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IV

PROGRAMA PRIMITIVO

Llegó el momento de pensar en la inauguración de la Escuela Moderna.

Algún tiempo antes invité a un corto número de señores conocidos como ilustrados, progresivos y de honorabilísima reputación, para que tuvieran a bien guiarme con sus consejos, constituyéndose por su benévola aceptación en Junta Consultiva. De gran utilidad me fué su concurso en Barcelona, donde yo tenía escasas relaciones, por lo que me complazco en consignar aquí mi reconocimiento. En aquella junta se manifestó la idea de inaugurar con ostentación la Escuela Moderna, lo que hubiera sido de buen efecto: con un cartel llamativo, un reclamo-circular en la prensa, un gran local, una música y un par de oradores elocuentes, escogidos entre la juventud política de los partidos liberales, todo ello facilísimo de conseguir, había material de sobra para reunir algunos cientos de espectadores que ovacionaran con ese entusiasmo fugaz con que suelen adornarse nuestros actos públicos; pero no me seducían tales ostentaciones. Tan positivista como idealista, quería yo empezar con modesta sencillez una obra destinada a alcanzar la mayor trascendencia revolucionaria; otro procedimiento hubiérame parecido una claudicación, una sumisión al enervante convencionalismo, una concesión al mismo mal que a todo trance quería reparar con un bien de efecto y de éxito segurísimos; la proposición de la Consultiva fué, pues, desechada por mi conciencia y mi voluntad, que en aquel caso y para todo lo referente a la Escuela Moderna, representaba una especie de poder ejecutivo.

En el primer número del Boletín de la Escuela Moderna, publicado el 30 de octubre de 1901, expuse en términos generales el fundamento de la Escuela Moderna.

Los productos imaginativos de la inteligencia, los conceptos a priori, todo el fárrago de elucubraciones fantásticas tenidas por verdad e impuestas hasta el presente como criterio director de la conducta del hombre, han venido sufriendo, desde muchísimo tiempo, pero en círculo reducido, la derrota por parte de la razón y el descrédito de la conciencia.

A la hora presente, el sol, no tan sólo cubre las cimas, estamos en casi luz meridiana que invade hasta las faldas de las montañas. La ciencia, dichosamente, no es ya patrimonio de un reducido grupo de privilegiados; sus irradiaciones bienhechoras penetran con más o menos conciencia por todas las capas sociales. Por todas partes disipa los errores tradicionales; con el procedimiento seguro de la experiencia y de la observación, capacita a los hombres para que formen exacta doctrina, criterio real, acerca de los objetos y de las leyes que los regulan, y en los momentos presentes, con autoridad inconcusa, indisputable, para bien de la humanidad, para que terminen de una vez para siempre exclusivismos y privilegios, se constituye en directora única de la vida del hombre, procurando empaparla de un sentimiento universal, humano.

Contando con modestas fuerzas, pero a la vez con una fe racional poderosa y con una actividad que está muy lejos de desmayar, aunque se le opongan circunstancias adversas de toda clase, se ha constituído la Escuela Moderna. Su propósito es coadyuvar rectamente, sin complacencias con los procedimientos tradicionales, a la enseñanza pedagógica basada en las ciencias naturales. Este método nuevo, pero el únicamente real y positivo, ha cuajado por todos los ámbitos del mundo civilizado, y cuenta con innúmeros obreros, superiores de inteligencia y abnegados de voluntad.

No ignoramos los enemigos que nos circundan. No ignoramos los prejuicios sin cuento de que está impregnada la conciencia social del país. Es hechura de una pedagogía medieval subjetiva, dogmática, que ridículamente presume de un criterio infalible. No ignoramos tampoco que, por ley de herencia, confortada por las sugestiones del medio ambiente, las tendencias pasivas que ya son connaturales de suyo en los niños de pocos años, se acentúan en nuestros jóvenes con extraordinario relieve.

La lucha es fuerte, la labor es intensa, pero con el constante y perpetuo querer, única providencia del mundo moral, estamos ciertos que obtendremos el triunfo que perseguimos; que sacaremos cerebros vivos capaces de reaccionar; que las inteligencias de nuestros educandos, cuando se emancipen de la racional tutela de nuestro Centro, continuarán enemigas mortales de los prejuicios; serán inteligencias sustantivas, capaces de formarse convicciones razonadas, propias, suyas, respecto a todo lo que sea objeto del pensamiento.

