Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TCHELKACHE

II

- ¿Estás listo? -preguntó Tchelkache a Gavrilo, que sostenía los remos.

- ¡Voy! Uno de los escálamos se mueve; ¿no sería conveniente darle con el remo?

- No, déjalo. No hagas ruido. Apriétalo con las manos y se afianzará.

Movían ambos sin ruido la barquilla atada a la proa de un barco de vela. Había por allí una flotilla de veleros cargados de corteza de encina, y de faluchos turcos, casi llenos de palmas, de madera de sándalo y de gruesos troncos de ciprés.

La noche era oscura. Movíanse en el cielo pesadas capas de nubes, y el mar estaba tranquilo, negro y espeso como si fuera de aceite. Desprendía un vaho húmedo y salado, murmuraba suavemente el chocar con las bandas de los buques y balanceaba la barquilla de Tchelkache. A larga distancia, surgían del mar las siluetas negras de los buques que elevaban al cielo sus mástiles, en cuyo extremo se movían los fanales de colores. Reflejaba el agua sus luces y parecía sembrada de manchas rojas y amarillas que temblaban sobre su seno aterciopelado, de un negro mate, levantado por su poderosa respiración. Dormía el mar con el sueño reparador y pesado de un obrero que descansa del trabajo.

- ¡En marcha! -dijo Gavrilo hundiendo los remos en el agua.

- Boguemos.

Tchelkache lanzó, con un fuerte empellón, la barquilla a un espacio libre; bogaba rápidamente, y las olas, al tocar los remos, iluminábanse con una claridad azul y fosforescente. Larga estela de luz, que centelleaba suavemente, seguía a la barca, serpenteando.

- ¿Te duele la cabeza? -interrogó Tchelkache bondadosamente.

- De un modo horrible. Retumba como una campana. Voy a mojármela un poco.

- ¿Para qué? Remójate mejor por dentro y te aliviarás más pronto.

Tendió una botella al muchacho.

- ¿Te parece? Dios me perdone.

Oyóse un suave glu-glu.

- Basta -dijo Tchelkache deteniéndole.

Corrió la barca de nuevo sin ruido y con gran soltura entre los buques ... De pronto, pasó las moles, y el mar infinito, poderoso, brillante, extendióse ante ellos. Se perdía a lo lejos en el horizonte azul, donde sobre su masa se elevaban montañas de nubes grises con orlas amarillas o verdosas como las aguas del mar, o pizarrosas y tristes que lanzaban sombras pesadas que oprimían el alma. Las nubes se amontonaban lentamente unas sobre otras para formar una sola; mezclaban sus colores y sus formas, se disolvían o surgían de nuevo con contornos majestuosos y lúgubres ... Aquel lento movimiento de las masas inanimadas tenía algo de fatal. Parecía que allí, en los confines del mar, había ejércitos innumerables que eternamente escalarían el cielo con la intención malvada y estúpida de no dejarle alumbrar el mar dormido con el millón de ojos de oro de sus estrellas polícromas, vivientes y soñadoras, que despiertan nobles deseos en los seres que adoran su luz santa y pura.

- ¡Qué bello es el mar! -dijo Tchelkache.

- Sí, pero se siente miedo en él -contestó Gavrilo remando con fuerza y a compás.

El mar apenas se movía y centelleaba bajo los remos con claridades fosforescentes y azules.

- ¿Miedo? ¡Torpe!

El, el ladrón cínico amaba el mar. Su temperamento inquieto, ávido de emociones, no se cansaba jamás de contemplar aquella inmensidad infinita, libre y poderosa. Le indignaba aquella apreciación de Gavrilo acerca del mar, que tanto le agradaba. Sentado a popa, cortaba el agua con su remo y miraba tranquilamente hacia adelante, anhelando navegar más aún por aquella superficie aterciopelada. Cuando se hallaba en el mar, una emoción poderosa y profunda surgía del fondo de su ser, llenaba su alma y la libraba en cierto modo de las manchas de la vida. Gustábale aquella impresión; y se sentía mejor entre las olas y el aire donde los pensamientos pierden su acritud y su valor la existencia.

