Índice de Corazón, diario de un niño de Edmundo de AmicisJunioBiblioteca Virtual Antorcha

Julio

La última página de mi madre

Sábado, 1

El curso ha terminado, Enrique; bien está que te quede como recuerdo del último día la imagen del niño sublime que dio la vida por su amiga. Ahora te vas a separar de tus maestros y de tus compañeros, y debo comunicarte una triste noticia. No se trata de una separación de meses, sino para siempre. Por motivos de su profesión, tu padre tiene que marcharse de Turín, y nosotros iremos con él. Marcharemos el próximo otoño. Entrarás en otra escuela, lo cual te disgusta y contraría, ¿no es así? Porque estoy segura de que estás encariñado con tu escuela, donde por espacio de cuatro años has experimentado dos veces al día la satisfacción de haber trabajado; donde has convivido tanto tiempo, a las mismas horas, con los mismos chicos, los mismos maestros, los mismos padres de tus compañeros y los tuyos, que te esperaban sonriendo; sentirás dejar la escuela donde se ha desarrollado tu inteligencia, en la que has conocido a buenos amigos, en donde cada palabra que has oído tenía por objeto tu bien, sin sufrir ningún disgusto que no te fuera provechoso. Llévate, pues, ese afecto contigo y da un adiós que te salga del corazón a todos esos niños. Algunos conocerán desgracias irreparables, perderán pronto a su padre o a su madre; otros morirán jóvenes; otros quizá viertan generosamente su sangre en alguna posible guerra; muchos serán buenos y honestos trabajadores, padres de familias laboriosas y honradas como ellos; ¡y quién sabe si no habrá también alguno que preste grandes servicios a la nación y haga glorioso su nombre! Sepárate, por tanto, de ellos con afecto; deja un poco de tu alma en la gran familia en la que ingresaste de niño y de la que sales en edad adolescente, a la cual quieren tu padre y tu madre porque en ella también te han querido.

La escuela es como una madre, Enrique: te tomó de mis brazos cuando apenas hablabas y te devuelve ahora mayorcito, fuerte, bueno y estudioso. ¡Bendita sea, y no la olvides jamás, hijo mío!

Serás hombre, irás por el mundo, verás ciudades inmensas, monumentos sorprendentes, y también te olvidarás de ellos; pero del modesto edificio blanco, con sus persianas cerradas y el pequeño jardín donde se abrió la primera flor de tu inteligencia, nunca te olvidarás, sino que lo tendrás presente hasta el último día de tu existencia, lo mismo que yo recordaré toda mi vida la casa en que oí tu voz por primera vez.

Tu madre.


Los exámenes

Martes, 4

Por fin hemos llegado a los exámenes. En las calles junto a la escuela, los alumnos, los padres y las madres, e incluso las niñeras, hablaban de exámenes, calificaciones, temas, nota media, suspensos, promocionados ... Ayer por la mañana nos examinamos de redacción y hoy de Aritmética.

Los padres que acompañaban a sus hijos a la escuela les daban los últimos consejos, y muchas madres iban con los chicos hasta dejarlos en los bancos, viendo si había tinta en los tinteros, comprobando si las plumas estaban en buenas condiciones, y, al salir, se volvían desde la puerta para recomendarles optimismo y atención.

Nuestro vigilante era el señor Coatti, el maestro de la barba negra y voz de león, que nunca castiga a nadie.

Había chicos con una cara tan blanca como el papel, de miedo que tenían.

Cuando el maestro abrió el sobre enviado por el Ayuntamiento y sacó el ejercicio de Matemáticas, todos contuvimos la respiración.

Dictó el problema con voz fuerte, mirándonos a unos y otros con ojos escrutadores y severos; pero era evidente que, de haber podido dictamos la solución, lo habría hecho, para que todos aprobásemos y estuviésemos contentos.

Después de una hora de trabajo, no pocos empezaban a desanimarse porque el problema era difícil. Uno lloraba. Crossi se daba puñetazos en la cabeza. Muchos no tenían culpa de no saber resolverlo, por no haber tenido tiempo para estudiar lo suficiente o por no haberlos ayudado los padres en casa durante el curso.

