Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo XIII | Capítulo XV | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO XIV
VALOR
Acordémonos de vivir. Vivir no es sufrir gimiendo la vida. Las almas dolorosas. Hay en el hombre sorprendentes contradicciones. Egotismo y disposiciones egocéntricas. La medicina del espíritu. Siempre malo es el desaliento y agrava cualquier situación. Contrariedades de la existencia.
181. Dicen que Alphonse Daudet regaló a uno de sus hijos un anillo en el que estaban grabadas las palabras: Memento vivere. He aquí la divisa de un valeroso optimismo.
Los pesimistas pensarán que no es menester recordarnos que hay que vivir, puesto que la carga de la existencia se les ocurre sobremanera pesada y presente.
Sin embargo, vivir no es sufrir gimiendo la vida. Antes por el contrario, ésta debe ser activa y alegre. Tan corta resulta que es una lástima perder incluso unos pocos de sus instantes en la tristeza, penosa para nosotros y desagradable para los demás. Entregándonos a sentimientos melancólicos malgastamos el capitalito de felicidad de que pudiéramos disfrutar en este mundo. Mejor sería decir de la tristeza, con Montaigne:
Bien es verdad que no poseen todos tan hermosa salud mental, y aquellos con quienes la vida se muestra dura hallarán cruel ironía en tal estímulo a encarar la existencia alegremente.
Esa alegría de vivir será, en efecto, imposible de encontrar si la buscamos en los acontecimientos. Aun los más privilegiados hallarían en su existencia tan sólo pocos y breves períodos de dicha fácil, obtenida con el concurso de las circunstancias. Tal felicidad resulta accesible únicamente a los jóvenes, vale decir, a los que están en la edad en que se reúnen la fuerza, la salud y la indiferencia juvenil, secundadas por el buen suceso en la carrera que se eligió. Pero ¡cuántos desdichados debieron renunciar de golpe a todas esas satisfacciones!
182. Por influjo de la herencia y el atavismo, y frecuentemente debido a la incuria de los padres o de resultas de condiciones higiénicas desfavorables, muchos niños encuentran en su cuna la enfermedad y jamás gozarán del tan precioso bien de la salud física.
Más infelices todavía son aquellos a quienes dio la naturaleza un ánimo melancólico, esas almas dolorosas, como las denomina W. James, que sólo reaccionan en sentido contrario, esto es, en el de la tristeza, aflojándose sus cuerdas psíquicas bajo la presión de las brutalidades de la existencia.
Una visita a cualquier hospital de niños despliega ante nuestra vista esa horrible miseria fisiológica, que indigna tanto más cuanto que quienes la sufren son inocentes y también porque prevemos toda la aspereza de su vida ulterior, aunque con frecuencia parezcan no pensar en ello.
Sin embargo, ya ahí, en esa casa de sufrimiento, sentimos cernerse el ángel del valor, de la resignación jovial, evocado por el altruismo de los que curan dichas llagas y reaniman esos corazones maltratados. Más dulzura existe en tal ambiente que en el alegre rebullicio de una bandada de escolares felices. Hay dolor fecundo en medio de todas esas miserias y no falta tampoco la esperanza de disminuirlas por medio de la higiene pública y privada, mediante todas esas iniciativas de solidaridad humana que cada vez deben preocuparnos más.
183. La enfermedad del alma se observa con mayor rareza en la infancia, de suyo inclinada a la alegría y sobre la cual no pesan aún las responsabilidades. Pero ya en la adolescencia vemos aparecer el sufrimiento psíquico, esos estados mentales que se califican hoy como neurastenia y en los que dominan la indecisión y el escrúpulo, la falta de confianza en sí mismo y ese miedo de vivir que acarrea una lamentable ineptitud para gozar de un poco de dicha y hace desear el suicidio incluso a algunos chicos. Se conocen niñas que, obsesionadas por el temor a la enfermedad y a la muerte, ni por un instante pueden entregarse a la candorosa alegría infantil.