De noche, en el mar, se siente el ruido ligero de su respiración dormida, y aquel murmullo infinito vierte paz en el alma, refrena los malos impulsos e inspira nobles ensueños.

- ¿Donde están las redes? -preguntó de súbito Gavrilo, inspeccionando la barca.

Tchelkache se estremeció.

- Aquí están -dijo señalando el timón.

- ¿Qué clase de redes son? -insistió con desconfianza Gavrilo.

- Un copo y ...

A Tchelkache dábale vergüenza mentir de aquel modo para ocultar sus verdaderos proyectos y echó de menos también las ideas y sentimientos que el campesino disipara con su pregunta. Se enfurruñó. Mordióle el pecho aquella quemadura punzante que tan bien conocía, y dijo con dureza a Gavrilo:

- Procura no meterte en lo que no te importa. Te he contratado para remar. ¡Rema! Si mueves la lengua, lo vas a sentir. ¿Entiendes?

Durante un momento la barca vaciló y se detuvo. Permanecieron quietos en el agua los remos y Gavrilo se agitó con inquietud en su banco.

- ¡Rema!

Un espantoso voto acabó de asustar a Gavrilo, que remó otra vez. La barca, como si estuviera aterrorizada también, adelantó con sacudidas nerviosas y rápidas, hendiendo el agua con ruido.

- Rema mejor.

Tchelkache se había levantado, y sin soltar el remo clavó su mirada fría en la pálida cara y en los labios temblorosos de Gavrilo. Encorvado hacia adelante, parecía un gato a punto de saltar. Se oyó un rechinar de dientes y un ruido de huesos.

- ¿Quién va?

Aquella imperiosa pregunta resonó sobre la extensión ilimitada.

- ¡Mil demonios! ¡Rema, rema sin ruido! ¡Te he de matar, perro! ¡Rema! ¡Uno, dos! ¡Te mato si gritas!

- ¡Virgen santa! -murmuró Gavrilo tembloroso y extenuado por el miedo y el esfuerzo.

Viró la barca con ligereza. Se dirigió hacia el puerto, donde los fanales formaban un grupo multicolor, a cuya luz se veían los mástiles.

- ¿Quién grita? -preguntó una voz.

Pero la voz resonaba ya lejana y Tchelkache se tranquilizó.

- Tú eres quien gritas, amigo -contestó.

Luego, dirigiéndose a Gavrilo, que murmuraba una oración:

- Sí, hermano, has tenido suerte; ¡si nos llegan a perseguir, te avías! ¿oyes? Te hubiera enviado a los peces.

Ahora que el patrón hablaba tranquilamente y con cierta bondad, Gavrilo se atrevió a suplicarle:

- Oyeme, déjame marchar. En nombre de Dios, déjame ... ¡Ay, ay, ay! ¡Me pierdes! ¡Piensa en Dios y déjame! ¿Qué quieres de mí? No puedo hacer estas cosas. Jamás las hice. Es la primera vez, señor. ¡Estoy perdido! ¿Cómo me has engañado, hermano ...? ¡Ah! qué cosas ...

- ¿Qué? -interrogó coléricamente Tchelkache-. Habla, ¿qué diablos te pasa?

El pánico del joven le divertía y gozaba pensando que él, Tchelkache, era el autor de todo aquello.

- Esto es horrible, hermano ... Déjame, por Dios ... ¿Qué te he hecho yo ...? Amigo ...

- Cállate. Si no te hubiese necesitado no te hubiera traído. ¿Entiendes? Conque ¡a callar!

- Señor -suspiró gimoteando Gavrilo.

- ¡Basta!

Gavrilo comprendía que no podían detenerse y lloraba silenciosamente se sonaba, agitábase en el banco, pero remaba con fuerza, con verdadera desesperación. Deslizábase la embarcación con la rapidez de una flecha. Levantáronse de nuevo las negras masas de los buques y la barca se perdió entre ellos, dando vueltas por los estrechos canales que les separaban.

