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CAPÍTULO XVI
SINCERIDAD
Es la primera de las virtudes. La mentira, arma de los débiles. Seamos sinceros para con el niño. Jules Payot no comprendió la belleza de la sinceridad. Franqueza y disimulo. El flirteo y sus consecuencias morales.
207. ¡Qué feos son los defectos cuando los miramos de fuera, vale decir en el prójimo! Sobre todo hay uno que parece detestable y es la falsedad. No existe cosa que nos duela tanto como el ser engañados, traicionados. Nada perturba tan grandemente las relaciones sociales como la mentira. Todos lo sabemos y, sin embargo, muy raro es hallar sinceridad. Se diría que ésta fuese como una desnudez, indecente para exhibirla ante los demás. Nos creemos autorizados a disimular nuestro pensamiento del modo que ocultamos por medio de los artificios del arreglo las pequeñas deformidades de que adolecemos. Una tez natural turba en un mundo en que todos usan de afeites. No obstante, ¡resulta más grato besar una mejilla que no destiña! Con esto quiero significar que las relaciones humanas serían muy otras si pusiéramos sinceridad en nuestros actos.
Esta virtud debiera gustar a los hombres porque significa valor y ellos pretenden poseerlo. Suele hacernos falta para expresar con franqueza un pensamiento que hemos madurado, sin miedo de chocar con el del prójimo; para poseer, como se dice, el valor de la propia opinión.
Y ¡cuán cobardes son a este respecto los hombres! Vemos creyentes que se guardan su estandarte en el bolsillo cuando están expuestos a los dicharachos de los que no piensan como ellos y, por otra parte, come-curas que asisten devotamente a misa cuando algún interés les mueve a hacerlo. Jóvenes licenciosos hay que se preocupan no por enmendarse sino por mantener una reputación de santitos, y existen asimismo castos que hacen gala de poseer vicios y narran imaginarios buenos éxitos sobre amoríos a fin de parecer como todo el mundo. El miedo al qué dirán mueve a tales títeres.
208. Cierto día descubrimos en un político un bello gesto y pensamos: He aquí un hombre que tiene valor y sabe lo que quiere. Mas, por desgracia, ese gesto no correspondía a un sentimiento, ya que más tarde nos enteramos de que obró por motivos muy distintos y de que conceptúa ingenuos a quienes le creyeran sincero. Tan admitido está que en política hay que valerse de astucias, que hace poco decía un estadista: También nosotros tenemos a veces nuestros momentos de sinceridad. En ese ambiente se teme sobremanera parecer tonto y desean pasar por hábiles, sin reparar en que tal habilidad no suele ser sino mentira y malevolencia.
Es amor propio -y de los más vulgares- el que hace que suframos cuando nos han engañado. En tal caso debiéramos experimentar únicamente un dolor: el de ver cómo un semejante nuestro se descarría en lo moral y pone de relieve sentimientos viles. Ahora bien, las más veces el hombre no experimenta otra cosa que despecho por haber sido engañado y, de acuerdo con su lógica infantil, se apresta a devolver mal por mal.
Si bien es cierto que muy de vez en cuando hallamos en este mundo sinceridad, no lo es menos que la ponemos en fuga cuando siente deseos de manifestarse, por cuanto abordamos a los demás con la desconfianza en el alma, puestos en guardia, cual si marcháramos al combate. Y, ya que hacemos de nuestro interlocutor un adversario, es natural que por su parte esté a la defensiva.
209. El mejor modo de lograr que nazca determinada cualidad en un hombre es suponerlo dotado de ella. Creyendo de antemano en su sinceridad le forzaremos a mostrarse sincero. Con frecuencia he notado que las personas veraces muy rara vez se quejan de los otros. Debido a que son francas, se les responde con la franqueza. Por el contrario, con las que saben disimular hilamos más delgado: a engañador, engañador y medio.
La educación para la sinceridad y la veracidad está todavía por hacerse. No se tiene de esta virtud un ideal lo bastante elevado. Muchas personas hay suficientemente honradas para no mentir con un objetivo de vulgar interés material pero que se entregan al embuste por miedo de que los demás las juzguen mal o temerosas de verse expuestas a sus chanzas.
Cuando hemos faltado una vez a la sinceridad corremos serio peligro de continuar por ese camino, tanto nos repugna confesar nuestra primera falta. Rousseau, luego de haber calumniado indignamente a la doméstica Marion, acusándola del robo de una cinta que él mismo había hurtado, hubiera querido obedecer a su arrepentimiento, pero no pudo: Poco temía el castigo -escribe-, sólo me asustaba la vergüenza, pero ésta me inspiraba más temor que la muerte, más que todo lo que en el mundo hubiese. En efecto, ese amor propio, ese miedo de exponerse a la crítica puede llevar hasta el delito.
