Indice de El anarquismo de Daniel Guérin Segunda parte. En busca de la sociedad futura Tercera parte - El anarquismo en la práctica revolucionaria. - El anarquismo en la revolucion rusaBiblioteca Virtual Antorcha

EL ANARQUISMO

Daniel Guérin

TERCERA PARTE
EL ANARQUISMO EN LA PRÁCTICA REVOLUCIONARIA
I.- De 1880 a 1914

El anarquismo se aisla del movimiento obrero. Los socialdemócratas vituperan a los anarquistas. Los anarquistas en los sindicatos.


EL ANARQUISMO SE AISLA DEL MOVIMIENTO OBRERO

Pasaremos ahora a ver el anarquismo en acción. Entramos así en el siglo XX. Es indudable que el pensamiento libertario no estuvo totalmente ausente de las revoluciones del siglo XIX, pero en éstas cumplió un papel poco preponderante. Aún antes de que estallara la Revolución de 1848, Proudhon se mostró contrario a ella. La acusó de tener carácter político, de ser un engaña-bobos burgués, lo que, por otra parte, fue en buena medida. Sobre todo la consideraba inoportuna e inadecuada por sus barricadas y sus luchas callejeras, medios ya envejecidos; la panacea de sus sueños, el colectivismo mutualista, debía imponerse muy de otra manera. En cuanto a la Comuna, si bien rompió espontáneamente con el centralismo estatista tradicional, fue, como observó Henri Lefebvre, fruto de una avenencia, de una suerte de frente común entre proudhonianos y bakuninistas, por un lado, y jacobinos y blanquistas, por el otro. Constituyó una audaz negación del Estado, pero los anarquistas internacionalistas, según testimonio de Bakunin, sólo constituyeron una ínfima minoría.

No obstante, gracias al impulso que le dio Bakunin, el anarquismo logró injertarse en un movimiento de masas de naturaleza proletaria, apolítica e internacionalista: la Primera Internacional. Mas, hacia 1880, los anarquistas comenzaron a mostrarse despectivos con la timida Internacional de los primeros tiempos y pretendieron sustituirla, como dijo Malatesta en 1884, con una Internacional temible, que habría sido simultáneamente comunista, anarquista, antirreligiosa, revolucionaria y antiparlamentaria. El espantajo que así quiso agitar diluyóse en la nada: el anarquismo se aislo del movimiento obrero y, a consecuencia de ello, se debilitó, se extravió en el sectarismo y en un activismo minoritario.

¿A qné obedeció este retroceso? Una de las razones fue el acelerado desarrollo industrial y la rápida conquista de los derechos políticos, que predispusieron a los trabajadores a aceptar el reformismo parlamentario. De ahí que el movimiento obrero internacional quedara acaparado por la socialdemocracia, política, electoralista y reformista, que no se proponía realizar la revolución social, sino apoderarse legalmente del Estado burgués y satisfacer las reivindicaciones inmediatas.

Reducidos a una débil minoría, los anarquistas renunciaron a la idea de militar dentro de los grandes movimientos populares. Por querer mantener la pureza doctrinaria -de una doctrina en la cual se daba ahora libre curso a la utopía, combinación de prematuros sueños futuristas y nostálgicas evocaciones de la Edad de oro- Kropotkin, Malatesta y sus amigos volvieron la espalda al camino abierto por Bakunin. Reprocharon a la literatura anarquista -e incluso al propio Bakunin- el estar demasiado impregnada de marxismo. Se encerraron en sí mismos y se organizaron en pequeños grupos clandestinos de acción directa, en los que la policía infiltró hábilmente a sus soplones.

El virus quimérico y aventurero se introdujo en el anarquismo tras el retiro de Bakunin, ocurrido en 1876 y seguido, a poco, de su muerte. El congreso de Berna lanzó el lema de la propaganda por el hecho, Cafiero y Malatesta se encargaron de dar la primera lección. El 5 de abril de 1877, treinta militantes armados, dirigidos por ellos, invadieron las montañas de la provincia italiana de Benevento, quemaron los archivos comunales de una aldea, distribuyeron entre los pobres el contenido de la caja del recaudador de impuestos, intentaron aplicar un comunismo libertario en miniatura -rural y pueril- y, finalmente, acosados, transidos de frío, se dejaron capturar sin oponer resistencia.

