Índice de Corazón, diario de un niño de Edmundo de AmicisAbrilMayo. Segunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

Mayo
Primera parte

Los pequeños minusválidos

Viernes, 5

Hoy no he ido a la escuela porque no me encontraba bien, y mi madre me ha llevado al Instituto de los niños minusválidos, donde fue a recomendar a una niña del portero; pero no me ha dejado entrar ...

Supongo, Enrique, que habrás comprendido por qué no te he dejado entrar: para no presentarte, entre esas criaturas desdichadas, como muestra ostentosa de un chico sano y robusto. Demasiadas ocasiones se les ofrecen para hacer dolorosas comparaciones.

¡Qué espectáculo más deprimente! En cuanto entré sentí una gran congoja en mi pecho. Habria unos sesenta, entre niños y niñas ... ¡Pobres huesos torturados! ¡Pobres manos, pobres piececitos encogidos y atrofiados! ¡Pobres cuerpecitos contrahechos! Pronto pude observar guapas caritas, ojos llenos de inteligencia y cariño. Había una niñita de nariz afilada, barbilla puntiaguda, que parecía una viejecita, pero con una sonrisa de dulzura celestial. Algunos, vistos por delante, parecen completamente normales y sin ninguna deformación ... pero, al volverse, se le parte a una el corazón. El médico del Instituto los ponía de pie sobre los bancos y les levantaba la ropa para tocarles el vientre abultado y las articulaciones; las pobres criaturas no se avergonzaban, debido a la costumbre de estar desnudas y que las examinen y palpen por todas partes. ¡Y pensar que ahora están el mejor periodo de su enfermedad y que casi ya no sufren! Pero, ¿quién puede saber cuánto sufrieron durante la deformación de su cuerpecito, cuando aumentando la enfermedad veían que disminuía el cariño alrededor de ellos, abandonados los pobrecitos horas y horas en algún rincón de una habitación o de un patio, mal alimentados y a veces torturados meses enteros por vendajes y aparatos ortopédicos inútiles?

Ahora, gracias a los cuidados de personas competentes, a la buena alimentación y a la gimnasia, muchos van mejorando. La maestra les obligó a hacer gimnasia. Daba lástima ver cómo, ante ciertas órdenes, extendían bajo los bancos sus piernecitas fajadas, oprimidas entre los aparatos, nudosas, deformes, unas piernecitas que se habrían cubierto de besos. Algunos no podían levantarse del banco, y permanecían con la cabeza caída sobre el brazo, acariciando las muletas con la mano; otros, al mover los brazos, notaban que les faltaba la respiración, y volvían a sentarse, muy pálidos, pero sonriéndose para disimular su impotencia.

¡Ah, Enrique! Tú y los que estáis bien no apreciáis la salud. Yo pensaba en los chicos sanos y robustos que las madres llevan a pasear, como en triunfo, orgullosas de su belleza; y habría estrechado todas aquellas pobres cabecitas contra mi corazón. De haber cstado sola, sin obligaciones familiares, de buena gana me ¡abría quedado allí para dedicarles toda mi vida, servirles, hacerles de madre hasta los últimos instantes de mi existencia ...

Entretanto cantaban, y lo hacían con sus vocecitas delicadas, dulces y tristes, que llegaban al alma, mostrándose muy contentos porque la maestra los elogió al terminar. Mientras pasaban por los bancos, le besaban las manos y los brazos para demostrar su gratitud a quien tanto se desvela por ellos. Y es que, además de reconocidos, esos pobrecitos son muy cariñosos. Y algunos son listos y estudian con notable provecho, según me dijo la maestra, que es joven y agraciada, mostrando su bondad en el semblante, pero con cierto aire de tristeza, como reflejo de las desventuras que ella acaricia y consuela. ¡Meritísima muchacha! Entre todos los que se ganan la vida con su trabajo, no hay nadie que lo haga más santamente que tú.

Tu madre.


Sacrificio

Martes, 9

Mi madre es buena y mi hermana Silvia se le parece en bondad y grandeza de corazón.

Ayer por la noche estaba escribiendo una parte del cuento mensual De los Apeninos a los Andes, que el maestro nos ha dado a copiar a todos por trozos, pues es muy largo, cuando entró mi hermana Silvia de puntillas y me dijo deprisa y bajito:

- Ven conmigo a ver a mamá. Esta mañana les he oído hablar preocupados. A papá le ha debido salir mal algún asunto; estaba afligido, y mamá le decía palabras de aliento. Seguramente estamos pasando momentos de apuros, ¿comprendes? No hay dinero, y papá decía que es preciso hacer sacrificios para salvar la situación. ¿No te parece que nosotros debemos ayudarles en la medida de nuestras posibilidades? ¿Tú estás dispuesto? Bueno, pues cuando yo hable a mamá, no tienes más que asentir a lo que diga y prometerle, como hombre, que se hará lo que acordemos.

