Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DecimasextaCarta DecimaoctavaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA DECIMASÉPTIMA

7 de enero de 1819.

Mi querido Greaves:

Tengo vivos deseos de dilucidar algunas afirmaciones de mi carta anterior, concernientes a las primeras prácticas de la abnegación. Permítaseme para este propósito resumir el tema de mi última; y si parece que insisto demasiado sobre un tema favorito o que recurro a él con demasiada frecuencia, espero que atribuyáis al menos esta circunstancia no solamente a la locuacidad de la vejez, sino también a mi convicción de la importancia vital del tema.

Mientras más veo la miseria mental y moral que sufren millares de criaturas; mientras más frecuentemente he observado la riqueza sin contenido y el esplendor sin felicidad entre las clases superiores; mientras más de cerca he investigado las primeras corrientes de esas poderosas convulsiones que han sacudido el mundo y han hecho resonar aún en nuestros pacíficos valles los gritos de guerra con los lamentos de desesperación; más he confirmado mi punto de vista de que las causas inmediatas de todo esto y de otras muchas miserias que no he mencionado, han surgido de una indebida superioridad que han asumido los deseos de la naturaleza inferior del hombre sobre las energías del espíritu y los mejores afectos del corazón.

Y no puedo ver ningún remedio dentro del alcance del poder humano para evitar el progreso ulterior de esta miseria y la desmoralización consiguiente de nuestra raza, sino en el primer influjo de las madres para quebrantar con firmeza el creciente poder del egoísmo animal y vencerlo por el afecto.

Éste es el fin a que deseo que contribuya la práctica de la abnegación. Por esta razón insisto sobre la circunspección que ha de emplearse por las madres al controlar los deseos de los niños.

Por esta razón requeriré una y otra vez a la madre para que sea vigilante en su cuidado, para hacer todo lo que esté en su poder y hacerlo con alegría para que ninguna de sus necesidades reales permanezcan inatendidas. Porque no sólo es su deber hacerlo así para proporcionar al niño el bienestar físico, sino porque un olvido de este deber tiene que evitarse con más ansiedad, ya que puede echar una sombra sobre su propio afecto y provocar si no dudas, un sentimiento al menos de inquietud que puede llevar más tarde a ellas.

Pero, por esta misma razón, aconsejaría a la madre que estuviese continuamente en guardia contra su propia debilidad; no ser nunca indulgente con los apetitos del niño que puedan ser estímulos para otros deseos ulteriores que serán, a lo mejor superfluos, y nunca fomentar las impertinencias.

Puede llamar afecto a lo que yo llamo debilidad.

Pero, que esté persuadida de que el carácter del verdadero afecto es muy diferente. El afecto a que ella cedería es puramente animal; es un sentimiento que no puede explicar ni resistir. Puede convertirse también para ella en la base de un sentimiento más elevado de amor maternal espiritualizado. Pero para experimentar este último, tiene que abrir su propio corazón al influjo de los puntos de vista y de los principios espirituales. Debe conocer lo que debe amar y rechazar, para renunciar y ser humilde. Debe conocer un objeto superior de sus deseos, una fuente más pura de gozo que la satisfacción presente. Debe pesar la experiencia del pasado y ponderar los deberes del futuro. Su propio interés y su propio deseo no deben tropezar con más momentáneas obligaciones, ni debilitar su adhesión y su celo por el bienestar de los otros. Sus afectos no deben centrarse en el yo; sus deseos y sus esperanzas no deben limitarse a las cosas de este mundo.

Lo que ha nacido de la carne tiene que perecer. Si tal fuera su afecto al niño, moriría antes de ser ella capaz de hacer nada por su real interés. Pero si su afecto es de un origen superior y si sus esfuerzos llevan el sello de un espíritu en calma, apacible y consciente, le capacitará para vencer su propia debilidad y para elevar por una juiciosa dirección las emociones nacientes de su hijo.

Para aquellos que no han tenido una oportunidad de observarlo frecuentemente, es imposible formarse una idea de la rapidez y vehemencia con que crece el instinto animal si se le deja abandonado sin el freno saludable del influjo maternal. Pero el medio tan frecuentemente empleado por las madres para restringir su crecimiento, que es el temor al castigo, puede tender solamente a hacer peor el mal. El mero acto de prohibir es una fuerte excitación al deseo. El temor no puede actuar como un freno moral; sólo puede actuar como un estímulo para el apetito físico; exaspera y enajena el espíritu.

Esto se gana entonces con la severidad. Sus consecuencias son, indudablemente, tan funestas como las de la indulgencia. Contra el abuso de ambas sólo puedo repetir la recomendación de afecto y firmeza.

De estos dos principios guías derivará la madre la satisfacción de ver que cuando su hijo por la incapacidad de comprender sus motivos, no puede respetarla como una madre discreta, la obedecerá por la bondad de sus maneras, como a una madre amante.

Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DecimasextaCarta DecimaoctavaBiblioteca Virtual Antorcha