Tres años después -el 25 de diciembre de 1880, para ser más exactos- Kropotkin proclamaba en su periódico Le Revolte: La revuelta permanente mediante la palabra, el impreso. el puñal, el fusil, la dinamita (...), todo lo que no sea legalidad es bueno para nosotros. De la propaganda por el hecho a los atentados individuales sólo había un paso que no tardó en darse.

Si la defección de las masas obreras fue uno de los motivos que empujaron a los anarquistas al terrorismo, la propaganda por el hecho contribuyó a su vez, en cierta medida, a despertar a los trabajadores aletardados. Fue, como dijo Robert Louzón en un artículo de Revolution Prolétarienne (noviembre de 1937), cual un campanazo que arrancó al proletariado francés del estado de postración en que lo habían sumido las matanzas de la Comuna (...), preludio de la fundación de la CGT (Confedération Génerale du Travail) y del movimiento sindical de masas de los años 1900 a 1910. Afírmación un poco optimista que rectifica, o completa (1), el testimonio de Fernand Pelloutier (Consúltese, cliqueando sobre las letras azules, Pelloutier, Fernand, Historia de las Bolsas del Trabajo, México, Biblioteca Virtual Antorcha, primera edición cibernética, diciembre del 2004, captura y diseño, López, Chantal y Cortés, Omar), joven anarquista convertido al sindicalismo revolucionario: a su juicio, el empleo de la dinamita alejó del camino del socialismo libertario a los trabajadores, pese a que se sentían completamente decepcionados del socialismo parlamentario; ninguno se atrevía a llamarse anarquista por temor de que se pensara que prefería la revuelta aislada en perjuicio de la acción colectiva.

La combinación de las bombas y de las utopías kropotkinianas proporcionó a los socialdemócratas armas que supieron usar muy bien contra los anarquistas.


Nota

(1) Roben Louzon señaló al autor de este libro que, desde un punto de vista dialéctico, su opinión y la de Pelloutier no se excluyen en absoluto: el terrorismo tuvo efectos contradictorios sobre el movimiento obrero.

LOS SOCIALDEMÓCRATAS VITUPERAN A LOS ANARQUISTAS

Durante muchos años, el movimiento obrero socialista estuvo dividido en dos facciones irreconciliables: la tendencia anarquista, que caía en la pendiente del terrorismo mientras se perdía en la espera del milenio, y el movimiento político que se proclamaba fraudulentamente marxista en tanto se hundía en el cretinismo parlamentario. Como bien recordaría más adelante el anarquista y luego sindicalista Pierre Monatte, en Francia, el espíritu revolucionario iba muriendo (...) año tras año. El revolucionarismo de Guesde (...) era sólo de palabra, o, peor aun, electoral, parlamentario; por su parte, el de Jaures iba mucho más lejos: era lisa y llanamente ministerial y gubernamental. En Francia, la separación de anarquistas y socialistas se consumó en el congreso de El Havre de 1880, cuando el naciente partido obrero se lanzó a la actividad electoral.

Los socialdemócratas de diversos países, reunidos en París en 1889. decidieron resucitar la práctica, largo tiempo eclipsada, de los congresos socialistas internacionales, con lo cual prepararon el camino para la Segunda Internacional. Algunos anarquistas creyeron su deber participar en la asamblea convocada, pero su presencia dio motivo a violentos incídentes. Los socialdemócratas lograron ahogar a sus adversarios con la fuerza del número y, en el Congreso de Bruselas de 1891, se expulsó a los libertarios en medio de manifestaciones de hostilidad hacia ellos, No obstante, y pese a ser reformistas, buena parte de los delegados obreros, ingleses, holandeses e italianos, se retiraron a modo de protesta. En el congreso siguiente. celebrado en Zurich en 1893, los socialdemócratas propusieron que, en el futuro, sólo se admitieran, aparte de las organizaciones sindicales, a aquellos partidos y agrupaciones socialistas que reconocieran la necesidad de la acción política, vale decir, de la conquista del poder burgués mediante el voto.

En la reunión de Londres de 1896, algunos anarquistas franceses e italianos eludieron esta estipulación eliminatoria haciéndose enviar como delegados de sindicatos. Si bien este proceder sólo obedeció al deseo de vencer al enemigo por la astucia, sirvió, como se verá luego, para que los anarquistas retornaran el camino de la realidad: habían entrado en el movimiento sindical. Pero cuando uno de ellos, Paul Delesalle, intentó subir a la tribuna, tuvo que pagarlo con su integridad física, pues fue violentamente arrojado por las escaleras. Jaures afirmó que los libertarios habían transformado a los sindicatos en agrupaciones revolucionarias y anarquistas, que los habían desorganizado tal como quisieron hacerlo con aquel congreso para gran beneficio de la reacción burguesa.