Pero siempre se encuentra la providencia. Era un espectaculo ver cómo se las arreglaba Derossi para pasar una cifra y sugerir una operación, sin que le descubriesen; parecía nuestro maestro. También ayudaba en lo que podía Garrone, que está fuerte en Aritmética, y hasta Nobis, que, al hallarse en apuros, se había vuelto amable. Stardi estuvo inmóvil más de una hora, con los ojos fijos en el problema y los puños en las sienes; luego todo lo hizo en cinco minutos.

El maestro daba vueltas por entre los bancos y decía:

- ¡Calma! ¡Calma! No os precipitéis y reflexionad un poco.

Cuando veía a alguno descorazonado, para hacerle reír e infundirle ánimos, abría la boca como para tragárselo, imitando al león.

Hacia las once, mirando a través de las persianas, vi abajo a muchos padres que se paseaban con cara de impaciencia; estaba el padre de Precossi, con su blusa azul y la cara llena de tiznajos: seguramente acabaría de salir de la fragua. También vi a la madre de Crossi, la verdulera, y la de Nelli, vestida de negro, que no podía estar un momento quieta. Poco antes del mediodía llegó mi padre y miró hacia la ventana por donde yo estaba. Pobre padre, ¡cuánto me quiere!

A las doce en punto todos habíamos terminado.

Había que ver lo que ocurrió a la salida. Los padres venían a nuestro encuentro, y no paraban de hacernos preguntas, hojear los cuadernos y comparar los trabajos de unos y de otros. Se oían estas y parecidas preguntas: ¿Cuántas operaciones? ¿Cuál es el total? ¿Y la substración? ¿Y la respuesta? ¿Y la coma de los decimales?

Los maestros iban de una a otra parte, requeridos por multitud de padres.

Mi padre me tomó en seguida el borrador, miró y dijo:

- Está bien.

A nuestro lado estaba el herrero Precossi, que miraba también el trabajo de su hijo, algo inquieto, porque no se aclaraba. Dirigiéndose a mi padre, le preguntó:

- ¿Tendría la bondad de decirme el resultado?

Mi padre se lo dijo. Miró el de su hijo y comprobó que era el mismo.

- ¡Bravo, hijo! -exclamó muy contento. Mi padre y él se miraron con cara de satisfacción, como dos buenos amigos, y el herrero estrechó la mano que le tendió mi padre. Se separaron diciendo:

- Hasta el examen oral.

Poco después oímos una voz de falsete, que nos hizo volver la cabeza. Era el herrero, que se alejaba cantando.


El último examen

Viernes, 7

Esta mañana hemos dado el examen oral. A las ocho estábamos ya todos en nuestros sitios. A las ocho y cuarto empezaron a llamamos de cuatro en cuatro para ir al salón de actos, donde había una mesa cubierta con un tapete verde, y sentado en torno a ella el Director y cuatro maestros, entre ellos el nuestro.

Yo fui uno de los primeros llamados. ¡Pobre maestro! ¡Cómo me he dado hoy cuenta de lo mucho que nos quiere!

Mientras los demás nos preguntaban, él no nos quitaba ojo, se turbaba cuando vacilábamos en responder, prestaba oído muy atento y nos hacía la mar de gestos con las manos y con la cabeza para decimos: ¡Bien, no, presta atención, más despacio, ánimo! Si hubiese podido hablar, nos habría sugerido todas las respuestas. Un padre no habría hecho más que él. De buena gana le habría dado las gracias diez veces delante de todos.

Cuando los otros maestros dijeron: Está bien, vete tranquilo, le brillaron los ojos de alegría.

