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CAPÍTULO XVII
BONDAD
La bondad de los niños. No hacer a los demás lo que no querríamos que nos hiciesen. Indulgencia. La idea del determinismo, fundamento de la bondad racional. Los buenos y los malos. La inteligencia moral está injustamente repartida. Terrible yugo es la herencia, pero se ha exagerado su influjo.
217. El niño nace predispuesto a la benevolencia, prodiga sus caricias a los hombres como a los animales y aun a las cosas inanimadas. Pero esa bondad es enteramente sensual: exige reciprocidad o por lo menos sumisión. El chico se enfada cuando sus juguetes o los animales domésticos, compañeros de sus juegos, parecen no obedecer a todos los caprichos que él tiene. Y entonces, así como en los felinos acariciadores, la garra sustituye a la pata de terciopelo. Si por herencia o educación es impulsivo, golpeará y puede que se muestre cruel. Tal germen de bondad innata resulta, como se ve, harto endeble. No se desarrolla naturalmente, trocándose en una planta vivaz sino que sobre la base de esta gentileza de todo punto egoísta, que hallamos en el animal tanto como en el niño, se establece la guerra social.
Sin embargo, es éste el germen de los sentimientos altruistas. De la benevolencia que se desea o se reclama nace la que se manifiesta para con los demás, aunque esta última deriva en modo natural de aquélla sólo con una continua reciprocidad.
Ahora bien, no encontramos por doquier en nuestro camino esa delicadeza, de suerte que, para operar la transformación del egoísmo natural en don de solidaridad, ha menester una cultura intensa y prolongada. Y a la hora actual es aún muy insuficiente esta educación moral que debe hacer del niño un ser sociable, capaz de encontrar su propio contentamiento en el bien que al prójimo haga. El chico suele conservar cierta rudeza: esa edad no tiene compasión.
En lo que mira al joven, llevado éste de sus bríos y de su presunción no se muestra siempre equitativo en sus juicios, y puede decirse que las masas humanas deficientemente cultivadas en lo moral conservan algo de la mentalidad infantil. Nada es más cruel, a veces, que el que llaman un buen muchacho.
218. El hombre sabe ser bueno en tanto se le paga con la misma moneda, mientras cosecha la gratitud. Pero cesa de serlo cuando se trata de sacrificar momentáneamente sus propios intereses, de obedecer a un ideal de bondad. Es que (no me cansaré de repetirlo) padece de miopía. Vive por entero el momento presente y, por lo mismo, es imprevisor. No echa de ver todo el bien que dimanaría, para él mismo y para los demás, de una vida señoreada por los sentimientos de solidaridad. Si está más o menos dotado reconoce fácilmente la necesidad del acuerdo mutuo en el circulillo de sus parientes. Raros son aquellos para quienes no existe ninguna amistad ni camaradería alguna, pues que encontramos tales sentimientos aun entre criminales. Pero los más de los hombres dejan de ver claro cuando se trata de extender la simpatía a grupos humanos más amplios, a la humanidad toda.
Muchas personas no tienen escrúpulos en defraudar al fisco por medio del contrabando y las declaraciones falsas en punto a impuestos. Se reconoce, es cierto, los malos efectos que tendría esta conducta para el erario público y, por tanto, para nuestros propios intereses, si todo el mundo la practicase, pero se creen autorizados a ella por el ejemplo de los demás. He aquí nuevamente un error de lógica que nos lleva a imitar el mal en vez de seguir el recto camino de la idea moral.
219. La verdadera bondad es más perspicaz, sólo con lentitud se va afirmando en el entendimiento humano y crece con la inteligencia moral y el dominio de sí. Constituye el producto de ese pensamiento meditativo que, analizando los elementos que integran la felicidad, hace que la busquemos no en las ventajas materiales que a nuestros apetitos se ofrecen -como la carnada al pez imprudente- sino en la persecución de un ideal, útil a los demás como a nosotros mismos.
La idea de la necesaria reciprocidad en los sentimientos que debemos profesarnos los unos a los otros es tan natural que no aparece ya como un cálculo interesado; antes bien, tiene toda la espontaneidad de un sentimiento innato, de un instinto, similar al que crea la vida social de un hormiguero. De aquí que conceptúe yo como uno de los datos más simples de la razón la idea de que no hay que hacer a los demás lo que no querríamos que nos hiciesen. Esto no solamente lo sabemos y comprendemos sino que lo sentimos.
Tal idea permanece clara en sí aun cuando se oscurezca al intervenir una multitud de representaciones mentales ante cuya presencia se detiene vacilante el espíritu y se turba. Hay en nuestra conducta una continua indecisión cuando no hemos admitido, como se debe, la necesidad de un Ideal o en los casos en que no le hemos situado lo bastante alto.