210. La sinceridad es la primera de las virtudes, expresaba V. Cherbuliez, y recientemente un profesor de filosofía, Parodi, en el discurso que pronunció cuando la distribución de premios del Liceo Corneille, manifestaba que la veracidad puede constituir la base única de una moral racional. El respeto por la verdad -dijo- es la virtud del género humano adulto. A medida que éste va teniendo conciencia de sí mismo, la sinceridad adquiere a nuestros ojos cada vez mayor importancia.
Cierto, se trata de una virtud de adultos. La mentira, en cambio, constituye el arma de los débiles: a ella recurre espontáneamente el niño cuando con tal recurso cree poder evitarse una molestia. La mujer, que razona menos que el hombre, se entrega a la mentira con más facilidad. Aun los hombres, tan presuntuosos, no siempre comprenden todo lo que hay de fuerza y de hermosura en la franqueza, sino que para eximirse de ella se complacen en humillarla manifestándose rudos y groseros para con el prójimo.
Desde muy temprano puede educarse al niño en esta virtud sin que nos tomemos el trabajo de enseñársela, pues se le inculca mediante el contagio del ejemplo. Por tanto, debemos ser sinceros con él, abstenernos de decirle nada que no sintamos, no hacer en su presencia cosa alguna que contradiga el principio de sinceridad.
211. El constante respeto por la verdad es el sentimiento que debemos afirmar en nuestros corazones. Precisa que en toda circunstancia, inclusive de nuestra vida más íntima (aun en las intenciones), obremos y pensemos como si los demás nos miraran y no tuviéramos que ruborizarnos por nuestros actos.
Me sorprende que un moralista como Jules Payot (L'Éducation de la volonté, Ed. Félix Alcan, París, 1896.) no haya comprendido la belleza de la sinceridad y, más aún, se atreva a recomendar la mentira cuando sin perjudicar a los demás podemos extraer algún beneficio de ella. En su sentir, es lícito que un estudiante que quiera consagrarse al estudio prepare un embuste para desembarazarse de los camaradas que desean arrastrarle a la cervecería o a dar un paseo. Pero ¿no es más sencillo que diga quiero estudiar? ¿Acaso se necesita heroísmo para mantenerse firme ante tales atracciones del ejemplo? Un carácter tan débil que no las resistiera me inspiraría muy poca confianza, y me pregunto si un hombre que tan fácilmente deforma la verdad cuando en ello intervienen sólo intereses ínfimos podrá hacerse sincero de golpe en una circunstancia más importante.
Es posible imaginar situaciones dramáticas en las que una mentira pueda proteger nuestra vida o la ajena, pero situaciones de esta índole son anormales, análogas al estado de guerra. Las leyes morales sufren ya una alteración en el caso de legítima defensa, que autoriza a recurrir a una violencia inmoral en sí misma. Se considera una virtud la astucia de los grandes capitanes, así como se alaba su valentía. Podemos discutir acerca de la oportunidad de tales mentiras forzosas y cumple a cada cual obrar conforme a su conciencia si se halla colocado en una situación en la que no puede salir sino por el disimulo. Empero, rara vez en la vida nos encontramos frente a dilemas de esta clase.
212. Nos agrada que los demás sean sinceros y sufrimos por causa de su deslealtad, pero no conservamos lo bastante intacta nuestra aversión hacia la mentira.
La vida en la sociedad alienta la falta de franqueza. Autoriza una multitud de mentirillas que a menudo son inutilísimas, ya que adivinamos lo que se quiere ocultarnos, como cuando nos dicen el señor ha salido en vez de confesar que el señor no recibe, pese a que resultaría muy fácil expresarlo y mantenerlo si en verdad se tienen buenas razones para ello.
Sin duda, tales embustes estereotipados no suelen hacer mal a nadie, pero lesionan el don de veracidad y crean desagradables hábitos mentales de los que no es fácil desembarazarse cuando más serias circunstancias harían deseable la franqueza.
Ahora bien, no es ésta una cualidad de lujo, una de esas semi-virtudes mundanas que, como la cortesía, simplemente facilitan las relaciones entre los hombres. Antes por el contrario, constituye una virtud cardinal que engendra otras muchas. Tan pronto como somos francos no podemos ya hacer mal (salvo error) pues que nos expondríamos a los reproches justificados de los demás y a los que nosotros mismos nos formularíamos no bien hubiéramos reconocido nuestra equivocación.
213. La franqueza crea lealtad en los negocios, probidad comercial. En los países en que falta no experimentamos solamente la molestia de ser engañados sino que nos causa un sufrimiento moral el comprobar tal amoralidad. En los medios que se atribuyen más elevada cultura se echa de ver, si no la mentira directa, al menos el disimulo, tanto más fácil cuanto que los intereses que intervienen son mayores. La ausencia de franqueza se tolera en ciertos círculos de las altas finanzas, entre los grandes negociantes. Mucho tiempo hace que admitimos el hecho de que se cuelgue al ladrón chico y se deje impune al grande.
