Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo XIVCapítulo XVIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XV

CASTIDAD

El derecho al amor. Definición de la castidad. Los instintos no son el yugo terrible de la animalidad. Amor libre. Condición de la mujer en las sociedades primitivas. Diferencias entre los temperamentos masculino y femenino. Higiene y profilaxis del vicio. Amor y matrimonio. Amor conyugal. La vida galante. Castidad y libertinaje.


192. Al poner aquí la palabra castidad, la cual se escribe tan de raro en raro que parecería arcaica, me figuro escuchar en todas las lenguas la rechifla formidable de los hombres, con la que se mezcla la perlada risa de las coquetas. Y veo asimismo el sonreir discreto aunque burlón de muchas mujeres honradas, a más del sollozo de aquellas otras que han visto desmoronarse sus ensueños de felicidad.

Cuando hace poco en París algunos hombres de buen corazón -católicos, protestantes y librepensadores- se reunieron para trabajar en común por la rehabilitación de las buenas costumbres, les silbaron y los pusieron en solfa. Pensaréis que fue la plebe, pero no: hubo de ser lo más granado de la juventud, y los estudiantes universitarios y los alumnos de la Escuela de Bellas Artes! Éstos lo hicieron...

¿Por qué esa cuasi unanimidad en la rebelión, tan pronto como alguien se atreve a recomendar en este campo el dominio de sí mismo?

¡Es que no hay que tocar el derecho de los hombres al amor! ¿No constituye acaso ley natural, instinto primario e indeleble?

Lejos de mi intención condenar el amor, incluso cuando se encuentra reducido a su sensualidad más animal. No quisiera hacer del hombre un eunuco mental, que en continuo ascetismo se sustrajese a la esclavitud de las pasiones. Por castidad entiendo simplemente, en acuerdo con el diccionario, la abstención de los placeres ilícitos y la honesta moderación en los permitidos.

No hablo aquí de esa abstinencia completa y definitiva -antinatural- que hacía decir a una reina desequilibrada pero ingeniosa, Cristina de Suecia: Demasiadas personas hacen voto de castidad para que lo observen. Lo cual no significa que esta virtud suprema sea inaccesible a las almas elevadas, si las circunstancias la exigen.

193. El amor sexual no es puro ni impuro sino natural. No es bello ni feo: constituye el instinto. Y una de las faltas del puritanismo cristiano estriba en haber conceptuado bajo y hasta vergonzoso el acto por el que hemos nacido. Resulta pueril ese horror al desnudo que hizo vestir después de concluidos los bellos cuerpos que pintó Miguel Angel en el Juicio Final, proscribió las madonas que amamantaban al niño divino y sin contemplaciones cubrió las desnudeces antiguas con hojas de parra.

El cuerpo humano es bello cuando tiene salud y sus instintos no son el yugo terrible de la animalidad, como exclaman los teólogos. Antes bien, constituyen la expansión de esa alegría de vivir, animal y sana, que en lo más hondo de nuestras energías está. Debido a un falso espiritualismo se esfuerzan algunos por no ver la influencia que sobre la mentalidad humana ejerce la pasión amorosa. Parecería que se tuviera vergüenza de ella. Otros conocen muy bien la servidumbre en que viven, pero el fariseísmo sigue siendo todavía una virtud de sociedad. De ver tan sólo lo exterior, se creería asexual a la humanidad.

194. Desde el punto de vista natural es el amor libre el que en primer término tiene derecho a la existencia, ese amor que se enciende por los hechizos físicos, grosero en su inconsciente egoísmo, incluso voluble, puesto que la uniformidad es enemiga del placer; amor que los hermanos Margueritte pintan con esta frase lasciva: Esos bellos encuentros en que la mujer, ave de paso, tras el último picoteo alisa sus plumas y echa a volar.

De mí sé decir que no encuentro nada de amable ni gracioso en esta imagen sino que en tal caso se trata del amor animal en toda su espontaneidad orgánica.

Ahora bien, ¿es éste el ideal humano?

No.

Ya sea que con altivez un tanto infantil se ponga el hombre al margen del mundo de los irracionales, o bien consienta en ser para los naturalistas tan sólo el primer animal en el orden de los primates, por encima del gorila, lo cierto es que se ha conferido a sí propio el título de homo sapiens, y la nobleza debiera obligar.

