Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo XVIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XVIII

IDEALISMO

Conservadores y radicales. Espiritualistas y materialistas. El cuerpo y el alma. La psicología fisiológica. El alma en el animal. Cerebro y pensamiento. Los sabios y la religión. No sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. Necesidad del dolor. Debe clasificarse a los hombres en hacedores de penas y hacedores de alegrias.


228. Cuando yo era chico oía conversaciones de señores y por ellas me enteré de que había dos clases de hombres, a saber, los conservadores -que acaparan las riquezas y distinciones, son egoístas dentro de su honorabilidad farisaica y enemigos de todo progreso- y los radicales -naturalezas francas y rectas, que luchan contra todas las autocracias y son pioneros del progreso en la totalidad de los campos-.

Pero he modificado este juicio, porque no me costó trabajo comprobar que esos rojos no poseían el monopolio de todas las virtudes cívicas y privadas y, por lo demás, las relaciones que mantuve con los terribles conservadores me mostraron que no eran peores que los otros. Encontré entre ellos, en efecto, almas nobilísimas, espíritus muy liberales y accesibles a toda idea generosa, por donde concluí que no hay que conceder gran importancia a las etiquetas.

Yendo y viniendo años, cuando era ya un joven, oí hablar de nuevas diferencias entre los hombres. El mundo me pareció dividido en dos campos: los espiritualistas, por lo común creyentes, guardianes del Ideal y paladines de la virtud, y los materialistas, toscos personajes que sólo piensan en los goces materiales. Cierto es que se consentía en admitir una distinción entre los materialistas que lo eran por sus costumbres y los sabios positivistas que -se afirmaba- a sus teorías subversivas unían una existencia digna. Oía yo citar, con un terror en el que no faltaban, sin embargo, sus puntas y ribetes de respeto, los nombres de Auguste Comte, Littré y Stuart Mill, así como los de Büchner, Moleschott y Carl Vogt.

Mas también en este caso debí borrar bien pronto las etiquetas falaces y juzgar a los individuos sin cuidarme de tales diferencias. Por una parte no tardé en verificar cuán ineficaz se muestra el espiritualismo en la mayoría de los que se erigen en sus defensores. Por la otra advertí que sabios positivistas, enrolados al monismo materialista, sabían sostener en alto la bandera del Ideal moral y acordar a él su vida.

No existe querella más vana que la siempre renaciente de los espiritualistas con los materialistas, de los dualistas con los monistas. Empero, reviste tan poca importancia para nosotros como el combate de los Horacios y los Curiacos (Los Horacios fueron, conforme a la leyenda, tres hermanos gemelos romanos que, reinando Tullus Hostilius, combatieron por Roma contra los Curiacios, asimismo hermanos gemelos que lo hacían por Alba, con el objeto de resolver cuál de entrambos pueblos gobernará al otro. La lucha se llevó a cabo en presencia de los dos ejércitos, y triunfaron los Horacios, vale decir, Roma. El asunto inspiró a Pierre Corneille una tragedia en verso y cinco actos titulada Horace. N.d.T.)

Expliquémonos.

229. Si estudiamos sin prejuicios al hombre, así por el examen objetivo de nuestros semejantes como por la introspección, comprobamos en él la existencia de un cuerpo análogo al del animal, una sustancia física que es posible palpar y someter al análisis anatómico y al químico.

Se halla compuesto de innumerables células que a medida que se asciende en la serie animal se diferencian más. Cada una de dichas células vive, esto es, reacciona al influjo de excitantes naturales como la luz y el sonido, las sustancias sápidas y odorantes, las excitaciones mecánicas.

Ahora bien, todos esos estímulos naturales pueden reemplazarse por otros artificiales, en particular por la electricidad, la cual bajo las más diversas formas es capaz de poner en actividad nuestros distintos órganos. El músculo, que normalmente se contrae bajo la influencia de lo que se llama por lo común la voluntad, reacciona del mismo modo al choque, a la excitación eléctrica o química. Nada más material que todas las reacciones celulares, este transmitirse de las vibraciones de órgano en órgano por la vía de los nervios. Han podido calcular su velocidad como si se tratara de una simple corriente eléctrica o de la de un río: es, sobre poco más o menos, de treinta metros por segundo.

230. Tal fisiología es común a todos los seres animados, desde el ínfimo protozoario hasta el hombre, y sin transición se relaciona con los fenómenos de sensibilidad y contractilidad de las plantas.