Esto no quiere decir que abandonaremos al niño, en sus comienzos educativos, a formarse los conceptos por cuenta propia. El procedimiento socrático es erróneo si se toma al pie de la letra. La misma constitución de la mente, al comenzar su desarrollo, pide que la educación, en esa primera edad de la vida tenga que ser receptiva. El profesor siembra las semillas de las ideas, y éstas, cuando con la edad se vigoriza el cerebro, entonces dan la flor y el fruto correspondientes, en consonancia con el grado de la iniciativa y con la fisonomía característica de la inteligencia del educando.

Por otra parte, cúmplenos manifestar que consideramos absurdo el concepto esparcido, de que la educación basada en las ciencias naturales atrofia el órgano de la idealidad. Lo concebimos absurdo, decimos, porque estamos convencidos de lo contrario. Lo que hace la ciencia es corregirla, enderezarla, sanear su función dándole sentido de realidad. El remate de la energía cerebral del hombre es producir el ideal con el arte y con la filosofía, esas altas generaciones conjeturables. Mas para que lo ideal no degenere en fábula o en vaporosos ensueños, y lo conjeturable no sea edificio que descanse sobre cimientos de arenas, es necesario de toda necesidad que tenga por base segura, inconmovible, los cimientos exactos y positivos de las ciencias naturales.

Además, no se educa íntegramente al hombre disciplinando su inteligencia, haciendo caso omiso del corazón y relegando la voluntad. El hombre, en la unidad de su funcionalismo cerebral, es un complejo; tiene varias facetas fundamentales, es una energía que ve, afecto que rechaza o se adhiere lo concebido y voluntad que cuaja en actos, lo percibido y amado. Es un estado morboso, que pugna contra las leyes del organismo del hombre, establecer un abismo en donde debiera existir una sana y bella continuidad, y sin embargo, es moneda corriente el divorcio entre el pensar y el querer. Debido a ello, ¡cuántas fatalísimas consecuencias! No hay más que fijarse en los directores de la política y de todos los órdenes de la vida social: están afectados profundamente de semejante pernicioso dualismo. Muchos de ellos serán indudablemente potentes en sus facultades mentales; poseerán riqueza de ideas; hasta comprenderán la orientación real, y por todo concepto hermosa, que prepara la ciencia a la vida del individuo y pueblos. Con todo, sus desatentados egoísmos, las propias conveniencias de sus afines... todo ello mezclado con la levadura de sentimientos tradicionales, formarán un impermeable alrededor de sus corazones, para que no se filtren en ellos las ideas progresivas que tienen, y no se conviertan en jugo de sentimiento, que al fin y al cabo es el propulsor, el inmediato determinante de la conducta del hombre. De aquí el detentar el progreso y poner obstáculos a la eficacia de las ideas; y como efecto de tales causas, el escepticismo de las colectividades, la muerte de los pueblos y la justa desesperación de los oprimidos.

Hemos de proponernos, como término de nuestra misión pedagógica, que no se den en un solo individuo dualidad de personas: la una, que ve lo verdadero y lo bueno y lo aprueba, y la otra, que sigue lo malo y lo impone. Y ya que tenemos por guía educativa las ciencias naturales, fácilmente se comprenderá lo que sigue: trataremos que las representaciones intelectuales, que al educado le sugiera la ciencia, las convierta en jugo de sentimiento, intensamente las ame. Porque el sentimiento, cuando es fuerte, penetra y se difunde por lo más hondo del organismo del hombre, perfilando y colorando el carácter de las personas.

Y como la vida práctica, la conducta del hombre, ha de girar dentro del círculo de su carácter, es consiguiente que el joven educado de la indicada manera, cuando se gobierne por cuenta de su peculiar entender, convertirá la ciencia, por conducto del sentimiento, en maestra única y benéfica de su vida.



Efectuóse la inauguración el 8 de setiembre de 1901 con un efectivo escolar de 30 alumnos; 12 niñas y 18 niños.

Bastaban para un primer ensayo, con el propósito de no aumentar su número por el momento para facilitar la vigilancia, en previsión de cualquiera añagaza que, acerca de la coeducación de niñas y niños, hubieran podido introducir arteramente los rutinarios enemigos de la nueva enseñanza.

La concurrencia se componía de público atraido por la noticia publicada en la prensa, de familias de los alumnos y de delegados de varias sociedades obreras, invitadas por habérseme facilitado su dirección. En la presidencia acompañábanme los profesores y la Junta Consultiva, dos de cuyos individuos expusieron el sistema y el fin de esta novísima institución, y así, con tan sobria sencillez, quedó creada aquella Escuela Moderna, Científica y Racional, que no tardó en alcanzar fama europea y americana, que si con el tiempo perderá el título de moderna, vigorizará cada vez más en la continuidad de los siglos sus títulos de racional y científica.
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