El amor no es ya para él el resultado de un simple impulso orgánico. No le nace de una necesidad imperiosa y periódica, que incita al macho y a la hembra al acoplamiento procreador, sino que en harto mayor grado depende de la imaginación, de las representaciones mentales, siempre accesibles a la educación.

El hombre desciende por debajo de la bestia cuando se entrega a sus ensueños libidinosos. Al contrario, se eleva mediante el pensamiento ético a una concepción más bella del amor en los casos en que pone en primer plano los sentimientos de verdadero afecto, cuando la unión de las almas completa la carnal.

195. La vida en común nos impone -no como una violencia sino en calidad de bien precioso, tanto para los demás como para nosotros mismos- ciertos deberes que restringen nuestros impulsos pasionales. El hombre asume, respecto de su compañera y de los seres que nacen de esa unión, responsabilidades que aumentan conforme se desarrollan las necesidades de bienestar físico y moral.

En el salvaje, la preocupación por la prole puede hallarse reducida, como en el animal, al instinto de conservación de la raza, a la protección de los recién nacidos y su cultura física, hasta que se hallen en situación de bastarse a sí propios. No hay mucha diferencia entre las sociedades primitivas y el conejar donde pululan los conejos. La mujer no es aún la compañera del hombre sino instrumento de deleite y bestia de carga. [No deben tomarse estas afirmaciones del autor en un sentido demasiado absoluto, pues el concepto acerca del indio ha venido evolucionando, a medida que se le estudiaba y comprendía más. Por ejemplo, el compararlos con los conejos no resulta siempre acertado, si se quiere aludir con ello a su alto nivel de natalidad. Entre los tapirapé de Brasil, verbigracia, como los medios de subsistencia de que disponen son limitados, practican una suerte de maltusianismo: los matrimonios no tienen más de tres descendientes y los indios justifican esta costumbre alegando que si empezaran a tener muchos hijos, esto es, a criar cuantos nacen, la comida terminaría por faltar para todos. (Haroldo Candido de Oliveira, Indios e Sertanejos do Araguaia, p. 61, Ed. Melhoramentos, San Pablo, Brasil, 1949). Este mismo viajero desmiente la otra afirmación que hace aquí Paul Dubois, en el sentido de que la mujer sea sólo una bestia de carga. No en todos los casos, pues en la organización social karajá la mujer desempeña un rol considerable. Ella es, incontestablemente, la señora del hogar, la cabeza del matrimonio, y tiene gran ascendencia sobre el marido, el cual le obedece ciegamente. Los negocios, viajes y trabajos de toda índole deben ajustarse con ella, pues depende exclusivamente de ella el desempeño de cualquier misión que al marido se confíe. (H. C. DE O., Loc. cit., p. 81). En cuanto al aspecto psíquico -escribe por su parte un etnólogo-, la población de la aldea indígena no constituye, como en lo antiguo se suponía, un conjunto homogéneo de conciencia colectiva sino un cuadro multicolor de personalidades tan individualizadas como entre nosotros. [...] Basta conversar con un habitante de la aldea indígena y con nuestro hombre de la calle, para caer en la cuenta de que ninguno de ellos es ni más ni menos lógico que el otro al tratar asuntos de interés vital y que, en lo tocante a la afectividad, el pensamiento de entrambos equidista del pensamiento metódicamente racionalizado y autocontrolado del científico (Herbert Baldud, Sociedad Amigos del Indio, artículo aparecido en la Revista do Arquivo Municipal, pp. 57-61, San Pablo, Brasil, octubre de 1949). Hay que andarse con tiento, pues, cuando se emiten juicios sobre el indio. La distinción que hizo Lucien Lévy-Bruhl entre el pensamiento lógico del civilizado y el prelógico del salvaje no siempre se justifica (v. L. L.-B., Las funciones mentales en las sociedades inferiores (hay traducción española). N.d.T.]