Hasta aquí todo el mundo será necesariamente materialista, admitiendo en la totalidad de dichos fenómenos una reacción de la materia, aun cuando no comprendamos todavía todas las condiciones que dan a la célula la facultad de reaccionar a los diversos excitantes. Pese a ello, las suponemos de índole mecánica, como las que provocan las composiciones y descomposiciones químicas.

Pero, en medio de esta vida material echamos de ver en el hombre y hasta en el animal toda una serie de fenómenos que son menos accesibles al análisis. Henos aquí, pues, forzados a dejar el escalpelo, a hacer a un lado los aparatos fisiológicos que se destinan a provocar la reacción, a medir el alcance del excitante o el efecto producido. Podemos incluso sustituir la voluntad, considerada como agente provocador de la contracción muscular, por una corriente eléctrica. Mas somos incapaces de engendrar mediante tales estímulos artificiales una idea, un sentimiento. Y aquí nos hallamos en el terreno de la psicología.

231. La ciencia que se denomina psicología fisiológica ha intentado aplicar al estudio de los fenómenos mentales los procedimientos de investigación de la fisiología, logrando así efectuar determinadas mediciones y establecer algunas leyes, aún muy inciertas. Sobre todo trató, por medio de la estadística, de fijar las leyes de la asociación de ideas en situaciones simples que se reprodujeron experimentalmente. Pero un abismo hay entre esta psicología de laboratorio y la que en la conversación más vulgar interviene. Por lejos que pueda llevar tal psicología científica y objetiva, seguiremos acudiendo siempre a la introspección, al análisis de nosotros mismos, sujeto a error, es verdad, pero necesario.

En sus Mélanges Philosophiques escribe D'Hulst:
Llamaré alma a lo que piensa en mí. Y añade: Ya sea materialista, idealista o positivista, ningún filósofo podrá discutirme este sentir.

Cabal. Pero ese pensamiento sólo es todavía -como creo haber demostrado- una reacción a excitaciones externas al yo pensante y sintiente. Cierto que se trata de una reacción particular, que escapa a nuestros recursos de investigación fisiológica. De lo cual se ha colegido que existe una irreductibilidad decisiva entre los fenómenos de conciencia y el trabajo cerebral que siempre les acompaña, mas ello significa cortar de plano toda indagación mediante un aserto que carece de pruebas.

232. En efecto, no tenemos todavía conceptos claros sobre el nexo que liga al alma -definida como lo hace el prelado filósofo que cité- con el cuerpo físico, al cual conocemos mejor. Pero van demasiado lejos cuando la llaman sustancia inmaterial, juzgándola exclusiva del hombre y queriéndola imperecedera, en tanto el cuerpo retorna al polvo.

Conceptúan noble a aquélla aunque este último sea vil, y ponen el grito en el cielo si nos atrevemos a emitir la hipótesis de que los fenómenos psíquicos quizá constituyan sólo la reacción especial de ciertas células organizadas para la vida mental, las células del cerebro.

Se echa en olvido que el animal posee asimismo un alma, que ocurren en él una serie de fenómenos psíquicos también por completo irreductibles -para el estado presente de nuestros conocimientos- a las leyes de la fisiología material. Desde este punto de vista fuera justo exigir asimismo para él, en cierta medida, la inmortalidad de esa sustancia inmaterial pensante.

Porque el animal piensa y ama y sufre. Bien se me alcanza lo mucho que dista la mentalidad de la bestia del vivir espiritual del hombre. El animal reacciona con más sencillez, obedeciendo a los impulsos de la sensibilidad, a sus instintos. Vive en acuerdo con la naturaleza y tiene en ella mejor éxito que nosotros. Únicamente en el hombre encontramos desarrollada la conciencia de lo que pasa en él, la facultad de reaccionar no a meros estímulos fisiológicos sino a representaciones mentales. Sólo él es capaz de analizarse, de observarse en lo interior, de elevarse hasta la idea abstracta. Sólo él obedece a leyes morales, que adopta cuando ha sabido comprender las ventajas que para su felicidad le reporta la virtud.

233. En mi sentir, si se quiere ser espiritualista precisa extender el dualismo de cuerpo y espíritu a toda la serie animal o, por lo menos, a los animales superiores, en los que vemos surgir algunos atisbos de lógica, cierta dosis de razón, además de sentimientos. Advertimos en ellos una vida psíquica, por rudimentaria que sea, y resulta tan admirable ver pensar a un perro como a un hombre, ya que es precisamente el pensamiento lo que encontramos irreductible.

Los creyentes, que atribuyen la Creación a un Dios personal todopoderoso, se me antojan un poco temerarios al limitar el poder de dicho Dios, pues creen que sólo ha podido construir la maravilla humana asociando dos elementos heterogéneos, a saber, el alma y el cuerpo. De suerte que le rehusan un poder, cual es el de hacer que brote esa incógnita que denominamos pensamiento del funcionar de los órganos creados con tal objeto. De mí sé decir que confiaría más en su omnipotencia.

