo termina por convertirse en amo de las ovejas.

La práctica mostró que, pese a los considerables poderes con que se había investido a los consejos generales de ramas industriales, se corría el peligro de que la autogestión obrera condujera a un particularismo egoísta, a una suerte de cooperativismo burgués, como señala Peirats, debido al hecho de que cada unidad de producción se preocupaba exclusivamente de sus propios intereses. Unas colectividades eran ricas y otras, pobres. Las primeras estaban en condiciones de pagar salarios relativamente altos, en tanto que las segundas ni siquiera alcanzaban a reunir lo suficiente para mantener el nivel salarial prerrevolucionario.

Las colectividades prósperas tenían abundante materia prima; las otras, en cambio, carecían de ella, y así en todos los órdenes. Este desequilibrio se remedió bastante pronto con la creación de una caja central de igualación, por cuyo intermedio se distribuían equitativamente los recursos. En diciembre de 1936, se realizó en Valencia un congreso sindical que decidió ocuparse de coordinar los distintos sectores de producción encuadrándolos dentro de un plan general y orgánico, tendiente a evitar la competencia perjudicial y los esfuerzos desorganizados.

A partir de ese momento, los sindicatos se dedicaron a reorganizar sistemática y totalmente diversas ramas fabriles; clausuraron cientos de pequeñas empresas y concentraron la producción en las mejor equipadas. Veamos un ejemplo: en Cataluña, de más de 70 fundiciones, se dejaron 24; las curtidurías fueron reducidas de 71 a 40, y las cristalerías, de 100 a 30. Pero la centralización índustrial bajo control sindical no pudo concretarse con la rapidez y plenitud que hubieran deseado los planificadores anarcosindicalistas. ¿Por qué? Porque los stalinistas y los reformistas se oponían a la confiscación de los bienes de la clase media y respetaban religiosamente al sector privado.

En los demás centros índustriales de la España republicana, donde no se aplicó el decreto catalán de socialización, se crearon menos colectividades que en Cataluña; de todos modos, la mayoría de las empresas que siguieron siendo privadas tenían un comité obrero de control, como se vio en Asturias.

Al igual que la agrícola, la autogestión industrial se aplicó con muy buen éxito. Los testigos presenciales se deshacen en elogios, sobre todo cuando recuerdan el excelente funcionamiento de los servicios públicos regidos por autogestión. Cierto número de empresas, si no todas, estuvieron notablemente administradas. La industria socializada realizó un aporte decisivo en la guerra antifascista. Las pocas fábricas de armamentos que se crearon en España antes de 1936, se encontraban fuera de Cataluña, ya que los patrones no confiaban en el proletariado catalán. Por ello, fue menester transformar rápidamente las fábricas de la región de Barcelona para ponerlas en condiciones de servir a la defensa republicana. Obreros y técnicos rivalizaron en entusíasmo y espíritu de iniciativa. Muy pronto se mandó al frente material bélico fabricado principalmente en Cataluña.

Iguales esfuerzos se concentraron en la producción de sustancias químicas indispensables para la guerra. En la esfera de las necesidades civiles, la industria socializada no se quedó atrás. Febrilmente se inició una actividad nunca antes practicada en España: la transfonnación de las fibras textiles; se trabajó el cáñamo, el esparto, la paja de arroz y la celulosa.


NOTAS

(1) Decimos en principio, pues no faltaron litigios entre aldeas.

(2) No obstante, en las localidades del sur que no estaban controlalas por los anarquistas, los apropiaciones de latifundios realizadas autoritariamente por los municipios no constituyeron una verdadera mutación revolucionaria para los jornaleros, quienes siguieron en la condición de asalariados; allí no hubo autogestión.

LA AUTOGESTIÓN SOCAVADA

Mas el crédito y el comercio exterior siguieron en manos del sector privado, por voluntad del gobierno republicano burgués. Y aunque el Estado controlaba los bancos, se guardaba muy bien de ponerlos al servicio de la autogestión. Por carecer de dinero en efectivo, muchas colectividades se mantenlan con los fondos embargados al producirse la Revolución de julio de 1936. Luego, para poder vivir al día, tuvieron que apoderarse de bienes tales como las joyas y los objetos preciosos pertenecientes a las iglesias, a los conventos y a los elementos franquistas. La CNT pensó crear un banco confederal para financiar la autogestión. Sin embargo, era utópico querer entrar en competencia con el capital financiero no tocado por la socialización. La única solución hubiera sido transferir todo el capital a manos del proletariado organizado. Pero la CNT, prisionera del Frente Popular, no se atrevió a ir tan lejos.