- Oye. Si alguien nos dirige una pregunta, cállate, si estimas la vida; ¿entiendes?

- ¡Ay! -sollozó con desaliento Gavrilo.

Y como si contestara a aquella orden severa, añadió:

- ¡El destino me pierde!

- ¡No grites! -murmuró Tchelkache.

Estas palabras hicieron perder a Gavrilo toda noción de conocimiento, y quedó anonadado como presintiendo una catástrofe. Bogaba maquinalmente, lanzaba los remos hacia atrás, los hacía hender el agua, y miraba obstinadamente sus zapatos de corteza.

El rumor de las olas era sombrío y espantoso. se hallaban en el puerto ... Detrás de su muralla de granito resonaban voces humanas, rumor de agua, silbidos y canciones.

- ¡Alto! -murmuró Tchelkache-, ¡deja lo remos! ¡Apoya las manos en la pared! ¡Poco a poco, demonio!

Gavrilo, agarrándose con las manos a la piedra escurridiza, condujo la barca a lo largo del muelle. Avanzaba sin ruido, rozando con su borda el musgo mojado de la piedra.

- Párate. Dame los remos. ¿Dónde tienes el pasaporte? ¿En el saco? Pues dame el saco ... Pronto ... Bien; esto es, amigo mío, para que te escapes ... Ahora ya estás en mi poder. Sin los remos podrías huir, pero sin tu pasaporte no te atreverás. Espérate. Ya sabes que, si dices una palabra, te echaré el guante aunque sea en el fondo del mar.

De pronto, agarrándose a alguna cosa con las manos, trepó Tchelkache y desapareció en el aire. Gavrilo se estremeció. ¡Fue aquel tan rapido! Sintió desvanecerse el miedo que le inspiraba la presencia de aquel bandido flaco y bigotudo. ¿Huiría ahora ...? Respirando libremente, miró en torno suyo. A la izquierda levantábase un casco negro sin mástiles, como un enorme atáud vacío y abandonado ... A cada golpe de las olas contra su flanco, repercutía un sordo eco parecido a un hondo lamento. A la derecha, sobre el agua, estaba la pared húmeda del muelle, como una fría y pesada sierpe. Veíanse más allá esqueletos negros, y en el espacio que se extendía entre la pared y el inmenso ataud, estaba el mar silencioso, desierto, cubierto allá arriba por negras nubes que se cernían sobre él. Y estas nubes, avanzaban lentamente, enormes, pesadas, lúgubremente oscuras y como prontas a aplastar al hombre con su peso. Todo era frío, negro, de mal presagio. Gavrilo sintió pavor, un pavor más grande que el que le inspiraba Tchelkache: oprimía el pecho del mozo y le aplastaba hasta convertirle en una masa miserable pegada al banco de la barquilla.

Todo callaba alrededor, no se oía más que el suspiro del mar; parecía que aquel silencio iba a interrumpirse de pronto por algo espantoso, por algún accidente que sacudiría el mar hasta su fondo y desgarraría las pesadas y sombrías nubes y lanzaría entre las olas todas aquellas negras embarcaciones. Movíanse las nubes en lo alto tan lentamente como antes, y parecía, mirando el cielo, que era también otro mar, irritado y furioso contra el mar de abajo, tranquilo, dormido y liso. Las nubes parecían olas que se lanzaran contra la tierra, abismos semejantes a los que el viento abre en el oleaje y a ondas nacientes que no corona aún la espuma verdosa del furor. Sentíase Gavrilo aplastado por aquella aparente tranquilidad y aquella belleza; comprendió que ansiaba volver a ver a su amo. ¡Cuánto tardaba! Pasaba el tiempo lentamente, más lentamente que en el cielo se movían las nubes ... La duración del tiempo aumentaba la angustia del silencio ... De pronto, detrás de la pared, agitose el agua; y luego se oyó un roce, algo así como un murmullo. Gavrilo pensó que se moría.