Asimismo se permiten una crítica que se me ocurre impertinente para con la Providencia, al despreciar el cuerpo teniéndolo por inferior, y otorgar toda la supremacía a esa abstracción que se llama alma.

234. El biólogo considera las cosas de muy distinta manera. Para él el hombre es uno, constituye un organismo material. Las células de que está compuesto tienen su rol particular: unas se contraen, otras segregan, Los nervios transmiten la vibración -que en sus esencias desconocemos aún- denominada onda nerviosa. El cerebro es el órgano del pensamiento, recibe así de lo exterior como de lo interior múltiples excitaciones que se truecan, sin que sepamos cómo, en imágenes mentales. Las asociamos al mismo tiempo que las percibimos mediante esa vista interna que es la conciencia de nosotros mismos. He aquí un fenómeno inexplicable todavía, aunque cierto, y que diferencía no sólo al hombre sino al animal de una simple máquina.

Taine y Carl Vogt han usado de imágenes harto groseras al expresar, el uno que la virtud y el vicio son productos, como el azúcar o el vitriolo, y el otro que el cerebro segrega el pensamiento, del modo que el hígado segrega la bilis.

Al término de las reacciones químicas encontramos los productos materiales azúcar y vitriolo, al paso que el pensamiento es, si así vale decirlo, el funcionar hecho consciente. Una máquina que se diera cuenta del producto que elaborase poseería un alma. El hígado no tiene conciencia de su secreción, hace un trabajo puramente químico.

235. La dificultad en que nos hallamos para concebir el pensamiento y comprender su mecanismo o su esencia ¿es por ventura una razón para que admitamos que existen dos sustancias fundamentalmente diversas, material y perecedera la una, inmaterial e imperecedera la otra? No lo creo. En todo caso, ésta no sería más que una hipótesis.

Espiritualismo y materialismo o, como ahora dicen, dualismo y monismo, no constituyen otra cosa que tentativas del hombre para explicar el hecho del pensamiento. Frente a lo incógnito son permitidas todas las suposiciones, y de una y otra parte ha menester que renuncien a persuadirse mutuamente de que se hallan en un error.

Si la Iglesia oficial rechaza la concepción del monismo materialista por ser contraria a sus dogmas, dicha concepción comparte esta desgracia con otras muchas ideas, antiguas y modernas, que sin embargo continúan subsistiendo. Por otra parte, en modo alguno es incompatible con una creencia monoteísta. Algunos apóstoles han considerado al hombre en su unidad y creyeron en la resurrección de los cuerpos.

No hay entre el dualismo y el monismo la radical antinomia que insisten en establecer y que convierte a sus partidarios en hermanos enemigos. No son doctrinas por las cuales sea necesario tomar partido sino que constituyen ensayos de interpretación de fenómenos que todos presenciamos sin poder descubrir el secreto de su existencia.

236. Frente al turbador problema de la vida nos formamos opiniones, que varían según la mente de cada cual y, sobre todo, conforme a la educación que en la infancia recibimos y los estudios que hemos hecho. Guardémonos de honrarlas con el nombre de verdades, pues que no se trata sino de hipótesis, de ahí que podríamos terminar esas polémicas que suscitan -y que el hombre halla siempre interesantes- con esta confesión: En el fondo, nada sabemos de ello los unos ni los otros.

San Pablo ha dicho: La circuncisión no es nada. La incircuncisión no es nada. Observar los mandamientos de Dios lo es todo. E igualmente pudiéramos expresar nosotros: El espiritualismo no es nada. El materialismo no es nada. Vivir con dignidad, trabajando por la felicidad colectiva, lo es todo.

En los períodos dichosos de nuestra existencia, cuando poseemos juventud y salud, no nos inquietamos por estas cuestiones. Las distintas maneras de ver se olvidan y podría decirse: Ni creyentes ni librepensadores: todos felices. Pero las cosas cambian ante la adversidad, el sufrimiento y la muerte, y entonces siente el hombre su flaqueza. Tiembla y, como el náufrago, busca una tabla de salvación.

237. Ahora bien, ¿dónde encuentra este salvador apoyo? Siempre en concepciones destinadas a reanimar su valor, a empujarle a la lucha con sana confianza en el buen éxito. Y en esta lid enteramente espiritual nunca lo sostiene otra cosa que una idea. ¿De dónde, pues, la extrae? De su mentalidad innata y adquirida. He demostrado que ésta constituye el producto de la educación, que obra en individuos diversamente dotados.