Con todo, el mayor obstáculo fue la hostilidad, primero sorda y luego franca, que los distintos estados mayores políticos de la República abrigaban hacia la autogestión. La acusaron de romper la unidad del frente de la clase obrera y la pequeña burguesía y, en consecuencia, de hacerle el juego al enemigo franquista. (Preocupación que no impidió a sus detractores, primero, negarle armas a la vanguardia libertaria -que en Aragón se vio constreñida a hacer frente a las ametralladoras fascistas con las manos vacías- ¡y después censurarla por su inercia!)

Uribe, comunista que ocupaba la cartera de Agricultura, se encargó de preparar el decreto del 7 de octubre de 1936, por el cual se legalizaba una parte de las colectivizaciones rurales. Aunque aparentaba lo contrario, lo guiaban un profundo espíritu anticolectivista y la intención de desalentar a los campesinos que practicaban la agricultura socializada. Impuso reglas jurídicas muy rígidas y complicadas para la validación de las colectivizaciones. Fijó un plazo perentorio a las colectividades: aquellas que no fueran legalizadas dentro del límite de tiempo establecido, quedarían automáticamente fuera de la ley y sus tierras podrían ser restituidas a sus antiguos propietarios.

Uribe incitó a los campesinos a no entrar en las colectividades o los predispuso contra ellas. En un discurso que dirigió a los pequeños propietarios individualistas en diciembre de 1936. les aseguró que los fusiles del Partido Comunista y del gobierno estaban a su disposición. A ellos entregó los fertilizantes importados que se negaba a distribuir entre las colectividades. Junto con su colega Camarera, Ministro de Economía de la Generalidad de Cataluña, agrupó en un sindicato único, de carácter reaccionario, a los propietarios pequeños y medianos. a quienes se unieron los comerciantes y hasta algunos hacendados que simulaban ser modestos propietarios. También se encargó de que la tarea de organizar el abastecimiento de Barcelona pasara de los sindicatos obreros al comercio privado.

Como remate, la coalición gubernamental no tuvo escrúpulos en acabar manu militari con la autogestión obrera, después de aplastada la vanguardia de la Revolución en mayo de 1937. Un decreto del 10 de agosto de ese año declaró disuelto el Consejo Regional de Defensa de Aragón, so pretexto de que éste había quedado fuera de la corriente centralizadora. Joaquín Ascaso, principal animador de dicho consejo, compareció ante la justicia acusado de vender joyas, cosa que en realidad había hecho a fin de procurar fondos para las colectividades, De inmediato, la 11° división móvil del comandante Lister (stalinista), apoyada por tanques, lanzó una ofensiva contra las colectividades. Entró en Aragón como en suelo enemigo. Sus fuerzas detuvieron a los responsables de las empresas socializadas, ocuparon y luego clausuraron los locales, disolvieron los comités administrativos, desvalijaron las tiendas comunales, destrozaron los muebles y dispersaron el ganado. La prensa comunista clamó contra los crimenes de la colectivización forzada. El treinta por ciento de las colectividades de Aragón fueron completamente destruidas.

Con todo, y pese a su brutalidad, en general el stalinismo no consiguió obligar a los campesinos aragoneses a adoptar el régimen de propiedad privada. Tan pronto como se retiró la división Lister, los aragoneses rompieron la mayor parte de las actas de propiedad que les habían hecho firmar a punta de pistola y no tardaron en reconstruir las colectividades. Como bien expresa G. Munis, fue uno de los episodios ejemplares de la Revolución Española. Los campesinos refirmaron sus convicciones socialistas, a pesar del terror gubernamental y del boicot económico a que estaban sometidos.

El restablecimiento de las colectividades de Aragón tuvo además otro motivo menos heroico: demasiado tarde, el Partido Comunista se percató de que había infligido un serio golpe a la economía rural al menoscabar sus fuerzas vitales; comprobó que había puesto en peligro las cosechas por falta de brazos, desmoralizado a los combatientes del frente de Aragón y reforzado peligrosamente la clase media de propietarios de tierras. Por eso, trató de reparar los estragos que él mismo había causado y de resucitar una parte de las colectividades. Pero las nuevas colectividades no pudieron reunir tierras de extensión y calidad comparables a las de las anteriores ni contar con iguales efectivos, ya que, a causa de las persecuciones, muchos militantes habían huido hacia el frente para buscar asilo en las divisiones anarquistas combatientes o habían sido encarcelados.

En Levante, en Castilla, en las provincias de Huesca y de Teruel, se perpetraron similares ataques armados contra la autogestión agrícola, ¡y esto lo hicieron republicanos!