- ¡Hola ...! ¿Duermes? ¡Toma! Poco a poco -dijo la voz sorda de Tchelkache.

Arrimado a la pared, bajaba un objeto cúbico y pesado. Gavrilo lo colocó en la barca y recogió después otro igual, y entonces apareció el largo cuerpo de Tchelkache. Reaparecieron los remos como por ensalmo, el hatillo de Gavrilo cayó a sus pies, y el pícaro se sentó al gobernalle. Gavrilo le miró sonriendo tímida y alegremente.

- ¿Estás cansado? -preguntó.

- -respondió Gavrilo.

- ¡Es natural novillo! Rema bien y con coraje. Te has ganado un buen jornal, hermano. La mitad del negocio está hecho. Ahora sólo falta que pasemos inadvertidos por entre esos diablos, y luego podrás cobrar tu dinero y ver a tu Machka. ¿No me dijiste que se llamaba Machka?

- .

Gavrilo trabajaba con ganas. Resollaba como una fragua y sus brazos se movían como resortes de acero. Sudaba, pero no lo sentía siquiera. Después de haber pasado por dos terribles trances aquella noche, presentía otro, y sólo deseaba saltar a tierra y huir de aquel hombre antes que le matara, o que diese en la cárcel con sus huesos por su culpa.

Decidió no hablarle, no contradecirle en nada, ejecutar todas sus órdenes y hacer cantar el Te Deum, en San Nicolás, si conseguía desligarse de él sin más tropiezos.

Tchelkache, seco, largo, inclinado hacia adelante, parecía un ave que se dispone a tomar vuelo, y miraba a la oscuridad con sus ojos de águila. Haciendo muecas, empuñaba con una mano el gobernalle, y con la otra se retorcía el bigote sonriendo siniestramente. Tchelkache estaba complacido de su buena suerte, de sí mismo y hasta de aquel mozo a quien había convertido en su esclavo. Refocilábase por adelantado con la orgía del día siguiente, y al ver cómo trabajaba el campesino tuvo piedad de él y quiso animarle.

- Qué, ¿has pasado mucho miedo?

- ¡Bah!, no importa -suspiró Gavrilo.

- Bueno, ahora no es menester que remes con tanta fuerza. Sólo queda un mal paso que salvar. Descansa.

Gavrilo se detuvo docllmente. Seco con la manga de su blusa el sudor de su frente y volvió a hundir los remos en el agua.

- Rema con tiento ahora. Aquí está el mal paso. Poco a poco, poco a poco. Aquí, hermano, podría entretenerse alguien en dispararnos su fusil. Antes de decir Jesús tendrías una bala entre ceja y ceja.

La barca se deslizaba mansamente sin hacer ruido alguno. Sólo algunas gotas azules caían de los remos, y cuando tocaban en el mar, lucía en la superficie una estrellita también azul. La noche era cada vez más silenciosa. El cielo no semejaba ya un mar revuelto. Las nubes habíanse extendido, y parecían una cortina lisa y pesada sobre el mar inmóvil. Este estaba más tranquilo, más negro, y exhalaba un olor más cálido y salino.

- ¡Si lloviera un poco! -murmuró Tchelkache-, nos deslizaríamos como cubiertos por una cortina.

A derecha e izquierda de la embarcación, los buques inmóviles, lúgubres y negros, surgían de un mar profundamente negro. En uno de ellos se veía una luz; era alguien que se movía sobre cubierta con una linterna. El agua, acariciando sus costados, parecía implorar sordamente, y las inmensas moles contestaban con un eco frío, como si rehusasen ceder.

- ¡La aduana! -murmuró Tchelkache.

Hacía poco que diera orden a Gavrilo de remar suavemente, y el mozo experimentaba de nuevo un sentimiento de penoso anhelo. Sus huesos y sus nervios estaban como en tensión, causándole sordo dolor. Dolíale la cabeza, se estremecía la piel de su espalda y en sus piernas sentía pinchazos de alfileres fríos y agudos. Los ojos le escocían a fuerza de haber mirado la oscuridad de la cual esperaba que surgiría alguien gritando: ¡Deténganse, ladrones!