Hay almas dulces, amantes y me atrevería a decir que un tanto timoratas, las cuales se espantan de la pequeñez del hombre en el seno del universo. Son como el niño que, en medio de los mil peligros de la selva, busca ansioso la mano de su padre. Educados desde la más tierna edad dentro de convicciones religiosas, tales creyentes depositan toda su esperanza en la protección divina en este mundo y en las promesas de una vida futura. Su conducta (cuando son sinceros) es una alegre obediencia a las órdenes de un Padre que vela por ellos de continuo, de manera que se sienten seguros en sus manos y se consuelan de las desdichas presentes con la esperanza de las compensaciones eternas.

En los casos en que esta fe vulgar se apodera del alma de personas poco evolucionadas desde el punto de vista intelectual, desemboca fácilmente en la superstición, en una religiosidad epidérmica que sólo se manifiesta mediante las prácticas del culto y genera la intolerancia. Las mujeres, cuyo espíritu es menos apto para el razonamiento o bien no se halla tan educado en la lógica, incurren más de ligero en este defecto. En otras almas (que, por cierto, no abundan) la religión engendra un verdadero estoicismo cristiano que permite aceptar como dones de Dios así la felicidad como el sufrimiento. Esta creencia constituye entonces una fuerza, como todo estandarte por el que nos entusiasmamos.

238. Hay que reconocer asimismo que algunos espíritus superiores, adiestrados en la labor científica y capaces de levantarse hasta las cumbres del pensamiento filosófico, han permanecido fieles a convicciones religiosas o vuelto a ellas tras haberlas abandonado, y nos complacemos en repetir la frase de uno de ellos, que dijo: Un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha ciencia torna a conducir a Él.

Esta mudanza en la manera de pensar de ciertos sabios que han echado ya sus malos humores juveniles de escepticismo les lleva muy rara vez a la religión oficial con todos sus dogmatismos, sino que suele conducirles a un teísmo más o menos preciso, que va del monoteísmo al más vago panteísmo. En los moralistas de la escuela de Emerson vuelve a cada página la palabra Dios, pero pudiera sustituirse por Naturaleza.

Comprendo que frente al prodigio del universo se le busque una causa, se admita un autor de todas las cosas y nos inclinemos ante él así como ante el Ideal de virtud que de sus criaturas exige. De ello a rendirle culto no hay más que un paso, aunque esta necesidad de hacer demostraciones públicas se me antoje un fetichismo. Cuanto más apto es el hombre para vivir la vida del espíritu, tanto más se eleva hacia la idea pura y se siente guiado por ella, sin necesitar de ostentación exterior. El patriotismo esclarecido no ha menester de una bandera material, de las ruidosas manifestaciones populares, sino que está en los hondones del alma, presto a poner en movimiento las energías todas. Las multitudes, que piensan menos, son más fácilmente sugestionables y ceden al ascendiente del tribuno. Esta desventaja no resulta grave cuando la dirección es buena, pero dicha pasividad mental puede asimismo extraviar.

239. Se cae de su peso que una religión del espíritu, que mantenga un continuado esfuerzo por hacer vida virtuosa, da inmensa fuerza, y nos agradaría ver efectos más reales en los individuos que se dicen religiosos. Imposible oponer a las creencias argumentos convincentes. Sobradas incógnitas hay en la vida para que se pueda decir a los libres creyentes que están equivocados. Forzoso es que nos inclinemos ante una convicción sincera y eficaz.

Pero espíritus hay a quienes obsesiona la necesidad de lógica y que no pueden poner el sello de real a lo que consideran ser meras hipótesis. Les impresiona ante todo lo insoluble del problema, la imposibilidad en que se halla el hombre para comprender las causas primeras de este universo en el que no descubre sino reacciones. Y no pueden aceptar de otros homhres, por dignos de confianza que sean, soluciones ya elaboradas, el andamiaje de las revelaciones, los argumentos metafísicos de la escolástica. Respecto de tales opiniones carentes de pruebas mantienen un incurable escepticismo, y asaz difícil sería probar que no les asiste razón.

Nos encontramos en el mundo privados de datos ciertos en lo que hace al misterio de nuestra existencia. Racionalmente no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. El único hecho real es que existimos (a pesar de los filósofos que no están muy seguros de ello), que los humanos habitamos un planeta siempre en movimiento en medio de mundos todavía mayores.