Dicho esto, me tormó de la mano y me llevó al salón, donde mamá cosía con cara preocupada. Yo me senté a un lado del sofá y Silvia a la otra parte, diciendo seguidamente:

- Mamá, tengo que hablar contigo. Bueno, venimos los dos a hablar contigo.

Mamá nos miró extrañada, y Silvia empezó:

- Papá no tiene dinero, ¿no es así?

- ¿Qué dices, criatura? -replicó con viveza mamá-. ¿Qué sabes tú de eso? No es verdad. ¿Quién te ha dicho eso?

- Yo que lo sé -respondió Silvia-. Mira, mamá, nosotros estamos también dispuestos a hacer sacrificios. Tú me habías prometido un abanico para finales de mayo y Enrique esperaba su caja de pinturas; no queremos nada, no gastéis dinero con nosotros, y estaremos muy contentos, ¿sabes?

Mamá intentó hablar, pero Silvia añadió:

- Tiene que ser así. Lo hemos decidido. Hasta que papá no se reponga, suprimiremos los postres y cuanto sea necesario. Nos bastará con un plato de sopa al mediodía, y para desayunar nos contentaremos con un pedazo de pan. Así se gastará menos para comer, que ya se gasta bastante entre unas cosas y otras. Y te prometemos que nos verás siempre tan alegres como antes. ¿No es así, Enrique?

Yo respondí que sí.

- Siempre tan contentos como antes -repitió Silvia, tapando la boca a mamá con una mano-, y si hay que hacer algún otro sacrificio en el vestir o en lo que sea, lo haremos con mucho gusto. También venderemos nuestros regalos; estoy dispuesta a desprenderme de cuanto posea de valor. Te haré de camarera, no mandaremos a hacer nada fuera de casa, trabajaré todo el día contigo y haré cuanto quieras, pues estoy dispuesta a todo. ¡A todo! -exclamó echando los brazos al cuello de mamá-, para que nuestros queridos papá y mamá no sufran y estén tan tranquilos y contentos como siempre con su Silvia y su Enrique, que os quieren muchísimo y darían la vida por vosotros.

Jamás había visto a mi madre tan contenta como al oír tales palabras, ni nunca nos había besado en la frente de modo semejante, llorando y riendo a la vez, sin poder hablar. Después aseguró a Silvia que había entendido mal, que no estábamos tan apurados como se figuraba y nos dio mil veces las gracias.

Estuvo muy contenta hasta que llegó papá, a quien le contó todo. Él no replicó. ¡Pobre papá! Pero este mediodía, cuando nos sentamos a comer, experimenté un gran placer y profundo disgusto a la vez, pues debajo de mi servilleta encontré mi caja de pinturas y Silvia, su abanico.


El incendio

Jueves, 11

Esta mañana había terminado de copiar la parte que me correspondía del cuento De los Apeninos a los Andes, y estaba buscando un tema para la redacción que el maestro nos ha encargado, cuando oí un griterío insólito por la escalera, entrando poco después en casa dos bomberos, que pidieron a mi padre permiso para examinar las estufas y las chimeneas, porque se veía humo por los tejados sin saber de dónde procedía. Mi padre les dijo que revisasen lo que creyeran necesario y, aunque no teníamos nada encendido, ellos recorrieron las habitaciones, registrando las paredes, para comprobar si el fuego hacía ruido por el interior de las subidas de los otros pisos que comunicaban con las chimenea de la casa.

Mientras iban por las habitaciones, me dijo mi padre:

- Ahí tienes, Enrique, un buen tema para tu composición: Los bomberos. Escribe lo que voy a contarte.

Yo los vi trabajando una noche, hace dos años, cuando salíamos del teatro Balbo. Al entrar en la calle Roma, vi un resplandor desacostumbrado y mucha gente que corría. Se había declarado un incendio en una casa. Grandes llamaradas y nubes de humo salían por las ventanas y por encima del tejado. Hombres, mujeres y niños aparecían y desaparecían de nuestra vista lanzando gritos desesperados. Delante de la puerta gritaba la gente:

- ¡Que se queman vivos! ¡Socorro! ¡Los bomberos!

En aquel momento llegó un coche; de él saltaron inmediatamente cuatro bomberos, los primeros que se encontraron en el Ayuntamiento, y se precipitaron al interior del edificio siniestrado.

Apenas habían entrado, vimos algo horroroso: una mujer se asomó, gritando, por una ventana del tercer piso; se agarró al antepecho, saltó y luego quedó colgando, como suspendida en el vacío, con la espalda fuera, encorvada bajo el humo y las llamas, que, saliendo de la habitación, casi le tocaban la cabeza.