Pero la vida física no nos basta, ya que vivimos asimismo una existencia intelectual y moral y vibran en nosotros sentimientos extraños a la mentalidad animal. El amor no nos encadena meramente con los lazos del capricho amoroso, con el atractivo mutuo de índole genésica; antes por el contrario, despierta sentimientos de simpatía que resultan de la comunidad de aspiraciones intelectuales y morales, y con el respeto modera el impulso pasional.

El compromiso de matrimonio inicia toda una vida de unión íntima, toda una obra de desarrollo moral que el casamiento debería continuar, no sólo con las miras estrechas del egoísmo familiar sino con amplio espíritu de solidaridad social. Al fundarse una familia se imponen nuevos deberes, estrechando el vínculo conyugal y haciendo más necesaria todavía la cooperación de los esposos en la búsqueda del bien colectivo. No debemos a nuestros hijos únicamente el pan de cada día, los cuidados que aseguren su desenvolvimiento físico e intelectual: hemos de proporcionarles también otro patrimonio del mismo modo valioso, esto es, el caudal de ideas morales que se denomina la conciencia, los principios directores que les orientarán por el camino del bien.

196. Basta considerar tales consecuencias del acto amoroso, esa cadena de deberes a la par serios y dulces de cumplir, para comprender que el amor humano no puede hallar su satisfacción fuera del matrimonio monógamo que suceda a una juventud casta y exenta de libertinaje, el cual comprometería su objetivo ético.

Bien se me alcanza lo mucho que la idea de castidad en la juventud hace sonreir a los hombres, aun a los que se tienen por serios. ¿Acaso no se repite que la mujer es monógama pero el hombre es polígamo? Parece admitirse una ley natural en esta turbadora desarmonía. Marcel Prévost planteaba cierta vez la pregunta de si existían, en verdad, maridos que no hubiesen nunca servido.

Cierto es que hay razones para este contraste. En lo que toca a la mujer, el amor constituye la obra de toda una vida. No se ofrece ella sino que se da con un pudor natural que sólo pueden modificar los sentimientos de simpatía recíproca, la comunidad de los deberes familiares: es aún más madre que mujer y acepta con estoicismo valeroso sus pesadas obligaciones.

El hombre, en cambio, es más egoísta por naturaleza, y más transitorio el rol que desempeña. El impulso sensual que le incita al ataque se caracteriza por ser más imperioso. No alberga fácilmente en su corazón aquel pudor nativo que modera los arrebatos de los sentidos. Ocupado en lo exterior, haciendo frente a la vida, ha desarrollado cualidades de energía un sí es no es soldadesca, que refuerzan su egoísmo natural.

197. Tales diferencias entre los temperamentos masculino y femenino se vuelven a encontrar en el animal, y fuera injusto enrostrar al hombre esa rudeza e impulsividad que le hacen difícil la virtud. Tengamos en cuenta asimismo su existencia fuera del medio doméstico, los contagios siempre presentes del vicio, y no intentaremos equiparar los mozos a las muchachas ni pedir a los hombres la dulzura y pudor que nos agrada ver en las mujeres, en cuyo caso tendrían el aspecto afeminado del Apolo Musageta (Sobrenombre de Apolo que significa conductor de las Musas. Viene del griego Mouza, Musa, y agein, conducir. N.d.T.)

Harto me sé que sería ilusorio reclamar la castidad en las multitudes que sufren a diario la atracción del vicio en las aglomeraciones deletéreas de hombres solos, en los nómadas de todas las profesiones que con tanta frecuencia deben renunciar a la vida conyugal. El estado de ánimo de esas muchedumbres no es propicio a la cultura moral, y la prostitución, tan vieja como el mundo, seguirá siendo una mácula que señala nuestra impotencia en lo que respecta a crear para todos una vida sana y armoniosa. Esos desórdenes de las costumbres no me asombran más que la existencia del alcoholismo, y en modo alguno me arrulla la esperanza de ver desaparecer en breve tales plagas de la humanidad.

198. Lo que me turba y me indigna es comprobar la complacencia que muestran respecto del libertinaje las clases elevadas, que parecerían deber hallarse protegidas por su cultura intelectual.