220. El individuo mejor dotado, que hace serias reflexiones sobre su conducta, descubre estas contradicciones dolorosas. Ve todas las dificultades del camino, de ahí que no se asombre si otros, menos favorecidos por la herencia y la educación, chocan contra múltiples obstáculos. La indulgencia más completa resulta de la franca comparación de los defectos ajenos con los propios. Por aborrecible que le parezca a veces la pobre humanidad, no echa al olvido el vínculo fraternal que a los hombres une. Advierte que su yo es minúsculo en relación con el gran todo, y se sabe expuesto a idénticos errores de pensamiento, aunque sus conceptos éticos más claros le hayan preservado de incurrir en extravíos graves. Cada vez más se sumerge en ese sentimiento de simpatía social, en esa necesidad de armonía.
Tal disposición de espíritu de benevolencia absoluta puede estar en acuerdo con cualquier concepción metafísica. La religión, en particular, ha predicado siempre dicho amor y éste cristaliza en un conjunto magnífico de obras de caridad. Pero los hombres no comprendieron como debían cuanto hay de sana indulgencia y de misericordia en la obra de Jesús. En la balanza de su justicia han puesto sus pasiones, permaneciendo duros cuando se trata de juzgar al prójimo, aunque, como buenos fariseos, mantengan la opinión favorable que de sí mismos tienen.
221. La bondad-sentimiento no es simple sino que se compone de una multitud de sensibilidades innatas y adquiridas que pueden llevarnos ora a la dulzura, ora a la rudeza, pues que tales impulsos diversos no se orientan en una dirección única. Hasta cuando determinan la conducta altruista no está ausente de ella el egoísmo.
Lo he dicho y deseo vivamente repetirlo: nada más adecuado para fundar una bondad racional que la idea del determinismo, no sólo físico sino además moral. Pero en modo alguno se trata aquí de esa necesidad de la naturaleza, del determinismo completamente material que principia con la nebulosa primitiva de los sabios y regula todos los movimientos de la materia, ni de la servidumbre -mental, ya- de los animales, que no obedecen sino a sus instintos.
Las reacciones del hombre a cuantas excitaciones le asedian no constituyen meros reflejos fisiológicos; antes bien, son psicológicas. El hombre piensa, se forja representaciones mentales de las que nacen los sentimientos que le conducen a obrar. Y es capaz de elevarse hasta la idea abstracta. Poco me importa que se expliquen estos fenómenos suponiendo un alma enclavijada al cuerpo o bien se admita que el pensamiento nazca directamente del trabajo cerebral. El pensamiento humano es un hecho: no existe hombre que no haya concebido jamás alguna idea moral, por rudimentaria que fuere; no hay individuo que no haya obedecido alguna vez a una idea-fuerza. Desde el nacimiento se desarrollan las representaciones mentales creadoras de deseos y, por consiguiente, de actos. Hay en nosotros un fondo moral embrionario, incluso en virtud de las influencias ancestrales, pero sólo por medio de los influjos educativos se desenvuelve hasta el punto de tornarse útil.
222. Se advierte en esto una desigualdad social más penosa que la que hace ricos y pobres, sanos y enfermos, y es aquella otra que crea lo que se llama los buenos y los malos. Terrible es la injusticia en la repartición de la inteligencia moral, pues que hunde en un abismo de dolor tanto a aquellos a quienes impulsa al crimen como a los que son sus víctimas.
Y sería crueldad si acarreara penas eternas a esos desheredados. De mí sé decir que no concibo el infierno y, sobre todo, no puedo compaginarlo con la idea de un Dios de bondad. Me conmoví cuando me narraron las palabras de un buen sacerdote al cual uno de sus feligreses interrogaba con inquietud acerca del infierno. Dijo: ¿El infierno? Sí, sí, existe uno. Pero -añadió, hablándole al oído-, nunca hay nadie en él...
Sea lo que fuere, nada positivo sabemos en lo que toca al más allá, y los creyentes pueden dejar que la Providencia obre como mejor le parezca, pues ésta no puede equivocarse. Lo aborrecible es nuestra severidad aquí en la tierra, esta irritante injusticia que consiste en considerar a los hombres como dotados por igual de una misma conciencia y, por ende, como culpables si no llegan a la meta al mismo tiempo que los demás. Esto viene a ser lo mismo que si se clasificara a los corredores según la respectiva hora de llegada de cada uno, pero se les hubiese hecho partir de diferentes puntos de la pista...
223. Los hombres son siempre lo que pueden ser en el momento en que los observamos. Perdonémoslos y proporcionémosles los medios de alcanzar la meta con más posibilidades de buen éxito.
He demostrado que este concepto engendra al punto la tolerancia, la indulgencia bienhechora, el respeto hacia la persona humana. Y tal juicio caritativo en lo que hace al prójimo no alienta en modo alguno la negligencia, puesto que el perdón sólo se refiere al irrevocable pasado. No impide la pena ni el remordimiento, porque a costa nuestra reconocemos el error cometido, ni nos impulsa al mal, ya que la misma falta constituye precisamente la ocasión de la enmienda moral.
Esta bondad es no sólo el venero de los sentimientos directamente altruistas que deben regular nuestras relaciones con los demás sino que tiñe con su radiación las virtudes que parecen privadas, como son la humildad, la moderación del deseo y el valor. Así dispuesto nuestro espíritu no las consideramos ya desde el solo punto de vista de la utilidad personal; al contrario, vemos al mismo tiempo el valor que tienen para el bien de todos.