Cuando Tchelkache murmuró: ¡La aduana!, Gavrilo se estremeció. Una sensación áspera y ardiente atravesó su ser y mordió sus nervios cripados. Iba a gritar, a pedir socorro. Ya había abierto la boca y se habla incorporado. Vencido de repente por el miedo que le hirió como un latigazo, cerró los ojos y cayó en el banco ...

A lo lejos, más allá de la barca, casi en el horizonte, había brotado del agua negra una inmensa espada de un azul brillantísimo. Se levanto, hendio las tinieblas de la noche. La hoja colosal se deslizó por las nubes y tendió sobre el seno del mar una ancha estela azul.

En aquella senda luminosa salieron de la oscuridad los buques, hasta entonces invisibles, negros, silenciosos, envueltos en la sombra nocturna. Dijérase que habían permanecido largo tiempo en el fondo del mar y que ahora resurgían obedeciendo a la espada luminosa nacida de las aguas. Se elevaban para mirar al cielo y todo lo que estaba sobre el agua. Sus cordajes se enredaban en los mástiles y semejaban algas marinas que salieran del mar con los negros gigantes a que estaban adheridas. La sorprendente espada azul se levantó de nuevo, hendió la noche y se tendió en otra dirección. Y nuevamente, en el lugar en que descansaba, aparecieron esqueletos de navíos, invisibles hasta entonces.

Se detuvo la barca de Tchelkache y se balanceó en el agua como vacilando. Gavrilo permanecía tendido en el fondo, tapándose el rostro con las manos. Y Tchelkache le dio con el remo, diciendo furiosamente, pero en voz queda:

- ¡Imbécil, es el guardacostas de la aduana, es el foco eléctrico! Levántate, pedazo de animal. ¡Van a dirigir la luz hacia nosotros! ¡Vas a perderme, demonio!

Cuando Gavrilo sintió el remo por segunda vez sobre sú espalda, se levantó, sin atreverse a abrir los ojos, se sentó en el banco, y, cogiéndo a tientas los remos, hizo andar la barca.

- ¡Poco a poco, imbécil, o te mato! ¿De qué tienes miedo, di? ¡Eso es una linterna y una luz! ¡Sólo es eso! ¡Cuidado con los remos, estúpido ...! Inclinan el cristal como quieren e iluminan el mar a su antojo para ver a los granujas de nuestra clase ... Ya estamos fuera de peligro ..., ya están lejos ..., no tengas miedo ... ¡Estamos a salvo!

Tchelkache miró con aire de triunfo en torno suyo.

- Sí, estamos en salvo. ¡uf!, ¡qué suerte tienes, pedazo de bestia!

Gavrilo callaba y remaba; respirando penosamente, miró de soslayo hacia el punto donde aún se esgrimía aquella espada flamígera. No creía que fuese un simple reflector. La fría luz azul que exploraba las tinieblas lanzaba reflejos plateados sobre el mar, tenía algo de inexplicable, y Gavrilo volvió a sentir la sugestión de un terror triste. Le oprimía el corazón el presentimiento de una desgracia. Remaba maquinalmente, encorvaba la espalda como si temiese un golpe, y se sentía incapaz de todo deseo y como sin alma. Las emociones de aquella noche habían devorado cuanto de humano poseía.

El pillastre triunfaba del todo; ¡victoria completa! Sus nervios, acostumbrados a las sacudidas, se habían tranquilizado. Estremecíase voluptuosamente su bigote y brillaba en sus ojos una llama codiciosa. Silbaba entre dientes, aspiraba el aire húmedo del mar, miraba a derecha e izquierda, y sonreía bondadosamente al fijarse en Gavrilo.

Sopló la brisa y despertó el mar, jugueteando con sus mil olas pequeñas. Las nubes fueron más transparentes, por más que cubrían todo el cielo. La brisa, aunque ligera, soplaba libremente por toda la superficie del mar, pero las nubes estaban inmóviles y parecían cavilar algo triste y aburrido.