¿No es ésta acaso una situación análoga a la de unos cuantos soldados que se hallaran en campaña, en extranjera tierra, y no supiesen ni el objeto de la expedición ni cómo concluiría ella? Los barcos que les trajeran se han marchado ya. ¿Qué tienen que hacer? Nada más que velar por el buen éxito de la campaña, salir del apuro lo mejor que puedan. En primer término, cuidarán de su bienestar material resguardándose de la intemperie y asegurándose el sustento. Incluso en esta existencia que se diría vulgar caben sentimientos altruistas, pues que se trabaja por los camaradas y el regimiento. Harto se comprende que encerrándose en el egoísmo se excitaría el de los demás y de ello resultaría la huída frente al enemigo.

240. Entre esos hombres se establece un lazo de solidaridad. Se ha dicho de la guerra que es deseable no obstante sus horrores por cuanto da ocasión al sacrificio. En efecto, en las horas de lucha no obedece el soldado a las vulgares sugestiones del interés material; antes por el contrario, piensa en los otros, en sus compañeros y su país, respecto del cual se reconoce con deberes. En espontáneo impulso obedece a la compasión que los sufrimientos de los demás le inspiran, sin analizar conscientemente la idea de que la reciprocidad se encuentra por fuerza en la base de los sentimientos caritativos. Por desdicha, hace falta el dolor para generarlos. Razón tenía Rousseau cuando no escatimaba padecimientos a su Emilio, y decía:
El hombre que no supiera del dolor no conocería ni la ternura de la humanidad ni la dulzura de la conmiseración. Su corazón no se conmovería por nada. No sería sociable sino un monstruo entre sus semejantes.

Dentro de este altruismo, que por basarse en datos lógicos tan simples aparece como espontáneo, cumplirá el soldado su deber tan enteramente como si conociera las razones diplomáticas que han obligado a su gobierno a emprender la campaña o supiese de antemano su resultado. Poco le importa hallarse al tanto de las intenciones supremas. Más modesta es su tarea: sólo debe comportarse bien.

241. Lo propio ocurre con el pensador a quien la observación del mundo conduce al agnosticismo y que renuncia a agitar cuestiones que por anticipado le parecen insolubles. Tampoco él se inquieta por el comienzo ni por el fin. Tan sólo ha de cumplir su deber en la tierra, esto es, buscar su felicidad tanto como la ajena.

He tratado de poner de relieve cómo los sentimientos altruistas nacen de representaciones mentales racionales y nos llevan a encontrar una guía en un Ideal moral.

He aquí, pues, el espiritualismo eficaz que precisamos. Empero, con el objeto de soslayar cualquier posible confusión le denominaré idealismo. Poco interesa que difieran nuestras opiniones en lo atañedero a insondables asuntos metafísicos; que nos expliquemos por medio de teorías dualistas o monistas los fenómenos cuya esencia se nos escapa: lo importante radica en que busquemos la dicha en la realización de nuestro Ideal.

Este Ideal sigue siendo el mismo, ya lo otorgue como guía de lo Alto una Providencia que nos habría creado y velaría por nuestra suerte, o bien que elaboremos dicho código mediante las fuerzas del pensamiento puro: lo esencial estriba en que le permanezcamos fieles.

242. De ahí que tenga yo por vanas esas inacabables disputas, tan añejas como la misma filosofía. Háganse los hombres cada vez menos materialistas en sus costumbres, más morales e idealistas, y crean en el alma, pero no como en una sustancia inmaterial sino concebida cual una propiedad de nuestro ser que les posibilita concebir el Bien, la Belleza y la Verdad.

Los que, de resultas de sus taras hereditarias y de las condiciones de su educación, no pueden levantarse hasta esta moralidad, engendran la desdicha para ellos mismos y, desgraciadamente, la siembran en su contorno. Otros, en cambio, a quienes cabe la suerte de estar mejor dotados, se dejan llevar de un creciente amor hacia esas ideas directrices y, en la medida en que pueden acercarse al Ideal, forjan la felicidad de los demás al paso que la suya propia.

Meditemos sobre estas bellas palabras de Dora Melegari:
La antigua psicología tenía una manera dogmática de dividir a los hombres en buenos y malos, cuerdos y locos, fuertes y débiles, puros e impuros, ateos y creyentes. Vale significar que disponía de demasiados matices o de harto pocos. Ahora bien, ¿no resultaría más práctico y verdadero clasificarlos, de aquí adelante, en dos nuevas categorías que corresponden a las tendencias hacia las cuales el porvenir se orienta, esto es, en hacedores de penas y hacedores de alegrías?

Trabajemos todos por aumentar el número de estos últimos. Para lo cual no existe sino un medio, y es la educación de sí mismo.

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