Vistos los contagios del medio, poco me admira el hecho de que en el mundo del teatro y en nuestros novelistas de moda no encontremos sino por excepción esa castidad decidida que resulta no de una frigidez natural sino del pensamiento ético. Pero ¿qué decir de esos críticos literarios y artísticos que nos encantan con la finura de sus observaciones psicológicas, su agudeza de visión moral, y de cuyos amores serviles y hábitos de baja sensualidad nos enteramos un día? Y ¿esos poetas que con tal perfección saben cantar el amor y engañarnos cubriendo con el velo de hermosos versos su erotismo vulgar? Sin embargo, en muchos casos han sufrido y sus quejas podrían servirnos de enseñanza. Pero se olvidan tales miserias y

Rolla fit à vingt ans ce qu'avaient fait ses pères. Rolla hizo a los veinte años lo que habían hecho sus padres.
[Modernamente ha escrito Francis de Miomandre en Les Nouvelles Littéraires, de París, 7/IX/50: La característica esencial de una generación consiste en el olvido de la experiencia adquirida por la precedente.N.d.T.]

¿Por qué las obras de imaginación de nuestros mejores literatos, esos incomparables cinceladores de frases, se estropean por la asqueante vulgaridad de los asuntos, no bien se trata del amor? ¿Por qué esa broma picaresca que en las comidas, a la hora del cigarro, hace que los hombres parezcan monos lascivos?

199. Médicos moralistas hay que apelan a la ayuda de la higiene en la lucha contra el vicio, lo cual evidentemente es mejor que alentar el libertinaje so color de higiene. Seguros de su ciencia, muestran a los jóvenes los riesgos que corren, las diversas enfermedades venéreas que complacientemente describen. Los alemanes denominan a esto pintar el diablo en la muralla.

Triste moral la del temor, en suma, aunque fuera eficaz. Pero no lo es, y a despecho de las advertencias, el número de los aquejados de sífilis no disminuye. Los hombres siguen exponiéndose a tales peligros y comprometiendo -a menudo para toda la vida- su salud física y mental. Por una vulgar satisfacción de sus pasiones no vacilan en correr el riesgo de transmitir su tacha a la esposa que han elegido, a los hijos que procrean. Tal es el deplorable espectáculo que nos ofrecen no solamente la plebe menesterosa y alcoholista sino además la aristocracia y burguesía; en resolución, las clases dirigentes, que se creen llamadas a preservar el orden social.

200. Sin lugar a dudas, las consideraciones higiénicas pueden desempeñar un rol en la profilaxis del vicio, mas la castidad racional debe fundarse en conceptos más altos y puros, en el sentimiento de la solidaridad humana. Hay que evitar el mal no sólo por razón de que es peligroso para nosotros sino simplemente porque constituye el mal. Y ¿dónde está el mal en ese amor cuyo carácter natural y legitimidad acabo de reconocer tan francamente? En que, dejándonos llevar al amor fuera del matrimonio, le despojamos al mismo tiempo de sus bases éticas y de los sentimientos de altruismo que mitigan su carácter profundamente egoísta.

Como sobre un trípode reposa el amor conyugal en el atractivo genésico, la unión intelectual y la comunidad de aspiraciones morales. Si este triple acuerdo no puede en todos los casos existir desde el principio, debiera crearse para asegurar un poco de felicidad a los cónyuges. Despojado de sus elementos espirituales y reducido a la apetencia sexual el amor nos degrada, poniéndonos por debajo de la bestia, y se torna entonces tan grosero que un hombre de buen gusto debería apartarse de él, hasta cuando sus sentidos se hallen inflamados ya.

201. La vida galante no deja de degenerar, de debilitar los sentimientos altruistas que se encuentran en la base de toda moral. Hay que haber perdido la bondad y el respeto de la persona humana para gozar sin sentir vergüenza de las facilidades de la prostitución, bien sea oficial o clandestina, para conceptuar a la mujer un simple instrumento de deleite, para pedirle la caricia sin darle el afecto:

Point d'amour et partout le spectre de l'amour. Nada de amor, y por doquier el espectro del amor.