Wilhelm Liebknecht y August Bebel, jefes socialdemócratas alemanes y electoralistas inveterados, fueron quienes más se encarnizaron contra los anarquistas, como ya lo habían hecho en la Primera Internacional. Secundados por la señora de Aveling, hija de Karl Marx, que tildó de locos a los libertarios, los jefes socialdemócratas manejaron la asamblea a su antojo y lograron que ésta adoptara una resolución por la cual se excluía de los futuros congresos a todos los antiparlamentarios, cualquiera que fuese el título con que se presentaran.

Tiempo después, en El Estado y la revolución, tendiendo a los anarquistas un ramo en el cual se entremezclaban flores y espinas, Lenin les hizo justicia contra los socialdemócratas. A éstos les reprochó el haber dejado a los anarquistas el monopolio de la crítica del parlamentarismo, y el haber calificado de anarquista a dicha crítica. No era de asombrar, pues, que el proletariado de los países parlamentarios, harto de tales socialistas, hubiera volteado cada vez más sus simpatías hacia el anarquismo. Los socialdemócratas tacharon de anarquista toda tentativa de destruir el Estado burgués. Los libertarios señalaron con exactitud el carácter oportunista de las ideas sobre el Estado que profesaran la mayoría de los partidos socialistas.

Siempre al decir de Lenin, Marx concuerda con Proudhon en un punto: ambos son partidarios de la destrucción del actual aparato del Estado. Esta analogía entre marxismo y anarquismo, el de Proudhon, el de Bakunin, es algo que los oportunistas no quieren ver. Los socialdemócratas encararon con espíritu no marxista sus discusiones con los anarquistas. Su crítica del anarquismo se reduce a esta trivialidad burguesa: Nosotros aceptamos el Estado; los anarquistas, no. Pero, con muy buen fundamento, los libertarios podrían replicarle a la socialdemocracia que ella no cumple con su deber, que es el de educar a los obreros para la revolución. Lenin fustiga un panfleto antianarquista del socialdemócrata ruso Plejánov, diciendo que es muy injusto con los anarquistas, sofístico, y que está lleno de razonamientos groseros tendientes a insinuar que no hay ninguna diferencia entre un anarquista y un bandido.

LOS ANARQUISTAS EN LOS SINDICATOS

Hacia 1890, los anarquistas se encontraban en un callejón sin salida. Aislados del mundo obrero, entonces monopolizado por los socialdemócratas, se encerraron bajo llave en sus santuarios y se parapetaron en torres de marfil para dar vueltas y vueltas sobre una ideología cada vez más irreal, cuando no se entregaban a atentados individuales o aplaudían tales actos, dejándose así arrastrar por el engranaje de la represión y de las represalias.

Kropotkin fue uno de los primeros que tuvieron el mérito de entonar su mea culpa y de reconocer la inutilidad de la propaganda por el hecho. En una serie de artículos publicados en 1890, afirmó que es preciso estar con el pueblo, quien ya no pide actos aislados sino hombres de acción en sus filas. Previno contra la ilusión de que puede vencerse a la coalición de explotadores con unas libras de explosivos. Preconzó el retorno a un sindicalismo de masas similar al que engendró y difundió la Primera Internacional: Uniones gigantescas que engloben a los millones de proletarios.

Si querían desligar a las masas obreras de los supuestos socialistas que sólo se burlaban de ellas, los anarquistas debían necesariamente penetrar en las sindicatos. Fernand Pelloutier delineó la nueva táctica en su artículo El anarquismo y los sindicatos obreros, publicado en 1895 por Les Temps Nouveaux, semanario anarquista. El anarquismo bien podía prescindir de la dinamita, y era imperioso que fuera hacia la masa a fin de cumplir un doble propósito: el de propagar las ideas libertarias en un medio importantísimo y el de arrancar al movimiento sindical del estrecho corporativismo en el que había estado hundido hasta entonces. El sindicalismo había de ser una escuela práctica de anarquismo. Laboratorio de las luchas económicas, apartado de las competencias electorales, administrado anárquicamente, ¿no era el sindicato, revolucionario y libertario a la vez, la única organización que podía equilibrar y destruir la nefasta influencia de los políticos socialdemócratas? Pelloutier enlaza los sindicatos obreros con la sociedad comunista libertaria que seguía siendo la meta final de los anarquistas. Y así inquiere: el día en que estalle la revolución, ¿no habrá ya una organización lista para suceder a la actual, una organización casi libertaria que suprima de hecho todo poder político y cuyas partes integrantes, dueñas de los instrumentos de producción, rijan sus asuntos independiente y soberanamente, con el libre consentimiento de sus miembros?