- Ea, hermano, vuelve en ti. ¡Ya es tiempo! Diríase que te han quitado el alma y que no queda de ti sino un saco de huesos ...

Gavrilo escuchaba contento una voz humana, aunque fuera la de Tchelkache.

- Ya oigo -contestó en voz baja.

- Bueno, tontín, pasa al timón, y yo cogeré los remos. ¿Estás cansado?

El joven cambió maquinalmente de sitio; y cuando Tchelkache noto que le vacilaban las piernas, le compadeció más todavía y le dio un golpecito en el hombro.

- ¡No tengas miedo, te tocará buena tajada! Te pagaré bien, hermano. ¿Quieres ganarte veinticinco rublos?

- No tengo necesidad de nada. Lo que deseo es llegar a tierra.

Tchelkache movió los brazos, escupió y remó.

Había despertado el mar. Jugaba con sus mil ondas pequeñas, las hacía brotar, las engalanaba con una franja de espuma, las amontonaba unas sobre otras y las desmenuzaba en polvo. La espuma, al fundirse, murmuraba y suspiraba, y la oscuridad parecía animarse.

- Oye, dime -exclamó Tchelkache-, volverás al pueblo, te casarás, labrarás y sembrarás, tu mujer te dará muchos hijos, les faltará el pan y te descrimarás toda la vida. ¿Te parece esto un gran porvenir?

- No, no me parece gran cosa -contestó tímidamente Gavrilo-, pero ¿qué le vamos a hacer?

Las nubes a trechos se habían rasgado, y a través de los agujeros veíanse el cielo azul y algunas estrellas. Reflejándose sobre el mar juguetón, saltaban aquellas estrellas sobre las olas, desaparecían y volvían a brillar.

- ¡Más hacia la izquierda! -dijo Tchelkache-. Llegamos en seguida. La jornada ha sido buena. ¿Ves? En una sola noche he ganado quinientos rublos. ¿Qué tal?

- ¡Quinientos rublos! -exclamó con incredulidad Gavrilo, pero tocando con el pie los fardos del fondo de la barca, añadió-: ¿Qué es todo esto?

- Pues seda, una mercancía cara; si se vendiese a su verdadero precio, valdría lo menos mil rublos, pero no soy ambicioso ...

- ¡Es posible! -preguntó Gavrilo-. ¡Ah, si yo poseyera esa suma!

Dio un suspiro al recordar la campiña, su vida mísera, sus afanes, su madre y todas aquellas cosas lejanas y queridas que le habían hecho a abandonar el pueblo en busca de trabajo. Una ola de recuerdos le envolvió. Vio nuevamente su aldea, situada en una pendiente, el río oculto entre álamos y sauces, y aquella visión le animó y le sostuvo.

- ¡Qué alegría! -suspiró tristemente.

- Sí, correrías a tu tierra, y ¡buenas noches! ¡Cuánto te querrían las mozas! ¡Podrías escoger! ¡Te harías tu isba ...! Pero tal vez no tendrías bastante dinero para todo ...

- Es cierto, la madera va muy cara en mi pueblo.

- Pero restaurarías la que posees. Y ¿tienes caballo?

- Sí, pero es ya muy viejo.

- Entonces, un caballo, ¡un buen caballo! y ¡una vaca y ovejas y gallinas! ¿Eh ...?

- Pero ¿a qué viene todo eso? ¡Ah, señor, qué bien lo pasaría!

- Sí, hermano, te darías buena vida ... Yo también entiendo algo de eso, también tuve mi hogar; mi padre era uno de los más ricos labradores de mi pueblo.