Es que no hay virtud propiamente dicha si se supone al hombre solo en el mundo, por cuanto la virtud comienza con la sociabilidad. Todas nuestras cualidades repercuten sobre la dicha del prójimo, y éste goza de ellas así como nosotros gozamos de las suyas. La idea de solidaridad se encuentra en la base de todas nuestras aspiraciones al bien.
Los estudios de los psiquíatras y de los neurólogos han otorgado a la herencia una importancia esencial, mostrándonos las taras mentales que resultan de la degeneración, bien así en las familias como en las razas. Habría que ser ciego para no reconocer el influjo de la herencia sobre nuestras malformaciones físicas, intelectuales y morales. Tanto el médico como el sacerdote (y también los pobres padres, directamente heridos) asisten a diario a esas tragedias familiares causadas por el desarrollo en la descendencia de los defectos mentales de sus mayores.
224. Ya es la epilepsia que se apodera -a menudo para siempre- de una criatura que hasta entonces había parecido normal. Y la dolencia no perturbará tan sólo su carrera futura con la repetición de esas espantosas crisis convulsivas que la caracterizan sino que menoscaba su inteligencia y suele embrutecerla moralmente en el egoísmo patológico que origina, haciendo de ella una bestia con rostro humano.
Ya es la demencia precoz que atenacea a la joven en su período de desarrollo, cuando con júbilo veían los padres crecer esa alma amante, esa despejada inteligencia, que se ha convertido ahora en víctima de obsesiones, ideas delirantes y alucinaciones. Casi siempre se halla expuesta a pasar lo que le reste de vida lejos del medio familiar al que permanece ligada por el afecto.
Hoy es un sabio y un valiente, en quien las cualidades del corazón corren parejas con la inteligencia y que ve naufragar a su hijo en uno de esos estados de neurastenia grave que paralizan la actividad y comprometen el porvenir material y moral de aquel en quien el padre veía con alborozo a un continuador de su obra.
Mañana será una muchacha, educada en ambiente culto y moral pero que, por consecuencia de influjos ancestrales quizá difíciles de establecer, cae en un estado patológico de amoralidad que le hace perder todo pudor, y en tanto viva habrá que ejercer vigilancia sobre ese ser privado de ciertos conceptos morales.
225. Y en las familias que a los ojos de un observador superficial parecieran exentas de estos males se descubren también los efectos desastrosos de la herencia y el atavismo, las deformaciones físicas que producen verdaderas inferioridades, las insuficiencias intelectuales y, lo que apena más aún, las taras morales que orientan a dichos enfermos -si así vale calificarlos- por la senda del mal. No existe familia en la que no se echen de ver imperfecciones de toda índole y es una suerte cuando éstas no llevan a las catástrofes que diariamente presenciamos en torno de nosotros.
Sí, terrible yugo es la herencia y ni siquiera nos cabe rebelarnos contra ella, tan natural y necesaria es. ¿Por ventura nos asombramos de comprobar sus efectos en la vida de las plantas y animales? Y ¿cómo fuera posible que el hombre transmitiese a sus descendientes sólo las buenas cualidades que posee?
226. El observador egoísta repara con frialdad en dichas imperfecciones, sobre todo cuando está libre de ellas, y sonríe despectivo al ver actuar a esa humanidad tullida. Por su parte, las personas sensibles y demasiado emotivas sufren mucho ante esas desigualdades, pero nada hacen por remediarlas. En cambio la Bondad no es cruel como los primeros ni débil como estas últimas; antes bien, inspira las iniciativas valerosas e incita a los que tienen cargo de almas a intentar la corrección de dichas mentalidades falseadas, al modo de un jardinero hábil que sabe sujetar a la espaldera las ramas recalcitrantes. Y esta virtud, que no conoce el desaliento, sale a menudo victoriosa.
Se ha exagerado el influjo de la herencia, han creído con exceso en su carácter de ineluctable, sin ver con bastante claridad que tiene en la educación un poderoso antídoto.
A no dudarlo, es imposible cambiar totalmente una personalidad, ni podemos vaciarla de nuevo en el molde. Hay que conformarse con la corrección de los defectos más salientes, de aquellos que comprometen el futuro del individuo y le impiden cumplir su función social.
En los más de los casos las taras físicas quedan. No nos cabe rehacer una osamenta ni siquiera, a partir de la edad adulta, la musculatura. Precisa resignarse a las deformidades grandes y pequeñas, a las ineptitudes físicas.
Para llegar a tal enmienda moral ha menester que olvidemos de inmediato el defectuoso pasado. Porque rechazamos a aquel a quien querríamos sostener cuando le dirigimos ásperos reproches. Antes por el contrario, hay que otorgarle confianza y señalarle que puede conducirse bien, que le es hacedero obedecer a impulsos razonables cuando ha reconocido la verdad de los mismos.
Se trata de una obra de amor que sólo resulta factible dentro de esa simpatía que genera todas las demás virtudes. Tanto, que se ha podido afirmar:
No hay sino una virtud, y es la Bondad.
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