Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta DuodécimaCarta DecimacuartaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA DECIMATERCERA

12 de diciembre de 1818.

Mi querido Greaves:

El mejor beneficio que resulta de tratar al niño según la buena antigua regla, es de naturaleza moral.

Cuando hablo del beneficio o del perjuicio moral, no pierdo de vista la tierna edad a que lo adscribo. No hablo ahora de un niño en quien la razón se haya desenvuelto ya en algún grado y al cual podáis intentar con alguna esperanza de éxito explicar las ideas de lo recto o de lo erróneo, sobre las cuales se fundan nuestros deberes privados y la fábrica de nuestro sistema social.

No; yo hablo de aquel período de la infancia en que muchos y quizá la mayor parte de los filósofos entienden que falta totalmente o duerme al menos toda facultad moral.

Si, por consiguiente, todo lo que tenemos que decir sobre la materia parece visionario, sólo tengo que replicar que estoy dispuesto a rechazarlo si la experiencia me convence de su nulidad.

Hasta entonces debo mantener que la mejor naturaleza del niño debe ser estimulada tan pronto como sea posible para luchar contra el poder creciente del instinto animal, al cual considero como la base de la naturaleza inferior del hombre.

La actuación de este instinto animal se hará más patente en los días subsiguientes de la vida del niño. Este instinto, no más contenido ahora que en sus primeros esfuerzos, que fueron necesarios para la propia conservación, crece rápidamente en fuerza. El ardor de estos anhelos del niño forma un fuerte contraste con sus poderes físicos. Se apoderaría de todos los objetos que percibe: no hay nada que despierte su curiosidad que al mismo tiempo no suscite sus deseos; y la inconcebible obstinación de este anhelo aumenta en la misma medida en que se coloca el objeto fuera de su alcance.

Todo lo que hay de tosco y poco amable en el niño pequeño se encontrará conexionado de un modo u otro con la acción de este instinto animal. Porque incluso la impaciencia del niño mientras está bajo el influjo de circunstancias que pueden causarle dolor físico, no es más que una reacción de ese instinto.

Si consideramos el estado del niño con sus deseos y su impaciencia, veremos que proporciona un paralelo sorprendente con la imagen del hombre que está bajo el influjo de sus pasiones.

Es costumbre decir que la pasión debe ser vencida por principio y que nuestros deseos deben ser regulados por la razón. Pero en el tiempo en que no podemos apelar a los unos ni a la otra, la Providencia nos proporciona un agente todavía más poderoso en nuestro auxilio: el amor maternal.

El único influjo a que es accesible el corazón mucho antes de que el entendimiento pudiera haberlo adoptado o rechazado como un motivo, es el afecto, y es un hecho el de que ninguna persona pueda estar tan bien cualificada para ganar el afecto de un niño como la madre.

Si, por consiguiente, yo encuentro afirmado por un escritor eminente que, para establecer vuestra autoridad sobre los hijos, el miedo y el temor debe proporcionaros el primer poder sobre su espíritu, y el amor y la amistad debe sostenerla en los años ya maduros, sólo puedo imaginar que un error ha llevado a ese escritor a una afirmación que está en lucha abierta con los claros sentimientos expresados en otras muchas páginas de tan valiosa obra.

Porque aun suponiendo por un momento que la conducta que parece ser recomendada en el pasaje anterior la encontráramos práctica y beneficiosa, como estoy convencido de que no lo es, aún así no comprendo cómo pudiera aplicarse en el tiempo de que hablo.

El temor implica un conocimiento de las consecuencias de una acción o de un acontecimiento. Implica una conciencia de la causalidad; y la causalidad, a su vez, presupone una facultad de observar, comparar y combinar una variedad de hechos y deducir de ellos una conclusión.

Seguramente que el ingenioso escritor que he citado no concedería al niño crédito para un curso de razonamiento tan complicado, tan extraño al estado de sus facultades mentales.

Entonces, tenemos que rechazar el temor. Aunque no fuera indigno como motivo de acción, de un ser humano, no sería aplicable en el primer período de la vida, que, ciertamente no es el menos importante .

Por miedo o respeto puedo entender o un sentimiento vago e indistinto, que echa un velo sobre el espíritu y actuando sobre la imaginación y el sistema nervioso, nada tiene que hacer con el razonamiento, y ni es apto para dirigir las facultades en una cierta línea de acción, o bien, el temor puede decirse que se origina en una convicción de la superioridad moral de otro ser, que invade el espíritu y mueve al corazón a mirar con veneración temas que el intelecto es incapaz de acotar y limitar, y a seguir preceptos que han recibido su sanción de la Sabiduría Infinita.

Que el miedo, en el primer sentido indicado, tenga alguna afinidad con las primeras sensaciones de un niño, lo admito. Pero en este sentido lo mismo puede decirse de todo lo perteneciente a la infancia originado en un sentimiento de indefensión o de dolor ocasional. Puede decirse entonces, que es un mero fenómeno físico; y como tal, entiendo que sería poco cualificado como un motivo que deba emplearse en la educación moral. Además, no podría servir como motivo porque por su propia naturaleza es una mera sensación transitoria y no puede llevar, desde luego, a una línea de conducta constante, ni contribuir a formar un hábito moral. El miedo, en el otro sentido, parece presuponer algo más que una idea a la cual el niño es todavía extraño y continuará siéndolo por algún tiempo. El valor moral sólo puede ser apreciado cuando hay una conciencia de la energía moral. Y si pierde su carácter de sentimiento moral se disolverá en el temor. Pero en el mejor sentido, el sentimiento de miedo, que es esencial en la formación de las ideas religiosas y en la comunicación de las impresiones religiosas debe reservarse para aquel período en que por primera vez aparezca la consideración de aquel Ser al cual puede decirse que, con exclusión de todos los seres finitos, es debido aquel sentimiento en un grado preeminente.

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