Mozart escribía cierta vez, en medio de las tentaciones de la vida de teatro, que el horrible pensamiento de que un hombre pueda apartar a una mujer de la buena senda bastaba para protegerle. He aquí cuál tendría que ser el estado de espíritu de nuestros jóvenes moralmente cultivados, el único capaz de dar la fuerza necesaria para resistir los arrebatos de la pasión. Y no se arguya que dicho respeto se debe sólo a la mujer denominada honesta, no se diga que Mozart condenaba con esas bellas palabras únicamente la seducción reprobada (al menos verbalmente) por muchos libertinos. Porque la más vil ramera tiene derecho a nuestra bondad y su misma miseria la recomienda en especial modo a nuestra benevolencia.

La responsabilidad del vicio no se comparte; antes bien, recae entera sobre cada uno de los cómplices. Deberíamos sentir por intuición que no hay que hacer a la hija del obrero, a la del pequeño burgués o a la midinette (Con este vocablo se designa familiarmente en París a las jóvenes obreras de la costura y la moda. Hay quienes suponen que tal dicción provenga de un juego de palabras, en cuyo caso querría decir: La que a mediodía (midi) se conforma con una comidilla (dinette). N.d.T) el ultraje que no querríamos se infiriese a nuestra hermana o hija.

202. Los sentimientos religiosos sinceros bastarían plenamente para hacer posible y hasta fácil tal castidad y oponer una barrera inquebrantable a dichos vicios. Por desgracia, en este dominio se comprueba la índole superficial de la piedad de muchas personas: religión de cartón, por lo demás muy extendida, que marcha en buena coyunda con el libertinaje.

Es que no son suficientes una profesión de fe y hábitos de culto impuestos por el medio. El dominio de sí se adquiere sólo por la reflexión constante y se apoya en conceptos claros acerca del determinismo moral que, haciendo iguales a los hombres, sirve de base a la verdadera humildad.

Tal dominio de sí reclama indulgencia para con los demás unida a la severidad hacia uno mismo, valor en la lucha contra las propias pasiones y moderación aun en los placeres lícitos que pudieran arrebatarnos.

En este terreno de la moral sexual siente el hombre mejor dotado la necesidad del esfuerzo ético o, conforme lo he definido, la indecisión dolorosa de la balanza pensante, en uno de cuyos platillos hay un enorme peso de sensualidad nativa y legítima, mientras en el otro está el peso, por punto general variable, de los principios morales. En tanto que el impulso pasional se mantiene siempre poderoso, los motivos de la razón parecen constituir un peso susceptible de volatilizarse. En los más de los hombres gravita tan poco este último que la balanza cae con fuerza del lado malo. En otros individuos aquélla oscila ora hacia un lado, ora hacia el otro. Tan sólo quien ha basado su moralidad en un Ideal abrevia esas hesitaciones y resiste victorioso.

203. En la actualidad se ataca de nuevo el matrimonio. En el sentir de Paul Margueritte algo habría cambiado en el mundo, esto es que nos hallaríamos en vísperas de una revolución en dicho campo. En cuanto a mí, creo que por los medios que se preconizan no habrá ninguna mudanza beneficiosa.

El hecho de facilitar el divorcio no nos salvará. A no dudarlo, éste quebrará la argolla que muchas personas se han puesto en el cuello, a menudo por falta de discernimiento y de dominio de sí. Será un bien, mas no hay ninguna idea-fuerza en esta consagración legal de una ruptura ya consumada. La frecuencia de tales separaciones podría a lo más alentar la ligereza en la aceptación de los vínculos matrimoniales.

El amor libre, incluso dentro del generoso concepto de una Ellen Key, no nos proporcionará más fuerza, y de consiguiente, más felicidad.

Por último, León Blum, más moderno, al verificar las incesantes infracciones a la moral que se cometen, evita con ingenio el delito suprimiendo la ley. De hoy en más los mozos y las muchachas -porque este autor es feminista- harán locuras cuando jóvenes durante el tiempo que lo deseen y sólo se casarán cuando estén maduros (iba a decir pasados) para la vida conyugal.

No, estos ensueños no facilitarán la virtud, que sólo resulta posible con el respeto constante a un Ideal que se imponga a nuestro espíritu por la sola fuerza de su verdad.