Más adelante, en el congreso anarquista internacional de 1907 (Consúltese, cliqueando sobre las letras azules, Varios, Congreso anarquista de Amsterdam. Agosto de 1907, México, Biblioteca Virtual Antorcha, primera edición cibernética, mayo del 2006, traducción, captura y diseño, López, Chantal y Cortés, Omar), Pierre Monatte declaraba: El sindicalismo (...) abre al anarquismo, demasiado tiempo replegado en sí mismo, perspectivas y esperanzas nuevas. Por una parte, el sindicalismo (...) ha devuelto al anarquismo el espíritu de su origen obrero; por la otra, los anarquistas han contribuido en buena medida a conducir al movimiento obrero hacia el camino revolucionario y a popularizar la idea de la acción directa. En esa misma reunión, y tras acaloradas discusiones, se adoptó una resolución de síntesis que comenzaba con la siguiente declaración de principios: El congreso anarquista internacional considera que los sindicatos son organizaciones de combate en la lucha de clases tendiente al mejoramiento de las condiciones de trabajo, a la vez que uniones de productores que puedcn servir para transformar la sociedad capitalista en otra anarcocomunista.

Pero mucho les costó a los anarquistas sindicalistas encaminar al conjunto del movimiento libertario hacia el nuevo sendero elegido. Los puros del anarquismo abrigaban un incontenible recelo contra el movimiento sindical. Les chocaba su excesivo espíritu práctico y lo acusaban de complacerse en la sociedad capitalista, de ser parte de ella y acantonarse tras las reivindicaciones inmediatas. Negaban que el sindicalismo pudiera resolver por sí solo los problemas sociales, según lo pretendía. Durante el congreso de 1907, en áspera réplica a Monatte, Malatesta sostuvo que el movimiento obrero era para los anarquistas un medio, pero no un fin: El sindicalismo es y será siempre nada más que un movimiento legalista y conservador, sin otro objetivo alcanzable -¡vaya!- que el mejoramiento de las condiciones de trabajo. Cegado por el deseo de lograr ventajas inmediatas, el movimiento sindical desviaba a los trabajadores de su verdadera meta. No es que debamos incitar a los obreros a dejar el trabajo, sino, más bien, a continuarlo por cuenta propia. Finalmente, Malatesta alertaba contra el espíritu conservador de las burocracias gremiales: Dentro del movimiento obrero, el funcionario es un peligro sólo comparable al del parlamentarismo. El anarquista que acepta ser funcionario permanente y asalariado de un sindicato está perdido para el anarquismo.

Monatte replicó que, al igual que toda obra humana, el movimiento sindical no estaba, por cierto, libre de imperfecciones: Creo que, en lugar de ocultarlas, es útil tenerlas siempre presentes a fin de poder contrarrestarlas. Reconocía que la burocracia sindical daba motivo a vivas criticas, a menudo justificadas. Pero rechazaba la acusación de que se deseaba sacrificar al anarquismo y la revolución en bien del sindicalismo. Como para todos los que estamos aquí, la anarquía es nuestro objetivo final. Mas los tiempos han cambiado, y por eso, sólo por eso, nos hemos visto obligados a modificar nuestro modo de encarar el movimiento y la revolución (...). Si, en lugar de criticar desde arriba los vicios pasados, presentes y hasta futuros del sindicalismo, los anarquistas participaran más íntimamente en la actividad sindical, los peligros que aquél puede provocar quedarían conjurados por siempre jamás.