Yo volví seguidamente a la clase para esperar a mi padre. Aún estaban allí casi todos. Me senté junto a Garrone. Yo no estaba contento. Pensaba que era la última vez que íbamos a vernos. Aún no le había dicho a mi buen compañero que al año siguiente no estaría en cuarto con él, porque tenía que marcharme de Turín con mi familia. Como siempre, estaba algo encogido, con la cabeza inclinada sobre el banco, pintando adornos alrededor de una foto de su padre, vestido de maquinista, un hombre recio y alto, con cuello de toro y aspecto serio y honrado como él. Mientras hacía sus dibujos, como tenía la camisa algo desabrochada, vi sobre su desnudo pecho la cruz que le regalara la madre de Nelli cuando supo que protegía a su hijo.

Me creí obligado a manifestarle que me ausentaría definitivamente de Turín. Haciendo un esfuerzo, le dije, sin mirarle:

- Garrone, este otoño mi padre se marchará de Turín para siempre.

Me preguntó si me marcharía yo también, y le respondí que sí.

- Entonces -añadió-, ¿no te tendremos de compañero en cuarto curso?

Le contesté que no. De momento se quedó callado, prosiguiendo su trabajo. Luego sin levantar la cabeza, me preguntó:

- ¿Te acordarás de tus compañeros de tercero?

- Sí, sí, de todos -le repuse-; pero de ti ... más que de nadie. ¿Quién puede olvidarse de ti?

Él, contrariado, me dirigió una mirada como queriendo decirme mil cosas, pero guardó silencio. Se limitó a alargarme su mano izquierda, fingiendo que seguía dibujando con la derecha. Yo estreché entre las mías aquella mano fuerte y leal.

En aquel instante entró de prisa el maestro, con la cara encendida y dijo en voz baja y rápida, en tono alegre: ¡Hasta ahora todo va bien; a ver si los que quedan continúan lo mismo. ¡Mucho ánimo, hijitos! ¡Estoy contento de vosotros! Para mostrar su alegría, al salir con paso rápido, hizo como que tropezaba y tenía que agarrarse a la pared para no caerse; ¡él, a quien no habíamos visto reír en todo el curso! La cosa nos pareció tan sumamente extraña, que, en vez de reímos, todos nos quedamos asombrados; nos sonreímos, pero ninguno se rió. Aquel acto de alegría, propio de un chiquillo, sin saber por qué, me produjo pena y ternura. Tal momento de alegría era su único premio, la compensación por nueve meses de paciencia, de esfuerzos y de sinsabores. Para aquel resultado satisfactorio se había afanado y había ido a dar clase muchas veces estando enfermo. Aquello, y nada más que aquello, nos pedía a cambio de tanto cariño y de tantas preocupaciones. Ahora me parece que, al acordarme de él, siempre lo veré en aquella postura; y si nos encontramos, le recordaré el acto que tan hondo me ha llegado al corazón, y no dejaré de besar sus canas.


¡Adiós!

Lunes, 10

Por la tarde nos reunimos todos por última vez para conocer el resultado de los exámenes y recoger las cartillas con las correspondientes calificaciones.

La calle estaba llena de padres, que también habían invadido el amplio zaguán. No pocos entraron en las aulas, empujándose hasta la mesa del maestro. En la nuestra ocupaban todo el espacio que hay entre la pared y los primeros bancos.

Entre ellos vi al padre de Garrone, la madre de Derossi, el herrero Precossi, Coretti, la señora Nelli, la verdulera, el padre del albañilito, el de Stardi y muchos otros que no conocía. Por todas partes se percibía un murmullo y se oía hablar como cuando se está en una plaza.

Entró el maestro y guardamos completo silencio. Llevaba una lista en la mano y empezó a leer seguidamente:

- Abatucci, aprobado, 6,6; Archimi, aprobado, 5,5; el albañilito, aprobado; Crossi, aprobado -luego añadió con voz fuerte: - Derossi Ernesto, aprobado, 7,7 y primer premio.

Todos los que estaban presentes y le conocían, gritaron:

- ¡Bien por Derossi!

Él se dio un estirón a los rubios rizos y miró con fruición a su madre, que le saludó con la mano. Garoffi, Garrone y el calabrés también figuraron entre los aprobados. Después leyó los nombres de tres o cuatro que tienen que repetir curso, echándose a llorar uno de ellos porque le amenazó su padre, que estaba en la puerta. El maestro se apresuró a decirle:

- Mire, no se ponga así, porque muchas veces es por mala suerte, como ha sucedido en el caso de su hijo.