Tornamos a hallar procedimientos desleales en el mundo de la industria, donde falsifican e imitan y sin escrúpulos se apropian de los beneficios que debieran haber recompensado al inventor, al iniciador. Hubo necesidad de todo un conjunto de leyes para proteger a los hombres de sus semejantes, tan en olvido ponen el pacto social que les une.
Se diría que el objetivo ideal que la ciencia persigue debiera facilitar a los sabios la práctica de la franqueza. Desgraciadamente, la vanidad sustituye en ellos al incentivo de la victoria. Los plagios no son raros y hay poco de sincero en las querellas que suscitan las cuestiones de prioridad. El egoísmo yergue la cabeza por doquiera y sume en el olvido al ideal de veracidad.
214. Ni siquiera somos sinceros siempre al exponer lo que opinamos en el transcurso de discusiones en que no intervienen intereses, salvo el siempre renaciente de nuestra vanidad. Parecer es nuestra preocupación primordial y nos basta para que alteremos la verdad.
Como lo hice notar, los efectos de la deslealtad se muestran más cruelmente en las cosas del amor. El hombre no ve suficientemente cuán egoísta es, dentro de su natural legitimidad, la inclinación que hacia el otro sexo tiene. Da a ésta el mismo nombre que al afecto, que al altruismo, y no piensa que para justificar tal analogía fuera necesario precisamente introducir en esa pasión sentimientos de benevolencia y caridad.
Sobre todo en este dominio la franqueza constituiría un poderoso elemento de moralidad. El joven a quien han educado en la veracidad no habrá de abandonarse ni a la vulgar intemperancia ni a las aventuras galantes, pues le repugnaría llevar la mascarilla que esa vida frívola impone. Si se siente arrastrado por el impulso sensual, retrocede con espanto al pensar en el estado de alma que para él resultaría del continuo disimulo. No lo reprime un miedo vulgar ni timidez sino la imposibilidad moral de renunciar, a la edad en que se hace hombre, al ideal de franqueza que cuando adolescente se formara, ese ideal que le ha inculcado la educación.
215. Atraído por los hechizos de una joven, vislumbrará de una ojeada el camino que la franqueza le señala. Evitará no sólo la seducción (pues le supongo incapaz de ella), sino además ese flirteo que puede despertar esperanzas en aquella que le gusta, comprometerla y dejarle la amargura de una desilusión. En tanto no se halle en condiciones de fundar una familia cuidará de no suscitar la pasión en una mujer y pondrá sordina a la suya propia. Tratará de llegar por medio del trabajo a una posición estable que le permita el amor, y cuando piense en ese porvenir no nacerá en él la lascivia sino un ensueño de felicidad, al que se entrega. Porque desea asociarse a la que ama, vivir con ella en comunidad de pensamiento y de aspiraciones ideales.
En el matrimonio no tiene peligro de incurrir en infidelidades, y ello sucede no porque sea insensible a las prendas de otras mujeres -ya que en la sensualidad hay atractivos que no es posible rechazar voluntariamente- sino debido a que ama de veras y no puede disgustar a su cónyuge. Si en las relaciones mundanas es incapaz de disimulo ante un extraño, ¿cómo podría perder esta franqueza en la estrecha unión del matrimonio?
El joven que siga esta recta senda no dará pruebas de un renunciamiento heroico, ya que sólo al comienzo se trata de lucha, a la edad en que la tormenta pasional estalla. Por un momento confundidas, las ideas morales pronto renacen y se afirman. Tórnanse cada vez más claras para el que piensa y constituyen sólidos diques contra los cuales viene a estrellarse la marea de las pasiones.
216. Tal franqueza es asimismo el mejor sostén en la batalla contra los vicios solitarios, tan difundidos entre las criaturas y sobre todo en los varones, y que se corre el riesgo de que desempeñen el rol de derivativos de la pasión amorosa. Si no hubiera habido teóricos de estos vicios y si no se viera surgir (incluso hoy mismo) apologistas de otros más vergonzosos aún, hubiera podido eximirme de esta digresioncilla.
Cierto es que la inmoralidad tiene sus consecuencias, las más enojosas de las cuales son las que dimanan de aquellos de nuestros actos que comprometen los intereses materiales o morales de los demás. En efecto, no pudiera existir una moral social para Róbinson en su isla. Empero, a medida que el hombre se eleva por medio del pensamiento, admite la necesidad de un constante dominio de sí mismo.
Bien se echará de ver que la sinceridad no constituye una virtud vulgar ni común. No obstante, se trata de la más necesaria de todas las virtudes, puesto que sin ella no puede existir ninguna otra.
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