Tales mártires de la herencia y la educación falseada son sinnúmeros y la sociedad no los comprende; antes bien, los trata con rudeza. Para esos desgraciados cuya alma sufre y que necesitarían se les compadeciera y se les sacudiese a la par, no hay hospital con blancas y elegantitas camas, ni dulces rostros de hermanas, ni médico de una bondad un sí es no es brusca. No se sabe dónde ubicarlos, ya que el manicomio, que pareciera de todo punto indicado para ellos, les resultaría una cárcel, y su hogar, que debiera servirles de refugio, es el sitio donde se originó su mal, no sólo por la vía inevitable de las herencias psicopáticas sino además por la educación, el contagio mental. Generalmente, no reconocen los padres esas similitudes de mentalidad y, tan enfermos del espíritu como su vástago, reprochan a este último su desgracia.
184. En ese sujeto maravillosamente vano, diverso y ondulante que es el hombre, descubrimos asombrosas contradicciones. Hay quien, manifestándose inteligente en sus estudios, carece por completo del discernimiento moral que determina la conducta, y estropea su existencia por causa de la poquedad de ánimo de que adolece. Y aquella otra muchacha, que se prodiga en iniciativas altruistas y vive el espíritu de una religión sincera, lucha sin resultado contra un egoísmo innato tan opuesto a su abnegación, que para definirle se creyó deber inventar la palabra egotismo, hablándose de disposiciones egocéntricas a fin de no herir la susceptibilidad de los enfermos.
Pero en tales casos el mal no es incurable. Se tiene que haber visto iluminarse esos semblantes adustos, bajo la acción de una ortopedia moral paciente, indulgente y alentadora, para comprender la belleza que hay en la medicina del espíritu, emanación directa de una ética racional.
Preciso es que el consultorio del médico se convierta en un dispensario psicoterapéutico donde no ya se extiendan recetas para la farmacia sino que se arrojen sin mezquindad en el entendimiento del enfermo todas las simientes del valor estoico, los motivos de la razón (no fría, sino serena), que son los únicos capaces de corregir los defectos de nuestra mentalidad nativa y adquirida.
185. Y ¿qué decir de esos desdichados, más numerosos aún, que poseen salud física, dones de inteligencia y circunstancias de vida particularmente propicias, sin embargo de lo cual se extravían, por cuanto no se les educó para desenvolver su vida moral? A ellos cumple comprender que no les asiste tanto derecho de quejarse como a los desheredados, y hallar en sí propios la fuerza necesaria para lidiar con sus malas tendencias, no mediante una voluntad quimérica sino con esa agudeza de visión moral que desarrolla el pensamiento meditativo.
En modo alguno les reprocho su insuficiencia ética, pues que no se ha sabido inculcarIes las ideas-fuerzas ni han experimentado hasta el presente el poderoso hechizo de la Educación de sí mismo. No vieron para qué sirve ésta, de suerte que tenemos que enseñárselo...
Ahora, cuando sufren y caen en la cuenta de que erraron el rumbo, ha llegado el momento de infundirles ánimo, de mostrarles la absoluta necesidad del valor, de avivar el suyo propio exhibiéndoles el precioso fruto que van a cosechar: la felicidad.
Siempre malo es el desaliento y agrava cualquier situación. Se puede excusarlo pero no aprobarlo. Ahora bien, no basta admitir esta verdad lógica sino que es menester hincársela a macha martillo en la cabeza, con el objeto de que se trueque en sentimiento, darle una expresión viva. Acostumbro manifestar a mis enfermos: El desaliento es un brebaje emponzoñado y amargo a la vez: he aquí dos razones imperiosas para no probarlo.
186. ¿Vale decir que lograremos apoyarnos siempre en esta verdad? No. No pasa día sin que suframos descorazonamientos, descensos del barómetro moral, pero éstos no deben durar. Y en cuanto nos dejamos llevar por ellos percibimos su amargura y al punto pensamos en la toxicidad del bebedizo.
La idea de que el desaliento es un veneno debe desempeñar el rol de baranda directriz en el funcionamiento de nuestro intelecto. Así como la bola arrojada sobre una superficie plana y que no alcanzó aún la baranda elástica, del mismo modo hace irrupción el desaliento en el alma y prosigue su carrera, pero, no bien tropieza con el obstáculo que constituye la idea moral, es desviado y nuestras representaciones mentales vuelven a ponerse en orden.