Tchelkache remaba pausadamente. Balanceábase la barca sobre las olas y apenas adelantaba camino. Absortos en sus pensamientos, los dos hombres, mecidos por el agua, miraban vagamente a lo lejos. Tchelkache había recordado a Gavrilo la aldea para calmarle algo; pero después, a fuerza de recordar las delicias del campo que olvidara, tantos años hacía, se dejó llevar por sus recuerdos, y en vez de hacer hablar al mozo, empezó a perorar por su cuenta sin advertirlo.

- Lo principal, hermano, es la libertad. Debes ser dueño de ti. Tienes casa, y aunque valga poco es tuya. Tuyas son tus gallinas, tus frutos, tu trigo; eres rey en tu tierra. Es necesario llevar una vida muy ordenada. Por la mañana, al levantarse, debes empezar el trabajo. En primavera hay que hacer una cosa, en verano otra, y otra distinta en invierno y otoño. Donde quiera que vayas, puedes volver en seguida a tu casa. El calor ..., el descanso ..., ¿no eres un rey?

Tchelkache se había entusiasmado al hacer aquella larga enumeración de las ventajas del campesino y de sus derechos; pero olvidaba hablar de los deberes. Gavrilo le contemplaba con curiosidad y se entusiasmaba también. Había olvidado la índole el hombre con quien hablaba, y veía úncamente en él un labrador que se le asemejaba, apegado al terruño también por muchas generaciones de labradores, por los recuerdos de la infancia, pero que se aléjó voluntariamente de la madre tierra y expiaba ahora su rebelión.

- Eso es, hermano. Mírate en tu propio ejemplo. ¿Quién eres ahora sin la tierra? ¡Ah!, hermano; la tierra es como una madre, no se la olvida nunca.

Tchelkache volvió en sí. Sentía aquella quemadura en el pecho que le acometía siempre que se ofendía su amor propio de aventurero audaz, sobre todo cuando tenía a su ofensor por inferior a él.

- ¡No te entusiasmes! -exclamó con mal humor-. ¿Crees acaso que hablo seriamente? Valgo yo mucho más que todo eso.

- ¿Piensas que hablo de tí? -contestó Gavrilo intimidado de nuevo-. No hay muchos como tú ... ¡Vaya si hay desdichados y vagabundos sobre la tierra ...!

- Coge los remos, toca -mandó brevemente Tchelkache, conteniendo una oleada de injurias que acudía a sus labios.

Cambiaron nuevamente de sitio. Tchelkache, al pasar sobre los fardos para coger el timón, sintió un vehemente deseo de dar un golpe a Gavrilo que le tumbara al mar, y, al mismo tiempo, no tenía valor para mirarle a la cara.

Ya no hablaban, pero ahora hasta en el silencio de Gavrilo parecía Tchelkache notar olor a pueblo. Recordando lo pasado, se olvidaba de remar y las olas le empujaban a alta mar. Parecían comprender las ondas que la barquilla no llevaba rumbo y jugaban con ella. Desfilaban ante Tchelkache escenas de lo pasado, separado de lo presente por una valla de once años de vida vagabunda. Volvió a verse niño, vio el pueblo; su madre, colorada, gorda, de cándida mirada; su padre, un gigantón de barba roja, de severo rostro; su mujer, Anfisa, de ojos negros, larga caballera, limpia, alegre, regordeta ..., y veíase luego a sí mismo, gallardo soldado de la guardia, y otra vez a su padre con el pelo ya gris, encorvado por el trabajo, y a su madre arrugada, tendida en el suelo. ¡Qué recibimiento le hicieron cuando volvió del servicio! Sentíase el padre orgulloso de su Gregorio, bigotudo, guapo mozo, el gallito del pueblo ... La memoria, ese verdugo de los infelices, anima hasta las piedras de lo pasado, y al veneno apurado años atrás, añade gotas de miel, sólo para aplastar al hombre con la conciencia de sus faltas y para destruir en él la fe en lo porvenir, haciéndole harto caro lo pasado. Sentíase Tchelkache envuelto en un aura bienhechora que traía en sus alas las dulces palabras de su madre, los consejos de su padre, infinidad de sonidos olvidados y sabrosos olores de la tierra, cubierta de trigo verde como la esmeralda ... Sentíase entonces pequeño, miserable y solitario, sin afecto que le uniera a nadie, y arrojado de la vida donde se formó la sangre que circulaba por sus venas.