La multitud lanzó un grito de horror. Los bomberos, que por equivocación se habían detenido en el segundo piso, requeridos por los aterrorizados inquilinos, habían derribado ya una pared, introduciéndose en un apartamento, cuando cientos de gargantas les gritaban:

- ¡Al tercer piso! ¡Al tercer piso!

Subieron volando al tercer piso y pudieron apreciar una devastación infernal: vigas del techo que crujían, pasillos llenos de llamas y de un humo asfixiante ... Para llegar a las habitaciones en que estaban los inquilinos encerrados, no había más camino que el tejado. Se echaron para adelante y un minuto después se vio como un fantasma negro saltar por las tejas entre el espeso humo. Era el jefe, que había llegado antes. Para ir a la parte del tejado que correspondía al cuartito cerrado por el fuego, tenía que pasar por un espacio muy reducido entre un alero y la fachada; todo lo demás se encontraba en llamas, y aquel estrecho pasillo estaba cubierto de nieve y de hielo, sin lugar dónde agarrarse.

- ¡Es imposible que pase! -decía la gente que había en la calle.

El jefe de bomberos avanzó por el alero, y todos temblaban mirando y conteniendo la respiración. Pasó, y se oyó una gran ovación. El jefe reanudó la marcha y, al llegar al punto amenazado, empezó a romper furiosamente con un pequeño pico tejas y viguetas, para abrir un agujero por el que colarse al interior. Entretando la mujer continuaba suspendida fuera de la ventana y las llamas le llegaban a la cabeza. Un minuto más y habría caído a la calle. En cuanto estuvo abierto el agujero, el jefe se quitó la banderola y descendió, siguiéndole los otros bomberos. En aquel instante llegaron otros bomberos con una altísima escalera, que apoyaron en la cornisa de la casa, delante de las ventanas por donde salían las llamas y locos alaridos. Pero creíamos que ya era demasiado tarde.

- ¡Ninguno se salvará! -comentaba la gente-. ¡Los bomberos arden! ¡Esto se ha acabado! ¡Han muertos todos!

Mas de pronto apareció por la ventana de la esquina la negra figura del jefe, iluminada por las llamas de arriba abajo. La mujer se inclinó hacia él cuanto pudo, y el hombre la cogió con ambos brazos por la cintura, la subió y la metió a la habitación. La multitud dio un grito que superó el crepitar del incendio. Pero, ¿y los demás? ¿Cómo podrán bajar?

La escalera, apoyada en el tejado por delante de otra ventana, distaba bastante del sitio en que se precisaba. ¿Cómo podrían utilizarla? Mientras la gente se hacía tal pregunta, uno de los bomberos salió fuera de la ventana, puso el pie derecho en el alero y el izquierdo en la escalera, y de este modo, de pie y con el cuerpo al aire, fue cogiendo con sus brazos uno a uno a todos los inquilinos, que los otros le iban dando desde el interior; después los entregaba a otro compañero que había subido desde la calle y que los iba bajando uno a uno, ayudado por otros compañeros.

Primeramente pasó la mujer que había corrido mayor peligro, luego una niña, otra mujer y un anciano. Al fin todos quedaron a salvo. Tras el anciano descendieron los bomberos que habían quedado en el interior, haciéndolo en último lugar el jefe, que fue el primero en acudir.

La multitud los acogió a todos con salvas de aplausos, pero cuando apareció el primero de los salvadores, el que había afrontado antes que todos el abismo y que habría muerto si alguien hubiese tenido que perecer, el gentío lo saludó como a un triunfador, gritando y extendiendo los brazos en señal de afectuosa admiración y de gratitud. En unos instantes, su nombre, antes desconocido, José Robbino, se repetía en millares de bocas.

Eso es valor, Enrique, el valor del corazón que no razona ni vacila, y va derecho con los ojos cerrados a donde oye el grito de quien se muere. Un día te llevaré a los ejercicios de amaestramiento que realizan los bomberos, y te presentaré al jefe Robbino, porque creo que te gustará conocerlo, ¿no es así?

Yo respondí que sí.

- Aquí lo tienes -dijo mi padre.

Yo me volví de repente. Los dos bomberos, una vez terminada la visita de inspección, cruzaban la habitación para salir de casa.

Mi padre me señaló al más bajo, que llevaba galones, y me dijo:

- Estrecha la mano al señor Robbino.

El aludido se detuvo y me dio la mano, sonriendo; yo se la estreché; él me hizo el saludo y se marchó.

- No olvides este momento -añadió mi padre-, porque de los millares de manos que estreches en tu vida, tal vez no haya ni diez que valgan como la suya.

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