Tenemos que despertar de continuo en nuestra alma la idea de valor, reavivar la antorcha que nos guía. Ha menester que la idea-fuerza se asiente en los hondones del alma, pronta a poner en movimiento nuestras energías, llegado el instante. He aquí lo que tan bien comprendieron los filósofos de la antigüedad, quienes veían en la razón, en una dialéctica rigurosa para consigo mismo, el remedio a nuestros desfallecimientos morales.
187. El tiempo necesario para ese asentamiento de los principios éticos depende de cada mente. Las ideas que se nos transmiten se asemejan a la arena fina que a la superficie del agua arrojamos: sobrenada algunos instantes, luego se hunde con lentitud mayor o menor, de acuerdo con la densidad del líquido, y finalmente se extiende formando capa en lo profundo. Pues bien, lo mismo se da con las ideas. Por simples que sean -¿podemos imaginar acaso una más clara que la de la inutilidad, de la índole nociva del desaliento?- permanecen por un lapso prolongado en la superficie de nuestro intelecto. Únicamente andando el tiempo descienden y van a integrar el compacto depósito que constituye nuestra conciencia, nuestra personalidad moral. Sólo entonces la idea-sentimiento obra en nosotros y nos proporciona una fuerza que no hubiéramos creído poseer.
Igual sucede con el impulso de las ideas religiosas. Muchas personas las han admitido y las defienden con aspereza poco cristiana, pues no han vivido bastante dichas ideas ni las han pensado lo suficiente para que determinen en tales personas el acto virtuoso.
No basta combatir el desaliento, hay que llegar hasta el valor que la dificultad excita. Al modo de un corcel de raza, debemos poner tanto más ardor en superar el obstáculo cuanto más alto sea éste.
188. Un joven aldeano neurasténico me comunicaba cierto día sus desazones, refiriéndose a nuevos disgustos que sufría, los cuales desempeñaban el rol de la gota de agua que hace desbordar el vaso. Para fijar sus ideas le hice una comparación, diciéndole:
¡Claro! A medida que crecen las dificultades se necesita ir tomando mayor impulso, porque es palmario que si la valla se eleva y el valor desciende, será seguro el fracaso.
Por desdicha, no resulta fácil conservar siempre tan imperturbable valor. Con profunda compasión debemos excusar las horas de lasitud moral que sufren esos desdichados que carecen de salud, de cierta comodidad, y que no han hallado en su camino ni simpatía que les aliente ni ayuda continua, sino que luchan contra su suerte con una constancia que parece inaccesible a los fuertes. No hay que sacudirlos con brusquedad al amonestarlos, lo que sería cruel. Sólo una total simpatía, nacida del sentimiento de que tal vez no podríamos nosotros obrar mejor que ellos, puede infundirles un poco de ese fuego que excita el impulso.
189. Algunas reflexiones de esta índole proporcionan siempre cierto valor y concluyen por influir en tales almas enfermas. En ocasiones he visto que pasaban meses sin que esta filosofía pudiera modificar la mentalidad de un paciente, pero llegaba el día en que el resorte estirado con lentitud hubo adquirido suficiente fuerza.
Suele nacer el valor del exceso de desaliento, en razón misma del persistente y progresivo sufrimiento que el segundo ha causado. Así como el animal temeroso por naturaleza y que se ve acorralado, así también nos damos vuelta nosotros y hacemos frente a las dificultades. A ese carácter premioso de la necesidad se puede atribuir en parte el hecho de que conservemos el valor en los grandes acontecimientos de la vida, al paso que le dejamos desmenuzarse en medio de las múltiples contrariedades de cada día.
Reconozco -me decía una mujer inteligente- toda la verdad de tales opiniones. Bien claro veo que es necesario reprimir mi emotividad, suprimiendo el temor. Pero, cuando ocurre algo que me emociona, el razonamiento que debiera haberme salvado sólo me viene a la mente cinco minutos después, o sea, harto tarde.