204. La veracidad constituye por sí misma una de las más fuertes vallas morales contra la inmoralidad en cuanto a las cosas del sexo. El adolescente que con floja susceptibilidad respecto del medio está a pique de perder su castidad se encuentra ante un dilema que sería suficiente para contener a un alma noble. Con vulgar cinismo puede confesar sus extravíos o permitir que se supongan. En los más de los casos bien se le alcanza que disgustará a sus padres y desgarrará los lazos de simpatía que le unen a personas amadas y respetadas. A la edad en que deberían ponerse de manifiesto su razón, su entusiasmo por lo bello y su superioridad de hombre, hace gala, por el contrario, de la más vulgar pasividad en lo que toca al contagio del vicio: se trata, en el alba de la virilidad, de una caída moral consentida.

Por lo demás, dispone (harto me lo sé) del recurso del disimulo. Ese altivo joven que lleva tan alta la frente y finge franqueza con los hombres accede, pues, a cubrirse con una máscara. Y engaña a las mujeres: a la que hace servir a sus deleites y a aquella otra a quien va a desposar y que quiere intacta pero no demasiado casta, ya que esto último contrariaría viejas costumbres por él adquiridas. Este joven distinguido e inteligente -digo- se muestra sorprendidísimo cuando se atreven a hablarle de fidelidad previa hacia su futura esposa, y él, que invoca el espiritualismo y declara ser profundamente religioso, se aferra al pretexto de las necesidades materiales para persistir en su actitud:

Él es vicioso sólo por medida de higiene, porque algunos médicos serios le han puesto sobre aviso, a la edad de diecisiete años, en cuanto a los peligros de la continencia, pues parece que esta virtud... ¡trae neurastenia!
Además, ¿no se sabe acaso que hay que haber hecho locuras cuando joven para ser un marido modelo, al que la experiencia haga más prudente y juicioso? Andando el tiempo nos morigeraremos y sabremos proporcionar a nuestros hijos sabios consejos para que no incurran en tonterías y, sobre todo, con el objeto de evitar las consecuencias de éstas. Es necesario conocer la vida, ¡qué diablos!

205. Cierta señora alemana ha escrito esta frase cruel:
Hay muchos hombres que no conocen a su mujer, lo cual es lástima. Y hay muchas mujeres que no conocen a su marido, lo cual no es lástima...

Olvidaba que el bello sexo tiene también sus debilidades y que los maridos hacen a veces extraños descubrimientos.

Una continencia existe -no digo castidad- que no posee valor moral alguno: es la de los impotentes, de los frígidos, en primer término, y luego la de los tímidos e indecisos, roídos por los deseos y contenidos no por sentimientos morales sino por el miedo, el temor del contagio, el escándalo y el qué dirán, así como por escrúpulos religiosos sin fuerza, pues constituyen el resultado de sugestiones pasivas.

Una castidad verdadera puede basarse tan sólo en conceptos claros, sobre nociones morales que profundicemos de continuo o que aprendamos a amar.

206. Por lo demás, la moralidad pasada no constituye nunca garantía segura de moralidad en lo por venir. Hombre hay que llegan castos al matrimonio y hacen calaveradas después. En ocasiones tienen la excusa de que su esposa no era casta sino frígida, pues ciertas mujeres no distinguen entre una virtud y una enfermedad.

Esas caídas de los castos son cuidadosamente señaladas por los que no lo han sido, ya que confirman la cómoda idea de que la castidad resulta imposible y, por otra parte, ¡es tan agradable pescar en falta al prójimo!

Ciertas deformaciones mentales debidas a la senilidad explican a veces tales extravíos: pueden hacer de un adulto casto un viejo sátiro y de una buena matrona, frígida en otro tiempo, una mesalina de cabellos grises. El camino de la moral sexual se halla bordeado de pendientes resbaladizas y para evitarnos una caída hemos menester de todas las fuerzas morales que la razón ética nos proporciona.

Ahora bien, esta virtud nos hace falta. El libertinaje, que se esfuerza por pintar con tintes risueños, arrastra en su seguimiento otros muchos vicios, a saber, el desprecio de la persona humana, la deslealtad y la dureza. Por el contrario, la castidad se funda en la misma bondad, nace de los sentimientos altruistas y su práctica refuerza cada vez más la idea ética que la ha engendrado. De ahí que Bernardin de Saint-Pierre haya podido decir:

La castidad es la fuente de la fuerza y de la belleza moral en ambos sexos.

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