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Cuestiones de enseñanza

(Tercera parte)

Un niño instruido conforme a los conocimientos verdaderamente científicos, no preguntará probablemente por la existencia de Dios, puesto que ni siquiera tendrá noticia de tal idea. Pero si lo preguntara, el profesor haría bien en demostrarle que en toda la serie de conocimientos humanos nada hay que abone semejante afirmación. Dios es materia de fe o de opinión, todo menos algo probado y que como tal debe enseñarse.

El que escribe estas líneas puede ofrecer la experiencia de once hijos, que aun no habiendo sido instruidos con el rigor científico necesario, jamás tuvieron la ocurrencia de formular la pregunta antes dicha. De pequeños, porque no tenían idea alguna de ello, y de mayores porque sin duda en el ambiente del hogar, en el ejemplo de cuanto les rodeaba y en libros de que disponían -y los había de distintas tendencias- hallaban satisfactoria respuesta a las interrogaciones de su entendimiento. Su ateísmo será, pues, el fruto de su trabajo cerebral propio, no la lección aprendida del preceptor. Sus ideas todas serán su labor propia y peculiar, no la resultante de una acción ajena ejercida deliberadamente. La diferencia es esencial y nos parece de una claridad meridiana.

Como hasta el día y tal vez por bastante tiempo perdurará el antagonismo entre la enseñanza de la calle y de la casa, lo natural será que las criaturas pregunten por muchas cosas que no tienen ni fundamento científico, y en todo caso, el profesor deberá desvanecer las dudas de sus discípulos, cuidando, no obstante, de no operar un simple cambio de opiniones. La escuela no puede ni debe ser un club.

Por algo sostenemos que, en tiempo y sazón, todo ha de ser aplicado, pero solamente enseñado aquello que tenga sanción científica, prueba universal. Una buena parte de los problemas planteados por el entendimiento humano, no tienen por solución más que hipótesis mejor o peor fundadas, y es evidente que en su exposición ha de procurarse una neutralidad absoluta, porque la solución que a uno le parece indudable y racional, a otro le parece absurda, y de aquí que el racionalismo sea insuficiente para dirigir la enseñanza. Descartada toda materia de fe, la instrucción de la juventud quedaría reducida a la enseñanza de las cosas probadas y a la explicación de los problemas cuya solución no tiene más que probabilidades de certidumbre.

Pongamos algunos ejemplos. Ante la experiencia diaria que les hace ver que cuando llueve todos nos mojamos, que nada hay que no provenga de algo o de alguien, que no hay, enfin, efecto sin causa, los pequeños hombres, si no preguntan por la existencia de Dios, seguramente preguntarán por el origen del Universo. Llegada cierta edad no hay quien no se pregunte por el principio y la causa y por la finalidad y el acabamiento de todas las cosas. Y todo esto es de una dificultad innegable. ¿Qué hará el maestro? Para unos, puesto que no hay efecto sin causa, el mundo habrá tenido un origen y un principio, tendrá una finalidad y un acabamiento. Para otros, la serie de las causas y efectos no tendrá límite anterior ni posterior y el mundo existirá de toda la eternidad en el espacio infinito. Como todo cuanto nos rodea empieza y acaba, sucede por algo y para algo, los espíritus realistas optarán por la primera hipótesis. Los capaces de abstracción se decidirán por la segunda. No valdrá invocar la ciencia porque ella no puede actualmente, acaso no pueda nunca, darnos respuestas enteramente probatorias. Los que crean que la solución categórica está en el materialismo o el evolucionismo, hablarán en nombre de una opinión o creencia (racionalismo), pero no harán sino esquivar, diferir el problema, figurándose haberlo resuelto mediante la sustitución de palabras. Lo intelectualmente honrado será, pues, que el maestro exponga con toda claridad los datos del problema y las hipótesis diferentes que tratan de aclararlo. Hacer otra cosa será siempre una imposición de doctrina.

Tyndall, cuya ciencia nadie pondrá en duda, terminaba la explicación de la teoría del calor como modo del movimiento, preguntándose de qué manera podría concebirse un movimiento sin algo que se mueva, y contestaba, con una sencillez verdaderamente sabia, que la ciencia contemporánea no podía responder a tal pregunta. ¿Y se querrá por nuestro bonísimo, pero inútil deseo, resolver de plano estas y otras cien cuestiones ofreciendo a los niños toda una ciencia acabada, fruto de la pretendida infalibilidad del racianalismo?

Poco importa que creamos que siempre ha habido una causa anterior y que la serie de las causas y efectos no tendrá término. La palabra infinito será un subterfugio de nuestro pensamiento, pero no una respuesta concluyente, y así no podremos ofrecer más que una opiníón, no una certidumbre; una probabilidad, no una prueba. ¿Qué responderemos si el pequeño hombre se obstina en hallar un principio y determinar un final? Aquí del método de la libertad o si se quiere neutralidad, no del racionalismo precisamente: dejar que el pequeño hombre forme su juicio por sí mismo poniendo a su alcance cuantos conocimientos puedan ilustrar la cuestión.

Y este método de libertad, que nosotros proclamamos, es el exigible a cuantos se digan, piensen como piensen, respetuosos de la independencia intelectual del niño. Lo proclamamos, no a título de hombres de equidad y de recíproco respeto, en cuyo punto creemos que pueden coincidir gentes de todos los extremos de las ideas progresivas, si no entienden por enseñanza el adoctrinamiento de una opinión determinada.

Por eso creemos que los que se empeñan en establecer perfecta sinonimia entre el racionalismo y el anarquismo -que de ningún modo son equivalentes- harían bien en dejarse de rodeos y proclamarse abiertamente partidarios de la enseñanza anarquista, porque esto significaría los términos de la cuestión, y si no a un acuerdo, podría, sin duda, llegarse a una delimitación completa de tendencias.

Aun a estos buenos amigos que en su entusiasmo por el ideal quisieran inculcarlo, tendríamos que objetarles que en cualquier terreno, y más en el de la enseñanza, la anarquía no debe ser materia de imposición.

Dos palabras aún para terminar esta serie de artículos.

Ptolomeo Philadelfo, rey de Egipto, pidió a su maestro, el geómetra Euclides, que hiciese en su favor algo por allanar las dificultades de la demostración científica, en verdad bastante complicada en aquellos tiempos. y Euclides, le respondió: Señor, no hay en la geometría senderos especiales para los reyes.

Compañeros: en la ciencia no hay senderos especiales para los anarquistas.

(Acción Libertaria, núm. 22, Gijón, 12 de mayo de 1911.

Ricardo Mella

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