Lo cual a todos nos pasa. Ocurre con esta dialéctica sentimental lo que con la esgrima. Durante mucho tiempo nuestro quite sólo llega después del botonazo del adversario. Poco a poco, por medio del ejercicio se torna más rápido el movimiento defensivo y un día conseguimos desviar el arma contraria antes que nos toque. Ejercitémonos, pues, en la defensa moral, y evitaremos ser derrotados.
190. Muchas personas manifiestan en sí otra contradicción: saben muy bien dar un consejo a los demás, reanimar su valor, pero no logran superar su propia debilidad. ¿No hay en esta lucha por nuestros propios intereses morales un elemento emotivo, que turba un poco nuestro juicio y nos pone indecisos?
Hay quien, siendo capaz de dar a su vecino sensatos consejos para la inversión de fondos, no halla siempre la misma facilidad de juicio pronto y certero cuando se trata de sus propios negocios, porque ahora arriesga lo suyo.
Otros, por el contrario, quizá más altruistas si llega el caso, temen aconsejar a sus semejantes más que obrar ellos mismos y, valerosos con poco esfuerzo, no se atreven a excitar esta virtud en los demás.
¡Qué ser desconcertante es el hombre, con sus continuos cambios de mentalidad, que parecen resultar tanto de causas físicas internas, del relajamiento de las cuerdas mentales, cuanto de causas morales, de asociaciones de ideas descorazonadoras!
191. El individuo que se conoce y se observa sin inquietud hipocondríaca, descubre continuas oscilaciones en su ser íntimo, desigualdades de humor que persisten aun cuando sepa ocultarlas a los ojos de los otros y no les permita traducirse en actos. Tal cual vez, algunas nubes vienen a encapotar nuestro cielo moral, sin que podamos conocer la causa de ese cambio de tiempo. Multitud de personas hay que, sobre todo cuando se hallan fatigadas, sienten vacilar su alma cual un barómetro en tiempo variable. El menor acontecimiento que les contraríe, un fracasillo en cosas de poca entidad, extiende al punto en ellas un velo de tristeza que puede hacerles afirmar, a propósito de cualquier fruslería, que la vida no merece la pena vivirse. Por suerte, tales naturalezas impresionables suelen ser tan fáciles de reanimar como de abatir. Basta para ello un rayo de sol, una buena palabra o expresión, a veces una taza de café o un cigarro, en cuyo humo evocamos la imagen de esa resuelta flexibilidad que nos ayuda a pasar a través de las dificultades de la existencia.
Mantengamos siempre ese sonriente valor, que no debe ser un estoicismo amargo y zahareño sino una intrepidez fácil, como la de los gentileshombres de antaño, que manejaban con destreza la ligera espada. Hay que ponerse desde la mañana en actitud combativa, lavarse y peinarse moralmente y vestir la cota de mallas. Entonces podemos decirnos:
Otra imagen se me viene a la mente con frecuencia cuando siento nacer en mí la debilidad frente a la tarea que he de realizar, y es ésta:
Soy de los más exentos de esta pasión: no la amo ni la estimo. (Véase Michel de Montaigne, Ensayos, Libro 1, Cap. II. Hay una elegante traducción al castellano, en dos tomos, con índice alfabético, debida a Constantino Román y Salamero, Ed. Garnier Hnos., París, s/f. N.d.T.)
Suponeos en la clase de gimnasia. El maestro os ha hecho saltar una cuerda tendida a sesenta centímetros del suelo, y habéis tenido cierta dificultad para lograrlo. Él, por su parte, la eleva ahora a sesenta y cinco. ¿Qué hay que hacer?
Y sin dudar me replicó: Tomar más impulso.
Tráigame lo que me trajere la jornada, ora fatigas físicas, ora trabajo intelectual o bien emociones morales, estoy presto. Mis recursos me permitirán afrontarlos, y aun han de sobrarme...
¡Adelante! ¡Hagamos sonar la música del regimiento, y nuestro paso se tornará gallardo!Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo XIII Capítulo XV Biblioteca Virtual Antorcha