Bien o mal, la autogestión logró sobrevivir en ciertas regiones que aún no habían caído en manos de los franquistas; tal sucedió especialmente en Levante.

La política equívoca, por decir lo menos, que siguió el gobierno de Valencia en materia de socialismo rural contribuyó a la derrota de la República Española: los campesinos pobres no tuvieron siempre clara conciencia de que debían combatir por la República para defender sus intereses.

A despecho de sus buenos resultados, también la autogestión industrial fue socavada por la burocracia administrativa y los socialistas autoritarios. Se desencadenó una formidable campaña periodística y radial destinada a denigrar y calumniar la autogestión, campaña que se concentró especialmente en crear dudas acerca de la honestidad de los consejos de fábrica en sus funciones administrativas. El gobierno republicano central se negó invariablemente a conceder créditos a las empresas catalanas autoadministradas, incluso cuando Fábregas, ministro libertario de Economía de Cataluña, ofreció los mil millones de pesetas depositados en las Cajas de Ahorro en calidad de garantía por los anticipos otorgados a la autogestión. Tras tomar la cartera de Economía en junio de 1937, el stalinista Comorera privó a las fábricas autoadministradas de materias primas, las que prodigaba al sector privado. También omitió abonarles a las empresas socializadas los suministros encargados por la administración catalana.

El gobierno central disponía de un arma poderosa para estrangular a las colectividades: la nacionalización de los transportes, que le permitía proveer a unos y suspender todas las entregas a otros. Además, adquiría en el extranjero los uniformes destinados al ejército republicano, en lugar de solicitárselos a las colectividades textiles de Cataluña. Esgrimiendo como pretexto las necesidades de la defensa nacional, excluyó mediante un decreto del 22 de agosto de 1937, a las empresas metalúrgicas y mineras del decreto catalán de socialización de octubre de 1936, calificado de contrario al espíritu de la Constitución. Los ex capataces y los directores desplazados por la autogestión o, para ser más exactos, que rehusaron trabajar como técnicos en las empresas autoadministradas, volvieron a sus puestos con ánimo de venganza.

El decreto del 11 de agosto de 1938, que militarizó las industrias bélicas en beneficio del ministerio de armamentos, dio el golpe de gracia a la autogestión. Una burocracia pletórica y abusiva se abalanzó sobre las fábricas. Éstas tuvieron que soportar la intromisión de infinidad de inspectores y directores que habían recibido sus nombramientos sólo en mérito a su filiación política, específicamente, a su reciente adhesión al Partido Comunista. Al verse despojados del control de las empresas creadas enteramente por ellos durante los primeros meses críticos de la guerra, los obreros se desmoralizaron y la producción disminuyó.

Pese a todo, la autogestión industrial sobrevivió en Cataluña en las demás ramas hasta el derrumbe de la República Española. Pero marchaba muy lentamente, pues la industria había perdido sus principales mercados y faltaban materias primas debido a que el gobierno había cortado los créditos necesarios para adquirirlas.

En suma, apenas nacidas, las colectividades españolas quedaron aprisionadas dentro de la rigurosa red de una guerra que seguía los cánones militares clásicos, y que la República invoco o usó como escudo para cortarle las alas a su propia vanguardia y transigir con la reacción interna.

No obstante, aquel intento de socialización dejó una enseñanza estimulante. En 1938, Emma Goldman le dedicó estas palabras de homenaje: La colectivización de las industrias y de la tierra se nos aparece como la más grandiosa realización de todos los períodos revolucionarios de la historia. Además, aunque Franco venza y los anarquistas españoles caigan exterminados, la idea que ellos han lanzado seguirá viviendo. En un discurso pronunciado en Barcelona el 21 de julio de 1937, Federica Montseny señaló los dos términos de la alternativa ante la cual se encontraban: En un extremo, los partidarios de la autoridad y del Estado totalitario, de la economía dirigida por el Estado y de una organización social que militarice a todos los hombres y convierta al Estado en un gran patrón, en una gran celestina; en el otro extremo, la explotación de las minas, de los campos, de las fábricas y de los talleres por la propia clase trabajadora organizada en federaciones sindicales. Es ésta una disyuntiva que no sólo se le presentó a la Revolución Española, sino que, algún día, puede llegar a planteársele al socialismo del mundo entero.
Indice de El anarquismo de Daniel Guérin Tercera parte. El anarquismo en la práctica revolucionaria. - El anarquismo en los Consejos de Fábrica italianos A manera de conclusiónBiblioteca Virtual Antorcha