- ¿Hacia dónde vamos? -preguntó de pronto Gavrilo.

Volvióse Tchelkache estremecido, con la inquieta mirada de una fiera.

- ¡Qué demonio importa! Rema con brío. Ya llegamos.

- ¿Estabas soñando? -preguntó sonriendo Gavrilo.

Tchelkache le contempló fijamente. El joven volvía a estar tranquilo, alegre, en completa posesión de sí mismo. Era muy joven y toda su vida le pertenecía. Tal vez la vida le esclavizara. Y cuando Tchelkache pensó aquello, se sintió más triste aún. Al contestar a la pregunta del mozo, gruñó con enfado:

- Ya estoy cansado, y esto baila ...

- Vaya si baila ... Supongo que no nos dejaremos coger ahorá con esto ...

Señalaba los fardos con el pie.

- No tengas cuidado. Voy a entregarlo en seguida y a recibir el dinero.

- Quinientos, ¿eh?

- Creo que sí.

- ¡Buena cantidad! ¡Si yo la tuviese, pobre de mí!

- ¿Entonces, al pueblo?

- Inmediatamente.

Gavrilo se dejó llevar por sus pensamientos. Tchelkache parecía aplanado. Colgaban sus bigotes; todo su lado derecho, azotado por las olas, estaba mojado; sus ojos, sumidos, habían perdido su brillo. Su aspecto de ave de rapiña había desaparecido para convertirse en un ensueño humillante, que se delataba en los mismos pliegues de su blusa sucia.

- ¡Ah, estoy rendido!

- Ya llegamos.

Tchelkache hizo virar de pronto la barquilla y se dirigió hacia un bulto negro que salía del agua. El cielo estaba cubierto de nubes y caía una llovizna fina y copiosa que resonaba alegremente en las crestas de las olas.

- Para poco a poco -ordenó Tchelkache.

La barquilla chocó con el costado de un navío.

- ¿Dormirán esos diablos? -murmuró Tchelkache cogiendo con el bichero las cuerdas que caían de a bordo-. La escala no está echada. ¡No podía llover más a tiempo! ¡Eh!, esponjas del diablo, ¡eh!

- ¿Es Tchelkache? -preguntó desde arriba una voz dulzona.

- ¡Pronto, echa la escala!

- Buenos días, Tchelkache.

- ¡Echa la escala, diablo negro! -rugió Tchelkache.

- Qué mal humor traes hoy ... ¡Eh! ¡Oh!

- Sube, Gavrilo -ordenó Tchelkache a su amigo.

En dos minutos estuvieron ambos en el puente, donde tres personajes barbudos hablaban animadamente en una lengua rara y entrevesada. Otro, envuelto en un gran tabardo, adelantóse hacia Tchelkache, le estrechó la mano en silencio y echó una mirada de recelo a Gavrilo.

- Prepara el dinero para mañana -dijo brevemente Tchelkache-. Ahora vaya dormir. Vamos, Gavrilo, ¿tienes hambre?

- No, tengo sueño.

Al poco rato roncaba ya sobre la sucia cubierta, y Tchelkache, sentado a su lado, se probaba una bota que por allí dejara un marinero. Escupió por un colmillo y se puso a silbar con cólera. Después se tendió junto al joven, sin quitarse la bota, puso las manos bajo la nuca y examinó con atención el puente, frunciendo los labios.

Mecíase la barca en el agua; la madera crujía lentamente, caía la lluvia, y las olas golpeaban los costados. Todo aparecía triste y resonaba como el cariñoso canto de una madre que no ha perdido la esperanza en la dicha de su hijo. Tchelkache levantó la cabeza, miró en torno suyo enseñando los dientes, y, después de murmurar algunas palabras, volvió a tumbarse ... Sus piernas abiertas le daban el aspecto de una tijera enorme.

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