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El problema de la enseñanza

(Segunda parte)

Sabíamos que no faltan librepensadores, radicales y anarquistas que entienden la libertad al modo que la entienden los sectarios religiosos. Sabíamos que los tales actúan en la enseñanza, como en todas las manifestaciones de la vida, a la manera que los inquisidores actuaban y al modo que actúan hoy sus dignos herederos, los jesuítas laicos o religiosos. Y porque lo sabíamos, abordamos el problema de la enseñanza en nuestro artículo anterior.

Como no queremos ningún fanatismo, ni aun el fanatismo anarquista; como no transigimos con ninguna imposición, aunque se ampare en la ciencia, insistiremos en nuestros puntos de vista.

Se lleva tan lejos el sectarismo que se presenta en forma de dilema: o conmigo o contra mí. Libertarios se dicen los que así hablan. Les perturba la eufonía de una palabra: racionalismo. Y nosotros preguntamos: ¿Qué es el racionalismo? ¿Es la filosofía de Kant, es la ciencia pura y simple, es el ateísmo y es el anarquismo? ¡Cuántas y cuántas voces clamarían en contra de tales asertos!

Sea lo que quiera el racionalismo, es para algunos de los nuestros la imposición de una doctrina a la juventud. Su propio lenguaje lo denuncia. Se dice y se repite que la enseñanza racionalista será anarquista o no será racionalista. Se afirma enfáticamente que la misión del profesor racionalista es hacer seres para vivir una sociedad de dicha y de libertad. Se identifica ciencia, racionalismo, y anarquismo, y se sale del paso convirtiendo la enseñanza en una propaganda, en un proselitismo. Son más lógicos los que más lejos van y sostienen que se debe decir resueltamente enseñanza anarquista y dar de lado al resto de adjetivos sonoros que hacen la felicidad de los papamoscas que no llevan en el cerebro un adarme de fósforo.

No reparan estos libertarios que nadie tiene la misión de hacer a los demás de este o del otro modo, sino el deber de no estorbar que cada uno se haga a sí mismo como quiera. No observan que una cosa es instruir en las ciencias y otra enseñar una doctrina. No se detienen a considerar que lo que para los adultos es simplemente propaganda, para los niños resulta imposición. Y en último extremo, que aunque el racionalismo y el anarquismo sean todo lo idénticos que se quiera, nosotros anarquistas, debemos guardarnos bien de grabar deliberadamente en los tiernos cerebros infantiles una creencia cualquiera, impidiéndoles así o tratando de impedirles futuros desarrollos.

Para mucha gente -decía Clementina Jacquinet, en una conferencia dada en Barcelona acerca de la sociología en la escuela- y desgraciadamente para muchos maestros, la ciencia social está contenida por entero en sus periódicos, en los problemas de emancipación que tan vivamente agitan nuestra época.

Tódo su saber consiste en inculcar a sus discípulos sus opiniones preferidas, a fin de que causen en sus cerebros una impresión imborrable, que se implanten en ellos y se extiendan ni más ni menos que a semejanza de una hierba parásita. Todo lo que han podido encontrar mejor para formar libertarios, es obrar al modo de los curas de todas las religiones.

No se dan cuenta de que forjando las inteligencias según su modelo predilecto, hacen obra antilibertaria, puesto que arrebatan al niño desde su más tierna infancia la facultad de pensar según su propia iniciativa.

Se insistirá, no obstante lo dicho y transcrito, en que la anarquía y el racionalismo son una misma cosa, y hasta se dirá que son la verdad indiscutible, la ciencia toda, la evidencia absoluta. Puestos en el carril de la dogmática, decretarán la infalibilidad de sus creencias.

Mas aunque así fuera, ¿qué se haría de la libre elección, de la independencia intelectual del niño? Ni aun la libertad absoluta debería ser impuesta, sino libremente buscada y aceptada, si la verdad absoluta no fuera un absurdo y un imposible en los términos fatalmente limitados de nuestro entendimiento.

No, no tenemos el derecho de imprimir en los vírgenes cerebros infantiles nuestras particulares ideas. Si ellas son verdaderas, es el niño quien debe deducirlas de los conocimientos generales que hayamos puesto a su alcance. No opiniones, sino principios bien probados para todo el mundo. Lo que propiamente se llama ciencia, debe constituir el programa de la verdadera enseñanza, llamada ayer integral, hoy laica, neutra o racionalista, que el nombre importa poco. La sustancia de las cosas: he ahí lo que interesa. Y si en esa sustancia está, como creemos, la verdad fundamental del anarquismo, anarquistas serán, cuando hombres, los jóvenes instruidos en las verdades científicas; pero lo serán por libre elección, por propio convencimiento, no porque los hayamos modelado, siguiendo la rutina de todos los creyentes, según nuestro leal saber y entender.

La evidencia puede hacerse inmediata. ¿Qué clase de anarquismo enseñaríamos en las escuelas en el supuesto de que ciencia y anarquismo fueran una misma cosa? Un profesor comunista señalaría a los niños el simplísimo e idílico anarquismo de Kropotkin. Otro profesor individualista enseñaría el feroz egolatrismo de los Nietzsche y Stirner, o el complicado mutualismo proudhoniano. Un tercer profesor enseñaría el anarquismo a base sindicalista influido por las ideas de Malatesta u otros. ¿Cuál es aquí la verdad, la ciencia, para que quede establecido en firme ese desaponderado absurdo de lo absoluto racionalista?

Se olvida sencillamente que el anarquismo no es más que un cuerpo de doctrina y que por firme y razonable y científica que sea su base, no se sale del terreno de lo especulativo, de lo opinable y, como tal, puede y debe explicarse, como todas las demás doctrinas, pero no enseñarse, que no es igual. Se olvida asimismo que la verdad de un día es el error del día siguiente y que nada hay capaz de establecer, sólidamente, que el porvenir no se reserva otras aspiraciones y otras verdades. Y se olvida, en fin, que estamos nosotros mismos prisioneros de mil prejuicios, de mil anacronismos, de míl sofismas que habríamos de transmitir necesariamente a las siguientes generaciones si hubiera de prevalecer el criterio sectario y estrecho de los doctrinarios del anarquismo.

Como nosotros hay miles de hombres que se creen en posesión de la verdad. Son probablemente, seguramente honrados, y honradamente piensan y sienten. Tienen el derecho a la neutralidad. Ni ellos han de imponer a la infancia sus ideas ni hemos de imponerles nosotros las nuestras. Enseñemos las verdades adquiridas y que cada uno se haga a sí mismo como pueda y quiera. Esto será más libertario que la funesta labor de dar a los niños ideas hechas que pueden ser, que serán muchas veces enormes errores.

Y guárdense los dómines del anarquismo que se consideran únicos poseedores de la verdad, la palmeta para mejor ocasión, que ya es tarde para resucitar risibles dictaduras y para expedir o denegar patentes que nadie solicita ni nadie admite.

Como anarquistas, precisamente como anarquistas, queremos la enseñanza libre de toda clase de ismos, para que los hombres del porvenir puedan hacerse libres y dichosos por sí y no a medio de pretendidos modeladores, que es como quien dice redentores.

(Acción Libertaria, núm, 11, Gijón, 27 enero 1911).

Ricardo Mella

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