Continuó leyendo. Nelli sacó aprobado y su madre le envió un beso al aire con el abanico. Stardi obtuvo notable de media, mas no por eso se sonrió ni se quitó los puños de las sienes. El último de la lista fue Votini, que resultó aprobado. Era el que iba vestido con mayor elegancia y mejor peinado. Terminada la lectura de las calificaciones, el maestro se levantó y nos dijo:

- Muchachos, ésta es la última vez que nos reunimos. Hemos estado juntos todo el curso y ahora nos separamos como buenos amigos, ¿no es verdad? Siento esta separación, queridos niños ... -Se interrumpió y luego continuó diciendo-: Si alguna vez he llegado a perder la paciencia, si en alguna ocasión he pecado de injusto, sin quererlo, o me he mostrado excesivamente severo, perdonadme.

- ¡No, no, señor maestro! -dijeron a un tiempo padres y alumnos.

- Disculpadme -repitió el maestro- y no dejéis de quererme. El próximo curso ya no estaréis conmigo, pero os veré con frecuencia y permaneceréis en mi corazón. ¡Felices vacaciones, muchachos, y hasta la vista!

Dicho esto pasó entre nosotros y todos le tendían la mano, empinándose, subiéndose en los bancos, le tiraban de la chaqueta y le cogían los brazos. Algunos le abrazaron y cincuenta voces dijeron a coro:

- Hasta la vista, señor maestro. Gracias por todo. ¡Que le vaya bien ¡Acuérdese de nosotros!

Cuando salió estaba emocionado.

Abandonamos la clase en tropel. También salían al mismo tiempo de las otras clases y se produjo una gran confusión de saludos y de mutuas despedidas entre muchachos, maestros, padres y maestras.

La maestra de la pluma roja tenía cuatro o cinco niños encima y unas veinte criaturas a su alrededor, que no le dejaban respirar. A la monjita casi le habían destrozado el sombrero y la habían llenado de ramitos de flores que ponían en los ojales y en los bolsillos del vestido negro. Muchos felicitaban a Robetti, que aquel día era, precisamente, el primero que iba sin muletas.

Por todas partes se oía decir: ¡Hasta el próximo curso! ¡Hasta el veinte de octubre! ¡Nos veremos por Todos los Santos! También nos despedimos mi padre y yo de los conocidos.

¡Cómo se olvidan en esos momentos los sinsabores pasados! Votini, que siempre se había mostrado tan envidioso de Derossi, fue el primero en abrazarlo con efusión. Yo saludé y estreché la mano del albañilito en el instante que por última vez me ponía el hocico de liebre. ¡Qué buen chico! Saludé a Precossi y a Garoffi, el cual me dijo que había obtenido un premio en la última rifa y me entregó un pequeño pisapapeles de mayólica, algo roto por una esquina. De todos me despedí con un apretón de manos.

Fue emocionante ver cómo se acercó el pobrecito Nelli a Garrone, del que no podían despegarlo. Todos rodeaban a Garrone, lo abrazaban y zarandeaban en prueba de cariño, como bien se lo merecía el ejemplar muchacho, que a todos sonreía. Su padre estaba allí embobado ante semejante l1mestra de afecto. A Garrone fue el último a quien abracé, ya en la calle, procurando contener un sollozo al tener mi cara sobre su pecho; él me dio un beso en la frente.

Después corrí a reunirme con mi padre y mi madre. Mi padre me preguntó si me había despedido de todos, y yo le dije que sí.

Luego me recomendó que buscara y pidiera perdón a quien le hubiese faltado alguna vez.

- No hay ninguno -le respondí.

- Bueno, pues entonces, vámonos.

Dirigió una última mirada a la escuela y dijo con voz conmovida:

- ¡Adiós!

Mi madre repitió:

- ¡Adiós!

Yo ... no pude decir nada.

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