Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta VigesimanovenaCarta TrigesimaprimeraBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA TRIGÉSIMA

10 de abril de 1819.

Mi querido Greaves:

Cuando he recomendado a las madres que eviten fatigar a un niño por la instrucción, no deseo estimular la noción de que la instrucción debería tomar siempre el carácter de una diversión y aun de un juego. Estoy convencido de que cuando se abriga esa idea y es aplicada por un maestro, impedirá siempre la solidez del conocimiento y por la necesidad que tiene el discípulo de un ejercicio suficiente por su parte, llegará a los resultados que yo deseo evitar mediante mi principio de un empleo constante de la facultad de pensar.

A un niño se le debe enseñar muy pronto en la vida una lección que viene generalmente demasiado tarde y entonces es más penosa -la de que el ejercicio es indispensable para la adquisición del conocimiento. Pero a un niño no se le debería enseñar el ejercicio como un mal inevitable. El motivo del temor no debería constituir un estímulo para el ejercicio. Destruiría el interés y crearía el disgusto.

Este interés por el estudio es la primera cosa que un maestro y, en nuestro caso, una madre, debería tender a excitar y a conservar. Difícilmente se dará una circunstancia en la cual una falta de aplicación en los niños no proceda de una falta de interés; y no hay, quizá, ninguna en la que la falta de interés no se origine en el modo de tratar las cosas que el maestro adopta. Yo iría lo bastante lejos como para formular una regla: que siempre que los niños son desatentos y no toman interés, al parecer, por una lección, el maestro debería comenzar por buscar la razón en sí mismo. Cuando se ofrece al niño una cantidad de materia árida, cuando se obliga a un niño a oír en silencio largas explicaciones o a realizar ejercicios que no tienen nada en sí mismos para suscitar o atraer el espíritu, se echa sobre éste una carga que un maestro no debe nunca imponer. De la misma manera si el niño por la imperfección de su poder de razonamiento o su falta de familiaridad con los hechos es incapaz de penetrar en el sentido o de seguir el encadenamiento de las ideas de una lección, cuando se le ha obligado a oír o a repetir lo que para él no son sino sonidos sin sentido -esto es perfectamente absurdo. Y cuando a todo esto se agrega el temor al castigo -junto con el tedio que es en sí mismo castIgo suficiente- esto se convierte en absolutamente cruel.

De todos los tiranos es bien sabido que los pequeños tiranos son los más crueles; y de todos los pequeños tiranos los más crueles son los tiranos escolares. Ahora bien, en todos los países civilizados está prohibida toda clase de crueldad y aun la crueldad con los animales está castigada adecuadamente en unos países, por la ley y en todos por el anatema de la opinión publIca. ¿Como puede, entonces, prescindirse generalmente de la crueldad con los niños y aun considerarse como cosa corriente?

Algunos nos dirán, ciertamente, que sus medidas son maravillosamente humanas -que sus castigos son menos severos- o que han desterrado los castigos corporales. Pero no es a su severidad a lo que yo objeto, ni me aventuro a afirmar de una manera incalificada que los castigos corporales sean inadmisibles bajo todas las circunstancias en la educación. Me refiero a su aplicación -objeto al principio de que los niños son castigados cuando lo censurable es el maestro o el sistema.

Mientras esto continúe -en tanto que los maestros no se tomen el trabajo o no estén capacitados para inspirar a sus discípulos un vivo interés por sus estudios- no pueden quejarse de la falta de atención ni siquiera de la aversión hacia los estudios que algunos manifiestan. Pudiéramos testimoniar el indescriptible tedio que debe oprimir el espíritu juvenil mientras pasan lentamente las horas, una por una, en una ocupación de que no pueden ni gustar ni comprender el uso; pudiéramos nosotros recordar las mismas escenas que en nuestra infancia hemos atravesado, y no nos sorprendería entonces la negligencia perezosa del escolar, arrastrándose a desgana.

Al decir esto no debe entenderse que yo abogue por la pereza o a favor de aquellas irregularidades que encontremos ahora y encontraremos luego aun en las escuelas mejor dirigidas. Pero sugiero que la mejor manera de evitar que se generalicen es adoptar un mejor modo de instrucción por el cual el niño sea menos abandonado a sí mismo, menos lanzado al desagradable empleo del escuchar pasivo, menos duramente tratado por las faltas pequeñas y excusables, pero, mas incitado por las preguntas, más animado por los ejemplos y más interesado y atraído por la bondad.

Hay una notable acción recíproca entre el interés que al maestro inspira lo que enseña y el que él comunica a sus discípulos. Si él no está presente con todo su espíritu en el asunto, sean o no agradables sus maneras, nunca dejará de enajenarse el afecto de sus discípulos y de dejarlos indiferentes a lo que diga. Pero el interés real tomado en la tarea de la instrucción -palabras amables y sentimientos amables, la verdadera expresión de los rasgos y la mirada, nunca pasan desapercibidos para los niños.

Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta VigesimanovenaCarta TrigesimaprimeraBiblioteca Virtual Antorcha