Por lo demás, la ira de los intransigentes del anarquismo no carecía totalmente de fundamento. Pero el tipo de sindicatos que desaprobaban pertenecía a una época ya superada: se trataba de aquellos sindicatos, en un principio simple y llanamente corporativos y luego llevados a remolque por los políticos socialistas que proliferaron en Francia durante los años siguientes a la represión de la Comuna. Por otra parte, los anarquistas puros juzgaban que el sindicalismo de lucha de clases, regenerado por la penetración de los anarcosindicalistas, presentaba un inconveniente en el sentido contrario: pretendía producir su ideología propia, bastarse a sí mismo. Émile Pouget (Consúltese, cliqueando sobre las letras azules, Pouget, Emile, El sabotaje, México, Biblioteca Virtual Antorcha, primera edición cibernética, enero del 2004, captura y diseño, López, Chantal y Cortés, Omar), su portavoz más mordaz, afirmó: La supremacía del sindicato sobre los otros modos de cohesión de los individuos débese al hecho de que él cumple, frontal y paralelamente, la tarea de conquistar mejoras parciales y la de concretar -misión más decisiva- la transformación social. Y justamente porque responde a esta doble tendencia (...) sin sacrificar el presente en aras del porvenir, o viceversa, el sindicato se presenta como la forma de agrupamiento por excelencia.

Los esfuerzos del nuevo sindicalismo por afianzar y preservar su independencia, proclamada en una célebre Carta que se firmó durante el congreso de la CGT celebrado en Amiens en 1906, no estaban dirigidos principalmente contra los anarquistas; antes bien, respondían al deseo de librarse de la tutela de la democracia burguesa y su apéndice en el movimiento obrero, la sociademocracia. Además, se buscaba conservar la cohesión del movimiento sindical, evitar una proliferación de sectas políticas rivales como la que se produjo en Francia antes de la unidad socialista. De la obra de Proudhon titulada Capacidad Política de la clase Obrera (Consúltese, cliqueando sobre las letras azules, Proudhon, Pierre-Joseph, La capacidad política de la clase obrera, México, Biblioteca Virtual Antorcha, primera edición cibernética, octubre del 2003, captura y diseño, López, Chantal y Cortés, Omar), que tenían como biblia los sindicalistas revolucionarios, tomaron éstos especialmente la idea de separación: constituido como clase aparte y bien delimitada, el proletariado debía rechazar todo aporte de la clase enemiga.

Pero ciertos anarquistas se ofuscaron al ver que el sindicalismo obrero pretendía prescindir de su tutela. Doctrina radicalmente falsa, exclamó Malatesta, doctrina que amenazaba la existencia misma del anarquismo. Y el segundón Jean Grave se hizo eco así: El sindicalismo puede, y debe, bastarse a sí mismo en su lucha contra la explotación patronal, pero de ningún modo ha de aspirar a resolver por sí solo el problema social. Tan poco se basta a sí mismo que la definición de lo que es, de lo que debe ser y hacer, tuvo que venirle de afuera.

A despecho de estas reicriminaciones, y gracias al fermento revolucionario depositado en él por los anarquistas convertidos al sindicalismo, en los años precedentes a la primera guerra mundial el movimiento sindical llegó a constituirse en Francia y los demás países latinos en una potencia que debían tener muy en cuenta, no sólo la burguesía y el gobierno, sino también los políticos socialdemócratas, que desde entonces perdieron mucho terreno en el dominio del movimiento obrero. El filósofo Georges Sorel consideraba que la entrada de los anarquistas en los sindicatos fue uno de los grandes acontecimientos de su época. Sí, la doctrina anarquista se había diluido en el movimiento de masas, pero en él se reencontró consigo misma, bajo formas nuevas, y renovó sus fuerzas.

La fusión de la idea anarquista con la sindicalista dejó en el movimiento libertario profundas huellas. Hasta 1914, la CGT francesa fue el producto, bastante efímero, de dicha síntesis. Pero el fruto más acabado y duradero debía ser la CNT española (Confederación Nacional del Trabajo), fundada en 1910 al producirse la disgregación del partido radical del político Alejandro Leroux. Diego Abad de Santillán, uno de los portavoces del anarcosindicalismo español, no dejará de rendir homenaje a Fernand Pelloutier, Emile Pouget y otros anarquistas que comprendieron la necesidad de hacer fructificar sus ideas ante todo en las organizaciones económicas del proletariado.
Indice de El anarquismo de Daniel Guérin Segunda parte. En busca de la sociedad futura Tercera parte - El anarquismo en la práctica revolucionaria. - El anarquismo en la revolucion rusaBiblioteca Virtual Antorcha